Jorge Luis Oviedo La Turca



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no, mientras tanto, tenía la nariz semi
aplastada y echada hacia abajo como la
de un loro, sus otros dos compañeros
lo llamaban Cara de gallo. El más alto
de los tres, era trompudo, getón y tenía
unos dientes de ardilla, tan amarillos
como los de sus otros dos compañeros.
Su nariz era enorme, tan grande y defor-
mada que tenía dificultades para mirar
de frente.

No se sabe por que y en qué mo-


mento aquellos empequeñecidos seres
humanos escapados de un cuento de ha-
das del Medioevo europeo le terminaron
llamando la atención a La Turca de una
forma tan intensa y obsesiva, que se pasó
un domingo desde las nueve de la maña-
na hasta las seis de la tarde sin despegar-
les la vista. Menos mal que estos duende-
cilios estrafalarios no se gastan si se los
mira; porque de lo contrario habrían
quedado más contrahechos de lo que ya
eran, más pequeños quizás que el propio
recuerdo de Zacatón que ella conservaba
en formol en e! tocador de su baño, ro-
deado de flores como si se tratara de la
imagen de un santo, comentaron algunos
de los curiosos casi a gritos; pero ella
no quiso darse por enterada, muy por el
contrario, dejó escapar un reguero de
sonrisas complacientes.

Esa misma noche hizo llamar al


dueño del Circo Maya, quien salió se-
gún algunos, con el rostro desencajado
y tartamudeando, hablando a plazos,
y a ráfagas, como el palestino Matías
Antonio Jaar, que encima de hablar
como atragantado decía las cosas por
entregas; de ahí que hubo a quien se le
ocurriera decir que hablaba en lenguas.
En cambio el Tico, como se llamaba el

dueño del circo, y de acuerdo con la


primera de las versiones, no se le enredó
tanto la lengua. Se especulaba que la
Turca había hecho que los dos hombro-
nes que se encargaban de mantener el
orden en su negocio, que como se sabe
eran agentes de la DNI, lo intimidaran
con amenazas, para que dijera de donde
habían sacado a los enanos y que si no
decía la verdad lo meterían preso. La
otra versión, sin embargo, contrastaba,
por completo; pues según Saturnino
Garmendia y Sebastián Prieto, el hombre
había salido contento y contando
un fajo de billetes amarillos que se
los repartió en todas las bolsas del
pantalón para que no le hicieran dema-
siado bulto.

Lo cierto es que al día siguiente, del


circo no quedaba sino la basura esparcida
en la plaza, la tierra removida, pedazos
de tablas y uno que otro clavo suelto,
latas vacías, cajas de cartón, llantas viejas
de carro y varios rines de bicicleta.

Después se supo que el desmantela-


miento lo había realizado un destaca-
mento del ejército, durante la madrugada
porque no querían despertar sospechas.
También se supo, todo esto dicho en voz

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baja, que la gente del circo traficaba con
marihuana y municiones y no se sabe
qué más asuntos.

De todo ello lo único que resultó


claro es que la Turca adoptó a los tres
enanos, quienes se encargaban de hacerle
los mandados como en otras épocas,
los cipotes.

Aquellas mitades de gente, se vol-


vieron tan cotidianos para nosotros,
como sus continuos desmayos en plena
calle o en su propia casa. Lo peor de to-
do es que uno se tropezaba con ellos en
la hora menos pensada o aparecían de
repente en cualquier esquina como aca-
bados de parir por la tierra. Surgían
siempre uno tras otro y de mayor a
menor, aunque la diferencia de estatu-
ras apenas si se notaba. La Turca les
mandó a hacer unos trajes idénticos, a
cuadros. Pantalones de tirantes y camisa
mangalarga y un gorro de panadero del
mismo color, No daban la impresión de
ser gentes sino de esos muñequitos de
cuerda que vendían en la tienda de pa-
lestino Matías.

