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pecas por todas partes, motivo por el
cual algunos de los soldados contras, en
secreto, lo llamaban "mínimo maduro".
Cuando se enteró del propósito de los
emisarios de la Turca, se mostró muy
interesado, pues los honorarios que ofre-
cían por el placentero trabajo, no sólo
eran superiores a su sueldo sino que
tenía la posibilidad de pasarse la vida,
complaciendo los apetitos sexuales de
una gorda glotona y simpática, en vez de
estar asesorando unos soldados sin por-
venir ni espíritu de lucha que no hacían
más que armar escándalos y líos entre la;
población campesina de un lado y otro
de la frontera. Los eunucos, sin embargó-
le cortaron sus aspiraciones en seco; por-j
que no les convenía para nada ir a soca-
var la buena reputación de la Turca, con
la fama de energúmeno que tenía el
tipo. Pues, con cierta frecuencia le daban
unas crisis nerviosas que lo volvían dema-
siado agresivo. i
En la costa norte, recorrieron los
muelles, las playas, los barcos con bande-
ra extranjera, los barcos cargueros del
puerto, los barcos pesqueros, las goletas
los cayucos; y más tarde los morenales y
los campos bananeros y, cuando ya no
les quedó sitio alguno por buscar en
tierra firme, contrataron una cuadrilla
de nadadores, quienes buscaron día y
noche durante una semana completa,
tratando de encontrar, por lo menos un
náufrago o algún sireno casual, explica-
ron a los curiosos, presos del descon-
suelo, en más de una ocasión.
Sin embargo, veinticinco semanas
después, ya cuando habían perdido no
solo la esperanza la calma, sino que el
pelo y como si no bastara con eso, ha-
bían comenzado a padecer toda clase
de enfermedades raras en manos y
brazos; no se sabe bajo qué acuerdos,
la comisión de selección, contrató en
Comayagua, (la otrora capital del país
y capital de provincia durante la co-
lonia española y actualmente sede de
una base norteamericana) un marine de
un metro noventa y ocho centímetros
de estatura y de una envidiable corpu-
lencia de boxeador de peso completo,
como dijeron algunos, o de gladiador
romano, como dijeron otros; escogido
entre más de siete mil soldados gringos.
Jack, como decía llamarse el marine,
pesaba 106 kilos y era originario de
Dakota del Sur. Se supo que había parti-
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cipado un año atrás en la invasión de
Grenada, a raíz de lo cual se le confirió
el grado de cabo. Era un tipo inexpresivo,
de un blanco poco frecuente, llamaba la
atención en él un nudito de pecas en la
frente y otro en el mentón. Tenía está-
tica y breve la mirada, las cejas, de un
anaranjado encendido, le raleaban en
medio y los ojos, extremadamente chiquitos, eran redondos, como mables,
y de color azul de cielo nublado. A pesar
de su elevación y su corpulencia, no irra-
diaba temor, sino una sensación muy
rara de encontrarse uno ante un buey
desesperadamente manso.
Un sábado lograron llevarlo hasta.
Talanga, casi clandestinamente con la
promesa de hacerlo retornar al día si-
guiente, bajo estrictas medidas de dis-
creción. El único temor del que no pu-
dieron librarse, porque no había cómo,;
fue de la posibilidad, nada remota, de
que el marine fuera un portador del
virus del Sida, pero prefirieron correr
el riesgo, pues era preferible que la Señor
muriera del gusto y no de amargura y
desconsuelo en la vejez por no conseguir
como todo el mundo lo hace. Por eso
cuando los vio llegar se puso que no
cabía en sí misma. Tan feliz estaba que
como a eso de las siete de la noche dejó
el negocio en manos de sus sirvientes, a
quienes les dio las instrucciones a la ca-
rrera, mientras ordenaba a gritos y sin
ocultar para nada la dicha y el desasosie-
go que le subieran el marineíto a su recá-
mara El paraíso.
Media hora después, entre el mur-
mullo de su clientela más indiscreta y
las sonrisas cómplices de los jugadores
de billar, alcanzó el tercer piso, subien-
do a pasitos cortos y haciendo estaciones
cada cinco peldaños, para que no se le
fuera a estallar el corazón por el esfuer-
zo y la ansiedad.
