Jorge Luis Oviedo La Turca



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ahora, bajo aquel ropaje, se bastaba sola
para cubrir la mitad del ancho de la calle.
Con toda la tela que se gastó en con-
feccionar el vestido de La Turca, el traje
de Zacatón, las cortinas y los trajecitos
de los pajes, bien se hubiera vestido la
cuarta parte de la población de Talanga,
sostuvieron algunos, que consideraron
que tanto despilfarro y tanto afán de
ostentación en nada favorecía al pueblo.
Lo cierto es que ni las coronaciones de
las reinas de -la feria habían llegado a le-
vantar tanto alboroto como el que pro-
vocó la consabida boda, como si no se
casara gente todos los días, comentaron
otros, con insatisfacción razonable. Pero
la gran mayoría de la población poco
reparó en tales apreciaciones, tan in-
mersos como estaban en seguirle el hilo y
en aprovechar muy bien las migajas del
pastel, de una celebración sin preceden-

tes en la historia de Talanga.

Sixto Bueso Contreras, el sastre
más respetado del pueblo y varios luga-
res de la región, fue el encargado de ha-
cer el traje de Zacatón. Al principio la
Turca deseaba que se lo hicieran en la
capital, pero los sastres de la capital no
tuvieron la suficiente imaginación como
para hacerlo tal y como ella quería. En
cambio, Sixto Bueso, se las ideó, primero
para descifrar las ideas de su clienta y
luego para disimular muy bien toda la
esponja que se necesitó meterle a los
pantalones y lograr con ello que Zacatón
se viera aumentado en carnes; y no con
la tradicional y triste fachada de animal
del desierto, como decían que tenía, de
acuerdo con la opinión más generalizada.

Lo cierto es que de las quince


yardas de casimir inglés de un azul tiran-
do a negro, calculado por los sastres de
la capital, Sixto Bueso únicamente nece-
sitó diez y cuarto. La Turca quedó tan
agradecida, tanto por la economía y hon-
radez del sastre como por su notoria
capacidad poco estimada y casi total-
mente desconocida por las gentes de la
región que no solamente le regaló el


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resto de la tela, con la cual él se hizo un
traje completo como nunca, había
soñado hacérselo, sino que le pagó el
doble de lo convenido; y le ordenó allí
mismo cuatro nuevos trajes, con diferen-
tes diseños, pero esponjados todos, para
que Zacatón, tenga, dijo emocionada, de
hoy en adelante con que salir a la calle,
sin el temor de que me lo queden viendo
con lástima, por esa desagradable impre-
sión de abandono y desolación que a me-
nudo causa el pobre entre los que igno-
ran su vitalidad. Porque dicho sea entre
nos, La Turca aseguraba que Zacatón
nada tenía de débil, sino su aspecto de
mendigo errabundo y agregaba sonrien-
do casi siempre y con un brillo que le
saltaba espontáneo en los ojos: las apa-
riencias engañan. Y de verdad que sí;
porque Zacatón lució tan elegante y
remosado que a su paso lo vimos derra-
mar incrédulos, un aire de fortaleza (que
bien podría decirse que era un huracán
de fortaleza inédita e insospechada) que
nos hizo dudar por un instante de que
en verdad fuera él; de no haber sido por
su inconfundible quijada, larga y encor-
vada, como la quilla de una barcaza
egipcia, pues hasta sus ojos de cabro

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manso y mirada estática y breve, lucían
cargados de un chisporroteo que noso-
tros solamente se lo habíamos mirado a
la Turca desde que él comenzara a fun-
cionar como su amante perpetuo. Aun-
que en esto último no había tenido nada
que ver don Sixto Bueso, sino que dos
estilistas de fama internacional y mucho
renombre nacional que la Turca tuvo a
bien contratar en Tegucigalpa, para que
los engalanaran a ambos. La simpática
novia que, por ese entonces, escribió un
cronista social, tenía el pelo muy largo,
le arreglaron unas trenzas muy finas,
las cuales hacían un juego alegre bajo el
velo blanco que cubría su rostro radian-
te como un sol de primavera, (fin de la
cita).

