Historias secretas de la última guerra


Héroe cuando tuvo que serlo



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29.Héroe cuando tuvo que serlo


Por Edwin Muller

CUANDO EN cierta noche del año 1941 Max Manus iba subiendo la escalera de su departamento, no tenía ni el más leve presentimiento de que allí lo esperaba la policía.

Desde luego, no se le ocultaba que tarde o temprano le echarían la mano. La Resistencia en Noruega apenas comenzaba, y Max no se forjaba grandes ilusiones con respecto a sí mismo. Llamarían a su puerta a medianoche o, cuando fuera caminando por las calles de Oslo, le detendrían a la voz de: “¡Alto! ¡Sus papeles!”

En cuanto abrió la puerta, y antes que tuviese tiempo de encender la luz, saltaron sobre él seis guardias de la Statspoliti. Le quitaron una pistola que llevaba en su funda escondida debajo del brazo y otra que tenía asegurada en una pierna. Luego le arrancaron de la espalda la mochila en que llevaba papeles comprometedores. ¿Qué hacer? Tenía unas granadas escondidas en el baño. Le permitieron entrar, pero con dos acompañantes que no se le apartaron. No hubo manera de echar mano a las granadas.

Cuando volvió al cuarto, el jefe de los policías estaba revolviendo algunos papeles. De reojo Max midió la distancia a la ventana, luego miró hacia la puerta e hizo un movimiento súbito de sorpresa. Seis pares de ojos se volvieron en la misma dirección. Max aprovechó el instante para saltar por la ventana, rompiendo los vidrios y el papel que los cubría para oscurecer en caso de ataques aéreos. Cayó de una altura de dos pisos al pavimento.

Fue a dar al hospital. Cuando volvió a tener conciencia de sí mismo oyó estas palabras: “Sería estúpido ir a fusilar ahora a este hombre. Va a morir aquí, y muy pronto. Tiene rota la columna vertebral”.

De nuevo perdió el conocimiento. Al recobrarlo estaban allí una enfermera y un médico. El médico se inclinó y le dijo al oído: “No va a morir: no se le ha roto la columna; sólo tiene dos vértebras flojas. Pronto podrá moverse”.

Día y noche guardias de la Statspoliti custodiaban la puerta. El doctor dijo a Max que le estaba costando trabajo convencer a la policía de que se hallaba demasiado enfermo para moverlo. “Han dicho que no dejarán pasar muchos días sin juzgarlo”.

A poco Max estuvo en condiciones de levantarse. Con muchas precauciones se las arregló para dar los primeros pasos. La ventana de su cuarto estaba tapada con tablas como precaución contra los ataques aéreos, pero arriba había una sección embisagrada. Max calculó que si lograba llegar allí tendría espacio para escurrirse y escapar. Cuando vino la enfermera le dio en secreto un nombre, una dirección y algunas instrucciones.

Al día siguiente la enfermera entró con una pierna tiesa. Traía escondida una corta caña de pescar, con cordel y carrete. Le dijo que la fuga estaba arreglada para las tres de esa madrugada.

Desde la medianoche Max no hizo otra cosa sino mirar el reloj. Al fin, las 2,50. Se levantó, sacó de la alacena la caña, ató al cordel el peso de plomo y lo tiró por la ventana. Eran las 2,55. Exactamente a las tres sintió que tiraban del cordel. Todo iba bien.

Max cobró el cordel. Así le llegó el cable que ató a la cama. Trepó a la ventana y se escurrió por el cable. Nevaba. Un viento helado rasgó su camisa de enfermo y le azotó la espalda. Sus compañeros lo recibieron, volaron con él al automóvil y lo envolvieron en mantas calientes. Así que se alejaban por las calles oscuras oyeron las sirenas de los automóviles de la policía que llegaban al hospital.

Nunca más volvieron a ver a Max los de la Statspoliti, y él vivió para convertirse en el más famoso de todos los héroes de la Resistencia noruega. No hace mucho pude recoger en Oslo las historias de cómo, casi sin ayuda de nadie, hundió buques, voló fábricas de municiones, sembró el terror entre los invasores nazis. Su nombre se repite ahora como el de un semidiós de los Vikings. Por eso me quedé sorprendido al conocerlo.