Lo que nunca supimos entender fue


si de verdad eran mudos o simplemente

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se hacían pasar por tales, porque nunca
se les escuchó decir una palabra. Se
cuenta sin embargo, que por las noches
mientras la Turca los usaba para hacer
el amor, lanzaban unos gritos tremen-
dos. De acuerdo con la versión de Cons-
tantino Sauceda el sacristán y quien se
volviera después de la boda con Zaca-
tón uno de los empleados de confianza
de la Turca, juraba haberlos visto (y
hacía la cruz con la mano derecha
y mientras se la llevaba a los labios para
aplicarle un beso sonoro, como hacía-
mos todos cuando nos tocaba jurar, se
dejaban caer de rodillas y exclamaba
con su voz de amanerado "por diosito,
por dios y mi madre", remataba), a los
tres duendecillos sin patria, encaramados
sobre aquellas cumbres de la abundancia,
sobre aquellas montañas de carne, como
intrépidos alpinistas, prendidos dos de
ellos de sus mamaderas invernales, como
dos lechoncitos hambrientos, mientras
el más chiquito de los tres, le urgaba las
entrañas con su enorme miembro, que
según Constantino, (después de jurarlo
y rejurarlo) era más largo que sus pier-
nas.

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Y es probable que todo eso haya si-
do cierto, porque desde la muerte de
Zacatón, en que se pasó casi dos meses
encerrada en su recámara, o más bien
en su baño, de acuerdo con la mayoría
de las opiniones, nadie había vuelto a
verla con el rostro de guara contenta
que tenía desde que llegó al pueblo, y
ese brillo natural y espontáneo que sur-
gía como un chorro de claridad de su
mirada, se le había perdido entre unas
enormes ojeras, como de madre recién
parida. Sin embargo, cuando adoptó los
enanos, recuperó el aplomo, su presencia
de matrona indomable y volvió a dar ór-
denes que nadie se atrevía a refutar, y
mandó a quitar los chongos negros de
luto que pendían de todas las puertas
del Hotel y volvieron las fiestas, y los
desnudos a las dos de la mañana, y la
alegría que ya casi se había perdido, a
pesar de la opinión del cura Santos,
quien le recomendaba guardar por lo
menos, unos seis meses más, el luto, para
evitar las habladurías de la gente; pero
ella solamente se rió. Y debió haberse
sentido inmensamente feliz, porque todo
volvía ser como antes, especialmente
ella; pues no le gustaba tener que ne-
garse a sí misma, andar haciendo cosas
medioescondidas cuando de todas mane-
ras hablaban lo mismo.

Qué recatos y que ocho cuartas,


se le escuchó decir el día que ordenó
que eliminaran todos los vestigios de
luto que poblaban la casa como si fueran
las telarañas del abandono.

Que no me vengan a mí con leccio-


nes de moralidad estos curitas, como si
no sé yo la clase de vida que llevan, co-
mo si no se yo cuántos hijos ha dejado
en Cantarranas el semejante cabrón. . .
lecciones de moralidad, hmmpp. . .
Anuncien hoy mismo una fiesta, para
que vuelve el jolgorio y la alegría a este
pueblo. . . nos gritó, esa tarde, me dijo
Indalecio Callejas, el coime, antes de
tirarnos la puerta y encerrarse en su cuar-
to para salir media hora después con un
vestido floreado, y con los tres vestidos
negros en una bolsa, y con la orden en la
punta de la lengua: métanles fuego.

Sin embargo ahora estaba allí, ten-


dida, ajena a sí misma, ajena a todas las
historias y enredos que trastocaron para
siempre la tranquilidad de este pueblo de
ascendencia indígena, el letargo de siglos
heredado en la sangre y las costumbres;
ajena a ese aprecio desinteresado; que de
todas maneras le teníamos, no sé si por
la simpatía despertada desde su llegada o
por qué diablos, pero aprecio en fin,
más que una simple curiosidad; por eso
nos empezábamos a preocupar, pues lle-
vábamos seis horas de estar en espera de
que volviera en sí, y no lo hacía. Muy
por el contrario, comenzamos a sentir
que su respiración era menos intensa, en-
tonces optamos por usar la grua y subir-
la a la terraza. No costó gran cosa la
operación. Después la terminamos intro-
duciendo en su recámara. Allí encontra-
mos a los tres enanos, confundidos entre
los cojines del sofá, quienes al vernos sa-
lieron corriendo escaleras abajo, hasta
perderse primero de vista y posterior-
mente del pueblo. Nadie volvió a saber
nada de ellos. Por ahí deben andar de
judíos errantes, o como dijo el chino,
el hijo de Andrés el tuerto, borrachín
de antología y haragán empedernido,
que no eran ningunos judíos errantes
sino unos judíos errantes; y a quién le
preocupaba, tal vez más que a todo el
mundo, el desmayo de la Turca, porque
ella le daba de beber gratis, por el simple
hecho de que él le contara todos los chis-
mes, mayores y menores del pueblo, de
los cuales él manejaba mejor información
que el cura Santos, con todo y que nadie
se los confesaba personalmente en per-
sonas, como decía siempre.

