Jorge Luis Oviedo La Turca



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en busca de votos). La ministra se moles-
tó, tanto por lo anterior, y porque des-
preciara el Danubio Azul; pues la Gordi-
ta dijo: "para eso prefiero los danzones

cubanos y los mambos de Pérez Prado.

Y los sacones que nunca faltan le
agregaron al asunto que la Gordita ha-
bía dicho que deseaba que el compositor
de Son tus perjúmenes mujer, tuviera
igual de desarrollada otra cosa, como el
espíritu musical. Pero esto, concluía, el
malicioso redactor, es completamente
alejado de la verdad.

En otro periódico se sostenía que


los invitados de alcurnia se retiraron
poco después de la media noche y un
poquito antes de que los novios se ence-
rraran en la recámara El Paraíso a disfru-
tar de su luna de miel. Comentaba el
cronista, que tanto el jefe de las Fuerzas
Armadas, el presidente de la república y
hasta el embajador norteamericano estu-
vieron anuentes en facilitarle a la Turca
un avión privado o algún helicóptero,
que la llevara a alguna isla del caribe o
algún otro sitio, en donde pudiera disfru-
tar con creces de su luna de miel. Pero la
oferta fue descartada ipso facto (como
dicen los abogados), porque se compro-
bó que ninguno de los aparatos tenía una
puerta lo suficientemente ancha como
para que pudiera entrar la Gordita. Ella


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por su parte, no sin mostrar un aire
de desconsuelo, sostuvo que de todos
modos no tenía previsto hacer ningún
viaje; porque para hacer lo que tenían
que hacer no se necesitaba viajar tanto; y
además subirme a los aviones me da mie-
do, concluyó.

En cambio, en el parque central,


donde se repartieron Nacatamales y re-
fresco de horchata, por cuenta de la Tur-
ca y se celebró un carnaval amenizado
con música de marimba, relataba el
cronista, hubo quienes amanecieron.
Ni el Tupido aguacero que se desató a
las tres de la mañana fue capaz de
malograr el entusiasmo de los parro-'
quianos que seguían bailando y obliga-
ban a los músicos a tocar más fuerte, pa-
ra contrarrestar el ruido de la lluvia.

Al día siguiente las calles permane-


cieron desiertas, solamente los perros y
una que otra vaca y algunos burros an-
duvieron urgando las hojas de los naca-
tamales, junto a manadas de cerdos,
concluía la nota.

Por la tarde apareció Mincho el


loco, haciendo bultos de papeles y hojas
de nacatamales, como hacía todos los

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domingos con los billetes de lotería chi-
ca que dejaba la gente tirados en el par-
que después del sorteo. Antes de echar-
los en un matate para irlos a botar a la
orilla del pueblo y meterles fuego. El
no imaginó, sin embargo, que la basura
fuera tanta y que se pasaría una semana
entera recogiendo, cargando y quemando.

—Ojalá no se le ocurra recoger el


pino comentaron esa misma noche en el
billar, porque se va a pasar el resto de su
vida en eso. Pero no se le ocurrió, aun-
que no estuvo contento hasta que barrió
las avenidas del parque lanzando la hoja-
rasca, todavía verde del pino, a la calle.

Una semana después, se presentó


donde la Turca y como hacía con todo
mundo después de culminar algún ira-
bajo, la tomó de la mano y recorrió con
ella las calles y el parque. La Gorda or-
denó entonces que le dieran de almorzar
en el salón de baile y después le dio cin-
cuenta lempiras en monedas de a diez
como a él le gustaba, con lo cual se retiró
contento.

La Turca y Zacatón hubieran vivido


felices el resto de sus días y sobre todo
de sus noches de no haber sido porque

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a Zacatón se le ocurrió morirse (de
amor según las comadronas, de placer
según la clientela del billar, quienes ase-
guran que expiró encima, y de ago-
tamiento según los médicos) 30 me-
ses después, ante la incredulidad de la
Turca que no supo a que horas del acto
se le quedó sin aliento; pero con el asun-
to de abajo todavía firme, firme como le
habría de quedar una vez que todo su
cuerpo se puso rígido y helado como el
respaldo de la cama; y entonces ella des-
pués de mucho pensarlo y luego de con-
sultar con sus médicos: ordenó que le
extrajeran aquellos miembros tan apete-
cidos, que eran al fin y al cabo, las partes
de Zacatón que ella más había querido,
para que so los metieran en formalina
en un enorme bote de vidrio que después
ella colocaría en el tocador del baño,
donde solía pasarse horas enteras, recor-
dando sus momentos más felices v la-
mentando su desgracia.

