Jorge Luis Oviedo La Turca



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en el campanario, donde Guayabito
Armijo, (uno de los acólitos que se subía
todas las tardes a robarse los huevos
o a cazar las indefensas palomitas, con
una honda hecha de guayabo y hule de
calzón de mujer; con cuya provisión
almorzaban diariamente en su casa),
encontró, en más de una ocasión, al cura
Santos, con la sotana en la nuca y los
calzoncillos de manta en los tobillos,
mostrando sus gruesos pelos de la espal-
da y su inmenso lunar rojo que le bajaba
desde la oreja derecha y le cubría casi
todo el lomo como una especie de mapa
mundi, haciendo el amor con alguna de
las beatas, quienes, casi siempre estaban,
con el vestido a la altura de sus flaccidas
ubres de madres prolíficas, y con la salla
y los calzones de poplín floreado, en las
rodillas y apolladas con ambas manos de
las gradas del campanario, lanzando unos
gemidos muy parecidos a los que emiten
las vacas cuando están remascando. El

cura Santos, en un principio, trató de


convencerlo de que aquellas prácticas, no
eran eróticas, sino que exorcismos espe-
ciales que debían hacerse cuerpo a cuer-
po y en aquella difícil postura. El, por su
parte, en cada nueva ocasión se Hacía el
papo y se cuidaba de difundir la voz,
pues el acuerdo había sido que el cura
los dejaría seguir con la caza de las inde-
fensas palomitas, y él con sus originales
exorcismos. Por otra parte, Guayabito
Armijo, supo desde el principio de lo
que se trataba, ya que años atrás, del
otro lado de la pared de su casa, había
escuchado a su entonces nueva vecina
lanzar unos aullidos como de gata ence-
lada, y decir, con una desbordada satis-
facción. ¿Qué he hecho, Dios mío para
merecer tanta felicidad, — Ay que feliz
soy!

En menos de 48 horas aquel templo


deplorable y hediondo a rincón, a caga-
das de rata y a la acida y penetrante fe-
tidez de las palomas de castilla, fue trans-
formado, en un atractivo recinto, más
adecuado para instar a los pecados de la
carne que a las mas oquis tas costumbres
del cristianismo, como decía Hipólito
Domínguez, un profesor de Estudios


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Sociales que tuvo que salir huyendo del
pueblo acusado de subversivo.

Debido a la estrechez del templo,


el Español tuvo que idearse la mejor
manera de aprovechar el espacio, para
que cupieran dentro del recinto, por lo
menos, los invitados de más alto rango,
como en realidad sucedió. La Turca, sin
embargo, como no pretendía hacer una
boda a puerta cerrada, ni que se hablara
mal de ella, como ya se había comenza-
do a hacer, debido a la militarización a
que se sometió el pueblo "por culpa de
la consabida boda, como si no se casara
gente todos los días", se les escuchó de-
cir a los más insatisfechos; improperios
que, como dijo el maestro de ceremonia
durante los festejos en la terraza del ho-
tel, no tuvieron ningún eco en el apacible
espíritu de los talangueños que no tienen
para La Turca más que cariño y agrade-
cimiento profundo. Pero ella, más visio-
naria que su servidumbre, ordenó al
decorador que instalara unas carpas o lo
que fuera necesario, en el parque central
para evitar que la gente se mojara. Y así
se hizo; el propio ejército terminó pres-
tando unas enormes tiendas de lona.

Durante, más de setenta horas, Ta-


langa vivió un alboroto de feria, un tra-
jinar de gentes que iban y venían de un
lado a otro; poniendo una cosa aquí,
otra allá. Qué así no, señor, subidlo un
poquito más, un poco más, eso es. . .
vamos muchachos que ya falta poco. . .
alcanzadme esa escalera, coged esa pun-
ta. .. dejadlo por ahí.. . apriétale, ajusta-
le', empújale, se oía la voz del español, en
medio de las sonrisas de sus ayudantes
que no alcanzaban a ponerse al tanto de
su jerga. La gente del pueblo, mientras
tanto, sin que la hubieran convidado ni
nada por el estilo, se sumó al trajín; un
ir y venir de curiosos se desató como un
torrente, metiendo las narices y todo lo
que podían donde no les importaba: Por
favor, no veis que perturbáis el trabajo,
por favor, haced la merced, no os acer-
quéis tanto que esto aún no está con-
cluido, gritaba desesperado el español.
Que hable como cristiano le respondían
desde la multitud. ¡Hostia! ¡Hostia! re-
petía él, ante la imposibilidad de hacerse
entender, como si se tratara del Ruega
por nosotros. En fin, el pueblo se sumió
en un ajetreo sin madre, padre y abue-
los, en un alboroto como el que se armó


