Jorge Luis Oviedo La Turca



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conforme se le iban ocurriendo, y que
fue murmurando en susurros ahogados,
como si se tratara de una letanía sin
final, mientras mordisqueaba con gozo y
desenfado y lamía la inmensidad des-
pierta, ardiente, aquella carne inflamada
y dura como una roca, aquella erupción
con la delicadeza y placer con que se
lame un helado o se saborea la semilla
de un mango. ¡Oh Dios! exclamaba con
un quebrado y sordo quejido de pasión,
y se colocaba la serpiente entre sus chi-
ches invernales o se la dejaba ir, hasta lo
más hondo de su ser y se aferraba de
ella como del mástil de una carabela,
¡ohhh, gemía como un gigante herido,
como un toro moribundo cuando lo
atraviesa la espada del torero y siente
que se le escapa la vida en el torrente de
sangre que explota luminosa y ardiente,
chispeante, como un volcán en erupción.
Y suspiraba hondo, más hondo que el
océano pacífico y subía, bajaba, iba,

venía, mordisqueando, lamiendo, chu-


pando, olfateando, dándose toda con su
vastedad.

Oh. . Oh... Oh.. . Oh.. . dejó esca-


par ohes con una pasión sin tregua y fi-
nal, con una pasión sin origen, con una
pasión que tenía el rostro mismo de la
eternidad; sintió suspirar su vientre, rugir
como una pantera herida, bullir como
una percoladora, espumar como un barril
de cerveza, como una cacerola de dulce
hirviente, exhalar vahos, vapores de
ardorosa apetencia, entre gemidos y ex-
clamaciones que se le ahogaban antes de
nacer en el interior mismo de su pensa-
miento que se le quedó de pronto em-
pantanado en el aura más alta del rego-
deo, atrapada en los torrentes sin nom-
bre del mahisajaneo, en los torbellinos
sin origen del placer; hasta desprenderse
de improviso de la humedecida espada,
para arrastrar a Zacatón hasta su cama
para que le oradara sus remojadas y
humeantes entrañas, porque no soporto
un segundo massss, jodiiidddo. Y fue
en ese preciso instante, en que ella había
creído alcanzar la gloria por vez segunda,
cuando se enteró, sin proponérselo, que
su alargado amante estaba flaccido, des-


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madejado, suelto de sí mismo, desmiga-
jado como un catre flojo, desparramado,
derrumbado como un caserón antiguo,
doblado sobre sus enormes espaldas de
portaviones sin mar, como una mata de
huerta que ha sido arrasada por los hura-
canados vientos de septiembre, venidos
del norte; ausente de sí mismo; pero to-
davía caliente. Sin embargo, no reparó
en nada, ni en el calor del cuerpo, ni en
las palpitaciones del corazón, en fin, en
ningún indicio de vida; sino que se le
apelotonaron, como un nudo imposible
de desbaratar, carretadas tras carretadas,
millares de ideas y una sola determina-
ción que me brotó simple y espontánea,
como una estrella fugaz en medio de la
noche: hacer con Zacatón exactamente
lo mismo que hicieron con el cadáver del
marineíto semanas atrás. Para fortuna
suya Zacatón volvió en sí antes de que
terminara de ponerse sus 17 libras de
trapos (para lo cual tenía que valerse de
un raro sistema ideado por el mismo
hombre que le confeccionó al gigantesco
silenciador, que le permitía no solamente
poder vestirse de pie, sino hacerlo en un
tiempo cuatro veces menor que el nor-
mal; y como debido a su obesidad jamás

había podido verse ni los pies ni mucho


menos sus partes íntimas directamente,
ni había encontrado manera alguna de
poder rascarse más allá de la rótula. A
un hojalatero ingenioso se le ocurrió la
feliz idea de confeccionarle una calzado-
ra de la altura de un báculo, lo mismo
que un juego de rascadores, a partir de lo
cual pudo vestirse, desvestirse y rascarse
sin la ayuda de nadie y hacer todas sus
otras necesidades como un ser humano
normal), y salir en busca de sus discretos
eunucos con un inmenso nudo que se
me atragantaba en la garganta, ya no
como la deliciosa espada de su desfa-
lleciente amante, sino como un enredo
de trapos viejos, algodones de muerto y
pelos de barbería que me provocaban
un hilo finísimo y ardiente de nostalgia
interior que me producía, a su vez, tem-
blores en la carne; porque se iba a quedar
nuevamente con el deseo de que aquella
gigantesca víbora sin ojos, ni colmillos
venenosos, de que aquella alargada man-
zana prohibida (en este caso: banana
prohibida), se anidara en sus callejones
de débil angostura, en su vientre insatis-
fecho, en su canal interoceánico, en su
cráter del Vesubio, en su cañón del Colo-