A las seis de la tarde asomó el médi-


co del pueblo, un recién graduado de la
Universidad que se encontraba haciendo
su servicio social, le tomó la presión y le
colocó el estetoscopio en el pecho; ante
el silencio imbatible de todos los presen-
tes y el intenso despliegue de más de un
centenar de ojos que no parpadearon un
solo instante, después se guardó las cosas
en su maletín, probó tomarle el pulso
nuevamente, con los dedos, le acercó el
oído al pecho, a la boca,a los enormes
orificios de su nariz, ordenó que le lleva-
ran un espejo, se colocó frente a su ros-
tro, durante más de un minuto, practicó
dos o tres veces la operación; después le
dio el espejo a la primera mano que se le
atravesó, entonces le tomó la tempera-
tura. Hizo la operación otro par de veces
más; y finalmente un extraño gesto, un
amurrón de cara, y dijo algo entre dien-
tes, para sí mismo, algo que se le enredó
en su pensamiento, o en la lengua antes
de salir, para exclamar, finalmente, sin

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convencimiento pleno, con un aire de
duda que se le notaba en el rostro, pero
que no se le notó en la voz, ante el apre-
mio de los presentes, y como si se trata-
ra de una sentencia, de la condenación
de alguien a cadena perpetua o a la hor-
ca, o a la silla eléctrica:

—Está muerta. Y acto seguido se


abrió paso, entre la multitud incrédula y
entre el llanto y la histeria de algunas
mujeres que se desmadejaron en gritos
y ayes sin sentido, y cuchicheo y voces
bajas, y gentes que se precipitaban esca-
leras abajo, a dar la noticia a todo el que
encontraban al paso como si se tratara de
un estado de alerta, con lo cual se armó
un ajetreo peor al de su boda, peor a los
relajos, a los ires y venires de la gente
cuando la guerra del 69; Mientras sus em-
pleados, en un estado de zozobra y an-
gustia sin tregua, se mantenían al margen
sin saber que hacer ante el tropel de gen-
tes que subía y bajaba por las gradas del
hotel y se instalaban en la terraza, con
hojas de nacatamales, canastos de pan
recién salido del horno, cafeteras repletas
de café de palo, que inundaban el aire de
las alturas de un delicioso olor a velorio,
revuelto con las coronas hechas de ur-

gencia, con flores encontradas al paso, y


a espelma, de las inmensas veladoras que
donara el Palestino Matías Jaar

Chon Hernández, la partera, y Beto


Bueso, especialista en arreglos mortuo-
rios, se encargaron de dirigir la prepara-
ción de La Turca. Lo primero que hicie-
ron fue conseguir una mesa enorme en la
panadería de Jesús Perdomo. Para subir la
mesa se necesitó nuevamente de la grúa.

Durante mas de una hora batallaron


como veinte mujeres pudorosas que no
permitieron la ayuda de ningún hombre,
en poner el ambiente del cuarto de acor-
de con la ocasión. Mientras algunas de
ellas, despegaban montones de fotogra-
fías de hombres desnudos, con su asunto
en estado de alerta: fotos ampliadas de
Zacatón y la Seño en el traje que Dios los
echara al mundo, de Zacatón recostado
en el respaldo de la cama, con su inmen-
sa basuca presta al ataque, que nadie sa-
bía a qué horas la Turca había consegui-
do que se las sacaran, y que fueran meti-
das en baúl de cuero junto a un montón
de indecencias pegadas en las paredes o
esparcidas por todo el cuarto, para que
nadie fuera a pensar mal de la muertita;
otras colocaban flores por aquí y por


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allá, colgaban coronas espelmadas o de
flores naturales donde antes habían foto-
grafías; floreros repletos de lirios y mag-
nolias donde antes habían esculturas
indecentes, telas de luto donde antes
habían cortinas floreadas y un cuadro
del Corazón de Jesús en la cabecera de
la mesa, en vez de la foto ampliada de
Zacatón mostrando su armadura; y el
resto bajo el mando de doña Ticha, en-
tregadas en una lucha sin término, lidia-
ban con las abundantes carnes de la Seño,
todavía frescas, tratando de ponerle su
vestido de novia. Sin cola, porque la
bendita cola, gracias a Dios sirvió para
cubrir aquella mesa de tres metros de
largo por uno y cuarto de ancho.

