Historias secretas de la última guerra


Los valientes hombres-ranas italianos



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8.Los valientes hombres-ranas italianos


Por J. D. Ratcliff

QUERIDA mamá: Cuando recibas estas líneas, yo habré muerto. Me he ofrecido como voluntario para una peligrosa misión que fracasó.

Así empezaba la primera de tres cartas escritas por el capitán de corbeta de la armada italiana, Luigi Durand de la Penne, dos semanas antes del día de Navidad de 1941. La segunda anunciaba el éxito de la misión, y la tercera comunicaba que había caído prisionero de guerra. Al terminar la misión, en una forma u otra, se remitiría la carta correspondiente.

De la Penne, apuesto joven de veintisiete años, de complexión atlética, estaba a punto de lanzarse a una de las empresas más aventuradas en los anales del valor humano: iba a dirigir un grupo de seis hombres en un desigual ataque al poderío naval británico concentrado en Alejandría. Enfrentando hombres de 73 kilos a acorazados de 32.000 toneladas, estaba destinado a conquistar una victoria memorable y la admiración de su víctima principal Winston Churchill, dijo de su hazaña: “Un ejemplo singular de valor e ingenio”.

La misión encomendada a De la Penne consistía en echar a pique los elementos principales de la fuerza marítima inglesa del Mediterráneo en un momento histórico crítico. Los ingleses acababan de perder un acorazado y un portaaviones a manos de los submarinos. Los dos acorazados que les quedaban en el Mediterráneo se habían puesto al abrigo de la rada de Alejandría. De la Penne y los voluntarios que le acompañaban debían introducirse en la rada viajando montados a horcajadas en submarinos-miniatura, llamados “marranos”, y atacar allí los navíos de guerra.

Cada “marrano” tenía 6,5 metros de largo y 50 centímetros de diámetro. Los impulsaban motores eléctricos silenciosos que les daban una velocidad de tres a cinco kilómetros por hora y un radio de acción de 15 kilómetros, y llevaban una carga desmontable de 300 kilos de explosivos. Una vez en la rada, los tres equipos de dos hombres debían fijar las cargas explosivas a los cascos de los buques y tratar de escapar.

Las probabilidades que tenían de volver con vida eran escasas. De la Penne y sus hombres tuvieron que hacer testamento y preparar los equipajes con sus pertenencias para que los enviasen a sus familias si no regresaban. Ninguno de los componentes del grupo debía ser casado, pero a De la Penne “no le seducía la idea de abandonar este mundo sin dejar un sucesor”. En consecuencia, propuso matrimonio a Valeria Butti, bella hija de una distinguida familia genovesa y, después de casarse con ella secretamente, se reincorporó a su unidad.

El 18 de diciembre los tres equipos estaban ya a bordo del submarino “Sciré”, que descansaba en el lecho del mar frente a la rada de Alejandría. Los últimos informes del servicio secreto confirmaban que en el puerto se hallaban los acorazados “Valiant” y “Queen Elizabeth”. De la Penne y el contramaestre Emilio Bianchi, que formaba pareja con él, se encargarían del “Valiant”, y el capitán de corbeta Antonio Marceglia, con Spartaco Schergat, del “Queen Elizabeth”. El capitán de corbeta Vincenzo Martellota y Mario Marino atacarían un petrolero naval de 16.000 toneladas y después desparramarían bombas incendiarias flotantes con la esperanza de que el petróleo del buque-tanque prendiera fuego a toda la rada. Una vez terminada su tarea, las tres parejas ganarían a nado tierra firme y robarían un barco pesquero para ir a encontrarse el día 24 de diciembre con un sumergible italiano.

Ilustración 9: “Hombres-ranas” italianos



10

Poco antes de las nueve de la noche, los expedicionarios se pusieron sus ajustados trajes de caucho. Botadas al agua sus minúsculas embarcaciones, las tres parejas navegaron lentamente hacia el faro de Ras El Tin, que se divisaba confusamente a kilómetro y medio de distancia.

Había que sincronizar las espoletas de acción retardada, que debían hacer explosión a las 5,55 de la madrugada contra el buque petrolero, a las 6,05 contra el “Valiant”, ya las 6,15 contra el “Queen Elizabeth”. Los atacantes todavía tenían tiempo para comer... quizá su última comida. De unos receptáculos impermeables sacaron pollo frío, pan y pequeñas botellas de champaña.

