Jorge Luis Oviedo La Turca



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Jorge Luis Oviedo


La Turca


RELATO PRIMERO

© Jorge Luis Oviedo

Editores Unidos, S. de R. L., 1988


Primera Edición: Marzo, 1988

Diseño de Carátula: Jobnny Cárcamo:


Ilustración: Fragmento de un Cuadro de Felipe Bur

La Turca fue expulsada del pueblo


la madrugada del sábado 19 de julio dé
1975 acusada de perturbar el orden pú-
blico y corromper a los menores, por
más de trescientas mujeres histéricas y
un cura encolerizado, quienes la lleva-
ron en andas hasta la salida del pueblo,
ante el asombró de los hombres, la inde-cisión del alcalde y la incredulidad de los
adolescentes, y la encaramaron en un
camión maderero que alquilaron ahí
mismo, luego de amenazar al conductor
y obligarlo a que la dejara en el pueblo
o la ciudad más lejana.

Ella había llegado catorce años


atrás, pocos días antes de la feria patro-
nal, en la única varonesa que hacía el
recorrido diario del pueblo a la ciudad.
Como la mayoría de la gente que asoma
por esas fechas, se dedicaba a la venta de
toda clase de mercaderías que al día

siguiente extendió en la plaza junto a los
demás vendedores ambulantes: zapatillas
de hule "únicas para soportar las incle-
mencias del invierno", blusas floreadas
de colores alegres "para que la señora
luzca elegante cuando va a misa los do-
mingos", sombreros empalmados "para
que el señor luzca bien parecido y el sol
no le pele la coronilla", botas de hule
"altas y suaves, las mejores para cortar
café o ir al ordeñadero", blúmeres para
señora "de tela importada y colores
brillantes para que llame la atención de
su marido cuando él anda con el ánimo
decaído", cobijas tamaño familiar "don-
de se acuestan dos y amanecen tres y
todavía queda espacio", platos irrompi-
bles "los puede dejar caer de cualquier
altura cuidando no irle a romper la ca-
beza a algún cristiano", sombrillas a rayas
"para que la señora vaya al partido", ca-
misas vaqueras "para que luzca piquete-
ro el caballero en la fiesta del sábado",
brillantina sol de oro "para el joven ena-
morado para que su princesa no lo vea
despeinado", tijeras "para cualquier me-
nester hogareño y para que corte lo que
le dé la santa gana", cuchillos de cocina
"de esos que duran hasta que se acaban

y que nunca se terminan", calcetines


negros "para el caballero elegante y en
cago de emergencia los puede usar para
colar el café"... Pero ella, poco conoce-
dora del ambiente comercial y particular
juego verbal que se gastaban los demás
vendedores y ajena por completo a la
mentalidad de la clientela local, obtuvo
aquel día, probablemente, la más grande
insolación y el más fatal desmayo de su
vida. Como a eso de las tres y media de
la tarde el pueblo fue sacudido por un
ligero temblor que hizo que dos santos
de madera se derrumbaran en la iglesia
y que un cuadro con la imagen de la vir-
gen del Perpetuo Socorro cayera sobre
las velas del ofertorio y un jarrón de cris-
tal, recién comprado, se hiciera añicos
bajo la indiferente mirada de la santa
patrona del pueblo. Algunas de las beatas
que se encontraban en el interior del
templo haciendo sus rezos acostumbra-
dos, pensaron que se trataba del Juicio
Final, otras, que era una advertencia de
Dios por el permiso que había concedido
el alcalde para que instalaran un juego de
chivo y una lotería de figuritas detrás de
la casa cural. El resto de la gente que a
esa hora se encontraba curioseando en la

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plaza, no sufrió por problemas de inter-
pretaciones asociativas, ya que la mayo-
ría observó, no sin asombro y algunos
hasta con espanto, cuando la Turca se
acomodaba una enorme carga de chun-
ches en la cabeza y como sucumbían sin
resistencia sus quinientas nueve libras de
carne y grasa junto con su recio quintal
de huesos, y naufragaba en tierra firme
para provocar el primero y más escanda-
loso temblor registrado en la historia del
pueblo. Su repentina e inesperada caída
levanto tal cantidad de polvo y basura
que al final estuvo a punto de morir asfi-
xiada de no ser por la oportuna interven-
ción de los curiosos que la rescataron en
segundos de aquella montaña gris que
amenazaba con convertirse en su tumba.
Para hacerla volver a la realidad tuvieron
que conectar una manguera que por es-
pacio de 15 minutos le bañó la nublada
redondez de su rostro postizo; primero
habían intentado despertarla con simples
pailadas de agua, pero no lograron sino
que medio moviera los párpados. Cuan-
do, por fin, abrió los ojos y recobró por
completo el sentido, se encontraba em-
pantanada en una lodasera que hacía
imposible cualquier intento de rescate.

