La Copa Dorada



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Tercera Parte

Capítulo XIV

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A mitad del camino ascendente por la «monumental» escalinata Char­lotte se detuvo para esperar, al principio sola, que su compañero volviera a reunirse con ella, ya que había descendido hasta el final. Y allí estaba Charlotte con el fin, determinado por la recíproca amabilidad, de que su compañero, tan pronto cumpliera con el deber que le hizo bajar, supiera dónde encontrarla. Si bien Charlotte era extremadamente visible, no se hallaba en condición de exhibirse, pero poco le habría importado que fuera éste el caso, pues a la sazón no cabía decir que ésta fuera la primera ocasión en que se enfrentaba a la sociedad con una conciencia material­mente enriquecida y con la confianza en sí misma espléndidamente refor­zada. En el curso de los dos últimos años, Charlotte había sabido, mejor que en cualquier tiempo anterior, lo que significaba tener buen aspecto, es decir, tener tan buen aspecto como sabía, desde mucho tiempo antes, que podía llegar a tener dadas ciertas condiciones. En la velada a que nos refe­rimos, velada de una gran fiesta oficial en el momento culminante de la temporada social londinense de primavera, tenía Charlotte la impresión, en sus nervios, en sus sentidos y en su imaginación, de que esas condicio­nes estaban profusamente presentes, por lo que quizá nunca había queda­do su fe tan justificada como en aquel instante. En la ocasión en la que volvemos a ocuparnos de ella, al alzar la vista por casualidad a un nivel superior al que se encontraba, su mirada se encontró con los severos ojos del coronel Assingham, quien con los codos apoyados en la gran balaustrada de la galería que dominaba la escalinata, intercambió con ella inmediatamente uno de los más sencillos gestos de saludo. La sencillez de la atención del coronel Assingham fue considerada por Charlotte, a pesar de los muchos asuntos en que tenía que pensar, como una de las notas más calladas en aquel gran conjunto de altos sonidos; en realidad, bien cabe decir que Charlotte tuvo la impresión de haber pulsado con el dedo una cuerda o una tecla, creando durante unos segundos una deten­ción de las vibraciones, un sordo sonido. La imagen del coronel Assingham indicaba que Fanny sin duda alguna estaría también presente, aun cuando Charlotte no había tenido la oportunidad de verla. Esto representaba el límite de lo que la imagen del coronel Assingham podía indicar.

Sin embargo, en el aire había más indicios, abundaban en él y muchos contribuían a constituir las condiciones que, para la joven, coronaban bri­llantemente el momento. En realidad, la propia Charlotte iba también coronada, y todo se conjuntaba, todo se fundía, en la luz, en el color y en el sonido, en los incomparables diamantes que tan felizmente lucía su cabeza, en las restantes joyas, en otras perfecciones de aspecto y disposi­ción que daban a su personal presencia el carácter de un triunfo; todo se conjuntaba y se fundía en la demostrada teoría privada, según la cual lo único que Charlotte necesitaba era material con el que trabajar, y que no había material alguno, por precioso que fuera, que Charlotte no supiera comprender y utilizar, a todo lo cual debemos añadir, por último, el fácil dominio y el intenso goce de su crisis; como la flor de fuerte aroma de la dulzura total. Sí, ya que como crisis estaba la propia Charlotte presta a con­siderarla, y sin duda era esta presteza lo que contribuía a que hubiera alcanzado, mientras esperaba, la debida seguridad en sí misma, la debida indiferencia, la debida expresión y, sobre todo, como ella misma estimaba, la debida visión de su oportunidad para alcanzar la felicidad, a no ser, claro está, que la oportunidad estuviera en la simple rareza de su magnitud y fuera la causa productora, la causa agente. Los ordenados y festivos invita­dos, con rumores y esplendores de telas, con vestidos de cola arrastrando, con brillos de estrellas y metálicos sonidos de espadas, y, a pesar de todo esto, muy imperfectamente articulada su vaga expresión oral; el doble cau­dal de los que iban y venían, discurriendo por el lugar en el que Charlotte se hallaba de pie, pasaba junto a ella, la rozaba, la obsequiaba con con­templación harto burda y de vez en cuando con una espasmódica frase, una mano ofrecida e, incluso, en algunos casos, con una detención no soli­citada; pero Charlotte no se perdía ni un solo rostro aunque tampoco requería protecciones; le gustaba estar, sin la menor duda, en tanto pudie­ra, tal como estaba, un poco a merced de todos, al hallarse sin compañía pero, aun cuando ello significara cierta audacia, prescindiendo de las raras reflexiones de las aburridas y pulidas caras londinenses; sometida, eso sí, ya que de sumisión se trataba, a observaciones mucho más compe­tentes por ella efectuadas. Charlotte albergaba la esperanza de que nadie se detuviera y se esforzaba en reservarse, pues tenía el propósito de seña­lar de particular manera la importancia de algo que acababa de ocurrir. Charlotte sabía cómo debía señalarlo, y lo que ahora estaba haciendo allí constituía ya el principio.



