L. S. Vygotski obras escogidas IV psicología infantil


La crisis de los tres años1



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La crisis de los tres años1

Podemos analizar la crisis de los tres años desde tres puntos de vista.



Hemos de suponer, en primer lugar, que todos los cambios, todos los acontecimientos que tienen lugar durante esa crisis se agrupan en torno a una formación nueva de tipo transitorio. Por consiguiente, cuando analizamos los síntomas de la crisis debemos determinar, aunque sea hipotéticamente, aquello nuevo que surge en dicho período y el destino de la formación nueva que desaparece una vez finalizado este período. Debemos estudiar, seguidamente, cómo cambian las líneas centrales y secundarias del desarrollo y, por fin, evaluar la edad crítica desde el punto de vista de la zona de desarrollo próximo, es decir, de la relación con la edad siguiente.

No debemos partir de un simple esquema teórico al estudiar la crisis de los tres años. Nuestro único camino es el analítico, es decir, el análisis de material fáctico a fin de conocer en ese proceso las teorías fundamentales que tratan de explicar esos datos. Para comprender lo que sucede en el período de los tres años debemos examinar en primer término la situación del desarrollo – interior y exterior -, en medio del cual transcurre dicha crisis. Conviene iniciar el estudio por los síntomas de la edad. Los síntomas de la crisis, que se sitúan en primer plano, suelen denominarse primer conjunto de síntomas. Todos ellos están descritos en forma de conceptos cotidianos y precisan ser analizados para adquirir un significado realmente científico.



El primer síntoma que caracteriza el inicio de la crisis es el negativismo. Debemos formarnos una idea clara de lo que se trata. Al hablar de negativismo infantil es indispensable diferenciarle de la desobediencia habitual. En el negativismo la conducta del niño se opone a todo cuanto le proponen los adultos. Si el niño no quiere hacer algo porque le desagrada (por ejemplo, está jugando y le obligan a ir a la cama cuando él no tiene sueño), su conducta no es negativista. El niño quiere hacer aquello que le apetece, aquello que le tienta y le prohíben; si pese a todo lo hace, su conducta no podrá tildarse de negativista, será una reacción negativa a la exigencia de los adultos, motivada por la intensidad de su deseo.

Una manifestación de negativismo es cuando el niño no quiere hacer algo por el simple hecho de que la propuesta parte de un adulto, es decir, no se trata de una reacción contra el contenido de la misma, sino por provenir de otro. El rasgo distintivo del negativismo, aquello que le diferencia de la desobediencia corriente, es que el niño no obedece porque se lo han pedido. Por ejemplo, el niño juego en el patio y no quiere volver a casa, le llaman porque ya es la hora de acostarse, pero él no obedece a pesar de que su madre lo reclama. Si le pidiera otra cosa, sólo haría aquello que le gustara. En la reacción del negativismo el niño no hace algo precisamente porque se lo han pedido. Se produce en este caso un peculiar desplazamiento de motivaciones.

Las observaciones llevadas a cabo en nuestra clínica nos suministran otro ejemplo típico de negativismo. Una niña en el cuarto año de vida, con una prolongada crisis de tres años y un negativismo muy manifestado, quiere que la lleven a una conferencia donde se habla de niños. Se prepara incluso para ir. Yo la invito. Pero como yo la invito, se niega a ir. Se niega con todas sus fuerzas. “Entonces vete a tu cuarto.” No obedece. “Bueno, vamos.” Se niega. Cuando la dejan en paz, llora; está dolida porque no la han llevado. Vemos, por tanto, que el negativismo obliga al niño a portarse en contra de su deseo afectivo. A la niña le hubiera gustado ir, pero como se le propuso, se negó.

Cuando el negativismo es muy marcado se puede conseguir una respuesta contraria a todo cuanto se propone al niño en tono autoritario. Diversos autores describen interesantes experimentos en ese sentido: un adulto se acerca al niño y le dice imperativamente. “Este vestido es negro.” Y recibe la respuesta. “No, es blanco.” Pero cuando dice “sí, es blanco”, el niño responde “no, es negro”. El afán de contradecir, el deseo de hacer lo contrario de lo que se le dice es negativismo en el auténtico sentido de la palabra. La reacción negativa se diferencia de la desobediencia habitual por dos momentos esenciales. Se destaca en primer lugar la actitud social, la actitud hacia otra persona. En el caso dado, la reacción del niño no se debe al contenido de la propia situación, de si quiere o no hace lo que se le pide. El negativismo es un acto de índole social: va dirigido principalmente a la persona y no al contenido de su ruego. El segundo momento esencial es la nueva actitud del niño hacia su propio afecto. El niño no actúa a impulsos directos de su afecto, sino en contra de su deseo. En relación con la actitud hacia el afecto, conviene recordar la infancia temprana, según la opinión de todos los investigadores, es la total unidad del afecto y la actividad. El niño se halla totalmente dominado por el afecto, relacionado con otras situaciones. Si el rechazo del niño, el motivo de la negación se debe a la situación, si no obedece por el simple deseo de no querer hacerlo o bien porque quiere hacer otra cosa, su conducta no puede calificarse de negativista. El negativismo es una reacción, una tendencia, cuyo motivo está al margen de la situación dada.