Le dijeron, los estilistas, que ese


peinado se llamaba Cleopatra. Y como
ella les preguntara que quién diablos era
o había sido la tal Cleopatra, tuvieron
que narrarle, con un aire de consabidos
cuenteros, la historia completa de la
astuta y bella mujer egipcia que se casó
con Antonio un cónsul que usurpó el
poder romano a la muerte de César (ay,
como los coroneles de ahora, Seño) y
luego le cedió a la hermosa Cleopatra
vastos territorios (ay, ya quisiera yo en-
contrarme un galán así, suspiraban casi
en coro los estilistas), del imperio roma-
no claro. Pero mire lo que es la vida,
Seño. Por eso dicen que las cosas malha-
bidas no se pueden disfrutar; porque
unos siete años más tarde, en la batalla
de Actium (que a la Turca le sonó como
el nombre de una pastilla) se rindieron
sin luchar, fíjese usted, 19 legiones de
Cleopatra , que es algo así como decir
unos 19 batallones de chafas;y entonces
vino don Antonio, imagínese si no era
cobarde el tal Antonio (ay con un hom-
bre así una no tiene porvenir) y se des-
pachó el sólito, con su propia mano se
dio la visa para el otro lado y la Cleopa-
tra, al verse acorralada y, prácticamente
traicionada por un ejército de cobardes
que se le habían rendido sin luchar, por-
que rendirse sin luchar es traición, ay
sí, yo digo que es traición, no le parece
Seño (La Turca asintía con la cabeza, y
esbozaba unas frondosas sonrisas como
su cuerpo) se dejó morder la pobrecita
por una de sus víboras.

—Ah. . - exclamó como sorprendida


La Turca, entonces esa Cleopatra que us-
tedes dicen es la misma de la película

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que salía toda rodeada de serpientes y
que es tamaño volado.

—Así es Seño. . . Claro que la de la


película no es tan bella como lo fue
Cleopatra. Porque fíjese, dicen que no ha
vuelto a haber mujer tan hermosa y
astuta como la tal Cleopatra en el mun-
do; porque ella no es que solamente era
una chulada, no, Seño, sino que era tan
inteligente como el más inteligente de
los hombres, no vaya usted a creer.
Y además más astuta que la serpiente
que tentó a Eva en el Paraíso. Y tenía
que ser así porque si no las víboras con
las cuales ella jugaba como si fueran
sus collares de perlas (hay como estos
que usted tiene por montones Seño, y
de los legítimos, no imitaciones pirujas
como esas que venden en el mercurio,
ay si yo pudiera me compraría uno
grande como ese que nos enseñó, Seño,
qué perlas), pues ya le digo, si no hubiera
sido astuta las serpientes se la hubieran
comido viva y entera además; pero de
dónde, porque dicen que de presto las
inoptizaba con su seductora mirada, con
esa misma mirada con que miró al cobar-
dón de don Antonio (pobre Toñito) du-
rante treinta y cinco segundos y lo dejó

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babeando de una vez, como dejaba
babeando a todo el que la miraba, Seño
y junto a la baba esa mirada de imbéciles
que ponen los hombres cuando están
enculados ... ¡ay, seño! como la dejare-
mos a usted, seductora e imponente co-
mo la Cleopatra, hay va a ver como se
les caerá la baba a los hombres, va a ver,
Seño; pero en realidad a nadie se le
cayó la baba ni ninguna otra cosa a no
ser a su entusiasmado amante, quien no
dejaba de repetirse en su mente de des-
posado feliz que estaban hechos el uno
para el otro. Mientras tanto el resto de
los hombres llegaron a la sabia y cuerda
conclusión de que la Turca era a pesar
de todo, atractiva y que de haber tenido
unas quinientas libras menos de peso, po-
dría haber sido una hembra tan seducto-
ra como pocas.

Guando la banda de los músicos, se-


guramente porque se les había acabado
el repertorio de canciones de ocasión,
se arrancó con un ritmo alegre, ritmo
que solamente tocaban durante las muji-
gangas de la feria patronal; la cipotada
que se había unido a los pajes, de ayu-
dantes, comenzó a moverse al ritmo de
la música, mientras la gente de ambos

lados de la calle acompañaba el festejo


con risas, silbidos y palmadas y con una
gritería entusiasta como las que se veían
con frecuencia en el campo de fútbol
cuando se pretendía inyectarle ánimo
a los jugadores del Palestino F.C.