Al final, después de mucho batallar, no


consiguieron sino acentuar el pegadero
que parecía el sitio para un criado de
cerdos. Optaron, entonces, por amarrar-
le dos sogas de cada pierna y sacarla de
arrastras. Ocho hombres halando y seis
empujando necesitó la operación. La
peor parte se presentó entonces, debido
a que la Turca, primero por la caída y
después por los denodados esfuerzos por
salir a flote, había terminado completa-
mente agotada, así que, cuando trataron
de ponerla en pie más tardaron en soltar-
la que aquella bola de grasa en doblarse
con su propio peso. En el desesperado
intento para que no fuera a provocar
otro temblor de imprevisibles consecuen-
cias y otro pagadero en plena calle, dos
hombres estuvieron a punto de morir
asfixiados al quedar atrapados bajo el
cuerpo monumental, varios resultaron
con magulladuras y dos fracturados:
uno de un tobillo y el otro de un brazo
y, casi todos, con algún golpe de conside-
ración. Entonces, con la ayuda de más
curiosos que se sumaron a la faena la
terminaron levantando en vilo, y así la
condujeron hasta la pensión de doña
Fabiana Padilla ubicada a unas ocho


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cuadras de la plaza. En el trayecto se
fueron sumando tantos y tantos curiosos
que cuando llegaron a la pensión, des-
pués de haber hecho más de veinticinco
obligadas estaciones, aquello se había
convertido en una de las más nutridas y
espontáneas procesiones, comparable so-
lo a la que causó el escándalo de su ex-
pulsión catorce años después.

No se sabe si por pena o por cansan-


cio permaneció encerrada durante tres
días. Fue hasta en la noche del sábado
cuando apareció de nuevo, metida en un
vestido rojo, de una tela entre suave y ju-
guetona que se le pegaba como con ne-
cedad al cuerpo, haciendo que sus grue-
sos volúmenes descollaran con mayor
intensidad. Caminando con una soltura
fácil y graciosa que no concordaba con
su desproporcionada magnitud y seguida
de una veintena de güirros llegó al baile.
La puerta de la entrada le quedó chiqui-
ta; hacia arriba le quedaba corta y hacia
los lados le quedaba estrecha, porque
ella medía más de dos metros de altura,
mientras que por el frente casi sobrepasa-
ba la brazada de un hombre de estatura
normal, y, de lado, resultaba peor toda-
vía, porque más que un par de nalgas,

descollaba a sus espaldas un par de ele-


vaciones volcánicas que crecían inclina-
das como queriéndose proyectar por en-
cima del horizonte, por eso cuando sus
senos, no menos voluminosos y altivos,
asomaban por alguna esquina, había que
tener la plena seguridad de que su par-
cito de nalgas venía una cuadra atrás; de
modo que los porteros no tuvieron más
remedio que abrir la otra hoja de la puer-
ta del mismo modo que lo hacían cuan-
do entraban los carros.

Una vez dentro de la fiesta se con-


virtió en el centro donde convergían to-
das las miradas; sin embargo, tuvo que
permanecer sentada más de media hora,
ocupando dos terceras partes de una ban-
ca donde normalmente caben cómoda-
mente seis personas, antes de que el pri-
mer hombre la invitara a bailar. Lo que
más sorprendió, entonces, no fue su
cuerpo de elefante feliz, sino la agilidad
de sus movimientos y la forma particular
de seguir el ritmo de aquel merengue y,
sobre todo, la manera como movía su
desproporcionado nalgatorio que le tem-
blaba como gelatina a punto de derra-
marse. Pero lo mejor ocurrió cuando Chi-
co Calandria que de tan flaco no hacía


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sombra, la sacó a bailar un bolero. Y
aunque él era echado para arriba, perdi-
do en aquella inmensidad, se veía como
una varita de bambú sofocada en medio
de una corriente marina. A duras penas
le ajustaban los brazos para agarrarla de
los hombros, mientras que a ella le so-
braban tanto que daba la impresión de
estar bailando sola y con los brazos cru-
zados.