El segundo síntoma de la crisis de los tres años es la terquedad. Si hemos de diferenciar el negativismo de la terquedad corriente, hay que saber diferenciar la terquedad de la perseverancia. Por ejemplo, el niño desea algo y procura conseguirlo tenazmente. No se trata de terquedad, es un hecho que suele producirse antes de la crisis de los tres años. Por ejemplo, el niño quiere un objeto, pero no lo consigue de inmediato, con perseverancia logra su deseo, en este caso no se trata de terquedad. La terquedad es una reacción infantil cuando el niño exige algo no por desearlo intensamente, sino por haberlo exigido él. Insiste en su exigencia. Digamos que le llaman, le dicen que vuelve a la casa, él se niega, le aducen razones que le convencen, pero como se ha negado ya, no obedece. El motivo de su terquedad se debe a que se siente obligado por su primera decisión. Sólo esto se llama terquedad.

Hay dos momentos que diferencian la terquedad de la perseverancia habitual. El primer momento, común con el negativismo, tiene relación con la motivación. Si el niño insiste en su deseo, esa actitud no puede considerarse como terquedad. Si, por ejemplo, le gusta deslizarse en trineo, procurará estar todo el día en el patio.

El segundo momento es el siguiente: si el negativismo se caracteriza por su tendencia social, es decir, el niño hace lo contrario de lo que le piden los adultos, en la terquedad lo característico es la tendencia a sí mismo. No podemos decir que el niño pasa libremente de un afecto a otro; adopta esa actitud por haberlo dicho él y solamente por esta razón se mantiene en ella. Nos encontramos con otras motivaciones personales del niño que las existentes con anterioridad a la crisis de los tres años.

El tercer momento suele denominarse con la palabra alemana “Trotz”. Este síntoma se considera tan decisivo para la edad que toda la fase crítica se denomina “Trotz alter” que significa la edad de la rebeldía.

¿Qué diferencia hay entre los primeros síntomas y este último? La rebeldía se diferencia del negativismo por ser impersonal. El negativismo va dirigido siempre contra el adulto que le incita a realizar una u otra acción. La rebeldía va dirigida más bien contra las normas educativas establecidas para el niño, contra el modo de vida; se manifiesta en un peculiar descontento infantil expresado en gestos y palabras despreciativas con las que responde el niño a todo cuanto se le propone y se hace. Semejante actitud no revela animadversión hacia el adulto, sino ante el régimen de vida que se impone, que se ha formado hasta los tres años, ante las reglas establecidas, ante los juguetes que le interesaban anteriormente. La diferencia entre la terquedad y la rebeldía radica en que la primera está dirigida hacia lo exterior, en relación con lo exterior y con el propósito de insistir en su propio deseo.

Se comprende fácilmente el por qué la rebeldía del niño en un medio familiar donde impera una educación autoritaria se considere como el síntoma principal de la crisis de los tres años. Antes de ella, el niño era dócil, cariñoso, se le llevaba de la mano y, de pronto, se vuelve rebelde, antojadizo, se convierte en un ser siempre descontento, tan diferente al niño obediente y tierno de antes.

La rebeldía se diferencia de la terquedad habitual por su carácter tendencioso. El niño protesta de todo, su descontento, que se manifiesta en réplicas insolentes, son tendenciosas, expresan su rebeldía contra todo aquello que antes le gustaba.



Existe, además, otro síntoma, el cuatro, que los alemanes denominan “Eigensinn” o bien voluntariedad, insubordinación. El niño aspira a ser independiente, quiere hacerlo todo por sí mismo.

De entre los síntomas de la crisis que estamos analizando se destacan otros tres, aunque su importancia es secundaria. El primero es la protesta violenta. El niño en su comportamiento, se manifiesta rebelde, lo que antes no podía suceder. Diríase que está en guerra con los que le rodean, en constante conflicto con ellos. Suelen ser habituales y frecuentes las riñas con los padres y con ellos se relaciona el síntoma de la desvalorización. Por ejemplo, un niño de familia culta utiliza de pronto epítetos injuriosos. Ch. Bühler ha descrito bien el espanto de la madre al oírse llamar estúpida por su hijo, palabra que antes ni siquiera conocía.