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rado, en su mina del retozo, hasta hacer-
la delirar, como potro sin freno, y hacer-
la vomitar esos borbollones de aire inte-
rior comprimidos en su vientre y expul-
sados con más estruendo que el de los
cañones de los conquistadores españoles
cuando llegaron, quinientos años atrás,
a estas remotas tierras de indias e indios
—que no aparecían en los mapas de la
época ni en los viajes de Marco Polo ni
en los cuentos de hadas ni en las historias
inventadas sobre el continente sumergido
ni en los laboratorios de los alquimistas
del medioevo ni en las hazañas de los
caballeros andantes— sin más espíritu
de aventura que el de lograr salir vivos a
como diera lugar de semejante enredo
sin nombre; con más estruendo que el
arcabuzaso que le reventara el pecho al
cacique Lempira, con más jaleo que la
descarga de fusilería que le quitó la vida
a Chico Morazán un 15 de septiembre
en San José, Costa Rica, con más furia
que el golpeteo del oleaje en los acanti-
lados; haciendo que sus carnes se movie-
ran como el tempestuoso mar Caribe en
las costas de la Mosquitia, y de donde
sus atribulados amantes, en un vértigo
de incertidumbre y en un atolondra-

miento sin madre, abandonados por com-


pleto a su desgracia como náufragos en
alta mar, y sin aliento y con la voz par-
tida en cien mil quejidos, culminan ex-
clamando, como Colón cinco siglos
atrás: "Gracias a Dios que hemos salido
de estas honduras".

—Techumbres de la abundancia corregía


ella, con un humor reservado.

Zacatón le narró entonces su pro-


blema con la misma simpleza con que se
lo contaba a sus amigos de La barra allá
en La Ceiba. La turca no supo entonces
si reír o llorar. Le causaba risa eso de
que su querido Zacatón, por tener tan
desarrollado el miembro, culminara des-
mayándose cuando estaba en lo mejor
del asunto, porque toda la sangre de su
cuerpo, tendía a juntarse en el sitio del
placer. Eso da risa, pensó. ¡Y si no tiene
remedio que irá a ser de mí, Dios mío!
Y esto último no le provocaba ninguna
gracia sino una sensación, muy profunda,
de abandono y desventura.

Tres días después, sin embargo, ha-


bría de sentirse como el resucitado. Y
de verdad que sí; porque a partir del
insatisfecho desenlace se encontraba al
borde del suicidio. Por vez primera, su


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indomable espíritu, capaz de resistir
las peores embestidas de la vida, esta-
ba deshecho como un terrón de azúcar
al dejarlo caer sobre el humeante café de
palo que ella bebía puntual todos los
días a las tres de la tarde. Pero Zacatón
retornó de donde su médico, con el ros-
tro radiante y los ojos felices, y con una
nota, en la cual el doctor, al final, vol-
vía a desearle buen provecho; pues el
problema se resolvía con el simple hecho
de aplicarle a su amante dos pintas de
sangre, cada quince días y dos platos de
sopa de hombre, todas las tardes.

Así fue como comenzó el retozo.


Se encerraron un martes, temprano, e
hicieron el amor durante catorce días,
sin parar. En todo ese tiempo no le vie-
ron la anaranjada redondez al sol ni el pá-
lido rostro de gringuita sin pecas a la luna
ni distinguieron entre noches y amane-
ceres, y su único contacto con el resto
de la humanidad, fueron las comidas
que sus sirvientes les pasaban puntual
cuatro veces por día y dos veces por
noche. Hicieron el amor, con todavía
más desenfreno y lujuria que las miles de
parejas del siglo pasado, quienes, presas
del pánico, por los rumores de que el

