Por El Capitán De Navío Rikihei Inoguchi
Y El Capitán De Fragata Tadashi Nakajima,
De La Antigua Armada Imperial Del Japón.
El 17 de octubre de 1944, cuando las Filipinas estaban en poder de los japoneses, las fuerzas estadounidenses hicieron un desembarco en la entrada del Golfo de Leite. Poco después, más de 100 portaaviones estadounidenses atacaban múltiples blancos desde Luzón hasta Mindanao.
La flota japonesa había sufrido abrumadora derrota en la Batalla del Mar de las Filipinas; el poderío aeronaval del Japón estaba en franca decadencia; sólo un milagro podía salvar del desastre al Imperio del Mikado. Entonces nació la desesperada idea del kamikaze.
AL ATARDECER del día 19 de octubre entró en el aeródromo de Mabalacat, donde tenía su base de luzón el Grupo Aéreo japonés número 201, un automóvil sedán negro que se detuvo ante el puesto de mando. De él salió el almirante Takijiro Ohnishi, comandante en jefe de la Primera Flota Aérea, considerado como la autoridad máxima en lo referente a la guerra del aire. El almirante convocó acto seguido a los jefes del 201 y les habló así: “la situación en que nos hallamos es tan grave que la suerte del Imperio depende del resultado de la Operación Sho. (Sho, que significa victoria, era el nombre irónico que Tokio había dado a la operación destinada a evitar que los estadounidenses volviesen a tomar las Filipinas). Una fuerza naval mandada por el almirante Kurita entrará en el Golfo de leite y destruirá las unidades de superficie que el enemigo tiene allí. La Primera Flota Aérea ha sido designada para que preste apoyo a la mencionada operación, y su cometido es hacer inefectiva la acción de los portaaviones enemigos por lo menos durante una semana. Pero nuestra situación es tal que ya no podemos ganar si nos atenemos a los métodos convencionales de lucha. En mi opinión, nuestro único medio de detener al enemigo es estrellar nuestros cazas Zero, portadores de bombas de 250 kilos, contra las cubiertas de vuelo de sus portaaviones.”
Los jefes escuchaban electrizados las palabras del almirante. Se veía que el propósito de su visita era inspirar ataques suicidas.
Cuando el almirante hubo terminado, el capitán de fragata Tamai, jefe del 201, pidió permiso para consultar tan grave materia con sus jefes de escuadrilla. Confiaba en que la mayoría de sus pilotos se ofrecerían como proyectiles humanos cuando conociesen el plan. “Apenas han hablado —informó después—, pero han expresado elocuentemente con los ojos que están dispuestos a morir por la patria”. Todos los pilotos menos dos se ofrecieron como voluntarios.
Se acordó que el teniente de navío Yukio Seki dirigiese el ataque. Seki se había graduado en la Academia Naval de Eta Jima y era hombre de carácter y capacidad relevantes. Cuando el capitán Tamai le comunicó la misión que se le encomendaba, Seki se inclinó sobre la mesa, con la cabeza entre las manos y los ojos cerrados. El joven oficial se había casado días antes de salir del Japón. Permaneció sin hacer otro movimiento que apretar los cerrados puños. Luego levantó la cabeza y dijo con voz clara y tranquila: “Estoy dispuesto a dirigir el ataque”.
Poco después de salir el sol el día 20 de octubre, el almirante Ohnishi convocó a los 24 pilotos del Kamikaze (“viento divino”) y les dijo con voz temblorosa de emoción: “El Japón atraviesa terrible crisis. La salvación de la patria no depende ya del poder de los ministros, ni del estado mayor, ni de los humildes comandantes como yo. Ahora toca salvarla a los jóvenes animosos, como ustedes”. Se le llenaron los ojos de lágrimas y terminó: “les pido que hagan cuanto esté de su parte y les deseo éxito”.
En otras bases aéreas se hacían iguales reclutamientos de pilotos kamikaze. En Cebú reunieron a todos los pilotos a las seis de la tarde del día 20. “Todo voluntario para el cuerpo de ataques especiales —dijo el jefe— escribirá su nombre y graduación en un pedazo de papel que meterá en un sobre, el cual cerrará. Los que no quieran ofrecerse como voluntarios meterán en el sobre un papel en blanco. Tienen ustedes tres horas para pensar la cosa seriamente”.
A las nueve en punto, el más antiguo de los oficiales subalternos entregó en la oficina del jefe un sobre con más de 20 papeletas firmadas; solamente dos estaban en blanco.
El día 25 de octubre atacó por primera vez con éxito la escuadrilla kamikaze. Seis aviones despegaron al amanecer de Davao, en el Sur de Mindanao, y causaron daños por lo menos a tres buques-escolta de portaaviones.