El niño procura desvalorizar el juguete, renuncia a él y en su vocabulario aparecen palabras y términos que significan todo lo malo, todo lo negativo que se refiere a cosas que por sí mismas no son desagradables. Finalmente, se señala asimismo un síntoma ambiguo que se manifiesta de distinto modo en las diferentes familias. En las familias del hijo único el niño tiene tendencia al despotismo, desea poner de manifiesto su poder déspota en relación con los que le rodean: la madre no puede ausentarse de casa, ha de permanecer en la habitación, tal como él exige, se le debe proporcionar todo cuanto desee, se niega a comer lo que le sirven, comerá lo que él quiera. El niño rebusca miles de medios para poner de manifiesto su poder sobre los demás, intenta recuperar la situación que tenía en su temprana infancia cuando de hecho se cumplían todos sus deseos y él era el señor de la situación. En las familias donde hay varios hijos ese síntoma se llama de celos en relación con los mayores o con los pequeños si en la familia hay más hijos. En este caso nos encontramos con la misma tendencia al dominio, al despotismo y poder producido por los celos hacia otros niños.

He aquí los síntomas principales que tanto en las descripciones de la crisis de los tres años. Una vez estudiados dichos síntomas no resulta difícil darse cuenta que la crisis se revela en forma de un motín, por decirlo así, de una protesta contra la educación autoritaria; cabe decir que el niño exige independencia por haber sobrepasado las normas y formas de tutela imperantes en la edad temprana. Los síntomas típicos de la crisis evidencian tan claramente su carácter de protesta contra el educador que todas los investigadores la señalan.

Esos síntomas hacen parecer al niño como difícil de educar. El, que antes no procuraba cuidados ni dificultades, se ha convertido de pronto en un ser complicado para los adultos. Se tiene la impresión de que el niño ha cambiado mucho en poco tiempo. De un “bebé” al que llevaban en brazos se ha convertido en un niño rebelde, terco, negativo, contestatario, celoso y despótico; su imagen en el seno familiar cambia radicalmente.

Como es lógico en todos los síntomas descritos se producen así mismo ciertos cambios en las relaciones sociales del niño con la gente de su entorno. Hemos hecho nuestras conclusiones sobre la base de los datos proporcionados por la educación familiar, ya que la educación en la infancia temprana en Occidente existe casi exclusivamente como una forma de educación occidental en la edad temprana a diferencia de la educación escolar es una educación individual familiar. Es cierto que hoy día también en eso países existen diversas instituciones preescolares y algunos centros de asistencia social con su deleznable sistema benéfico de educación. Todos los síntomas demuestran que se producen sensibles cambios en las relaciones del niño con su entorno familiar inmediato al que está ligado por sentimientos de afecto al margen del cual su existencia sería inconcebible.

En el período de la infancia temprana, el niño está siempre dominado por relaciones afectivas directas con el entorno familiar. En la crisis de los tres años se produce el llamado desdoblamiento: los conflictos pueden ser frecuentes, el niño llega a insultar a su madre, a desdeñar los juguetes que se le ofrecen en un momento poco oportuno, a romperlos de pura rabia. Hay cambios en la esfera afectiva y volitiva, lo que prueba la creciente independencia y actividad del niño. Todos esos síntomas, que giran en torno al “yo” y a las personas que le rodean, demuestran que las relaciones del niño con la gente que le rodea o con su propia personalidad ya no son los de antes.

En general, los síntomas mencionados, tomados en conjunto, nos hacen pensar que el niño se ha emancipado: antes era llevado de la mano por los adultos y ahora intenta caminar por sí mismo. Algunos investigadores señalan este rasgo como el característico de la crisis. Me ha llamado muchas veces la atención lo dicho por Ch. Darwin: el niño, en el momento de nacer, se separa físicamente de la madre, pero ni su alimentación ni su desplazamiento son posibles sin ella. Para Darwin se trata de una prueba de la dependencia biológica del niño (los marsupiales poseen un dispositivo morfológico, la bolsa, en la cual depositan las crías después de su nacimiento), es decir, biológicamente siguen unidos a la madre. Desarrollando la idea de Darwin, cabe decir que el niño en el período de la infancia temprana está separado biológica, pero no psicológicamente de la gente que le rodea. Para Beringer, en niño hasta los tres años está socialmente unido a la gente de su entorno, pero la crisis de los tres años señala una etapa nueva de la emancipación.