En consecuencia, cuando Charlotte vio desde el lugar en que se encon­traba que el Príncipe regresaba, tuvo la impresión de que el lugar en su totalidad adquiría mayor altura y mayor anchura, y que quedaba más dis­puesto para la celebración de grandes ocasiones, con su brillante cúpula más elevada, con sus ascensos y descensos más majestuosos, con sus altos mármoles más vivamente pulidos, con los numerosos personajes de la realeza, extranjera y nacional, más insólita, con su simbolismo de hospita­lidad «estatal» no sólo realzado sino también más refinado. Ésta fue, sin duda, la gran consecuencia de una causa bastante sabida, y representó una considerable agitación interna nacida de la simple visión, aunque parezca sorprendente, de Americo entre la multitud; pero Charlotte tenía sus razo­nes, y allí las mantenía; en realidad, llevaba sus razones tan responsable y abiertamente como su alta tiara, su cerrado abanico, su indiferente emi­nencia sin compañía; ese fue el momento en que Americo llegó junto a ella y Charlotte pudo cogerle del brazo, mostrarse situada en su nivel, que sintió supremamente justificado. Desde luego, Charlotte permitía que se vislumbrara levemente su actitud, pero pocas eran, y sólo las más eviden­tes, las razones que dejaban adivinar esta discriminación, favorable aun cuando se mostrara dispuesta a aceptar que recibía inspiración y apoyo en cantidad suficiente para casi cualquier cosa, del valor individual del yerno de su marido, procedente de su elegante e inconsciente manera en la mul­titudinaria suma social, de destacar sobre todos, de hacer caso omiso de todo, y de detenerse más que todos junto a ella. Parecía que con la sepa­ración, incluso la de más corta duración, Charlotte casi se olvidara, o no pudiera creer, lo mucho que la visión de Americo la afectaba, por lo que la reaparición de éste tenía virtud propia, una especie de despro­porcionada intensidad que parecía indicar una relación de Americo con ocultas fuerzas de renovación. ¿Qué hacía Americo, cuando estaba lejos de ella, para que al regresar siempre pareciera, como Charlotte decía, «más él»? Por encima de todo género de cabotinage, Americo casi parecía un actor que, en los momentos que median entre un mutis y una nueva entrada en escena, vuelve a su camerino y retoca ante el espejo su maquillaje, impulsado por su necesidad de producir los debidos efectos. Por ejemplo, el Príncipe era, por el momento, la persona con quien Charlotte más le gustaba estar y eso que sólo hacía diez minutos que se había sepa­rado de ella. Esta verdad revistió todavía mayor vigor para Charlotte cuan­do el Príncipe le manifestó sus reparos a volver de manera tan visible jun­tos a las estancias de la planta superior. Y aquel pobre hombre maravilloso no podía evitar que el trayecto de los dos fuera mucho más visible de lo que cualquiera de ellos pudiera desear; cuando Charlotte volvió a alzar la vista a la figura de Bob Assingham, todavía allí arriba en su galería, y toda­vía con la vista fija en ella, Charlotte tuvo conciencia de que a pesar de las interiores y constantes voces de aviso, le producía placer el testimonio que de su esplendor le daba la solitaria vigilancia del coronel Assingham.