mundo estaba llegando a su fin, fornica-


ban sin parar días enteros, con la indis-
creta intención de gozar los últimos días
de la vida como Dios manda, jodido;
aunque sea haciendo curringo como dijo
Serafín Castro Armijo, el día en que
la guardia civil, después de una sema-
na de fornicación sin tregua, lo metió al
bote, acusado de haberse robado una me-
nor de edad, la cual de acuerdo con la
versión paterna, había sido seducida,
por medio de malas artes, entre las que
se señalaban unos brebajes compuestos
con polvos de mapachín, un indiscreto
animalito que vive eternamente con sus
asuntos non sanctos, preparados para
el combate cuerpo a cuerpo; tal como
le quedaran a Serafín, todavía tres días
después de estar encarcelado; y tal
como le quedó la bazuca a Zacatón,
para sorpresa suya, de la Turca y de los
médicos, quienes al verse entre aquella
espada y la pared y luego de comprender
su ignorancia, rotunda como un cero,
ante un caso nunca antes experimentado,
se vieron en la penosa necesidad de
recomendarle a la Seño, muy discreta-
mente eso sí, que consultara con Nicho
Martínez, un viejito de 94 años de edad

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que se ufanaba de haber tenido trescien-
tos nueve hijos y de haber pasado por;
las armas a todas las empleadas domésti-
cas de Cantarranas, Talanga, Campamen-
to, Lima Vieja, y Bajo Aguan en estos
dos últimos sitios durante el tiempo que
vivió en la costa norte adonde llegara su
padre, a principios de siglo atraído, co-,
mo tantos hombres del interior, por la
fiebre del oro verde y de donde retornó
convertido en yerbero y dando recetas
para todo tipo de males y,fundamental-
mente, para los de amor; y de quien se
sabía había hecho que a Serafín Castro
Armijo le bajara la parazón y le vol-
vieran todos sus asuntos a la normalidad.
Zacatón después de haber sido
mantenido de pie con los brazos exten-
didos, auxiliado por los eunucos, en la
terraza del hotel, durante cuatro horas
consecutivas para que recibiera todo el
sol matutino, fue sentado en la misma
tina donde la Turca se lavaba sus posa-
deras, y en la cual previamente se echa-
ron 30 huevos de gallina prieta, 15 de
gallina blanca, 21 de gallinas guinea, 50
de paloma de castilla, 23 de pato, 29 de
jolote, 17 de ganso, 43 de iguana y una
docena de huevos de tortuga de mar;

así como siete crestas de gallo, 4 huevos


de toro, 2 de caballo, 8 de cabro virgen,
seis de burro y ocho cabezas de ajos sin
machucar, tres litros de leche de cabra,
un tambo de suero de leche de vaca,
una paila de rocío, quince cocos de agua,
25 semillas de cacao, 18 cucharadas de
sal de cocina y 25 botellas de agua de
tinaja. A los trece minutos exactos aque-
lla revoltura sin madre hizo efecto. Za-
catón, inmerso en un torbellino de in-
credulidad, soportó ante los asombrados
ojos de su descomunal amante y la ser-
vidumbre del hotel y la burlona sonrisa
de su médico brujo, la mayor pedorrera
de su vida, con lo cual hizo que todo
aquello entrara en una especie de ebulli-
ción, en un burbujeo de sonora extrava-
gancia, mientras observaba, con una son-
risa cierta y casual y con una satisfacción
inconfesable y con una cara de imbécil,
cómo su inmensa daga, su espada del
amor volvía a la normalidad.

Cuando después de la improvisada


luna de miel que estuvo a punto de cul-
minar en tragedia, La Turca le propuso
matrimonio al hombre de sus sueños
(más exactamente de sus insomnios),
éste no necesitó pensarlo. En realidad


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era lo mejor que podía ocurrirle. Y si
antes había masticado, en su cabeza
poco dada a la reflexión, algo, es que
estaban hechos el uno para el otro. La
Turca para él, pues era la única mujer
aquí en la tierra y en el cielo, en esta
vida o la otra, capaz de soportar su pro-
minencia; y, a su vez, él el único ser hu-
mano, el único hombre en toda la gala-
xia dotado de un espíritu tan grande
como para complacer los apetitos eró-
ticos de la exigente y simpática gordita.
Por eso, cuando La Turca le dijo que si
le gustaría casarse, estuvo a punto de
soltar una de sus chillonas carcajadas,
muy parecidas a los relinchos de los
caballos; pero se contuvo con el recurso
de siempre: morderse la lengua. Porque
la oferta no le había parecido, sino una
semejante estupidez. Para qué diablos
querrá La Turca casarse conmigo. No
fue acaso para vivir haciéndole el amor
que me contrató, rumiaba en su mente.
Sin embargo no dudó un solo instante
en dar el sí. Después de todo ya no ten-
dría que pasar semiescondido para no
despertar sospechas entre la gente, que
de todas formas estaba al tanto de cada
detalle, pues desde la mañana en que