Su despistado amante casual se en-
contraba en calzoncillos, viendo en la
televisión nacional un programa de mú-
sica en inglés, cuando ella apareció su-
mergida en una bata transparente e irra-
diando un perfume de noble presencia
y especial para obesos, como se leía en
la etiqueta, y ardiendo en deseo. Un
deseo que le hervía en el cuerpo como
un encendido oleaje interior. Desde la
puerta observó, impaciente, el reguero
de pecas esparcido como estrellas o más
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bien como agujeros negros, en la espalda
de mármol blanquiamarillento de aquel
hermoso marine. Si así es la retaguardia
como no será el frente de combate, se
dijo, en el preciso instante en que se lan-
zó al ataque. El desprevenido marine no
tuvo más remedio que abandonarse y su-
cumbir sin resistencia (como un vigía
sorprendido por dormilón) bajo el tor-
bellino de pasión, derramado a borbo-
tones con la fuerza de una tromba ma-
rina, por aquella ballena de tierra firme
que lo condujo en brazos, resollando
como una tempestad, hasta su enorme
cama, de tres metros por lado, equipada
con un sistema de amortiguación, idea-
do por un ingeniero mecánico, especia-
lista en hidráulica.
Como a eso de las diez de la noche
(cuentan las gentes del barrio) ocurrió
la desgracia, si es que se le puede llamar
desgracia. La Turca en su urgencia por
obtener de aquel frondoso marine, un
inesperado goce de impredecibles propor-
ciones (que le hiciera temblar la carne
y el espíritu con el desenfreno y el
estruendo que solamente había logrado
con Ramiro Varecuete, aquella madru-
gada, viva y fresca en su memoria y re-
cordada como el momento más feliz de
gu vida, a pesar de la humillación y el
escándalo armado por las beatas y el
cura de San Andrés); no reparó en nin-
gún momento en las diminutas porpor-
ciones de esa águila que ella suponía
inmensa y agresiva; capaz de hurgarle
lo más hondo de sus desesperados y hu-
meantes callejones de la dicha y el retozo,
como un ejército imperial. Desafortuna-
damente, como lo expresara semanas
más tarde, ya recuperada un poco del
susto, el pobre marine se había ido en
vicio. Estaba peor que esas matas de
maíz que crecen increíblemente pero,
contrario a lo que se espera de ellas, pro-
ducen unas mazorquitas tan, pero tan
chiquititas que no dan ni lástima. Fue
por esa razón que casi dos horas des-
pués de haberse enfrascado en una bata-
lla sin tregua, el cabo norteamericano,
convencido ya de que, su yatagán de
corto alcance, no podría encontrar la
entrada de aquel montículo, cada vez
más difícil de escalar, debido a las lon-
jas que se derramaban como enormes
aludes de las montañas del norte de su
país, más el sudor, que con cada nuevo
oleaje se volvía más intenso y pegajoso,
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más su desesperación de combatiente
poco experto en estas lides tropicales
de ardor y desenfreno, más el agota-
miento en que había caído de tanto
impulsar aquellas faldas de grasa en
ebullición erótica, por lo menos, hasta
la altura del ombligo para despejar la
entrada de la callejuela de débil y difícil
angostura, más la excitación creciente
de su desplumada e inexperta aguilita,
al roce con los muslos de su ballena
jadeante y náufraga en aquel mar de
vapores, gemidos, resuellos y sábanas,
en un acto de desesperación suprema,
como quien hace un último llamado
de auxilio, logró , decir en un español
enrarecido que de todas maneras la
Turca tradujo para sí: "tírate un pedo
aunque sea, para orientarme, gordita".
Y ella que se encontraba a punto de
estallar con la furia de una caldera in-
fernal, halló la ocasión propicia de que
por fin este marine de mierda que solo
es la pinta, encuentre el modo de com-
placerme, jodido. . . y se lo tiró. Pero
lo soltó tan fuerte que el cabito norte-
americano saljó disparado por la ventana
con una violencia tal como si lo hubiera
alcanzado un bazucazo igual al que se
despachara a Tacho Somoza años atrás.
En el trayecto dio contra una araña de
cristal, pendiente del techo de la recá-
mara, la que después de tambalearse
como una bailarina aerodinámica que ha
perdido el equilibrio, se desgajó entera
sobre el piso donde quedó pulverizada,
produciendo una débil nubecilla de
polvo que se entremezcló con el aire
recalentado y el sudor humeante de la
malograda pareja.