Al día siguiente reapareció en la


plaza con parte de su mostrario, pues
más de la mitad había sido desechada
por causa de su naufragio en tierra firme.
Su suerte, sin embargo, cambió tanto
que antes del mediodía logró vender
toda la mercadería y a punto estuvo de
que la quisieran comprar a ella. La venta,
por desgracia, únicamente le permitió
reponer en parte el capital invertido,
asunto que al parecer influyó para que
le diera por quedarse en el pueblo más
tiempo del previsto. Al finalizar la feria
alquiló la casa sola de la viuda de don
Ramón Padilla, la que no estaba habita-
da desde hacía más de cinco años. Cuan-
do la turca se estableció, primero tuvo
que contratar varios hombres para que
realizaran una limpieza general. La casa

ubicada al sur del pueblo, a unas siete


cuadras de la plaza, tenía un pequeño
solar con jardín enmarañado al frente y
unas cuantas matas de huerta en la parte
trasera, un palo de naranjas agrias, otro
de guayabas silvestres, un aguacate a
punto de secarse y un enorme palo de
mangos, al pie del cual se levantaba una
montaña de basura. Muy cerca de allí,
por el costado Este, pasaba la quebrada
la Cagona, llamada así porque a unos cien
metros más abajo le comenzaban a caer
las aguas negras.

Por fuera, la casa se veía como un


solo cajón de paredes de bahareque,
repelladas con barro y pintadas con cal,
ya amarilla y descascarada. La parte
frontal tenía un corredor de tierra que se
extendía a lo largo de la misma. Sobre el
tejado se dejaba ver una pequeña selva de
liqúenes, musgos y heléchos que crecían
a su antojo y que amenazaban con devo-
rarlo entero. Y atrás de la casa, hacia uno
de los costados, como a unos diez pasos
del patio trasero, había un horno poblado
de arañas y roedores y apenas visibles ba-
jo el montarral que se levantaba a sus
lados, y hacia el otro costado, diez me-
tros más allá, aparecía el baño y, casi


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a la par, la letrina; ambos de adobe. El
baño tenía un desagüe que iba a dar a la
Cagona. La letrina era un agujero profun-
do y vertical con una plataforma de con-
creto y una taza en el centro que se
levantaba cerca de medio metro, sobre la
cual yacían restos de madera podrida,
tanto de la puerta como del improvisado
techo que alguna vez debió tener.

En menos de tres días todo fue in-


corporado al mundo de las realidades
próximas, y de aquella situación de aban-
dono no quedó más que el recuerdo. Del
interior de la casa, ahora completamente
blanqueada con lechada de cal y repara-
do el tejado, sacaron un impresionante
cargamento de telaraña con su no menos
estimable cantidad de insectos que for-
maban una especie de cementerio col-
gante. Lo único que no pudieron elimi-
nar por más que batallaran fue un zom-
popero que tenía su nido entre las ramas
del mango y otro nido de hormigas colo-
radas en una de las esquinas exteriores
de la casa.

Seis meses después todo parecía in-


dicar (y así lo fueron demostrando los
años) que la Turca se quedaría a vivir de
por vida en el pueblo. La muestra más

evidente de esa decisión (que tomó por


la manga de la sorpresa a los hombres,
pero que desagradó por completo a las
mujeres y alegró a los niños) fue la com-
pra al contado de la casa de la viuda.
Para entonces, los pueblerinos se habían
acostumbrado a su presencia desconcer-
tante. Su figura, sin embargo, daba mu-
cho de qué hablar entre los turistas que
aparecían de vez en cuando. Igualmente,
su deambular generó muchas historias
entre las mujeres; pero al final todo el
mundo se acostumbró a ella y a los lige-'
ros temblores que provocaban sus repen-
tinas y esporádicas caídas que se convir-
tieron de pronto en parte del acontecer
normal del pueblo. Con el paso de los
años los únicos asombrados eran los tu-
ristas, en su mayoría, ignorantes de las
misteriosas causas de aquellas inespera-
das sacudidas que levantaban inmensas
olas de polvo que nublaban el sol y pro-
vocaban la caída de los santos de la igle-
sia.