A horcajadas sobre los “marranos”, no dejaban sobresalir del agua más que las cabezas.

Había llegado el momento de aproximarse a la red de acero que protegía la boca de la rada. Los pequeños sumergibles llevaban cizallas neumáticas, pero éstas hacían mucho ruido y las redes estaban frecuentemente festoneadas de cargas de explosivos. Mientras De la Penne meditaba sobre lo que convenía hacer, el faro y el puerto se iluminaron repentinamente. ¡Llegaban unos barcos! Y apenas se abrió la red para darles paso, De la Penne dijo a sus compañeros: “¡Sigámoslos!” De entre las sombras aparecieron tres destructores, y los tres “marranos” los siguieron dando bandazos en su estela.

Una vez dentro del puerto, los saboteadores se dedicaron a localizar sus objetivos. De la Penne se acercó al “Valiant” y tropezó con una red protectora de acero que rodeaba el navío. Intentó con Bianchi levantar la red, pero pesaba demasiado. No había más que una solución: tratar de pasar con su pequeño sumergible por encima del borde superior de la red y procurar que no los descubrieran. La maniobra salió bien, con gran alivio de ambos, y volvieron a sumergirse.

El mejor lugar para colocar los explosivos era debajo de la torre de fuego núm. 1. Para hacer la comprobación final de la posición, De la Penne subió a la superficie, desenrollando una bobina de alambre que le guiaría de nuevo al “marrano” en su descenso. Cuando volvió a las tinieblas del fondo del mar, el motor de la pequeña embarcación no arrancaba. Sospechando que el alambre pudiera haberse enredado en la hélice, se volvió hacia donde estaba Bianchi para hacerle seña de que lo desenredara. Pero Bianchi había desaparecido. De la Penne puso manos a la obra por sí solo.

La carga explosiva estaba todavía a 30 metros de la posición debida.

Trabajando con las ateridas manos desnudas, De la Penne empezó a arrastrar centímetro a centímetro aquella carga de 300 kilos sobre el fondo lodoso. Al cabo de casi una hora de intensos esfuerzos, la carga quedó por fin en la posición debida, pero De la Penne estaba demasiado exhausto para fijarla al casco. Sin embargo, como el explosivo reposaba en el fondo a solo metro y medio del buque, tenía la seguridad de que cumpliría su misión. Eran las tres de la madrugada. Faltaban otras tres horas para la explosión.

Casi a punto de desvanecerse volvió a subir a flote, pero no sin causar un leve chapoteo. Este fue suficiente para que el vigía de cubierta del “Valiant” se pusiera sobre aviso. Instantáneamente le iluminó un reflector. Hubo una lluvia de balas. Viendo cerca una boya, De la Penne nadó hasta ella en busca de amparo. ¡Detrás estaba Bianchi!. El equipo de respiración le había fallado y había perdido el conocimiento; subió a flote inconsciente, volvió en sí en la superficie y nadó hasta la boya.

Pronto llegó un bote que hizo prisioneros a los dos italianos y los llevó a bordo del “Valiant”. A las tres y media de la madrugada los interrogó en el alcázar el segundo de a bordo. Aparte de declarar sus grados y números correspondientes, ambos prisioneros se negaron a divulgar información alguna, Los separaron, y De la Penne fue encerrado en un pañol de la bodega del “Valiant”, casi directamente sobre el explosivo. Vigorizado con un vaso de ron y un paquete de cigarrillos que le dio un marino compasivo, De la Penne fue contando los minutos: las 5,30 a.m., las 5,40...

Se oyó un rumor sordo en la lejanía. Martellota y su compañero habían volado el buque petrolero. La explosión le había arrancado toda la popa, y además había averiado un destructor fondeado a su costado, pero las bombas incendiarias no produjeron el resultado previsto. Eran ya las 5,54... faltaban sólo once minutos. De la Penne comenzó a golpear en la puerta de su celda y pidió que le llevaran inmediatamente ante el comandante del acorazado, capitán de navío Charles Morgan.

—Su buque va a volar en diez minutos —le previno—. No quiero matar gente innecesariamente. Le recomiendo que reúna a toda la dotación sobre cubierta sin perder tiempo.

—¿Dónde ha colocado el explosivo? —preguntó Morgan—. Si se niega a decírmelo, tendré que enviarle otra vez a la bodega.