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la tarde, un par de años atrás, en que San
Diego, el patrón del pueblo, fue vestido
de azul por los nacionalistas; quienes lo
pasearon, como en otras ocasiones, desde
el sitio del tope hasta la iglesia, donde lo
colocaron frente al altar mayor. Enton-
ces, los liberales, indignados por seme-
jante actitud, poco católica, se vistieron
todos de rojo, y tal como los cachurecos
llenaron las sillas de sus caballos y a és-
tos, de cintas y motivos alusivos a los
colores de su partido, y se arrancaron en
tropel desde el Tope, gritando: "San
Diego también es nuestro", San Diego
es de todos los talangueños". Cuando ya
habían tomado la avenida central, Sera-
fín Garmendia, tartamudo por vocación
y quien está en todo menos en misa, se
encontraba en el atrio de la iglesia, lo-
gró apreciar la estampida que se acerca-
ba como una enorme nube roja, en
medio de la polvareda y los gritos y los
vivas a San Diego y al partido Liberal,
y no se le ocurrió otra cosa que gritar
con todo el ancho de su voz:
—a,a,a,a,a, ahí vienen los sandiniiiiiiiistas.
No había culminado de pronunciar las
últimas íes, cuando el gentío se despa-
rramó entre gritos de no empujen, cara-

jo, ay mi madre, ya me jodieron los ca-


yos, espérenme jodidos, no me dejen
solo, por favor, póngale nanita que hoy
si nos hartó la gran madre, virgen santí-
sima, que será de nosotros, ay Dios mío
no nos abandones, y berridos de niños,
y chillidos histéricos; y en una pelotera
que dejó la iglesia vacía en menos de
quince segundos y a más de veinte niños
magullados, a doce ancianas golpeadas,
dos de ellas fracturadas y a Serafín Gar-
mendia desmayado, pues no tuvo opor-
tunidad de hacerse a un lado, porque en
la estampida le ahogaron el grito. No
quedó una sola banca en buen estado. De
las puertas y las ventanas solamente que-
daron las bisagras y los clavos. Fue como
si hubieran pasado por aquel sitio una
manada de dantos. Sin embargo, cuando
llegaron los liberales desbordados en son-
risas y carcajadas de triunfo, todavía
estaba sobre su mesa de pino que le ser-
vía de pedestal, la escultura de madera
de San Diego, de túnica azul, con el ros-
tro impasible, sombreado por la visera
de la gorra también azul y con una estre-
lla solitaria en la frente y una leyenda
que decía: Zúniga es la solución; y
con sus inconfundibles ojos de náufrago,


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tal como lo describiera un siglo
un cronista norteamericano.

El día de la boda, hasta el tiempo


estuvo a favor de la Turca. Había llovida
durante toda la semana, con una puntua-
lidad increíble, de cuatro de la tarde a
ocho de la noche, unos tormentones tan
fuertes como los de septiembre del 74,
cuando el Fifí se la cobró con nosotros
como si nos hicieran falta desgracias, y
el resto de la noche, se mantenía un chiz,
chiz que hizo que las calles se volvieran
peor que un chiquero de cerdos. Pura
lodasera, señor. Sin embargo, y como si
las tres divinas personas del país (el
embajador norteamericano, el jefe de las
Fuerzas Armadas y el Presidente de la
República) hubieran ordenado un alto,
un cese al agua, las lluvias se pararon dos
días completos. Y no solamente eso,
hizo un sol de verano, tan intenso que
secó las calles en dos patadas y las volvió
transitables.

La avenida central del pueblo fue


llenada de pino como a eso de las dos de
la tarde, hora en que se prohibió el tráfi-
co de vehículos, carretas de bueyes, bes-
tias de carga, etc. Un agradable olor a
serranía inundó el pueblo en minutos,

pese a la lentitud del aire del valle. A los


lados de la calle, a cada media cuadra, se
colocaron ramos de flores traídas desde
Santa Lucía, esa misma mañana. En los
postes del alumbrado eléctrico se amarra-
ron palmas, y se guindaron cintas de
papel; y el alcalde, a través de un bando,
ordenó que se pintaran las casas.