Para fortuna de la Turca, de sus
amigos y del pueblo, el cabo cayó en la
piscina del hotel, de donde lo sacaron
entre varios hombres ayudándose con
un lazo; después se apresuraron a decir
que se trataba de un ladrón sorprendido
mientras procuraba introducirse en la re-
cámara de la Seño. Esa misma noche, en
medio de la sorpresa y la incertidumbre
de todos los testigos casuales, el cuerpo
sin vida del marine fue conducido a
San Pedro Sula, donde lo encontraron
muerto, (después de una búsqueda in-
tensa y desesperada) tres días más tarde
en las cañeras de Villa Nueva, completa-
mente inflamado, apestoso y con los
ojos desprendidos por los zopilotes, con
un agujero en la nuca, una fractura en la
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espalda (que el forense sostuvo que
había sido hecha con un bate de base
hall) y una estaca en el aniversario. El
Ejército y el Gobierno hondureños ante
las protestas aireadas del embajador nor-
teamericano y del jefe de la base de Pal-
merola, Comayagua, decretaron tres días
de duelo, dolor y angustia y prometieron
hacer una investigación exhaustiva hasta
dar con el paradero de los hechores de
tan abominable asesinato, perpetuado en
contra de un ilustre ciudadano de un
país amigo y aliado de nuestra nación
y defensor de nuestra soberanía, tal lo
expresado en un comunicado de prensa.
Los diarios nacionales, por su parte, a
grandes titulares exigían para los hecho-
res de tan detestable fechoría, aplicarles
todo el peso de la ley, o, de ser posible,
comentaron algunos, el sobrepeso de la
ley como es corriente en estos casos.
Fue en un hospital de la Ceiba, ciu-
dad natal del poeta Nelson Merren donde
encontraron, por fin, al hombre mejor
dotado de todo el país y se sospecha que
del universo entero. Se trataba de un fla-
co que se elevaba dos metros con nueve
centímetros sobre el nivel del mar, apo-
dado Zacatón y de oficio laboratorista.
Su nombre completo era Remberto
Santos Castro, motivo por el cual lo
apodaban también, Resaca. De lejos
tenía el desolado aspecto de un náufrago
errante que ha perdido la gracia del mar
o acaso el de un desertor arrepentido.
De cerca, incluso, causaba la deplorable
impresión de encontrarse uno frente a un
refugiado de guerra. Sin embargo, él, ase-
guraba, con un aire de mentiroso empeder-
nido, tener veintitrés años y no cuarenta
como lo delataban sus arrugas de la fren-
te, sus ojeras de náufrago, sus decenas
de hoyuelos, recuerdo de los barros y
espinillas de la adolescencia, que le po-
blaban el rostro, y las incontables canas,
no solo de su rala cabellera de cura
hecho a la antigua, sino las de su bigote
oriental y su barba de cabro viejo. Sos-
tenía, además, ser oriundo de Olanchito
y haberse creado en la Piñera, donde
entabló amistad con el poeta obrero
como lo llamaban los del sindicato de
la Standard a José Adán Castelar, quien
se ganaba la vida, no escribiendo como
sería dable pensar, sino poniendo inyec-
ciones y atendiendo partos de emergen-
cia como un enfermero cualquiera. Por
otra parte, Zacatón tenía un aire, lejano
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pero cierto, de estar siempre cansado
(era algo así como una especie de agota-
miento marino, el cual se le fue quitan-
do con el tiempo. Parece que los vientos y
las condiciones del interior le culminaran
cayendo bien a su cuerpo enclenque y a
su tímido espíritu, el cual contrastaba
con el de las gentes de la zona de don-
de era originario), la mirada dormi-
da, los ojos redondos y enormes, como
de rana de invierno, y la vista corta; aun-
que el resto de los miembros y órganos
de su cuerpo, eran todos de largo alcan-
ce, especialmente, su desplumado paja-
rraco de juegos prohibidos, cuyas medi-
das, oscilaban entre cuarenta y nueve y
cincuenta y tres centímetros, dependien-
do de la hora, la época del año (si era
invierno o primavera mejor), el nivel de
la excitación y la cantidad de sangre acu-
mulada a la hora del placer en el lugar
de los hechos, para mantener la fiera en
acoso.
A los eunucos no se les ocurrió otra
cosa que ponerle El Angelote, porque
después de media hora de deliberación
llegaron a la sabia conclusión de que Za-
catón tenía un aspecto de desastre anun-
ciado, de abandono, como el de un rey-
cute, sin mando. Sin embargo, y después
de pensarlo muy poco, decidieron llevár-
selo a su desconsolada e insatisfecha
patrona.