Sudando a chorros y bajo una nube


do vapor intenso y malos olores contra-
rrestados por los frescos aromas de las
flores, culminaron su agotadora faena,
no sin antes pedir la colaboración de
unos diez hombres para que trasladaran a
la Turca de su cama a la mesa; mientras,
en medio del apremio y los empujones,
y gritos de no estorben, carajo, háganme
el favor de quitarse un momento, el car-
pintero del pueblo tomaba, las últimas
medidas para confeccionarle la caja, que

debía entregar antes de las nueve de la


mañana del día siguiente.

Cuando faltaba un cuarto para las


diez, se corrió la voz de que ya se podía
entrar en el cuarto, para darle la última
mirada a la muerta: en orden eso sí, por
cualquier cosa; pues el Hotel no está
hecho para soportar tanta gente, en un
solo sitio, muy a pesar de lo cual la esta-
ba resistiendo.

Poco después de las once asomó el


cura Santos, sobándose las canas y la-
mentando no sé qué cosas y, quien des-
pués de decir algunos padre nuestros y
unas avemarias, respondidos en coro por
buena parte de la multitud, especialmen-
te las mujeres y los niños más adeptos a
los rezos, anunció que al día siguiente,
celebraría una misa de cuerpo presente
a eso de las diez de la mañana; y acto
seguido se retiró refunfuñando.

A nadie le extrañó su actitud, pues


sabíamos muy bien cómo se había
opuesto a la permanencia de la Turca,
cuando ella llegara precedida de esa fama
de corromper y seducir a los menores de
edad y cómo había cambiado radical-
mente desde que le pagó el repello y la
pintura de la iglesia, y asistía a misa los


domingos y le enviaba suculentos


almuerzos, casi todos los días, así como
los vinos de consagrar y una que otra
botellita de ron jalan; porque a él tam-
bién le gustaba jalarle un poco a escondi-
das, con la excusa de su baja presión. Y
aunque la actitud de la Turca cuando él
le reclamó por el luto, lo contrarió bas-
tante, al grado de no dirigirle la palabra
no vaciló ni un momento en condescen-
der ahora, en este terrible momento de
angustia popular que causaba su triste
partida, como dicen que dijo, mientras
bajaba las escaleras maldiciendo a los que
le cortaban el paso y reprendiendo a los
que no habían ido a misa el último
domingo.

Respeten la memoria de la muerta,


cuando no el dolor de sus amigos— les
dijo a los que se encontraban en el res-
taurante jugando naipe, sacrilegos, idóla-
tras, indecentes, cuando se mueran nadie
derramará una lágrima por ustedes, ni
nadie dirá un solo padrenuestro por el
perdón de sus corrompidas almas, les
gritó sin siquiera volverlos a ver, mientras
se perdía en la noche rumbo a la casa
cural.

Como a las dos de la mañana un


centenar de personas adictas a los bautis-
mos, bailes, bodas y velorios que se encon-
traban todavía en la terraza, dispersas en
pequeños grupos contando chistes colo-
rados, cuentos de aparecidos, historias
trágicas de amantes furtivos, relatos ve-
rídicos y jurados de gordas insatisfechas,
anécdotas inéditas de las más respetadas
solteronas de la región que se hacían
llamar niña fulana, niña mengana o niña
sutana, cuando de virgen ya no tenían
ni el rostro, o jugaban treintaiuno o
casino en las esquinas, entre el migajero
de pan, bultos de hojas de nacatamales
y pringaduras de café y unos que otros
restos de tazas y platitos de loza y vasos
desechables; más una veitena de señoras,
rezadoras de peso, que seguían como en
una letanía sin fin, masticando el rosario;
fueron sorprendidos por una serie de
sacudidas y temblores continuos que le
cogieron al cuerpo de la gordita, seguido
de un concierto de graves ronquidos y
éstos de una ráfaga de estornudos —tan
violentos y vitales, que apagaron desde
el primer momento las veladoras que ya-
cían indiferentes a todo, parpadeando
nerviosas frente a sus pies, mientras sus