asomó, balanceándose como una mata


de huerta, las comadres comenzaron a
especular y los hombres a cruzarse son-
risas cómplices, que ella supo descifrar
y disimular con el necesario recato, para
no levantar tanta polvareda. De cualquier
forma, las autoridades locales, se hicie-
ron, como suele ocurrir en estos casos,
de la vista gorda, no tanto porque se
tratara de un flaco, sino porque se tra-
taba de la Gordita; a quien Talanga, a
esas alturas le debía mucho, debido a su
popularidad había aumentado el turismo
y con él las fuentes de empleo. Ahora el
pueblo tiene un hotel, sino decente, co-
mo especulan los deslenguados, por lo
menos, de categoría y buen caché. Y
esto es importante; además, un buen bar,
sin relajos de bolos mañosos, porque tie-
nen dos tipos bestiotas (agentes de la
DNI por si las moscas) que se encargan
de poner en orden a todo el que se pro-
pasa, con el agravante de que se le cie-
rran las puertas para siempre. Hasta los
borrachos se han civilizado últimamente;
y como dijo el alcalde: "cayetano es
buen muchacho y La Turca es una buena
muchacha. Para que espantarla si ella es
la que atrae". Y atrae, porque eso sí, has-


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ta función de baile con desnudo dan las:
muchachas (estrip tiz que le dicen en la
capí), los viernes y los sábados a la una
o dos de la mañana. Pero sin escándalo
claro está, porque la cosa es solamente
de ver y no tocar, sin propasarse, sin
manosear, porque las muchachas no son
objetos ni harina de pan blanco, sino que
esa es su manera de ganarse la vida; ense-
ñando, pues. Por eso les dicen las profes.
Porque cómo enseñan, jodido. Y no sola-
mente eso, porque ella fue la primera en
traer un televisor a color que lo ponían
en la ventana del billar para que los cipo-
tes pudiéramos ver al Chapulín Colorado
y las señoras la novela de las siete al no-
más salir de la misa de seis. Ahora solo
lo encienden al público cuando hay par-
tidos internacionales o cuando pasan los
eventos de belleza, para que los hombres
nos refresquemos un poco la vista viendo
el tremendo culalal. Esas venezolanas
que por Dios y la santísima virgen qué
traste se cargan. Y últimamente nos ha
traído el cine. Nuevamente con un pese-
bre uno mira dos películas como en los
cines de Tegucigalpa. Antes, en cambio,
había que conformarse con las películas
en blanco y negro que traían los de la

mejoral; mientras que ahora hasta pasan


cintas de hombres y mujeres en plena
pizzería (como le dicen los italianos a
la tortilla de harina) después de la fun-
ción de las profes en el videa que han
instalado en el bar. Por eso ya nadie
regresa de Tegucigalpa con el pecho
levantado y con aire de sabio, presu-
miendo de haber entrado al cine tal y
de haber bailado en la discoteca tal
y, en fin, papadas de esas que se les su-
ben a la cabeza a los que nunca han
salido y creen que todo se arregla con
presunción y soberbia. Comentó el
hermano de Celestino el Sacristán.

La boda fue un sábado (día pro-


picio para tales prácticas, según los teó-
ricos del matrimonio, de acuerdo con la
opinión del licenciado Bartolo Fuentes,
el hijo de doña Ticha, la de Serapio
Fuentes, más conocido como Bartolo,
el negro) y fue anunciada por todos los
periódicos nacionales. Reportajes que
precisaron suplementos especiales apare-
cieron en todos los diarios un día antes
de la boda, con fotos del hotel, de los
interiores de las habitaciones, del cine,
del salón de baile y una vista del pueblo
tomada desde la terraza del hotel; así


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como varias tomas de la iglesia (ya repe-
llada y pintada), y desde luego, fotos de
la Turca y Zacatón. En la más reciente
aparecían tomados de la mano (con una
cara de niños huérfanos y un aire de
ángeles deportados y con una sonrisa
inventada para la cámara). Habían otras
que servían para ilustrar la biografía de
ambos. En ninguna, de las fotos de Zaca-
tón, tenía el pose y la petulancia con que
caminan los oriundos de su pueblo natal;
según dijo un periodista, todo lo con-
trario, mostraba un aire muy cercano a
los niños de Biafra y a los camellos del
Sahara. En cambio, La Turca, aparecía
siempre lejanísima en las tomas, porque
los fotógrafos se veían obligados a reti-
rarse demasiado para hacerla caber en la
memoria de la película. En una de las
fotos estaba sólo de medio cuerpo. No
daba la impresión de ser una reputada
dama, sino un hipopótamo empantana-
do. El pie de foto, sin embargo, disipaba
las dudas al respecto. Ni la biografía de
Zacatón ni la de la Turca aportaron más
datos de los que ya harto conocíamos
nosotros. De Zacatón únicamente se
decía que era pariente lejano del novelis-
ta social Ramón Amaya Amador y que