Aquella misma mañana el teniente Seki dirigió también un ataque afortunado con aviones de Mabalacat. Uno de los cuatro pilotos de escolta informó sobre la acción como sigue: “A la vista de las fuerzas enemigas, compuestas de cuatro portaaviones y otros seis buques, el teniente Seki se lanzó en picada contra uno de los portaaviones y lo embistió. Otro compañero se estrelló contra el mismo buque, del cual se elevó densa columna de humo. También hicieron blanco otros dos pilotos, uno en otro portaaviones y el segundo en un crucero ligero”.
La noticia del éxito obtenido por los aviones kamikaze enardeció a la flota entera. Aquel mismo día una fuerza de 93 cazas y 57 bombarderos había volado sobre el enemigo en la forma acostumbrada sin lograr causarle daños. La superioridad de los ataques suicidas era manifiesta.
El almirante Ohnishi estaba convencido de que era inevitable la continuación de aquella táctica inhumana. Así se lo hizo saber al vicealmirante Fukudome, comandante en jefe de la Segunda Flota Aérea. “Todo lo que no sea lanzarse de cabeza a los ataques especiales será impotente para salvamos. Ha llegado el momento de que su flota aérea adopte esa táctica”.
Fue así como se generalizó la táctica del kamikaze; los jóvenes se ofrecieron voluntaria y entusiásticamente a acrecentar la intensidad del “viento divino”. La metrópoli mandó abundantes refuerzos de muchachos ansiosos de estrellarse contra los buques enemigos, pero el tiempo pasaba sin remedio y la situación en torno a la Isla de Leite era cada vez más desesperada. Aunque los ataques kamikaze aumentaban en número e intensidad a medida que se aceleraba el ritmo de la invasión, el suministro de aviones empezó a decrecer, y el 5 de enero se lanzó el último ataque suicida en gran escala desde una base filipina. Quince cazas-bombarderos acometieron a las fuerzas invasoras en el Golfo de Lingayen e infligieron daños a un crucero y cuatro transportes. 29
Después de la caída de las Filipinas se sucedieron rápidamente nuevas derrotas japonesas. El poderoso enemigo invadió a Iwo Jima en febrero de 1945 y a Okinawa en abril; el Japón quedó atrapado en mortal tenaza. Esta situación inspiró nuevamente el uso de las tácticas suicidas en escala sin precedente, pues llegaron a movilizarse hasta los aviones de entrenamiento.
Entonces se propuso una nueva arma suicida. Era un cohete portador de un proyectil de 1.800 kilos que iría sujeto a un bombardero “nodriza”. A la vista del blanco se soltaría el proyectil con un piloto suicida voluntario para estrellarlo contra un buque enemigo. El grupo de pilotos ejercitados en el manejo de dicha arma se llamaba Jinrai Butai (unidad del rayo divino). La nueva arma fue bautizada por los aliados con el nombre de “Bomba Baka”, que equivale a “bomba boba”.
En el gran ataque a Okinawa del 12 de abril se utilizaron bombas Baka. El piloto del primer proyectil que hizo blanco era hombre extraordinariamente sereno. Se durmió tranquilamente durante el vuelo hasta Okinawa y tuvieron que despertarlo cuando le llegó la hora de emprender el vuelo a la eternidad.
Solamente en la campaña de Okinawa se hicieron más de 1.800 vuelos suicidas. Cuando el Japón se rindió, un total de 2.519 soldados y oficiales de la Armada Imperial Japonesa se habían sacrificado.
Pocas horas después de la proclama imperial del 15 de agosto de 1945 que ordenaba la inmediata cesación de las hostilidades, el comandante en jefe de la Quinta Flota Aérea, almirante Ugaki, decidió morir de la misma manera que los muchos pilotos a quienes había enviado a la muerte. Después de arrancarse del uniforme las insignias de su rango, habló a sus soldados y oficiales reunidos: “Voy a despegar para estrellarme contra el enemigo en Okinawa. Los que quieran seguirme, levanten la mano”.
Ilustración 23: Un avión suicida japonés contra un acorazado americano
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Hubo más voluntarios que aviones disponibles. De los once aparatos que despegaron, siete —incluído el del almirante Ugaki— radiaron a la base más tarde que se “lanzaban en picada sobre el blanco”.
Aquella misma noche el almirante Ohnishi, que entonces era segundo jefe del estado mayor naval en Tokio, escribió esta nota: “Rindo a las almas de mis subordinados muertos el inmenso tributo que merecen sus valerosos hechos. A la hora de morir, quiero presentar excusas a esos valientes y a sus familias”. Luego se hundió en el vientre una espada de samurai.
Negándose a aceptar asistencia médica y a recibir el golpe de gracia, el almirante Ohnishi estuvo agonizando hasta las seis de la tarde del siguiente día. Su manifiesta voluntad de prolongar sus sufrimientos se debió sin duda al deseo de expiar su participación en la táctica guerrera más diabólica que el mundo ha conocido.
De “United States Naval Proceedings”.
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