La única casa que se quedó sin pin-


tar fue la de Ricarda, la de Toño Carias,
una casa de bajareque del siglo pasado,
donde se entraba encorvado, pues la
puerta principal no alcanza más allá del
metro y medio de altura. Por esa razón,
las gentes que visitan a Ricarda para
que les lave o planche la ropa, lo hacen
por la parte del solar, lugar por donde
también entran los cipotes a hacer sus
necesidades carnales, poco después de la
misa de seis y de uno en uno; mientras
Toño se va para el billar, haciéndose
el de a peso. Todo el mundo sabe que
Ricarda, prácticamente, lo adoptó. De
eso hacían más de 12 años. Meses antes
lo habían despedido del aserradero La-
mas, lo que, según algunos, le sirvió
de motivo para agarrar una bebedera
de esas que no acaban si no en el hospital
o en el cementerio y que le duró casi

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25 semanas. Culminó fondeado en pleno
parque central. Allí permaneció tirado
como una basura más, varios días con
sus noches, ante la mirada indiferente
de la gente, las miadas de los perros,
las cagadas de las vacas de Beto Prieto,
el zumbido de las moscas que lo mismo
se paraban en sus pies inflamados por las
mazamorras, en sus ropas saturadas de
caquevaca y sus propios orines y excre-
mentos o en su boca llagada por la deshi-
dratación; y la nube de zopilotes instala-
da en los árboles del parque, revolotean-
do de un lado a otro y limándose el pico
en las ramas, esperando que se le jugara
el abono a Toño Carias. De aquel naufra-
gio lo rescató Ricarda, no se sabe si en el
momento preciso, pero si en el instante
en que más apestaba, una mañana incier-
ta de junio (mes difícil como ninguno)
un poquito antes de la misa de las seis
de la mañana; y se lo encaramó en la
vida, casi desnudo. En un gesto de huma-
nidad que nadie más pudo tener. Por
suerte ella no vivía tan lejos, por eso pu-
do llegar con él, medio-arrastran dolo,
mientras dejaba, al paso, un terrible olor
a podredumbre que estuvo "a punto de
hacerla vomitar, pero se aguantó como

pudo, hasta meterlo bajo el chorro de la


llave, sin siquiera haberle quitado aque-
llos jirones de ropa que le quedaban. En
eso estaba, afanada, desprendiéndole las
hilachas adheridas al cuerpo, tratando de
revivirlo, de reanimarlo, cuando pasaron
unos cipotes, entre dormidos y despista-
dos, de regreso del molino, de quebrar
el nistamal para las tortillas del día, igno-
rantes, por completo, de lo que ella ha-
cía en ese momento, salieron gritando
calle abajo, unos; y calle arriba, los otros:
—Vengan, vengan. .. vengan miren..
ey, vengan miren: están violando un
hombre, vengan, ey que están vio-
lando un hombre. Sin embargo, los
pocos curiosos que tuvieron a bien
reparar en la gritería de los cipotes,
culminaron ayudándole a Ricarda a
trasladar el enfermo al interior de su
vivienda. Lo colocaron sobre una cama
de cabulla, cubierta por un petate, y
sobre el petate un perraje salvadoreño.
Luego de darle masajes en todo el cuer-
po, con un ungüento casero, le echaron
una colcha encima; la única que tenía
Ricarda. Al mediodía, el hombre volvió
en sí, ella, le dio entonces un té de zaca-
te limón, posteriormente uno de manza-


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nilla, luego un café negro, fuerte y amar-
go. Al día siguiente lo hizo beberse va-
rios caldos y, finalmente, unas sopas de
verduras. Quince días tardó Toño en vol-
verle a tomar el pulso a la realidad. Cuan-
do recobró del todo la conciencia de
la vida, sintió como si hubiera retornado
de la muerte o desde algún lejano rincón
del mundo de los muertos o de un sitio
de veras raro y distante de Talanga. Lo
primero con que tropezaron sus ojos, no
fue con la claridad, que se colaba como
en puntillas a través de un postigo de la
ventana al viejo cuarto, sino con la mira-
da seca e inexpresiva de Ricarda. Con los
ojos de gata mansa de la que luego sería
su mujer. Y ella, después de contemplar-
lo en silencio, largo rato, le dijo, con la
misma simpleza y parsimonia con que
les decía sí o no a sus clientes, cuando
le mandaban encargos urgentes que no
podía atender o que sí podía atender,
pero que no tenía previsto atender:

—Se puso mal y se fondió en el par-


que. Casi una semana pasó tirado, entre
el mosquero y, en fin, (hizo un gesto
raro con sus manos pero nada compren-
sible escapó de su boca, semí desdentada
y olorosa a tabaco fermentado). . . yo

no se como no se murió, continuó. Usted


como que tiene vida de gato. Yo me lo
traje, porque lo que es usted no tiene
quién en este pueblo.