En las grandes fiestas siempre estaba solo nuestro querido coronel; no eran éstas las ocasiones en las que recogía los frutos de la semilla sembra­da en su casa, pero nadie había que fuera capaz de conceder a esta soledad menos importancia, ni de afrontarla con más indiferencia, y hasta tal punto era así que el comportamiento del coronel parecía más el de una persona harto presentable, encargada de la vigilancia policial del lugar o del buen funcionamiento de las luces eléctricas, que el de un invitado. Como veremos, para la señora Verver el coronel representaba, con la per­fecta buena fe de su evidente inexpresividad, algo harto definido, pero la valentía de Charlotte no era tan insensata como para inducirle a notifi­car al coronel que el único truco de magia que el Príncipe había utili­zado, había consistido, y de ello hacía pocos minutos, en acompañar a Maggie, que se había retirado de la escena, a su carruaje. De todas mane­ras, Charlotte, conocedora de la probable presencia de Fanny, quedó divi­dida durante un tiempo, por una parte, entre la sensación de que era un hecho que debía tenerse en cuenta y darle el debido tratamiento, lo cual la inducía en cierto grado a la prudencia, a la pusilanimidad de evitar el encuentro; por otra parte, una sensación harto diferente: una impa­ciencia que acabó por prevalecer, unas ansias de que se llegara a sospechar de ella, de ser sondeada, de ser verdaderamente acusada, para pasar de una vez el mal momento y poder demostrarse a sí misma, por no hablar ya de la señora Assingham, que podía quedar plenamente justificada; dicho en pocas palabras, que podía enfrentarse abiertamente con su problema. En realidad, para Charlotte no se trataba de un problema, pero sentía en los huesos que Fanny lo trataría como tal, y ella estaba obligada, a causa de la más elemental decencia, a aceptar cuanto procediera de aquella amiga. Charlotte podía dar a los hechos, al manifestarlos, un tratamiento en el que concurrieran todo género de tiernas precauciones, de consideracio­nes agradecidas, de seguridades; aquellos hechos la obligaban, como tam­bién todo lo que la señora Assingham había hecho en beneficio suyo, a no desentenderse de ellos sin antes haberlos despojado de cuanto los envolvía y haberlos puesto de manifiesto.

Pero concurría la circunstancia de que esta noche, y Charlotte se daba cuenta claramente a medida que los minutos transcurrían, ejercía influen­cia en cuanto la rodeaba; exactamente no podría comportarse, y Charlotte sabía por qué, con la firmeza con que podía albergar esperanzas de com­portarse en cualquier otro momento respecto al correcto tono y talante con el que debía desarrollar aquel proceso. Poco después, Charlotte dijo al Príncipe:

––Quédate conmigo; no permitas que nadie te aleje de mí sí, quiero que Fanny Assingham nos vea juntos y cuanto antes mejor.

Dijo estas palabras manteniendo la mano sobre el brazo de Americo, conservando de esta manera su atención para sí, entre los constantes motivos de dispersión, e induciendo al Príncipe a confesar que, por el momento, sólo la comprendía vagamente. Charlotte tuvo que explicarle que quería ver a Fanny Assingham, quien evidentemente tenía que estar allí, pues el coronel jamás se movía de su casa sin la compañía de su esposa; por otra parte, tan pronto llegaban los dos a casa ajena, el coronel jamás se ocupa­ba del sino de su esposa. Americo repuso, después de la explicación:

––¿Que nos vea juntos? ¿Y a santo de qué? ¿Es que no nos ha visto juntos muy a menudo?

Estas palabras obligaron a Charlotte a decir a Americo que aquello que había ocurrido en otro tiempo y de otra guisa, actualmente carecía de importancia, pero, de todas maneras, en esta ocasión sabía muy bien de qué se trataba. En tono de negligente consentimiento, el Príncipe observó:

––Eres rara, cara mia.