Guando la Turca los vio llegar nue-
ve semanas después del incidente del
marine, cuya muerte había desencadena-
do una ola de represión contra los sindi-
catos acusados de pertenecer a la izquier-
da y obedecer consignas del comunismo
internacional, ella no sólo había perdido
las esperanzas de que le encontraran,
aunque fuera mandado a hacer, un digno
ejemplar para sus requerimientos, sino
que al verlos asomar con el Angelote,
quien se sostenía de los hombros de sus
emisarios, se sintió morir porque un tor-
bellino de decepción se le apelotonó en
el pecho, junto a un alud de desaliento
y a una especie de desgarradura interior,
provocada por el lejano recuerdo de
Varecuete zozobrando sobre sus turbu-
lentas grasas del desenfreno. Zacatón,
arqueado como una caña agredida por el
viento, no se enteró de ese vértigo de
incertidumbre que invadía en aquel ins-
tante histórico, a quien, sería luego, la
única mujer en todo el universo capaz de
resistir su descomunal escopeta.
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Horas más tarde, ya repuesta de la
desolada impresión que le causara su
potencial amante; mandó que lo exami-
nara un médico de la capital quien le
escribió en una nota confidencial, y con
aire de satisfacción solidaria, que todo en
Zacatón era normal, excepto su promi-
nente espada de gladiador erótico, la
cual recomendaba de manera muy espe-
cial y se alegraba por ella, Al final, en
un P,D. le deseaba buen provecho.
Esa misma semana, para evitar el
escándalo de sus resoplidos tan potentes
como el pito de una locomotora o como
el de un barco carguero, mandó a acon-
dicionar su recámara. Fue así como a su
reformador se le ocurrió hacer los venta-
nales, todos de vidrio. Con esto se evita-
rá que la ruidamenta se escape a la calle
y provoque pánico e insomnio entre los
vecinos, sentenció. Pero el asunto no dio
resultado alguno, porque en la primera
noche todos los vidrios fueron pulveri-
zados por una ráfaga uterina de largo
alcance. El problema solo pudo resolver-
se cuando un tipo, traído quién sabe de
dónde, dirigió la instalación de un escape
gigante. El único inconveniente que re-
presentaba aquel nuevo invento, es que
ella debía siempre hacer el amor en la
misma dirección, de manera que al des-
plazarse las ondas con la potencia de un
proyectil interoceánico, dieran de lleno
en el reductor de sonido, como dijo el
inventor que se llamaba el aparato, que
tenía la forma de un caracol inmenso,
donde iban progresivamente, perdiendo
fuerza, hasta salir por un orificio colo-
cado en la terraza del hotel, con la forma
de una chimenea común y corriente. Un
sonido bajo y de frágiles vibraciones y
difícil identificación, agredía la vecindad.
Esa misma noche, a la luz, entre
tímida y nerviosa, de una lámpara de
noche; La Turca todavía temerosa de
que aquel nuevo invento fuera a fallar,
como hiciera con los cipotes en otras
épocas hermosas y poco complicadas
hasta la madrugada de su expulsión,
desnudó a Zacatón más que mirándolo
imaginándolo, porque prefería recrearla
en el pensamiento más de acuerdo con
sus deseos que con la realidad, con lenti-
tud, mientras le besaba el cuello, la es-
palda y sus descarnados glúteos de caba-
llo viejo con sus labios de medusa;
hasta que lo dejó en cueros, leve y
frágil, en la penumbra de su recámara,
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con la suave luz de la lámpara de noche
que proyectaba la sombra de sus cuerpos
(tan vasta la de ella que no cabía en el
cuarto, tan larga la de él que se* enredaba
en el techo; juntos formaban un diez
gigante.). Cuando lo tuvo desnudo y
reparó por un breve instante en su cuer-
po de desahuciado, sintió que una ráfaga
muy fina de decepción y angustia le
recorría el espinazo; pero en vez de
amilanarse lo sumergió en su carne con
violencia. Zacatón creyó que moriría
de asfixia; sin embargo, ella pareció darse
cuenta, a tiempo, y se lo desprendió con
la delicadeza y la ternura con que se chi-
nea o conduce a un niño dormido, a
tiempo que sus labios de medusa en
ayunas y sus manos se entregaban al
desenfreno sin tregua ni distancia. Sus
dedos buscaron algo más allá del ombligo
de su alargado amante y mientras lo