De la Penne se negó a revelarlo, pues si Morgan llegase a saber que la carga estaba suelta en el fondo del mar, sacaría al “Valiant” instantáneamente de allí y lo alejaría del peligro. Mientras le llevaban otra vez a su celda, el sistema de altavoces del acorazado ordenaba que todos los tripulantes subieran prontamente a cubierta.

De la Penne mantenía los ojos fijos en su reloj. Era muy probable que los minutos que iban pasando fueran también los últimos de su vida. ¿Habría dispuesto bien la espoleta de tiempo? Naturalmente, en la oscuridad era imposible ajustarla al segundo exacto.

La explosión se produjo a las 6,06 a.m. El “Valiant” se estremeció y se llenó de humo. De la Penne salió despedido a través de la celda y perdió momentáneamente el sentido. Cuando lo recobró, vio que la explosión había arrancado la puerta. Subió a cubierta sin llamar la atención y observó fijamente al “Queen Elizabeth”, que se hallaba próximo. A las 6,15 hubo una atronadora explosión. Marceglia había colocado la carga justamente debajo de la sala de máquinas del “Queen Elizabeth”, de cuyas chimeneas brotó un surtidor de aceite que llovió sobre la rada y sobre el “Valiant”. Como el mar tenía allí poco calado, los tres navíos tocaron fondo, pero se mantuvieron derechos.

En aquel momento la armada italiana era la dueña absoluta del Mediterráneo y, con la protección que sus cruceros podrían prestar, no tendría problemas insolubles para abastecer a las tropas alemanas e italianas del África del Norte. Sin embargo, los cruceros nunca se aventuraron a salir... por una razón sorprendente. Las fotografías de reconocimiento aéreo tomadas al día siguiente fueron interpretadas acertadamente por los especialistas del servicio secreto italiano: el “Valiant” escoraba a babor; el “Queen Elizabeth” estaba hundido de proa; a las claras se veía que ambos estaban seriamente averiados. ¡Pero Mussolini sabía más que sus técnicos! Afirmó que los buques no habían sufrido daño alguno. Y como sus decisiones eran indiscutibles, la flota italiana permaneció en puerto y desperdició su magnífica ventaja.

Los ingleses hicieron cuanto les fue posible por dar visos de verdad al desatino de Mussolini. Mientras bajo la superficie del mar se hacía una frenética labor de reparación de las vías de agua de 12 metros abiertas en los cascos de ambos navíos, encima de ella reinaba la calma. Los dos buques se las arreglaron para mantener el fuego en sus calderas. Sobre cubierta se celebraban conciertos, a cargo de las bandas de a bordo, y recepciones. Pero había de transcurrir más de un año antes de que ninguno de los dos estuviera en disposición de volver a entrar en acción.

Los seis “hombres-ranas” italianos cayeron prisioneros. De la Penne fue enviado al Cairo y de allí a Palestina, desde donde logró escapar a Siria. Capturado nuevamente, se le puso a bordo de un buque que se dirigía a la India. En la India volvió a fugarse, y una vez más se le capturó.

De vez en cuando le llegaba alguna carta de su esposa. En una ocasión, ésta hablaba con gozo evidente de las diabluras que hacía Renzo. Renzo era el nombre del hermano menor del prisionero, y De la Penne concibió serios temores por el equilibrio mental de su esposa. No sabía que tenía un hijo de un año al que también se había dado ese nombre.

De la Penne fue repatriado poco después de hacer Italia la paz con los aliados en 1943. Inmediatamente se puso aliado de éstos y ayudó a frustrar los planes de los alemanes en retirada para obstruir el puerto de La Spezia. En compañía de otros se introdujo sigilosamente en la rada y echó a pique, antes de que pudieran sacarlos hasta la boca del puerto, los buques con que los alemanes pensaban obstruirlo.

Un día de 1945 se celebró una ceremonia extraordinaria. El príncipe heredero Humberto de Italia se disponía a prender la Medaglia d'Oro, la más elevada condecoración de su país, del pecho de De la Penne. De entre los invitados se adelantó un hombre: el vicealmirante Sir Charles Morgan, comandante de las fuerzas navales británicas del Mediterráneo y antiguo comandante del “Valiant”. Gracias al aviso dado por De la Penne no se había perdido una sola vida entre la tripulación de 1.700 hombres del “Valiant”. Morgan se aproximó al príncipe Humberto y dijo:

—¿Me permite el honor de prender la condecoración sobre el pecho de este valeroso caballero?



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