Con la muerte de Zacatón ala Turca


le, entró el desasosiego. Durante tres días
no paró de llorar, ni dijo nada inteligible,
sino que masticaba las palabras co-
mo si se estuviera bebiendo un caldo

o chupando ciruelas en miel. Lloró tan-


to y tanta cantidad que durante esos
días ni sudó, ni tuvo necesidad de orinar,
toda el agua que se bebía se le iba en
alimentar su torrente de lágrimas, con las
cuales comenzó empapando pañuelos,
luego toallas y finalmente las sábanas y
las cortinas; y cuando ya no hubo un
solo trapo seco en la casa, optaron por
colocarle lavamanos, para que en ellos
lloviera sus tormentones de agua salada
que le salía de su mar de angustias inte-
riores como de una fuente encantada,
sin necesidad de que la varita mágica
de Moisés le hubiera tocado el escondrijo
de sus manantiales lacrimógenos. Lo cier-
to es que la Turca lloró con creces la
pérdida de su más preciado ser en este
mundo, y no era para menos, le había
costado tanto conseguirlo que no estaba
bueno que Dios se lo quitara solo porque
sí en el momento en que mejor la esta-
ban pasando; pues Zacatón había lo-
grado aumentar 37 libras, a raíz de
un tratamiento con aguacates de monta-
ña, yuca del valle de Comayagua y casa-
be traído desde los morenales de la costa
norte, y una fórmula especial de ma-
riscos concentrados que lo mantenían


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en guardia todas las horas del día y
de la noche. El cura Santos comentó en
voz baja, para que sus decires no llegaran
a oídos de la Turca o el alcalde, que
aquello había sido un castigo de Dios por
su lujuria.

Si hubo un entierro concurrido en


el pueblo ese fue el de Zacatón, solamen-
te superado por el de Ramón Castro en
la costa norte, según el propio médico
brujo, quien se supo era hijo del yerbero
particular de Ramón Castro en aquellas
épocas de tribulación y espanto que
aún no parecen haber llegado a su fin;
solamente que mientras al entierro de
Ramón Castro, cuentan las historias,
la gente asistió por el odio que le tenían,
al entierro de Zacatón asistimos, unos
por la simpatía que nos despertaba el
pobre, otros por la simple afición a los
acontecimientos tristes, otros por la cu-
riosidad y algunos, es probable, que por
deferencia con la apesarada viuda, como
se dijo en la página social de los periódi-
cos. Claro que el alboroto de la muerte
de Zacatón sumió al pueblo en un nuevo
trajín; las flores de santa Lucía volvieron
por carretadas, solamente que ahora para
acompañar la triste partida del más
exclusivo amante de la Turca. El cadáver
tuvo que ser preparado para que una
cuadrilla de albañiles hicieran un mauso-
leo de dos depósitos, unidos por dentro.
Los hombres trabajaron veinticuatro ho-
ras sin parar, turnándose solamente para
comer o hacer sus necesidades; por eso
la vela duró más de 40 horas. Sobre el
repello todavía fresco fueron colocadas
decenas de coronas hechas con flores
naturales, y bajo el féretro se tendió una
alfombra con las flores de las maceteras
que adornaron la sala durante la vela.
La banda de los músicos acompañó el
cortejo, pero amenizando composiciones
tristes, ritmos que hacían recordar las
canciones de la semana santa y que pro-
vocan en la gente una sensación de cul-
pabilidad y perversión.

Cuando los sepultureros empujaron


con la misma costumbre, como si estu-
vieran empujando un piano viejo o un
antiguo baúl de madera en un camión,
el negro ataúd más brillante que el rostro
de San Diego (cuando lo limpian con un
aceite especial, mucho más brillante que
el altar mayor de la iglesia y que los
muebles de la recámara de la turca tanto
que la multitud apelotonada alrededor