besaba con un ardor sostenido y suspira-
ba con la intensidad que provocan las
olas al anochecer cuando comienza a
subir la marea, tropezó con dos esferitas
flaccidas que le produjeron un instante
de vértigo; pero no perdió el aplomo,
siguió palpando, fue entonces cuando
su mano comenzó a recorrer, algo así
como una especie de víbora en descanso
que en ese momento se parecía más al
moco de un jolote. Con aquella nueva
impresión volvió a recobrar el aliento y
volvió a inventarlo sin verlo (y no por-
que las sombras amontonadas en la inde-
cisa o más bien, dudosa penumbra, le
opacaran su mirada de monumental po-
tranca sin retozo), sino porque ella adrede
había cerrado los ojos, para imaginar-
lo, para inventarlo más que verlo, para
hacerlo a su gusto, como a ella le resulta-
ba más auténtico y portentoso para sus
deseos aunque menos real, tan irreal co-
mo la idea de un príncipe azul que
aprendiera en los cuentos de hadas que
le contaba su abuelo muchos años atrás,
tan irreal que mientras las ropas de Zaca-
tón se doblaban sobre sí como las aguas
de una cascada imaginaria, y ella lo ha-
cía levantar las larguísimas piernas de
garza de fango como quien le extiende
el dedo a un loro y le pide con miedo y
cariño: "la pata lorito, hurra, lorito", lo
vio angelical y fuerte digno de mí como
debe ser cualquier hombre bien dotado,
Y como era lógico la idea mejor hecha
que tenía ella sobre lo que debe ser un
hombre con todas las de la ley a la hora
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de la verdad, era la de Varecuete, sola-
mente que Zacatón ahora en su imagina-
ción aparecía más firme de carnes, más
apuesto de figura, más atractivo del ros-
tro, más vivaracho de ojos y con el as-
pecto de un hombre maduro que su le-
jano y casual amante, más logrado y
por supuesto, muy distinto, del Zaca-
tón real que ella inventaba y volvía a
reinventar para sí mientras lo besaba
en el ceniciento cuello de marinero
errante y le apretujaba sus descarnados
glúteos de caballo viejo o le mordisquea-
ba sus labios y su enorme mandíbula de
barco egipcio, con una paciencia que no
supo de donde le nacía, pero que de to-
dos modos consideró prudente, dado el
último chasco sufrido con el marine. Por
eso mientras se desgajaba lentísima reco-
rriendo aquella reseca piel, tosca como
la piel de un buey, como el cascajo de las
rocas en verano, hasta quedar de rodillas
como una beata frente al altar del Jesús
crucificado, en cambio él, su Zacatón,
permanecía inmóvil leve y frágil en la
penumbra, borroso y vertical en aquel
enredo de sombras, como un vulgar
poste de la electricidad, inmóvil, como la
borrosa sombra de un fantasma en pena,
como un recuerdo, clavado al borde de la
cama, con la mirada fija en el escape,
pensando en su madre, en sus días de in-
fancia en Olanchito, en los clavados que
se hacían en las pozas del río, en el apo-
do que le dieran sus compañeros de
escuela al descubrir su inmenso miembro
poco común, evocando los consejos
de su madre: "no vayas nunca a co-
meter una barbaridad con semejante cosa
que tenes, y pensando en la primera mu-
jer que decidió condescender a sus pro-
posiciones, a pesar de las advertencias
que le hicieran sus compañeras y él mis-
mo, la cual estuvo a punto de morir,
de no haber sido por la rápida atención
que le brindaron los cirujanos del hospi-
tal Atlántida. A partir de ese incidente
no tuvo más remedio que resignarse a
vivir sin mujer y a autocomplacerse. Tal
vez por ello cuando sintió la ardiente hu-
medad de la lengua de su descomunal
amante y los primeros mordiscos dados
con una ternura sin límite, en su adormi-
lados testículos (que a ella le parecieron
ciruelas pasas) la sangre se le precipitó de
golpe y su pájaro de fuego comenzó a
crecer, ante el asombro y la felicidad de
la Turca que adquirió una agilidad nunca
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antes vista y poco probable. Su lengua
iba y venía, recorriendo de principio a
fin, aquella serpiente, ave del paraíso,
reptil del amor, cañón de la felicidad,
estaca del milpero, proyectil de los insa-
tisfechos, nombres que le fue dando
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