Pero fuera cual fuese la clase de rareza de Charlotte, el Príncipe procu­raba evitar que, mientras caminaban, fuera abordada por alguien, incluso le advirtió de nuevo, como muy a menudo le había advertido, de lo mucho que ayudaba en semejantes situaciones la intrínseca rareza de las reuniones multitudinarias londinenses, reuniones que eran como un vago, lento y sin sentido ir y venir del oleaje, reuniones que giraban sobre sí mismas como si temieran la amenaza de una conversación suspendida sobre ellas y cuya caída, con los consecuentes y refrescantes remojones y salpicaduras, jamás se producía. Desde luego, Charlotte era rara. Mientras los dos cami­naban, la propia Charlotte lo reconoció. ¿Cómo no iba a ser rara, cuando la situación en que se encontraba presa, y en que Americo también se encontraba preso, llevaba la impronta de su rareza? Ella ya había aceptado, como hemos dicho, su sensación de que, temblando en el aire, se avecina­ba una crisis que los afectaría a todos; cuando estos momentos no eran deprimentes, lo cual constituía la forma que principalmente habían adop­tado para Charlotte, tenían la virtud de ser altamente estimulantes.

Más tarde, en un rincón al que la señora Assingham había llevado a Charlotte con cierta premura, al ver un sofá vacío, después de una sola y atenta detención, esta sensación de crisis quedó agudizada más que amor­tiguada. Fanny había escuchado las palabras de Charlotte: sí, estaba allí en compañía de Americo, pues Maggie, que había llegado con ellos, a los diez minutos cambió de parecer y se fue arrepentida de haber acudido.

Fanny Assingham preguntó:

––¿De modo que se ha quedado usted a solas con el Príncipe?

La contestación de Charlotte a estas palabras determinó que las dos mujeres, de acuerdo con los deseos de ésta, experimentaran la necesidad de cierto aislamiento, y que Fanny Assingham tomara posesión del sofá ya aludido. Estaban las dos juntas, solas, y ––¡con cuánta claridad!–– sola se había ido Maggie, pues su padre, como de costumbre, no había podido venir. «¿Como de costumbre?», pareció preguntarse la señora Assingham, quien manifestó que las renuencias del señor Verver no le habían llamado la atención hasta el presente. A estas palabras, Charlotte repuso que la resistencia de su esposo a efectuar salidas de carácter social había aumen­tado notablemente en los últimos tiempos; pero esta noche, reconoció Charlotte, había alegado que no se encontraba bien. Maggie mostró dese­os de quedarse en casa en compañía de su padre. Sí, aquella noche el Príncipe y Maggie, después de cenar fuera de casa, habían regresado a Portland Place, y de allí habían partido para asistir a la fiesta en compañía de Charlotte. También era cierto que Maggie había acudido sólo para com­placer a su padre, tras suplicar al Príncipe y a Charlotte que fueran sin ella, pero luego Maggie cedió, por el momento, ante las argumentaciones esgri­midas por su padre. Pero aquí, cuando después de la larga espera en el interior del carruaje por fin consiguieron entrar, aquí, decíamos, tan pron­to ascendieron por la escalinata y se hallaron en las estancias, los remordi­mientos dominaron a Maggie, y se negó a prestar atención a ningún géne­ro de razonamientos, por lo que, a estas horas, como dijo Charlotte, los dos seguramente estarían celebrando una fiesta íntima en su casa. Pero Char­lotte también dijo que esto le parecía perfecto, por cuanto nada había en el mundo que les gustara más a los dos que esos paréntesis de felicidad, esas pequeñas celebraciones, esas largas conversaciones con las frases «mañana vendré a verte» y «no, no, seré yo quien vaya a verte a ti», fingi­das reanudaciones de su vida anterior. En ciertos momentos, aquellos dos seres tan queridos parecían niños jugando al juego de las visitas, jugando al «Señor Thompson» y la «Señora Fane», cada uno de ellos albergando la esperanza de que el otro se quedaría a tomar el té. Charlotte estaba segu­ra de que encontraría a Maggie en casa cuando regresara, palabras que fue­ron la contestación que la señora Verver dio, a modo de remate, a la pre­gunta con la que culminó el interrogatorio de haber dicho lo suficiente para dar mucho que pensar a la señora Assingham, cosa que le gustaba mucho más incluso de lo que anteriormente había imaginado. Charlotte, por su parte, tenía también mucho que pensar, pero ahora algo en la expresión de Fanny la inducía a creer que ella, Charlotte, tenía todavía más cosas en que pensar de lo que antes había imaginado.