Debo mencionar, aunque sea brevemente, el llamado segundo conjunto de síntomas, o sea, la consecuencias de los síntomas principales, su ulterior desarrollo. El segundo conjunto de síntomas se divide, a su vez, en dos grupos. El primero abarca los que se derivan de su tendencia a ser independiente. Debido al cambio de las relaciones sociales del niño, de su esfera afectiva, de todo aquello que es valioso para él, que atañe a sus vivencias más profundas e intensas, el niño se ve inmerso en una serie de conflictos internos y externos que le producen frecuentemente reacciones neuróticas. Estas reacciones tienen carácter morboso. En los niños neuropáticos, justamente en la crisis de los tres años, se observan más reacciones neuróticas de ese tipo como, por ejemplo, la enuresis, o sea, la incontinencia urinaria. Un niño acostumbrado a realizar correctamente sus necesidades vuelve al período inicial de su desarrollo cuando la crisis toma formas extremas. Los temores nocturnos, el sueño agitado y otros síntomas neuropáticos, como dificultades de expresión, tartamudeo, una extrema manifestación de negativismo, de terquedad, los llamados excesos hipobúlicos, que recuerdan en apariencia ataques convulsivos, pero que no lo son en realidad (el niño se tira al suelo, patea, da puñetazos), sino representan manifestaciones extremas de negativismo, terquedad, agudización, desvaloración, protesta de las cuales hemos hablado ya.

Mis propias observaciones me permiten ofrecerles el siguiente ejemplo: un niño en el cuarto año de vida, completamente normal, con un proceso de crisis de los tres años muy agudo, hijo de un cobrador de tranvía, se muestra muy despótico; todo cuanto exige debe ser cumplido. Por ejemplo, caminando por la calle con su madre, exige que levante un papelito tirado en el suelo, aunque el papelito no le hacía ninguna falta. El niño fue llevado a nuestro centro; los padres se quejaban de que sufría ataques cuando se negaban a cumplir sus deseos: se tiraba al suelo, empezaba a gritar de manera salvaje, pateaba, agitaba los brazos. Pero no se trataba de convulsiones patológicas, sino de una forma de conducta que algunos autores consideran como un retorno a reacciones del primer año cuando el niño grita, agita sus brazos y sus piernas. En el niño que estábamos observando se trataba de accesos de rabia impotente, ya que sólo a base de escándalos podía manifestar su protesta. Lo cito a título de ejemplo de las complicaciones de la crisis de los tres años, que componen el segundo conjunto de síntomas. No se consideran como síntomas fundamentales de la crisis, representan más bien una cadena que empieza por la dificultad de educar al niño en el seno familiar y llegar al estado de síntomas psicopáticos neuróticos.

Hagamos algunas deducciones teóricas, es decir, intentemos determinar qué acontecimientos se producen en el desarrollo del niño, así como el significado y sentido de los síntomas descritos. El intento de explicar teóricamente la crisis de los tres años es una tentativa inicial y, tal vez, la más burda basada en cierto conocimiento de material fáctico, en algunas observaciones propias (dicha crisis está relacionada con una infancia difícil que tuve ocasión de estudiar) y en ciertos propósitos de elaborar con espíritu crítico algo de lo expuesto en las teorías sobre estas edades. Nuestro intento es totalmente previo y, en cierto modo, subjetivo, que no pretender ser una teoría de las edades críticas.

Al estudiar los síntomas de la crisis de los tres años habíamos señalado ya que la reestructuración interna se orienta hacia las relaciones sociales. Habíamos dicho que la reacción negativa del niño de tres años debía diferenciarse de la simple desobediencia; también la terquedad, que es uno de los rasgos de la crisis, debe distinguirse de la perseverancia infantil.



  1. La reacción negativa se produce desde el momento en que al niño no le interesa cumplir el ruego que le dirige o, incluso, cuando le gustaría cumplirlo pero que él, sin embargo, se niega a hacerlo. El motivo de la negativa no se debe al contenido de la propia actividad a la cual se le invita, sino a la relación con la persona que se lo dice.

  2. La reacción negativa no se manifiesta en el rechazo del niño a cumplir el acto solicitado por el adulto, sino en que se le ha pedido. Por tanto, la verdadera razón de la actitud negativa se debe a que el niño quiere hacer lo contrario, es decir, poner de manifiesto su independencia ante aquello que se le pide.