Max Manus es un hombre pequeñito, que no aparenta nada. Andaría por los treinta. Pelo de color de paja, ojos azulencos. Trabaja como vendedor de muebles y enseres para oficina. Vive con su mujer y dos niños pequeños en un barrio residencial de Oslo. Cuando se trata de sacarle por qué se portó como héroe, se llega a la conclusión de que siempre anduvo amedrentado. Día y noche, durante cinco largos años, jamás estuvo libre de miedo.

Después de haber escapado del hospital se le envió a Londres para seguir un curso avanzado de sabotaje. El viaje duró siete meses. Burlando la guardia de la frontera, pasó a Suecia en esquís por los desfiladeros de las montañas nevadas; luego tomó un tren a Odesa; de allí siguió a Estambul, donde por milagro escapó a los agentes nazis. (Ya para entonces era hombre fichado). Llegó a Suez, bajó por el Mar Rojo, y doblando el Cabo de Buena Esperanza cruzó el Atlántico para ir a América y de allí a Inglaterra.

El curso de sabotaje en Londres incluía el uso de “lampreas”, cajitas delgadas de lata cargadas de explosivos, que por medio de imanes se pegan al casco de los buques por debajo de la línea de flotación.

En paracaídas descendió a las montañas nevadas de Noruega, y a pie llegó a Oslo. El miedo cubría como niebla espesa la ciudad. La policía secreta de los alemanes y los noruegos traidores estaban en todas partes. La gente caminaba en silencio por las calles, temerosa de hablar francamente aún a los mejores amigos. Max, sin embargo, estableció contacto con la Resistencia y pronto volvió a su cauteloso y arriesgado trabajo de saboteador. Recibiendo órdenes de sus jefes, que dirigían desde Inglaterra, tomó parte principal en la destrucción de siete fábricas que trabajaban para los nazis: una de aviones, varias de productos químicos, una de cojinetes de bolas, una de locomotoras, una instalación de petróleo y el edificio de la administración de ferrocarriles.

Cuando se le pregunta ahora acerca de estas aventuras se encoge de hombros y dice: “Era lo que había que hacer”. Pero ¿cuál fue de todos el trabajo más emocionante? Quizá —dice— el que tuvo por objetivo el buque de transporte “Monte Rosa”.

El “Monte Rosa” pasaba tropas entre Oslo y Alemania. A la Resistencia se le asignó el trabajo de hundirlo. El área que rodeaba el muelle estaba resguardada por alta cerca de alambre de púas. Siempre había guardia a la entrada y en los muelles. Cuando el buque estaba en puerto se redoblaban las precauciones. El propio Hitler difícilmente hubiera podido franquear la entrada. Por las noches los proyectores iluminaban las aguas en torno a la nave.

Un trabajador del puerto informó que bajo el muelle había unas vigas transversales lo bastante anchas para que sobre ellas se acostase una persona. Dos hombres podían muy bien meterse allí antes que el buque llegase de Alemania; permanecer sobre las vigas dos o tres días, mientras estuviese en el puerto, y fijar los explosivos contra el casco. La carga sería de tiempo, para que estallara en alta mar.

El plan tenía sus atractivos. Lo único objetable era que podía costar dos vidas. Pero la Resistencia consideró que el hundimiento del “Monte Rosa” bien valía esas dos vidas. Se asignó el trabajo a Max y a su amigo Gregers Gram.

Vestidos con jerseys muy usados, Max y Gregers llegaron a la entrada del muelle en un camión. Llevaban 12 bombas “lampreas” escondidas en el fondo de dos grandes cajas de herramientas.

Max explicó al guarda que iban a reparar unos cables debajo del muelle. Enseñó los papeles pertinentes. El guarda los examinó y pasó a inspeccionar el camión. Abrió las cajas y comenzó a revolver las herramientas. Justamente en ese instante otro camión llegó deprisa. El chofer comenzó a sonar la bocina y a gritar: “¡Vamos! ¡Vamos! ¡Dense prisa!” El guarda dio paso a Max y a Gregers y corrió a revisar el segundo camión. Su chofer era también de la Resistencia.

Max y Gregers colocaron las dos cajas en un pasadizo ciego que no se usaba nunca, y se marcharon.

A la mañana siguiente regresaron a pie. Saludaron al guarda, enseñaron sus papeles y entraron. Ahora había que colocar las cajas debajo del muelle, donde había un centinela alemán.

