Impresiones del cruce



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IMPRESIONES DEL CRUCE

He dilatado exprofeso el momento de sentarme a escribir. Dejé sobre la mesa, la pluma lista y la silla mirando a la ventana. Observé la escena. Di varias vueltas buscando un pretexto que alejara la tarea. –¿Agua, quizás?- no era imprescindible. -¿Anteojos?- los tenía puestos. Al fin vencido, tomé el coraje de encarar la cara blanca de esta hoja.

Y aquí estoy. Se que élla, la montaña está impaciente. No lo demuestra, pero bajo su aparente calma aguarda. Espera que quién ha transitado sus cuestas y pendientes, devuelva algo que la muestre. Que haga hablar la piedra, de voz al rumor de sus torrentes, descubra la blanca paz de los glaciares.

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Y de eso, se trata este escrito. Intentar plasmar en palabras, lo que se capta con los sentidos. Con todo el cuerpo, para ser preciso, al emprender el cruce de esa masa azul que limita al oeste el lugar donde vivimos.

Con el recurso mágico de la memoria vuelvo hacia atrás. Al momento de abandonar el transporte y subir a los caballos que nos llevarán paso, a paso al Portillo Argentino. Una nube envuelve los preparativos, aquietando los sonidos. Las voces surgen apagadas desde dentro de esa neblina gris que no permite ver más allá de las orejas de nuestra montura. Cae una fina llovizna y hace frío. Todo abrigo parece poco.

Se despliegan los ponchos impermeables de los arrieros y envidio su amplia cobertura, comparada con mi improvisada capa que levanta vuelo al primer viento y se acartona con la helada. Me consuelo pensando que pronto mejorará el tiempo, pero no es así. El agua se transforma en nevisca que se estrella contra mi cara. Cierro los ojos y dejo que el caballo siga en su ascenso la grupa del que lo precede.



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Como un fuelle siento entre mis piernas, la respiración agitada del animal. Es hora de darles un respiro. Toda la columna se detiene, recostada contra la ladera que nos lleva a los cuatro mil trescientos metros. Parecemos recortes de dibujos infantiles, pegados con alfileres en una pared gigante.

Una voz ordena reiniciar la marcha y en ese momento el viento deja libre un espacio en la niebla. Allí adelante, el trote parejo de una mula, aleja en subida al jinete. Está cubierto con un poncho de cuello alto, que remata en sobrero de ala ancha. La imagen, me lleva doscientos años atrás. Es la misma que muestran las pinturas que ilustran el Cruce del Ejercito Libertador. Me siento atemporal. Estoy allá y aquí. Dura un instante la visión. Se esfuma tan rápido como apareció cubierta por el vapor que baja desde la cima.

Cuando parece que el ascenso no tendrá término, se presenta la estrecha abertura de roca, que guarda la entrada al valle del Tunuyán superior. Un hueco en la piedra nos ve pasar y muestra las ofrendas que allí dejan los que transponen ese pórtico, el que semejante a la puerta de un templo, da la bienvenida y el adiós.

Más abajo, la niebla compadecida del vértigo que produce el descenso, a cubierto el fondo del valle con una capa de nubes. Un grito que surge del oculto abismo, nos alerta sobre la presencia de otra caravana que viene en sentido contrario. Ellos, respetan nuestra prioridad de paso y nos dejan seguir hacia esa profundidad sin fin.

Siento en la espalda el calor del sol, que de a poco disipa la cerrazón, hasta que el telón se abre y allá abajo el río y el Valle despliegan toda su grandeza. En un extremo el Nevado de San Juan, resplandece cubierto con su capa blanca, mientras las montañas en un abrazo azul, lila y rosa enmarcan el cauce del río que fluye hacia el este.

Los cascos del caballo se hunden en el agua helada y el cuidadoso tranco, me lleva a la otra orilla, dejando atrás el temor de ser arrastrado por la rápida corriente.

Atardece cuando llegamos a la base del campamento. Comienza ahí la tarea que durante las jornadas siguientes, marcará la rutina a la que se ajustará el grupo. Las mulas dejan su carga, se levantan las carpas, aparece la comida, arde un fuego de yaretas.