Pero al peor alboroto no se armó


con la silbatina y la gritería de la gente
sino con las sacudidas rítmicas que le
dieron los cipotes a la cola de la Turca,
con lo cual obligaron a la ministra de
educación a soltar el brazo de Zacatón
para ponerse a lidiar con los niños que
en vez de hacer caso a sus amenazas y
zoquetazos dados apuradamente con un
abanico chino que se le pulverizó en las
manos, se pusieron a chuliarla; y ya no
solamente tironeaban la cola, sino que
empujaban a los pajes y se cruzaban por
bajo y finalmente le terminaron levan-
tando los refajos a ella que debió haberse
sentido, en ese momento, como la prime-
ra vez, cuando en la normal de señoritas
la llevaron a dar clases a una de las escue-
las de Comayagüela. Ocasión en que
abandonó el aula, llorando y hecha un
lago de nervios, ante su incapacidad para
controlar la cipotada de un tercer grado
que gritaba en coro: La señorita no sabe

nada; y si no abandonó los estudios fue


porque su profesora guía la terminó
convenciendo de que aquellos incidentes
se producían frecuentemente. Ahora
como entonces, comenzaba a sentirse
ridicula, tratando de poner en orden
aquellos irrespetuosos chiquilines que
no se calmaron, sino hasta que el general,
en un arrebato de disciplina militar, sacó
su revólver y sin pensarlo hizo todos los
tiros al aire. La multitud se silenció de
presto; y la güirrería se quedó helada
Después se fueron safando en silencio,
como esos perros apaleados que se alejan
orillados con la cola entre las piernas,
para luego desaparecer entre el gentío
que semi asustado seguía olfateando con
temor la pólvora de la inesperada descar-
ga de cuarenticinco. La ministra, por su
parte, con una risa nerviosa que se sacó
al paso para disimular un poco el susto
y con cierto aire de victoria un tanto
incierto y lejano, volvió a su lugar a
tomar el brazo de su ahijado; mientras
el presidente de la república la veía con
una sonrisita burlesca que ella respondió,
chupándole los dientes. La banda de los
músicos que solo entonces cayó en la
cuenta del error, se arrancó con una

marcha nupcial de un ritmo entre pega-


joso y suavetón; mientras el murmullo
de los curiosos iba nuevamente tomando
aliento.

Bajo ese ambiente penetró el corte-


jo a la iglesia que lucía como no había
lucido ni el día de su inauguración ni
como habría de lucir nunca más. De las
vigas que habían sido forradas con papel
azul y amarillo, pendían cortinas blancas,
rosadas y celestes produciendo un juego
de placidez y armonía como dijo el deco-
rador. El piso había sido cubierto por
una gruesa capa de hojas de pino, a los
extremos de las banquetas se colocaron
palmas y ramos de lirios, mientras tanto
el corredizo central, sobre la capa de
pino, llevaba una alfombra de margaritas
delineado con buen gusto, pues en los
extremos pusieron las margaritas rojas,
en las lineas interiores las blancas y en
la línea central, las amarillas. Frente a
los sillones de los novios y los padrinos
hicieron un decorado, también con mar-
garitas rojas de fondo, donde estaban dos
palomitas, hechas con florecillas blancas,
besándose; y más abajo dos corazones
atravesados por una flecha.

La mera verdad, como se comentó


en voz baja en la entrada de la iglesia, es
que el marica español, entendía muy
bien el asunto ese de los arreglos de oca-
sión.

El cura Santos como no había esta-


do de acuerdo con tanto zafarrancho, co-
mo llamó él al despelote que produjo la
boda, se fue a refugiar a Cantarranas y
apareció una semana después, cuando ya
no quedaba en el templo sino un olor a
fermento a revoltijo de aromas de flo-
res arrinconados, junto al hedor de las
ratas y las cagadas de gato encontradas
cuando el alcalde ordenó la limpieza
y personalmente la inició, nueve días
después, ante las protestas aireadas del
cura, quien no salía del estupor, contem-
plando toda la hojarasca marchita y esa
nueva sensación de abandono y miseria
que tenía su iglesia; pero se abstuvo de
comentar muy alto, porque sabía que el
propio arzobispo de Tegucigalpa, había
oficiado la misa y unido en santo matri-
monio, después de todo, a la rara pareja.
Tampoco hizo comentario cuando la
Turca asistía a misa los domingos del
brazo de su alargado marido, ni cuando
donó unos meses más tarde el cemento

y la cal y para el repello de la iglesia y,


posteriormente la pintura, sino que la
visitó personalmente a su hotel y le dio
las gracias y le bendijo con agua bendita
traída de tierra santa, del río en que bau-
tizaron a Nuestro Señor, el negocio que
tanto detestara en otra época.