Lo mismo ocurre con la terquedad. Las madres suelen quejarse de lo difíciles que son sus hijos, de su terquedad, perseverancia. Pero la perseverancia y la terquedad son dos cosas diferentes. Si el niño desea algo y se obstina vehementemente en lograrlo esa actitud nada tiene que ver con la terquedad. El niño terco insiste en algo que no desea con vehemencia o, incluso, cuando ya no lo desea o ha dejado de desearlo hace mucho tiempo, algo que ya no está en consonancia con su insistencia. No insiste por el contenido de su deseo, sino por haberlo dicho él, es decir, resalta en este caso la motivación social.

El llamado primer conjunto de síntomas pone de manifiesto nuevos rasgos siempre relacionados con el hecho de que el niño motive sus actos no por el contenido de la propia situación, sino por sus relaciones con otras personas.

Si generalizamos el panorama fáctico de los síntomas de la crisis de los tres años, no tendremos más remedio que estar de acuerdo con los investigadores para quienes la crisis de los tres años es, en lo fundamental, la crisis de las relaciones sociales del niño.

¿Cuáles son los cambios fundamentales que se producen durante la crisis? Se modifica la actitud social del niño frente a la gente de su entorno, frente al prestigio de los padres. Se produce también la crisis de la personalidad – “yo”, o sea, hay una serie de actos que se deben a la propia personalidad del niño y no a un deseo momentáneo, el motivo difiere de la situación -. Dicho más sencillamente, la crisis es producto de la reestructuración de las relaciones sociales recíprocas entre la personalidad del niño y la gente de su entorno.

La crisis de los siete años1

La edad escolar, como todas las demás edades, comienza por una etapa de crisis o viraje, descrita por los científicos antes que las demás, como la crisis de los siete años. Se sabe desde antiguo que el niño, al pasar de la edad preescolar a la escolar, cambia sensiblemente y es más difícil educarle. Se trata de un período de transición, el niño ya no es un preescolar pero tampoco un escolar.

En estos últimos tiempos se han publicado numerosas investigaciones dedicadas a esa edad. Esquemáticamente podemos formular los resultados de tales investigaciones: el niño de siete años se distingue, en primer lugar, por la pérdida de la espontaneidad infantil. La razón de la espontaneidad infantil radica en que no se diferencia suficientemente la vida interior de la exterior. Las vivencias del niño, sus deseos, la manifestación de los mismos, es decir, la conducta y la actividad no constituyen en el preescolar un todo suficientemente diferenciado. En los adultos esa diferencia es muy grande y por ello el comportamiento de los adultos no es tan espontáneo e ingenuo como la del niño.

Cuando el preescolar llega al período de la crisis, el espectador más candoroso se da inmediata cuenta de que el niño pierde de pronto su ingenua espontaneidad, que en su conducta, en sus relaciones con los demás, ya no resulta tan comprensible como antes.

Es generalmente conocido que el niño crece rápidamente a los siete años y eso demuestra que se producen en su organismo diversos cambios. Es la edad del cambio de dientes, del estirón. En efecto, el niño cambia bruscamente con la particularidad de que dichos cambios son más profundos y complejos de los que se producen en la crisis de los tres años. Son tan múltiples que nos llevaría mucho tiempo enumerarlos. Basta con referirnos a las conclusiones generales de los investigadores y observadores. Señalaré brevemente los dos rasgos que suelen darse en casi todos los niños de siete años, sobre todo en aquellos que han tenido una infancia difícil y cuyas vivencias de la crisis se manifiesta con mayor agudeza. El niño se amanera, se hace caprichoso, cambia de forma de andar. Se comporta de un modo artificioso, teatral, bufonesco, le gusta hacer el payaso. Antes de los siete años puede comportarse también así pero nadie, al referirse a él, dirá lo que yo acabo de decir. ¿Por qué resalta tanto esa inmotivada conducta bufonesca? Cuando el niño se mira en una superficie pulimentada que refleja una imagen deforme o bien cuando hace muecas y visajes ante el espejo se está divirtiendo simplemente. Pero cuando entra en una habitación contoneándose y habla con voz chillona, su conducta carece de motivo y salta a la vista. A nadie le sorprenderá que un niño de edad preescolar diga tonterías, bromee, juegue, pero si hace el payaso, provocando así una reprobación y no risas, su conducta parece inmotivada.

Los rasgos señalados demuestran que el niño ha perdido la espontaneidad y el candor inherentes al preescolar. Personalmente comparto esa impresión. Considero que el raso distintivo externo del niño de siete años es la pérdida de la espontaneidad infantil; se comporta de manera extraña, no del todo comprensible, un tanto artificial, forzada.


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