Toño bajó la vista, porque no


soportaba aquellos ojos secos y mansos,
y guardó silencio. Así, como sonámbulo,
como fantasma vespertino, salió a la calle
cuando ya la tarde olía a penumbra y
soledad. Se entretuvo en el parque, vien-
do a las niñas jugar rondas y a los cipo-
tes libre. Allí se estuvo largo rato mirán-
dolos saltar, correr de un lado a otro,
dar vueltas tomados de la mano, tiro-
nearse y cantar desentonadamenté las
mismas letras que también él cantó más
de una vez en su niñez. Aquello le per-
mitió entrar de nuevo en su pasado;
chorros de tiempo inmóvil, emergieron
como de un mar muerto, en su memoria,
tan poco hecha para el recuerdo, tal vez
porque después de todo, su niñez había
sido desabrida y borrascosa, y sólo alegre
a ratos. Eso, sin embargo, le permitió,
tomarle, por completo, el pulso a la reali-
dad y acaso recuperar, en parte, ese
silencioso amor que se le tiene a la vida
de uno, de otro modo no habría llegado
al billar tarareando una canción que estu-


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viera de moda diez años atrás, ni le ha-
brían vuelto a brillar los ojos como los
de una luciérnaga, a la hora en que, al
cerrar el coime el billar, decidió sin pen-
sarlo dos veces volver donde Ricarda,
cuyo nombre, hasta ese momento,
ignoraba.

Cuando asomó por el otro lado de


la casa se topó con los cipotes quienes
hablaban, entre dientes, de ajustar
cincuenta centavos para un polvo. Se-
rían las diez cuando se marcharon los
últimos, sólo entonces se atrevió a en-
trar. Encontró a Ricarda tomando café;
y ella sin siquiera volverlo a ver y mien-
tras se tomaba el último sorbo, le dijo:

—Si quiere se puede quedar, es cosa


suya. . . Yo vivo sola, pero le hice un
favor como se le puede hacer a cualquier
cristiano, pero si usted se quiere quedar
es cosa suya, al fin y al cabo la compa-
ñía siempre que no sea mala es buena.
A estos cipotes, agregó, como diciendo
las cosas con desgano y desenfado; les
hago la paja por veinte centavos y por
un tostón se acuestan conmigo.

Desde esa noche Toño Carias supo


lo que tenía que hacer. Salía de la casa
de Ricarda entre seis y siete y retornaba

pasadas las diez. Durante el día se la


llevaba pescando, durante la noche, ju-
gando billar. Cuando asomó la Turca pre-
cedida de la fama de corromper y sedu-
cir a los menores, Ricarda se alarmó un
instante, pero luego se enteró que la
Gorda para nada perturbaría su negocio,
que más que dejarle dinero suficiente
para vivir, le producía cierto afecto ma-
ternal para con todos aquellos infantes
que no habían descubierto los placeres
de la carne. Pobres, decía ella, la primera
vez llegan sudando a chorros, con las
manos heladas y con el ánimo flojo;
muerta la naturaleza. Y ella lograba
levantarles el entusiasmo sólo . después
de muchas artimañas aprendidas con la
experiencia. Quizás por esa razón, los
adolescentes, si bien se alborotaron con
la llegada de la Turca, no fue tanto por
la Gorda en sí, sino porque estaban al
tanto de todos sus ajetreos.

La casa de Ricarda se quedó, pues


sin pintar; sin embargo fue empapelilla-
da para que pudiera lucir a la altura de
las circunstancias, se comentó.

Como la boda estaba programada


para las siete de la noche, el cortejo


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nupcial partió desde el hotel, distante
unas cinco cuadras del parque central, a
Jas seis con diez minutos.

Con el fin de evitar la interferencia


de los curiosos que pudieran salir al paso
adrede o atravesarse sin más ni más como
ocurre casi siempre en este tipo de situa-
ciones, los organizadores hicieron que los
soldados improvisaran una valla hecha
con lazos de mezcal comprados de
urgencia esa misma tarde en uno de los
almacenes más surtidos del pueblo.