Bajo la mirada del guarda cargaron las cajas hasta la escala que debía llevarlos abajo. Cuando estaban a dos pasos de la escala, el centinela les preguntó:

—¿Qué hacen aquí?

—Hemos venido a reparar unos cables bajo el muelle. Estas cajas pesan mucho. ¿Quiere usted echamos una mano?

El guarda miró primero a Gregers, luego a Max. Se inclinó y les ayudó a levantar las cajas.

Debajo del muelle estaban a oscuras. Las vigas y los pilotes de hormigón, helados y viscosos. Abajo, en el agua sucia de aceite, flotaban desperdicios. Tenía que pasar las cajas al otro lado del muelle, donde se esperaba que atracaría el “Monte Rosa”. Era como andar a gatas en una cueva. Las vigas eran tan bajas que los dos hombres tenían que arrastrarse sobre el vientre. Los clavos les rasgaban los vestidos. Luego las vigas terminaban. Quedaba un vacío y después había más vigas. Pero era imposible salvar a nado esa distancia con cajas que pesaban más de 20 kilos.

Durante un buen rato permanecieron acostados allí. Al fin se le ocurrió una idea a Max. En uno de sus escondrijos en Oslo tenía un bote de caucho como los que llevan los aviones. Regresaron y treparon por la escala. En la puerta le sonrieron tímidamente al guarda.

—Olvidamos unas herramientas —dijeron. El guarda los dejó salir.

Hubo un momento de peligro cuando regresaron con el bote de caucho plegado en el fondo de una caja de herramientas. ¿Se le ocurriría al guarda inspeccionarlos? No pasó nada. Ya eran gentes conocidas y se les dejó pasar. A poco, con sus cajas, descansaban en las vigas del lado en que se esperaba la nave.

Allí estuvieron durante tres días.

El primer día fue llevadero. Tenían bocadillos y una botella de coñac que les sirvió para soportar la hediondez. Las ratas les pasaban rozando y por la noche se les acercaban más y más. Las atraían los bocadillos. Sus ojillos brillaban en la oscuridad. Parecían tan grandes como gatos. Max y Gregers se turnaban para espantarlas durante toda la noche.

Al segundo día se oyeron arriba ruidos, voces. Luego, la sirena del buque. Finalmente, una enorme masa se deslizó contra el muelle.

El “Monte Rosa” estuvo anclado dos días. Max y Gregers esperaron hasta el último momento. Casi esperaron demasiado. Trabajando desde el bote de caucho, ajustaron la última “lamprea” justamente cuando comenzaba a moverse la nave. Poco faltó para que la succión que hacía el buque al arrancar hundiese el barquichuelo de caucho. Max y Gregers se agarraron a una viga y se las arreglaron para salir. Luego agujerearon el botecillo y lo hundieron.

Fue un momento azaroso cuando treparon la escala y sacaron la cabeza. Pero no había guarda en ese momento. Y escaparon.

Al siguiente día llegaron noticias de Inglaterra: el “Monte Rosa” había estallado en el puerto de Copenhague. La nave quedó inservible durante varios meses. Más tarde, con otro compañero, Max repitió el trabajo que había hecho en el “Monte Rosa” en el buque gemelo: el “Donau”. Su casco yace todavía a la salida del puerto de Oslo.

Terminó la guerra sin que los nazis hubieran podido echarle el guante a Max. El mismo no sabe cuánto tiempo más hubiera podido burlarlos. Cree que fue muy afortunado; la verdad es que siempre fue cauteloso. Nunca corrió riesgos que no fueran indispensables.

Su amigo Gregers Gram no fue tan cuidadoso y cayó en una emboscada que le tendieron en cierto café de Oslo una noche. Cinco nazis saltaron sobre él. Trató de alcanzar una granada, pero ellos se le adelantaron con un tiro.

Ahora, en su tranquila casa de las afueras de Oslo, Max Manus recuerda con placer el claro día de primavera, pasada la guerra, en que desfiló por la calle principal de la ciudad en un automóvil descubierto, en compañía del rey y la princesa de la Corona, en medio de la desbordante celebración de Noruega libre.

Desde entonces su vida ha sido tranquila y agradable, y a Max Manus no le gusta volver a pensar en aquellos años. Los encuentra demasiado azarosos. No siendo el tipo de hombre que nació para ser héroe, gusta de las cosas normales. Da la impresión de que volvería a luchar para conservarlas así.

De “The American Weekly”



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