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algodones que salieron disparados se le
estrellaban en el pecho a una de las reza-
doras más entusiastas; poco tiempo des-
pués de que ella se incorporara con una
agilidad insospechada hasta quedar senta-
da, pero un tanto aturdida y desplegan-
do una mirada de incredulidad sin fon-
do, antes de exclamar con el terror y La
angustia de un torturado, o acaso con el
indignado apremio de un perseguido po-
lítico (que atraviesa los tejados más que
corriendo, volando) o tal vez con el últi-
mo resorte de esperanza de un náufrago
que sabe que habrá de hundirse sin reme-
dio con la conciencia plena de su muerte,
pero siempre con esa fortaleza de mujer
grande y con todo el ancho y la fuerza
de sus pulmones:

—Qué putas les pasa, pendejos". . .


ante el asombro y el espanto de las atri-
buladas mujeres que sin detenerse a pen-
sarlo y con el habla extraviada, bajaron
las escaleras, presas de pánico, seguidas
del resto de curiosos que se apiñaban in-
crédulos como una jauría de perros ham-
brientos, algunos do los cuales saltaron
directamente a la piscina; mientras La
Turca que tampoco lograba afianzarse
de lleno a la realidad de los aconteci-

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mientos, trataba de incorporarse sobre
aquella mesa (repleta de rosas, crisan-
temos, jazmines, margaritas, huele de no-
che, magnolias, lirios, violetas, geranios,
gengibre rojo, arcadias y hasta orquídeas
blancas, colocadas a su alrededor) que a
la hora de la verdad no resistió con ella
más de treinta segundos, una vez que es-
tuvo de pie.

Algunas de las señoras que camina-


ban presurosas, recitando oraciones y
conjuros, contra espantos y aparecidos;
la mayoría de los sirvientes amedrenta-
dos por la repentina estampida; y los
últimos curiosos que aún no reparaban
en los magullones, los moretes en la cara
y los aruñones dispersos en el resto del
cuerpo, así como diez hombres com-
pletamente mojados recién salidos de
la piscina, que juntos gritaban como
locos, esparciendo el eco de sus voces en
la sordera de la noche:" resucitó la muer-
ta, resucitó la gorda, cabrones", (como
si tratara de un bando municipal efectua-
do en coro), escucharon el crujir de la
mesa, y posteriormente, una rápida se-
cuencia de estruendos, tan fuertes como
el estallido de una gasolinera, que hicie-
ron que el pueblo se estremeciera como

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nunca se había estremecido, como un
viejo con baile de San Vito, y que todo
el mundo despertara de su sueño reciente
y acudieran, las mujeres en camisón, con
sus pechos sueltos; y los hombres en cal-
zoncillos o medio envueltos en sus cobi-
jas, con las pirinolas al aire, al sitio de la
catástrofe.

Sin embargo, no fue sino hasta la


mañana siguiente, como a eso de las diez,
cuando la espesa nube de polvo que cu-
bría como un vaho silencioso todo el
pueblo se acabó de asentar, que los pri-
meros curiosos nos fuimos acercando,
con cautela, al sitio donde unas horas
atrás había estado el mejor edificio de
Talanga y de cuya construcción queda-
ban únicamente los escombros y la grue-
sa capa de polvo.

Durante dos semanas se trabajó


por orden del alcalde en las ruinas del
gran Hotel Talanga. Primero procurando
poner todo en su lugar y después escar-
bando, casi durante un mes más, tratan-
do de encontrar en las profundas entra-
ñas de la tierra, el cuerpo de La Turca.
A los cincuenta metros de profundidad,
se topó con un torrente de agua que im-
posibilitó la búsqueda; para entonces so-

lamente se habían encontrado, algunos


pedazos de tablas, restos de coronas,
espelma triturada y algunas tiras del ves-
tido de novia, un par de zapatos maltre-
chos de Zacatón y los girones de uno de
los trajecitos cuadriculados de los ena-
nos, así como la tapadera del bote donde
estaban conservados en formol, los asun-
tos íntimos de Zacatón.
Alguien dijo entonces que lo más
probable es que La Turca como era tan
pesada se debió haber hundido tanto que
terminó atravesando la tierra y segu-
ramente los restos de su cadáver habrán
de estar en algún país asiático. Cierto
es que por esos días, se supo la noticia
de, que al sur de la India, un equipo de
paleontólogos ingleses se había tropeza-
do con unos huesos humanos que de
acuerdo con los resultados de las prime-
ras investigaciones eran de una antigüe-
dad que oscilaba entre los doce y los
quince mil años.


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