Fue por ese tiempo que inició sus


correrías por otros lugares. No hubo pue-
blo y aldea de la región que no supiera
de sus angustiosas caminatas que aunque
le agotaban el aliento le devolvían el

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espíritu, según solía decir, cada vez que
retomaba con un costal de matates va-
cíos. Le bastaba sentir el olor a pólvora
arrastrado por los vientos del norte o el
olor de las fritangas de las ferias, para
salir espantada cualquier madrugada y
retornar, generalmente, una semana des-
pués. Pero ni los infernales calores de los
más crudos veranos ni los inacabables ba-
ños de sol recibidos en sus largas camina-
tas le hicieron perder una sola onza de
su peso normal. Siempre ágil y desen-
vuelta la vieron tomarse poblaciones en-
teras, acaparar las ventas de las plazas
públicas y regresar con el aliento repues-
to a tomar aire como decían muchos,
para emprender una nueva correría.
Todo aquel espíritu de aventura se
vio colmado algunos años después, no
precisamente por el agotamiento, por-
que parecía que entre más años vivía su
fortaleza se hacía mayor, sino debido a
la pronta riqueza acumulada que le per-
mitió competir con los más fuertes co-
merciantes del lugar. Quizá por esa cir-
cunstancia, muchos de ellos comenzaron
a circular infinidad de historias sobre su
conducta. Apareció vinculada a centena-
res de personajes tan raros e inverosími-

les que no vieron más realidad que la de


las invenciones antojadizas de todos sus
adversarios. Ella se defendió de aquella
abalancha en su contra, aparentemente
anónima, con su propio proceder. No
había quien no supiera todos los porme-
nores de su vida desde la tarde que aso-
mó al pueblo; sobre todo, por lo inevita-
ble que resultaba ignorar su presencia.
Incluso aquellos que hurgaron las arcas
de su pasado más reciente, no llegaron
nunca a determinar con exactitud su
procedencia. Muchas de las historias que
se fueron tejiendo como inmensas redes
invisibles eran tan distintas y enrevesadas
entre sí que únicamente evidenciaban
la intención de sus inventores. Todo, sin
embargo, acabó por perderse en los grises
nubarrones del olvido; y, al final, se ter-
minó por imponer su agradable figura de
ballena feliz, de vaca marina contenta,
que resultaba por cualquier lado que se
la viera, la muestra más real y auténtica
de sí misma.

Siempre con rostro radiante, con la


frescura de la brisa marina colgada de sus
labios carnosos que afloraban a través del
brillo intenso prodigado por la mirada de
sus enormes ojos claros que parecían


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contrastar con la monumental proyec-
ción de su cuerpo y las increíbles propor-
ciones de senos y nalgas, transitaba las
calles despertando los más variados y ori-
ginales comentarios de los hombres apos-
tados en las esquinas; de los cuales ella se
enteraba, por boca de su manada de cipo-
tes; que la convertían, por una especie de
espontánea casualidad, en una blanca nie-
ves tropical, ampliada al máximo y don-
de ninguna bruja podía osar superar su
gordura.

Por meses tuvo que soportar los


pasquines que amanecían pegados en las
paredes de su casa o las cartas anónimas
que le tiraban por las rendijas de la ven-
tana de su dormitorio. Pero ella que es-
taba hecha de un carácter tan recio como
su propia corpulencia, nunca tuvo el me-
nor asomo de enojo, ni de desconsuelo
contra nadie. Lo único que resultó de
todo aquello fue el aumento inesperado
de su clientela local como por una espe-
cie de recompensa natural. Por otra par-
te, las damas católicas y el padre Ansel-
mo trataron de encarrilarla por el camino
del Señor; sin embargo, ella respondió
a los ruegos primero y a las amenazas
después, con la misma decisión y firme-

za de siempre. Fue esa otra de las causas


que actuó en su contra y que sacaron a
relucir las mujeres el día que la expulsa-
ron; pues a pesar de llevar una vida muy
discreta y reservada, las historias en su
contra volvieron a resurgir años después
debido a la relación que mantuvo por al-
gún tiempo con el sargento Timoteo Ro-
dríguez, De quien se decía, entre otras
cosas, que había sido el primero en nave-
gar en aquellas turbulentas aguas, el pri-
mero en amanecer anclado al margen de
sus volcanes, gracias a que él era muy
desarrollado en lo espiritual. Pero cuan-
do él fue trasladado a otra región, la Tur-
ca volvió a quedar soltera. Entonces, has-
ta los más tímidos comenzaron a querer
sacar partido de la situación. Ella, sin
embargo, se mantuvo firme ante tanta
pretensión desaforada, ante tanto asedio
desproporcionado, y optó para calmar
sus instintos, por la seducción de toda la
cipotada que la rodeaba; por el único
compromiso de cargar sus bultos y hacer-
le sus mandados.