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podía verse reflejada como si estuviera
frente a un espejo y en cuyos bordes
tenía unas molduras de plata con inscrip-
ciones en latín ilegibles a la distancia, y
en los extremos sobresalían unos leones,;
también de plata, del tamaño de una lata
de cerveza, y en medio de los leones d&
la cabecera, un ángel bañado en oro,
estaba como todos los ángeles, con las
alas extendidas, con una mano en el
pecho y con la otra atravesada en la bo-
ca, indicando silencio; inclinado hacia
adelante, como si pretendiera alzar
vuelo. Tenía la altura de una mano de
piedra de moler ), La Turca soltó un
alarido tan fuerte y desgarrador que a
punto estuvo de provocar una lamenta-
ble tragedia; afortunadamente las ondas
de angustia no dieron de lleno contra el
mausoleo, por eso, la reciente construc-
ción no se vino a pique; sin embargo, una
buena parte de las coronas quedaron co-
mo un pollo recién desplumado y el
repello del frente se desprendió como si
hubiera sido una plasta de lustre de
queque. Para dicha de los enterradores,
La Turca no tuvo tiempo de enterarse de
aquello, porque en el mismo instante en
que dejó escapar su alarido como retum-

bo de montaña y que, según los habitan-


tes de las aldeas aledañas se había oído
por toda la región, se desgajó sin aliento
sobre decenas de brazos que se apresura-
ron a auxiliarla para evitarle una violenta
caída que de haberse producido habría
provocado el desmigajamiento del mau-
soleo.

El entierro de Zacatón fue entierro


de ida y vuelta. De ida cargaron al muer-
to y de vuelta hubo que cargar a la viuda,
quien, cuando volvió en sí, horas des-
pués, lo primero que dijo fue que la lle-
varan con él, porque ya su vida no tenía
sentido. Pero lo que hicieron fue aplicar-
le otra dosis de somníferos, sobre dosis
porque le aplicaban unas ampollas cua-
tro veces más fuertes que las recomen-
dadas a una persona normal.

Sus criados aprovecharon el sueño


para ordenar su recámara de manera
agradable para que cuando despertara
no se sumiera en los sopores de la des-
gracia. Pero la inteligente previsión no
hizo efecto. Porque ella al nomás desper-
tar y enterarse de que habían desapare-
cido las fotografías de Zacatón, las fotos
de la boda y cuantas cosas de ambos ha-
bían en aquel recinto, se puso histérica


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y ordenó que le colocaran todas las cosas.;
donde estaban antes. Ellos le expresaron
las recomendaciones dadas por sus doc-
tores y le inventaron mil excusas, pero
todo fue inútil. Ella los convenció con
el recurso de recordarles que "aquí la
patrona soy yo, y la que da las órdenes
soy yo, y si alguien no le parecen ya
puede ir haciendo sus maletas que gen-
te que quiera trabajar es lo que sobra,
varsones" y acto seguido y sin decir nada
más se encerró con llave en su recámara
para caer luego en un estado de decrepi-
tud y abandono debido a lo cual estuvo
a punto de seguir la ruta de su alargado
amante. Sé pasaba los días, y, desde
luego, también las noches, encerrada en
su recámara sin hacer ningún caso a los
insistentes llamados, expresados con en-
tusiasmo y preocupación en los duros
golpes que sus sirvientes le daban a las
puertas y ventanas sin resultado alguno,
ni a los gritos de angustia, a las voces de
alarma no solo de sus criados sino del
preocupado vecindario que no veía con
buenos ojos eso de que la pobre Seño no
buscara la manera de enfrentar su triste
realidad. El pueblo entero desfiló, desde
el alcalde hasta los comerciantes más res-

petados desfilaron frente a la recámara de


la desconsolada gordita para exponerle
miles de argumentos repetidos una y otra
vez de mil formas diferentes y con miles
de ejemplos distintos para que ella en-
trara en razón, para que volviera a la
realidad de este mundo, pero no hubo
manera. Nadie pudo convencerla ni por
más que le dijeron que no está bien que
nos deje solos Seño, que necesitamos de
su espíritu emprendedor para echar a
andar la feria de este año; pero no hubo
manera, solo se le escuchaba decir entre
sollozos: déjenme en paz, por dios dé-
jenme en paz que de todos modos cuan-
do yo no vivía en este pueblo nunca ne-
cesitaron de mí que ustedes bien pueden
hacer solos las cosas y por último cuando
se hastió de tanta perorata sin tregua que
le repetía lo mismo, abrió de improviso
la puerta y descargó, sobre el despreve-
nido orador de esa ocasión (el cura San-
tos) una nica hasta el tope con orines
de su propia cosecha. Desde ese día
nadie más trató de hacerla entrar en sus
cabales y sus sirvientes nada más se limi-
taron a seguirle llevando las comidas con
puntualidad; comidas de las que ella casi
no probaba nada. Así, en ese estado

pasaron un par de semanas. Y ellos


cuando se atrevían a preguntarle que si
se le ofrecía algo más, recibían como
respuesta una serie de sollozos o de
vez en cuando: ya déjenme en paz, por ¡
favor; hasta que finalmente no escucha-
ron ningún tipo de ruidos, ni advirtieron
ninguna otra evidencia que indicara que
ella seguía en pie de lucha o más bien en
pie de derrota. Entonces presurosos fue-
ron tras la grua, encaramaron un par de
entusiastas y ordenaron que se colaran
por una de las ventanas y que le sacaran
el pasador a la puerta.