La misa duró más de una hora por-


que fue cantada. Al parecer hasta el mi-
nisterio de Cultura y la carrera de Arte de
la UNAH habían colaborado a petición
del señor presidente. Pues se instaló un
coro, muy bueno por cierto, que entonó
todos los cantos con una solemnidad
sin precedentes, bajo las notas de un pia-
no, cuatro flautas, siete violines y otro
violinón que después supimos que se
llamaba violoncelo. El coro estaba inte-
grado por doce muchachas de buen ver
que tenían la voz finísima y elevada co-
mo chillido de chicharra en pleno vera-
no, contralto me corrigió mi profesor de
música, y tres hombres gordotes con un
vozarrón ronco, (barítono, me volvió a
corregir, mi profesor, y después me narró
una historia sobre las voces de los hom-
bres y las mujeres y el origen de sus nom-
bres) que de todos modos encuadraban
rebién con las vocecitas frágiles, de cris-


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tal de copa, de las muchachas, vestidas
todas de falditas negras y blusas blancas
y con una corbata, tan fina como la
gamuza de una bota de chafarote. Los
gorditos llevaban un traje azulmarino,
camisa blanca y corbatín. Lo que nunca
alcancé a entender hasta el sol y la luna
de hoy fue como con semejante apreta-
zón en el pescuezo no se les atragantaba
la voz.

Guando el arzobispo con una sonri-


sa que se le salía por las comisuras de los
labios y se le notaba de a leguas en el
brillo de los ojos, exclamó con entusias-
mo y picardía: "Lo que Dios acaba de
unir que no lo separe el hombre", los
padrinos y los invitados de alcurnia in-
tercambiaron sonrisas cómplices, coda-
zos, apagones de ojos, entre un murmullo
de frases ininteligibles que sonó como el
zumbido de una colmena o de una nube
de zancudos cuando menos; mientras
tanto, nosotros, los acólitos movíamos
con entusiasmo los juegos de campani-
llas; y Celestino el sacristán hacía lo que
tanto le había gustado siempre, tocar las
campanas con estruendosa alegría, y en el
atrio de la iglesia, no recuerdo quien,
sonaba la matraca, como sólo lo hacía-

mos para la Semana Santa o la navidad,


durante la misa del gallo, a la hora de
cantar el Gloria in excelsis Deo.

Cuando culminó la misa, luego de


los vivas finales y el enhorabuena que dio
el arzobispo, los novios marcharon toma-
dos de la mano delante del resto del cor-
tejo y después de haber recibido decenas
de abrazos y haber escuchado repetir la
misma frase en el mismo oído y con el
mismo sinsabor con que se escucha un dis-
co rayado, entre el griterío de los miran-
das: vivan los novios, jodido; hoy si ya se
coció el arroz, carajo; arriba la novia; arri-
ba el novio;arribay abajo; abajo y arriba;
arriba el novio, abajo la novia, perdón;
arriba los dos, viva la Turca, pendejos y
que viva su Turco. . . abran campo y
anchura que ahí va la gordura (y esta vez
si era cierto) que viva la mejor boda de
este pueblo, jodincho; que vivan los no-
vios. . . hepa, sin apretar, no empujen. . .
y por sobre los gritos, el papelillo picado
y el arroz y hasta frijoles y quien sabe
cuántas cosas más que aparecieron en el
momento en que menos deberían de
aparecer desde los sitios menos imprevis-
tos y por manos no esperadas. El griterío


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sólo cesó cuando el ensordecedor es-
truendo de una inesperada carrera de
bombas comenzó desde el atrio de la
iglesia y se extendió hasta la entrada del
hotel, en el mismo instante en que dece-
nas de cohetes se elevaban al cielo y se
esparcían en graciosos colores a ritmo de
estrellas fugaces, en un esplendor que,
como comentó un cronista social, estuvo
de maravilla y de acuerdo con la ocasión,
y sobre todo, concluía, a la altura de los
desposados y sus invitados.

La banda de los músicos no pudo


retornar tras el cortejo como siempre
fue costumbre porque el amontonamien-
to de los curiosos no se los permitió. De-
bieron permanecer, sin ser ese su deseo,
al final de la entusiasta multitud que
seguía gritando vivas, derramando pape-
lillos, arroz y flores, mientras los más
intrépidos trataban de abrirse paso con
la intención de ser reconocidos por el
presidente de la República. A más de
alguno se le escuchó decir, cuando an-
daba en campaña comió en mi casa. Mi
tío Rodimiro jugaba libre con él cuando
estaban en la escuela. Es compadre de
mi tía Arcadia. Sin embargo el presiden-
te y los demás miembros del cortejo
al igual que los desposados solamente
movían las manos en señal de saludo y
cruzaban con paso acelerado. Se parecen
a Juan Pablo II cuando saluda desde el
papamóvil, se escuchó que dijo alguien,
no se sabe si por resentimiento o por
ingeniosidad.