––¿Ha dicho que su marido está enfermo? ¿Tan enfermo que juzgó que no podía acudir?

––No, querida, no creo que sea así. Si hubiera estado tan enfermo, yo no habría venido.

La señora Assingham preguntó:

––¿Y Maggie estaba preocupada?

––Se preocupa fácilmente, ya sabe. Maggie temía que se tratara de una gripe, enfermedad que, en diferentes ocasiones, aunque jamás con grave­dad alguna, ha afectado a su padre.



––Pero ¿usted no teme que sea la gripe?

Charlotte quedó pensativa. Constantemente había considerado que consultar su caso con la persona con quien más a menudo había consul­tado sus dificultades más íntimas, antes representaría para ella una ayuda que un entorpecimiento más; en este sentido, la consulta venía a repre­sentar la única posibilidad que se le ofrecía, sin ocultar nada, incluso pre­viendo un par de futuros problemas, tentadoramente abierta ante ella. Además, ¿acaso no era cierto que Fanny, en el fondo, casi esperaba y casi necesitaba que ocurrieran cosas? Y esto era así hasta el punto que Fanny quedaría defraudada si Charlotte, además de lo que a la propia Fanny se le hubiera ocurrido ya, no ponía algo entre los dientes de su constante rumiar inquieto, de aquel cultivo del temor del cual nuestra joven ya había tenido atisbos, de que quizá ya hubiera ido «demasiado lejos» en el cultivo de su irreprimible interés en las vidas ajenas. Pero Charlotte, jun­tando una cosa con otra, poco a poco se había dado cuenta de lo que en realidad había ocurrido recientemente, o sea, que los consortes Assing­ham vagando de un lado para otro, igual que todos los invitados, se ha­bían encontrado en la galería por pura casualidad, lo cual ocurrió des­pués de que el coronel, desde su balaustrada, observara, bajo la propicia e intensa iluminación, la pública reunión de Charlotte con el Príncipe. La misma sequedad de este encuentro entre los dos consortes había tenido la virtud, como siempre ocurría, de hacer saltar la chispa de la curiosidad de la esposa, y el marido, conocedor como era de todo lo que en las cosas veía su mujer, le había arrojado, a modo de buen hueso que roer, cierta información acerca de la manera en que una de las jóvenes amigas de la señora Assingham trataba a uno de sus jóvenes amigos. El coronel sabía perfectamente ––ésta era, por lo menos, la liberal presunción de Char­lotte–– que ella no «iba» con nadie, pero Charlotte también sabía que, habida cuenta de las circunstancias, sería inevitablemente sacrificada, de una forma u otra, en aras del mayor interés de las enjundiosas conversa­ciones de la inimitable pareja. Entretanto, el Príncipe también había sacrificado a Charlotte, bajo presiones, pues el Embajador se había acer­cado a él, portador de un mensaje de una persona allegada a la realeza, en presencia de la cual el Príncipe fue conducido; después de este hecho, Charlotte habló durante cinco minutos con Sir John Brinder, que formaba parte del grupo del Embajador y que, un tanto astutamente, se había quedado con ella. Entonces llegó Fanny, que al verlos se dirigió hacia ellos, al mismo tiempo que lo hacía otra persona a la que Charlotte no conocía, pero sí la señora Assingham y Sir John. Charlotte dejó en las competentes manos de su amiga la tarea de conseguir que los otros dos trabaran conversación inmediatamente, y de hallar la manera de hablar con ella en relativo aislamiento. Ésta era la breve historia del desa­rrollo de la sensación en su fuero interno, que ahora contribuía más y más rápidamente a que advirtiera que se le ofrecía una oportunidad de ina­preciable valor, una oportunidad que quizá jamás volvería a ser tan propia para exponer tan vívidamente una idea. La idea de Charlotte estaba allí, ante ella: era aguda, brillante y verdadera, y, sobre todo, suya. Había llega­do a ella por sí sola, nadie la había ayudado, ni siquiera Americo. Él menos que nadie, ya que con toda seguridad nada hubiera querido tener que ver con semejante idea. Expresarla ahora con la debida fuerza ante Fanny Assingham tendría la virtud de impulsar a Charlotte hacia la luz que había visto nacer con más eficacia que cualquier otro resorte que pudiera pulsar, en mucho tiempo. La dirección hacia la que Charlotte quería avanzar era la de su mayor libertad, libertad que era para ella lo más importante en el mundo. En consecuencia, la oportunidad de Charlotte pocos minutos des­pués de que en el rostro de la señora Assingham se formara una expresión de casi imprudente interés había adquirido para Charlotte tan alto valor que bien podemos comparar a Fanny, entre nosotros, y mientras la inten­sidad no menguó, con la persona que sostiene en la mano un pequeño espejo, extendido el brazo al frente, y mira el reflejo de la cabeza un poco vuelta a un lado. Dicho en pocas palabras, jugando inteligentemente con el valor de esta oportunidad, Charlotte contestó a la última pregunta de Fanny con las siguientes palabras:

