SEGUNDA PARTE
HAY ESPERANZA
En esta segunda parte, quiero manifestar mi pleno convencimiento de que los homosexuales tienen esperanza y pueden curarse. Hay muchas instituciones para ello y, sobre todo, está el testimonio de miles de personas en el mundo entero. Esta es la mejor prueba de que es posible. Como decían los antiguos: Contra factum, non valet argumentum, es decir, contra un hecho real no sirven los argumentos en contra.
¿QUÉ DICE LA BIBLIA?
Dios en la Biblia nos habla claramente, sin ninguna duda, de que la práctica de la homosexualidad es siempre mala. Veamos algunos textos:
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No te juntarás con hombre como con mujer, eso es una abominación (Lev 18, 22).
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Si uno se acuesta con otro como se hace con mujer, ambos hacen una cosa abominable y serán castigados con la muerte; caiga sobre ellos su sangre (Lev 20, 13).
En el Génesis, capitulo 19, se nos habla de la maldad de la ciudad de Sodoma. Los sodomitas (habitantes de Sodoma y de ahí viene el nombre de los que practican la sodomía o hacen prácticas homosexuales) rodearon la casa de Lot, mozos y viejos, todos sin excepción. Llamaron a Lot y le dijeron: ¿Dónde están esos hombres que han venido a tu casa esta noche? Sácanoslos para que los conozcamos (abusemos de ellos). Salió Lot y les dijo: Por favor, no hagáis semejante maldad. Mirad, dos hijas tengo que no han conocido varón; os las sacaré para que hagáis con ellas como bien os parezca, pero a esos hombres no les hagáis nada, pues para eso se han acogido a la sombra de mi techo. Ellos le respondieron: Quítate allá, ¿vas a querer gobernarnos ahora? Te trataremos peor todavía que a ellos (Gén 19, 4-9). Pero los dos ángeles los hirieron de ceguera y no pudieron realizar su propósito. Sin embargo, Dios destruyó a Sodoma y Gomorra con azufre y fuego desde el cielo por su maldad y corrupción, especialmente por ese pecado de la sodomía.
Otro caso parecido ocurre en la ciudad de Guibeá situada en el territorio de la tribu de Benjamín. Había llegado a la ciudad un levita de Efraín con su concubina y se alojaron en la casa de un anciano, que les dio hospedaje. Y dice el texto: Los hombres de la ciudad eran gente malvada y cercaron la casa, diciendo al dueño: Haz salir al hombre que ha entrado en tu casa para que lo conozcamos (abusemos). El dueño de la casa salió y les dijo: No, hermanos míos, no os portéis mal, no cometáis esa infamia. Aquí está mi hija que es doncella. Os la entregaré. Abusad de ella y haced lo que os parezca, pero no cometáis con este hombre semejante infamia. Pero aquellos hombres no quisieron escucharle. Entonces, el levita tomó a su concubina y se la sacó afuera. Ellos la conocieron (abusaron), la maltrataron toda la noche hasta la mañana y la dejaron al amanecer (Jueces 19, 11-30). Pero la mujer murió y todos los israelitas de las distintas tribus pidieron la entrega de los malvados para matarlos y vengar el crimen. Al no querer entregarlos, les hicieron la guerra y destruyeron las ciudades de la tribu de Benjamín, y no sólo a Guibeá.
En el Nuevo Testamento, Dios nos dice claramente por medio de san Pablo:
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No os engañéis, ni los fornicarios ni los idólatras ni los adúlteros ni los afeminados ni los sodomitas (que practican la homosexualidad) ni los ladrones ni los avaros ni los borrachos ni los maldicientes poseerán el reino de Dios (1 Co 6, 9-10).
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La Ley no es para los justos, sino para los rebeldes, para los impíos y pecadores…, para los homicidas, para los fornicarios y sodomitas (1 Tim 1, 10).
Y, sobre todo, donde se habla con mayor claridad es en el capítulo primero de la carta de san Pablo a los Romanos: Dios los entregó a los deseos de su corazón, a la impureza con que deshonran sus propios cuerpos, pues trocaron la verdad de Dios por la mentira y adoraron y sirvieron a la criatura en lugar del Creador. Por lo cual, los entregó Dios a las pasiones vergonzosas, pues las mujeres mudaron el uso natural en uso contra naturaleza; e, igualmente, los varones se abrasaron en la concupiscencia de unos por otros, los varones de los varones, cometiendo torpezas y recibiendo en sí mismos el pago debido a su extravío (Rom 1, 24-27).
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