En la entrada del hotel, toda


aquella multitud fue detenida luego de
un duro forcejeo y finalmente después
de una breve descarga hecha por uno de
los guardaespaldas del presidente, por or-
den del jefe de las fuerzas armadas. En-
tonces se escuchó por un megáfono que
se les pedía de favor ir al parque donde
se encontraba lista la marimba, el fresco
de horchata y los nacatamales. Entre
silbidos, risas, murmullos y refunfuña-
dera el gentío se dirigió al lugar recomen-
dado. Solamente entonces, la banda de
los músicos pudo dejarse escuchar con
una canción ranchera que se titulaba
"Que nos entierren juntos".

En la terraza del hotel, delicada-


mente arreglada, como dijera el presiden-
te del Congreso nacional, estaba dispues-
to todo; vinos, rones, licores importados
y una exquisita cena bufet, en espera de
los hambrientos invitados, bajo la grata
atmósfera de los acordes de las guitarras
y las voces de dos grupos de mariachis
y la banda del pueblo (muy buena por
cierto) que se alternaban en las interpre-
taciones, escribió al día siguiente un cro-
nista social en una nota muy exaltada.

Lo más curioso y divertido de todo


—comentaba con cierto asombro— otro
cronista en la página social de otro perió-
dico, sucedió al momento de hacer el ya
clásico y tradicional brindis. Como todos
sabemos la costumbre ha impuesto que
el brindis se haga con Champagne. Sin
embargo La Turca y su novio (quien
lucía muy guapo por cierto) no quisieron
hacerlo con el champagne especial que les
regalara el jefe de las Fuerzas Armadas
(y que según se supo cuesta una exagera-
ción en dólares en su lugar de origen),
sino que con ron Jalan, un trago olan-
chano que la mismo —según la opinión
de personas muy respetables oriundas de
ese departamento—aplaca el fiero instin-
to del más matón de los hombres que
desinhibe el espíritu del más tímido de
los seres humanos. Se supo—agregaba
malicioso el cronista que a este aguardien-
te la popular Turquita lo tenía como su

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bebida-predilecta, junto al no menos fa-
moso y exquisito vino de Coyol, también
Olanchano, del que se comentaba por
todas partes ella solía beberlo como un
refresco cualquiera. Sin embargo, lo real-
mente divertido no estuvo en lo anterior;
sino cuando ella, un poco pasada de
copas, más bien de jarras, (como bien
puede apreciar el señor lector en la foto-
grafía que acompaña esta nota) dijo que
el champagne era una bebida para mari-
cas y mujeres fufú y que para eso prefe-
ría mejor la horchata. Cuando el comen-
tario llegó a oídos del presidente y los
demás invitados causó mucha gracia. Pe-
ro todavía más inesperado y simpático
resultó su gesto cuando llegó la hora de
bailar el tradicional valse. Pues con todo
y lo que pueda decirse, a nuestro modo
de ver (humilde por cierto) continuaba
el redactor, la Turca nos dio una lección,
una muestra muy evidente de patriotis-
mo e identidad latinoamericana, cuando
sin medir las consecuencias exclamó eu-
fórica, con un grito que hizo estremecer-
se a los presentes y que algunos vasos
vacíos salieron disparados: "qué valse y
que ocho cuartas, a mí no me vengan
con bailes importados. Aquí no estamos

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en las Europas ni en Los Estados Unidos,
sino en Talanga, Francisco Morazán. . .
Así que por favor arranqúese la marim-
ba (era la marimba de Siguatepeque que
hasta ese momento había permanecido
en silencio) y todos los demás con "son
tus perjúmenes mujer".

Los sorprendidos músicos no tuvie-


ron más remedio que obedecer y los invi-
tados aplaudir pese al malestar que se
evidenció en algunos de ellos, sobre todo
en el jefe de las Fuerzas Armadas; y en la
ministra de educación. En el primero
porque no estaba de acuerdo en qué la
Seño prefiriera la música compuesta por
un sandinista, y despreciara a su vez los
xiques hondurenos de los que ella había
dicho que no eran más que bailes inven-
tados en los escritorios de los ministe-
rios de educación y cultura, porque des-
de que ella era ella, jamás había bailado,
ni visto que se bailara en todos los pue-
blos del país que recorrió como vendedo-
ra ambulante (que estoy segura son más
que los que han recorrido los políticos

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