––¿No recuerda lo que hace poco me dijo en ocasión de no sé qué? ¿Recuerda que me dijo que no temo a nada? En consecuencia, querida, ¡no me haga semejante pregunta!

La señora Assingham replicó:

––¿Puedo preguntarle en qué situación se encuentra actualmente con res­pecto a su pobre marido?

––Ciertamente, querida. Sin embargo, teniendo en consideración que me formula esta pregunta como si quizá yo no supiera quê pensar al efec­to, creo que lo mejor que puedo hacer es lo preciso para que se dé cuenta de que sé perfectamente qué pensar.

La señora Assingham vaciló. Luego, parpadeando un poco, corrió el riesgo:

––¿Y no cree que, dándose el caso de que alguien tuviera que regresar al lado de su marido para ayudarle en un mal momento, la persona más indi­cada sería usted?

Bien, pues, podemos decir que la contestación de Charlotte a semejan­te pregunta quedó visiblemente conformada por el servicio a los más altos valores. Los más altos valores fueron el buen humor, la sinceridad, la clari­dad y, evidentemente, la pura verdad:

––Si pudiéramos ser perfectamente francas y amables la una para con la otra, creo que sería mejor para todos, ¿no cree? Y en el caso de que no podamos serlo, más valdrá que no hablemos, lo cual sería terrible, pues en realidad todavía no hemos comenzado a hablar. Puede usted preguntár­melo todo, cualquier cosa y, quiero que lo sepa, no conseguirá alterarme.

Fanny Assingham rió y repuso:

––Mi querida Charlotte, tenga la absoluta seguridad de que no pretendo alterarla.

––Bueno, yo sólo quería decir, mi muy querida señora, que, aun cuan­do usted estimara imprescindible alterarme, no podría conseguirlo. Na­die puede alterarme, ya que es característica propia de mi situación, la cual no se debe a mis propios méritos, el que yo haya quedado fija, fija, exactamente fija, igual que un alfiler clavado hasta la cabeza en un ace­rico. Estoy situada, y no puedo imaginar a persona alguna más situada que yo. Estoy así.

Ciertamente, Fanny jamás había escuchado palabras en las que se pusie­ra tanto énfasis, y este énfasis produjo en la mirada de Fanny, a pesar de que tenía buenas razones para esforzarse en evitar que la traicionara, una especie de ansiedad de comprensión. Dijo:

––Me atrevería a decir que la definición de la situación en que se encuen­tra, sea cual sea a juicio de usted, no constituye una respuesta a mi pre­gunta.

Tras de una pausa, añadió:

––Y confieso que, a mi parecer, sus palabras me dan mayor motivo para insistir en mi pregunta. Habla usted de ser «franca». Pues bien, ¿cómo puede usted dejar de serlo? Si Maggie se ha ido de aquí, debido a que esta­ba tan preocupada que no se sentía capaz de quedarse, dejando que su marido y usted se mostraran juntos aquí, sin ella, ¿acaso las razones de su preocupación no merecen mayor atención?