su afición favorita era la lectura de libros


de aventura y poesía. Entre sus poetas
predilectos mencionaban a José Martí,
Rubén Darío y Amado Nervo, a quienes
recitaba muy a menudo en la terraza del
Hotel, ante la curiosa mirada de los cipo-
tes que llegaban a hacer los mandados de
la Seño. Ellos lo llamaban el pueta yore-
ño. A José Adán Castelar, lo terminó ne-
gando por la carga política de su poesía
pues a la primera oportunidad en que uno
de los sirvientes lo escuchó declamar con
pose de actor de veladas el poema Puño
y el poema La Huelga, le fue con el chis-
me a la Turca y esta ni corta ni perezosa
lo paró en treinta, diciéndole que esas
vainas eran consignas del comunismo in-
ternacional y que si esas cosas llegaban
a oídos de las autoridades le podían
cerrar el negocio. Zacatón optó entonces
por escribirlos a mano y repartírselos
a los cipotes, quienes, de cuando en
vez, los aparecían declamando en los
actos cívicos ante la sorpresa de los pro-
fesores y el escándalo de los padres de
familia y la incendiaria cólera del cura
Santos, quien llegó a asegurar "el diablo
nos está persiguiendo a los talangueños,
pero debemos ser fuertes - y recomendó

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rezar 10 ave marías más que las de cos-
tumbre. De la Turca, las reseñas bio-
gráficas se agotaban en el elogio, en la
adulación oportunista; y muy poco se
decía acerca de su deportación de San
Juan del Sur, al extremo de asegurarse
que todo había sido una patraña inven-
tada por gentes mal intencionadas inte-
resadas en dañar la buena reputación de
tan noble señora, concluía una de ellas.
A tan magno acontecimiento han
sido invitados—decía otro de los repor-
tajes—, el presidente de la República, el
jefe de las Fuerzas Armadas, y otra serie
de personalidades, entre las que se en-
cuentran en buen número de diputados
al Congreso Nacional, los Ministros, etc.,
quienes asistieron con el temor de que
les fuese a ocurrir lo que les pasó en la
boda de Raquel Alcántara, ocasión en la
que habían ido en tropel, la mayoría de
ellos; y resultó que el novio no apareció,
sino siete semanas después, diciendo que
a él no lo casaba nadie. Sin embargo, los
infundados temores desaparecieron tem-
prano, cuando se corrió, en voz baja, que
lo de la Turca era puro trámite, porque
Zacatón tenía ya, varios meses de ser su
consorte; y que además ella lo mantenía

escondido, semioculto en el hotel. No


salía más que a la terraza a tomar el sol y
recitar poemas de memoria ante la cipo-
tada que llegaba a oirlo todas las maña-
nas a la salida de la escuela.

El presidente de la República, el


jefe de las Fuerzas Armadas, el presiden-
te del Congreso Nacional, la ministra de
educación y el embajador norteamerica-
no, arribaron en un helicóptero.

Dos días antes, como en la boda de


Raquel Alcántara, el jefe de las Fuerzas
Armadas ordenó el desplazamiento de un
batallón, bajo el mando de un teniente
coronel, quien se tomó, en primera ins-
tancia, la iglesia y el parque central. Al
cura se le prohibió oficiar misa, porque
el templo sería decorado. Dos camiones,
hasta la pata de obreros, asomaron ese
mismo día en horas de la tarde, bajo la
dirección de un decorador español de
apellido Izquierdo; y de acuerdo con la
bomba que se corrió a grandes voces,
por todo el pueblo, militante activo de la
izquierda romántica.

La desvencijada iglesia tenía cerca


de doscientos años de no ser repellada y
el cura Santos, más de treinta de estar
peleando con las cucarachas y las arañas


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y las lagartijas y los sapos y las ranas
(durante el invierno) y con las ratas
y los alacranes y cienes de animalillos
más que incomodaban a sus feligreses
durante la misa; así como las golondri-
nas y las palomas que hacían sus nidos

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