La cipotada, rebelde como siempre,


no se dejó controlar; en especial aquellos
güirros que andaban sin sus padres; quie-
nes se cruzaban la valla a la hora menos
indicada, ante la mirada de odio y desa-
probación que les lanzaban los soldados;
y el descontento generalizado de los inte-
grantes del cortejo, notorio en los cons-
tantes amurrones de cara y en los insul-
tos dejados escapar entre dientes.

Únicamente los integrantes de la


banda que ahora, después de veinticinco
años; habían vuelto a estrenar instrumen-
tos-marchaban ajenos a la espectación de
la muchedumbre, al alboroto de los ni-
ños y el malestar de los invitados y los
desposados, concentrados como iban,

amenizando el cortejo con las más cono-


cidas canciones de su antiguo repertorio
de festejos de ocasión; mientras tanto la
chiguinada que nunca había visto un
general en cartuchera con todo su disfraz
al aire, con ese reguero de estrellas en la
gorra y el pecho cuarteado de medallas y
condecoraciones como si fuera la vitrina
de una joyería y con el montonón de
guilindajos dorados que le bajaban de
la espalda y hombros y se le confundían
como un enredo de hilos anudados con
las medallas del pecho, tanto así que
muchos niños no pusieron en duda el
criterio de alguien que sostenía a gritos
que era, ése, el disfraz oficial de la muji-
ganga; aunque otros, más escépticos con-
sideraron, debido a las cintas laterales
que bajaban de la cintura a los tobillos,
en sus pantalones, que se trataba de un
torero traído desde San Marcos de Colón.
Pero hubo otros que no conformes con
las versiones dadas, inquietos como eran,
no vacilaron en satisfacer su curiosidad,
tratando de desprender las tiras doradas
y los brillantes medallones con todo y
sus banderitas. Casi como si se hubieran
puesto de acuerdo, en el instante que
dura un parpadeo, cerca de ocho niños se


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avalanzaron sobre el general para tiro-
nearle los prendedores como decían ellos
que se llamaban aquellas condecoracio-
nes metálicas; ante la incredulidad de
todos los integrantes del cortejo algunos
de los cuales se quedaron, de pronto, con
toda la boca abierta, como la entrada de
una mina reciente, y ante la incredulidad
del propio general que desde su pose er-
guido, los veía de reojo con una dureza
áspera y sincera; y ante los amurrones
de cara del presidente del congreso na-
cional y un inesperado grito que se le
escapó sin más, espontaneo y enérgico:
"ya dejen de joder, cipotes de mierda"
con lo cual medio se calmaron. Otro gru-
po, sin embargo, con más sentido del fes-
tejo que de la solidaridad se unieron a
los pajes para ayudarles' a cargar la in-
mensa cola de La Turca. Los pajes ha-
bían sido escogidos entre los alumnos
más destacados de la escuela y entrena-
dos durante dos semanas. Para entusias-
marlos con la idea de irle sosteniendo
la larga cola a la gordita les habían pro-
metido regalarles el trajecito, que luci-
rían el día de la boda, como en efecto
sucedió.

Tres semanas atrás, todas las sastras

y bordadoras del pueblo, habían iniciado
la confección del vestido de la novia, los
trajecitos de los pajes y el bordado de las
cortinas que adornarían la iglesia y la
recámara nupcial.

Solamente en el vestido de La Turca


habían intervenido cinco costureras y
siete bordadoras de notable trayectoria.
Se necesitaron setenta y dos yardas de
seda; de ésas veintidós sirvieron para la
cobertura de su cuerpo y cincuenta para
la inmensa cola. Esta última llevaba so-
bre la seda (de un rosado pálido) una
cobertura de tela de mosquitero y en los
bordes tiras de encaje de un amarillo
apagado como niebla matutina, cosido
con puntada de crochet con un hilo co-
lor salmón.

A la novia le pusieron crenolinas bajo


su vestido, con la razonable intención
de hacerla aparecer como una mujer de
formas perfectas. De modo que si ella
de por sí ya era vasta por su frondosidad,
con semejante ocurrencia de hacerle un
vestido largo, emperifollado del cuello
a la cintura; y acampanado con exagera-
ción de la cintura a los pies, hasta donde
caía por capas o, más exactamente, por
vuelos, al borde de cada cual llevaba un

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ribete de encajes dorados; se veía despro-
porcionadamente inmensa, tan inmensa
como la idea, entre borrosa y equívoca
que uno tiene de los gigantes que apare-
cen en los cuentos de los abuelos.

Por suerte no necesitó salir por la


entrada principal del hotel sino por el
portón del estacionamiento; porque

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