Cuando el administrador del hotel y


varios sirvientes penetraron al inte-
rior de aquella recámara, la encontraron
doblada o más bien embrocada sobre
sus piernas con una mano puesta sobre
una almohada y con la otra abrazando el
bote que contenía la identidad de Zaca-
tón, la evidencia de que su alargado
amante había pasado no solo por estas
honduras que maldijera Colón, sino por
las suyas propias. Sí, embrocada so-
bre sí misma, exhausta, ojerosa, con-
sumida como nunca más habría de
verse, semi desnuda y dibujada en su
cara el rostro del abandono absoluto y
enredada entre un reguero de flores mar-
chitas y fermentadas en el agua de las
maceteras, ahora esparcida por el piso de
la recámara; y hallaron, bajo el altar que
hiciera a la memoria de su marido, una
especie de poema, de elegía que, según
se supo, decía:

"A tí oh mi desdichado amante el de


mirada clara y alta estampa y discreta
presencia, el más grande de todos los
grandes, el más noble de todos los
nobles, a ti él del amor total, fruto
excelso, caballero de la media noche,
soldado del amor sin freno, vesubio
en erupción, a ti el de la frente angosta
mi adorado príncipe, mi rey de reyes,
razón de mis pasiones, dicha de mi vien-
tre y de mi espíritu, fuego de mi sangre
y de mi carne, alma de mis entrañas a ti
el de enorme espada, el mejor de todos
a ti que te has quedado en este recuerdo,
a ti que solo el sueño te hace vivir de
nuevo. A ti el único capaz de hacerme
vibrar el espíritu y el cuerpo a un mismo
tiempo, a ti el de la voz más dulce por
qué me has abandonado".

Con la sospecha metida en las comisuras


del pensamiento de todos sus sirvientes

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y amigos de que se les fuera a morir en el
camino, fue llevada de emergencia a la.
capital, donde la internaron en una de las
clínicas de mayor prestigio. Antes de
eso, el médico practicante del centro de
salud del pueblo le había prestado los
primeros auxilios que poco faltó para
que fueran los últimos, de no haber sido
por las abundantes reservas que ella
tenía. En la capital los doctores le de-
tectaron una anemia profunda, un
alto grado de desnutrición y el bro-
te reciente de una úlcera. Pero gra-
cias a la estimación que le tenían y
sobre todo al dinero que estuvo de por
medio; ella pudo regresar un par de se-
manas más tarde, con el organismo re-
puesto, aunque todavía con su espíritu
completamente destrozado.

Así fue hasta que aparecieron los


pregoneros del circo Maya, el año pasado,
diciendo que Blancanieves la del cuento
de la manzana envenenada había tenido
diez enanos y no siete como todo el
mundo creía; y que no era como algunos
psicoanalistas sostenían: que ella se acos-
taba con un enano distinto cada día,
sino con todos juntos todos los días;
pero no para que le hicieran el favor,
como creen los mal pensados, sino
para entregarles su cariño de madre;
porque si algo ella tenía de sobra, grita-
ba un hombrecito como de un metro
con cincuenta y cinco centímetros,
de estatura, era instinto maternal.
Pero un día—surgía la voz de otro pre-
gonero vestido de payaso y que parpa-
deaba más ligero que el parabrisas de
un carro— quiso el destino que tres de
sus enanos se confabularan con la bruja
que le dio a comer la manzana envene-
nada, quienes, al igual que Judas el
Iscariote, se encargaron de señalarle
los atajos para llegar más rápido y sin
despertar sospechas, hasta la cabaña
donde se encontraba la ingenua y bella
Blancanieves.

La bruja en premio a la traición


les concedió a los enanos la posibilidad
de vivir mil años, concluía el primero.