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Sería largo describir con detalles la cronología de las jornadas que a partir de esa etapa, signaron el transcurso de los días. Creo que la montaña quiere que guardemos sensaciones, momentos, chispazos, miradas que se pierdan en su inmensidad. No puedo negarme a su deseo.

Comienzo entonces, con la placentera sensación de meterme en la bolsa cama, estirar las piernas –que conservarán por horas, la forma del caballo- cerrar los ojos y dormirme arrullado por el rumor de la corriente cercana.

A la mañana, llega a mis oídos el primer sonido de la campana de la yegua madrina. Los arrieros comienzan su charla, bajo la manta, con la que han cubierto su lecho de pellones. El humo de la fogata temprana penetra en la carpa, mezclado con el olor a yerba del mate que circula de mano en mano. El sol tiñe los picos más altos, cuando despeinado y tambaleante, salgo por la estrecha abertura de mi refugio nocturno en busca de la aventura del baño.

Ésta, necesita de un plan distinto cada día. Uno será el de aquella piedra que nos oculta de los demás. Otro, esa curva del arroyo que nos deja el agua cerca. Más allá, puede ser la elevación de un cerro próximo, que nos tienta con su privilegiada vista de altura. Así, la necesidad más básica del hombre, se tiñe con un matiz distinto, original y único, que podemos manejar a nuestro antojo.

Con el desayuno, llega el reconfortante café, las tortas con grasa y la charla distendida, mientras miramos bajar el sol que desciende de las cumbres y nos llena de calor. Vuelan camperas y gorros, aparecen sombreros y anteojos oscuros.

Se reanuda la marcha. Vamos acunados por el tranco del caballo. Solo hay que mirar, dejar que el silencio de esa mole de colores nos penetre sin barreras. No preguntar, no discurrir, dejarse estar.

Grandes piedras bordean el sendero y en cada curva se presenta un cerro distinto: El Castillo, hace honor a su nombre, alzando su macizo pintado de bordó y terracota. Veo torres, murallas y almenas que se pierden en el cielo. No me sorprendería que alguien, con armadura, saludara desde alguna de ellas.



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A la distancia, viene al encuentro el Palomar, que levanta orgulloso su pared salpicada de miles de hoyos. -¿Nidos?, ¿vestigios de un bombardeo astral?, ¿erosión?-. Todas conjeturas donde la imaginación, dará su propia respuesta.

Al final, majestuoso se eleva el Marmolejo. Un rey distante y absoluto que sabe de su altura y del glacial que lo corona. Y allí se queda. Inmutable y solo, concediendo el permiso que que nos recreemos en él.

Cae la tarde y llegamos al último campamento. Hay alegría por el logro obtenido y nostalgia por dejar ese mundo único que en corto tiempo nos ha enseñado, con que poco se puede vivir pleno.

Antes que el sol se oculte, repito una rutina que forma parte de mi. Me alejo del entorno conocido. Sigo el curso del arroyo que baja de la quebrada. Voy a paso lento. Me detengo junto a una yareta que extiende sus pequeñas hojas sobre una gran piedra. No está adherida a ella, solo la cubre. Levanto con cuidado un extremo y observo el diminuto bosque leñoso que la sustenta. Más adelante, vendrá la nieve, se irán las hojas verdes y esa base quedará, para ser fuego o volver a renacer en el ciclo de la naturaleza. Me siento parte de él. Esta planta, el arroyo, las montañas perdurarán más allá del tiempo que me queda. Hay en el aire un soplo de eternidad.

Y es, en ese momento, cuando sin el filtro de la mente, la montaña me deja su mensaje. Yo lo guardo en el silencio de ese instante perfecto.



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Gracias a todos por haberme dado la oportunidad de compartir esta aventura. Por ser capaces de cabalgar y caminar la senda, que finalmente nos llevó al “límite”. Palabra ésta, que no fue una valla, sino un hito más en nuestras vidas.Él que pudimos transponer, con el fondo de banderas batiendo al viento, desplegando los colores de Argentina, México, Brasil, Portugal y Colombia, en un abrazo de hermanos. Allá … muy alto, en la cima de la gran Cordillera.



Fabián González
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