Eso ocurrió casi un año después de


que se marchara el sargento. La Turca
andaría, entonces, por los treinta y dos
o treinta y tres años.


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Sucedió que una tarde descubrió,
mientras se bañaba desnuda, a dos de sus
ayudantes que la veían impávidos res-
tregarse la oscura maraña que le crecía
entre las piernas. Aunque ella no
acostumbraba alzar la vista mientras ha-
cía aquellas prácticas lavatorias, esa vez
sintió el irreprimible deseo de hacerlo.
De pronto se enteró de que todo había
sido como una premonición casual, la
cual sirvió para aplacar la efervescencia
de sus más recónditos instintos eróticos.
Por ello, lejos de sentirse sorprendida por
el descubrimiento, su actitud fue casi de
agradecimiento, al grado de ordenarles,
a Pichingo y a Lancha, con la mayor dul-
zura del mundo, que bajaran a restregar-
le la espalda. Después los hizo entrar a su
cuarto de donde salieron con una cara de
felicidad que les duró más de quince días.

Sorprendidos por el encanto solta-


ron la lengua. Los primeros en enterarse
fueron los demás cargadores de bultos,
quienes se lo dijeron a sus compañeros
de escuela y éstos a sus amigos más cer-
canos y así se fue extendiendo la bola
por toda la población infantil. No hubo
por ese tiempo un sólo chigüín de doce
años ni menor de diecisiete que no hu-

hiera navegado sobre el oleaje embrave-


cido de la Turca. No había noche sabati-
na en que el mango se llenara y se arma-
ra detrás de la ventana de su cuarto, por
donde ella aparecía sudada y comprensi-
va cada cinco o diez minutos, una larga
fila india.

A partir de aquel descubrimiento, el


recorrido nocturno para llegar a su casa
dejó de hacerse por la ruta normal. Aho-
ra teníamos que cruzar ocho cercos de
madera, una tapia de adobe, vadear la
Cagona hasta caer al embaulado de don
Jesús Trejo, el cual atravesábamos sal-
tando para evitar caer sobre la mansa
corriente y la hediondez estacionada;
para luego cruzar bajo el puente La De-
mocracia, subir por la huerta de don
Victorino Contreras, caer al solar de don
Chóñ Ramírez, saltar un cerco de alam-
bre de gallina que colindaba con Pruden-
cio López y cruzar por detrás de su casa
con paso de venado arisco para que no
nos sintieran los perros, para subir, al
fin, el cerco de varillas de ocote que
crecía bajo el mango. El que asomaba
sudado y agualotoso después del largo
pero necesario recorrido, preguntaba,
sosteniendo el aliento, por el último, pa-


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ra poder saber su turno. De cualquier
lugar del mango le llegaba la respuesta
o, a veces, desde la propia ventana.

La noche del sábado 19 de julio de


1975, de la que nadie recuerda el reguero
de estrellas cargadas de una rara y tem-
blorosa alegría infantil, ni la voz —entre
cansada y dormida— que tenía el cura a
la hora del sermón de la misa de siete,
ni los pormenores trágicos acaecidos
durante la madrugada en el baile a la ho-
ra que se efectuó el escrutinio final de
las candidatas a reina de la feria juliana,
la Turca se quedó aduciendo un extraño
dolor de cabeza, cuyas causas se encon-
traban diseminadas en el árbol de mango.

Hacía con aquel veinte sábados con-


tinuos que la gente la extrañaba a la en-
trada de los bailes ordenando la venta de
sus famosos tacos y sus insuperables en-
chiladas que permitían a los bailadores
mantenerse en movimiento toda la no-
che. Ignorantes de los motivos de su au-
sencia, los más aficionados al baile ter-
minaron por acostumbrarse a comer otra
clase de golosinas. Aquella, noche, sin
embargo, hasta los menos entusiastas
esperaban contar con su presencia, pues,
era la última fiesta bailable antes de la

coronación de la reina de la feria. Por


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