Sin embargo, continuó el segun-


do, como el príncipe que desencantó
a Blancanieves con el beso desintoxica-
dor, comprobara la traición de que ha-
bía sido objeto la infeliz doncella del
bosque, ordenó la pesquiza inmediata
de los enanos, quienes se dieron a la

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fuga, escondiéndose en los sitios menos
previstos y aprovechando al máximo
su reducida condición. Fue así como
una noche llegaron a Granada, donde se
unieron a los cristianos españoles como
mensajeros, en la guerra contra los mo-
ros. Pero como llegara años más tarde
a oídos de la reina la actitud oportunis-
ta de aquellos duendes sin madre, y
previniendo que en cualquier momento
fueran a ocasionarle algún desastre a su
reino, los convenció con halagos para
que sarparan con Colón en su cuarto y
último viaje a América, quien traía or-
den de lanzarlos al mar o abandonarlos
al menor descuido en las desconocidas
selvas americanas, especialmente en
aquellos territorios donde se tuviera
la certeza de la existencia de indios an-
tropófagos.

Fue así como Cristóbal Colón los


abandonó en las playas de Truxillo,
lo cual notificó a sus Altezas, los reyes
de la España en el año de 1502. La in-
tención tanto de Colón como de los
reyes católicos era que los enanos fue-'
ran devorados por los indios. Sin embar-
go, después se supo gracias a algunos de
los cronistas, que los indios únicamente

tenían la costumbre de comerse a un


semejante durante actos rituales, pero
que para tales sacrificios humanos pre-
ferían a los hombres mejor parecidos,
y mejor dotados de inteligencia y virtu-
des humanas. De manera que si alguna
vez se tropezaron con estíos enanos,
(ahora arrepentidos de su traición, por-
que han descubierto que el premio de la
bruja no fue tal, si no el peor de los cas-
tigo que podían haber recibido por su
mala obra, pues no hay peor cosa que
vivir tanto sin más sentido que hacer el
papel de idiotas para que la gente se di-
vierta y los vea con asco) fueron, segura-
mente, víctimas del espanto.

Pero Ud. no tiene por qué asustar-


se, continuaban los pregoneros, ya que
estos duendes del Medioevo Europeo son
totalmente inofensivos y no le produci-
rán sino una tierna sensación de lástima.

Venga y diviértase con nuestros pa-


yasos, admire nuestros intrépidos trape-
cistas que hacen los saltos más especta-
culares sin ninguna malla protectora.
Venga y admire la más grande atracción
de todos los tiempos: Los tres enanos
trotamundos que traicionaron a Blanca-
nieves. Ellos le narrarán sus intermina-


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133


bles historias de judíos errantes. Admire
estos increíbles seres de apenas un metro
de estatura que tienen más de setesientos
años cada uno... Y así anduvieron
gritando una tarde entera por todos los
recovecos del pueblo.

De modo que durante una semana,


la gente asistió al circo, más que a ver los
payasos, a los antiquísimos enanos que
efectivamente medían el más chiquito
de los tres 99 centímetros, y el más alto
ciento cuatro; el mediano medía ciento
un centímetro.

Como nunca habíamos visto tantos


enanos juntos, ni en el cine o la televi-
sión, y peor aquellos precedidos de tanta
fama y alboroto como eso de ser los seres
humanos más viejos del mundo, no salía-
mos del asombro viéndolos de pies a
cabeza. Por detrás parecían como corta-
dos con la misma tijera, tenían el ancho
de un armario y la altura de una me-
sa de cocina, sus extremidades infe-
riores apenas si eran tan largas que
les servían para alcanzar el suelo y des-
plazarse con unos pasos tan cortos como
los de un niño de tres años o menos.
Tenían el andar de los pichinguitos de la
televisión, pero eran tan reales como
cualquiera de nosotros. Sus brazos, cor-
tos y musculosos, los tenían cubiertos
de tatuajes, que decían hacerse uno en
cada brazo, al cumplir cien nuevos años.

De frente eran tan deplorables co-


mo los enanos malos de los cuentos de
hadas. Si algo los diferenciaba a los tres,
no era la cabellera trenzada que llevaban,
sino sus bocas y sus narices. El más chi-
quito tenía una boca que se le extendía
de oreja a oreja. Cuando reía dejaba ver
unos enormes dientes, de un amarillo
tirando a café. Su nariz tenía la forma de
una papa y toda ella estaba llena de agu-
jero que se le habían ido acumulando
con el tiempo, producto de diversas in-
fecciones sufridas en el rostro. El media-

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