Charlotte replicó:

––Si no la merecen se debe a que, en cierta manera, salta a la vista. Para mí no son tales razones, y no lo eran cuando me doblegué a los deseos de Adam de que viniera aquí sin él. Y me doblegué a sus deseos de la misma manera que me doblego a todos sus deseos, siguiendo con ello una norma inquebrantable. Pero esto no altera, desde luego, el hecho de que fuera la hija de mi marido, y no yo, su esposa, quien estimara que, a fin de cuentas, podía ser ella quien se quedara con él, ella quien hiciera el sacrificio, sin olvidar, desde luego, que tiene un marido en quien pensar.

Dichas estas palabras, añadió lo que bien se puede considerar su funda­mento:

––Sencillamente, debo enfrentarme con la verdad; la verdad radica en que Maggie, en líneas generales, piensa más en su padre que en su mari­do. Y mi situación es tal, ¿comprende usted?, que lo que acabo de decir es algo que debo tener en cuenta con carácter muy primordial.

La señora Assingham, exhalando un suspiro, jadeando un poco, aunque procurando ocultarlo, giró el cuerpo hacia un lado, en el sofá, como movi­da por un resorte situado en su interior:

––Si con estas palabras pretende usted insinuar que Maggie no adora al Príncipe...

––No digo que no le adora, sino que no piensa en él. Una cosa no com­porta la otra, en todo caso. Ella le adora de la manera que he dicho. Y, a fin de cuentas, ¿qué razón puede haber para que el Príncipe y yo no nos «mostremos juntos», como usted ha dicho?

Sonriendo, Charlotte dio el siguiente remate a sus palabras:

––Ya nos habíamos mostrado juntos en otro tiempo.

La señora Assingham se limitó durante unos breves instantes a mirarla con fijeza. Luego, dijo con brusquedad:

––Debiera usted sentirse absolutamente feliz. Vive entre gente muy buena.

El efecto de estas palabras fue dejar parada a Charlotte. Sin embargo, en el mismo instante, su rostro se tornó bello, duro y levemente radiante. Charlotte dijo:

––¿Acaso se expresa con palabras un sentimiento tan fatuamente temera­rio? Esto es algo que debe ser manifestado prudentemente con respecto a una, por una persona tan bondadosa que acepte la responsabilidad de decirlo, y de manera que le dé a una la oportunidad de demostrar sus buenos modales, por el medio de no contradecir semejante afirmación. Puede tener usted la seguridad de que jamás sufrirá la desgracia, o lo que sea, de oír mis quejas.

––Ciertamente, querida, eso espero de todo corazón.

Y el espíritu de la mayor de las dos mujeres halló alivio en una carcajada más sonora de lo que sus deseos de reserva aconsejaban.

No prestó Charlotte atención alguna a la demostración de su amiga. Prosiguió:

––Debido a nuestra ausencia después de contraer matrimonio, y a haber estado alejados de ella principalmente durante los largos meses de nuestra estancia en América, Maggie todavía tiene atrasos, todavía tiene pérdidas que compensar, todavía necesita demostrar lo mucho que echó en falta a su padre durante su larga ausencia. Echó de menos su compañía; para Maggie, pase lo que pase, es absolutamente necesario gozar en gran medi­da de ella. En consecuencia, Maggie va acumulando, siempre que puede, períodos de compañía de su padre, un poco aquí, un poco allá, hasta lle­gar a gozar de ella en esa gran medida que antes he dicho. El hecho de que no vivamos bajo el mismo techo, hecho que, me apresuro a aclarar, sólo ofrece ventajas, es causa y razón de que Maggie vea a su padre más a menu­do que cuando vivían juntos en una misma casa. Para tener la seguridad de ver a su padre, está siempre concertando citas con él y organizando en­cuentros, lo cual no tenía que hacer cuando vivían juntos.

Después de una pausa, prosiguió implacablemente:

––Pero a Maggie le gusta organizar, le gusta de manera muy especial, y la consecuencia de que tengamos hogares separados es, en realidad, el mayor contacto e intimidad entre ella y su padre. Por ejemplo, lo que ha ocurri­do hoy ha sido prácticamente el resultado de una maquinación. Maggie prefiere tratar a su padre a solas. Y mi marido también prefiere tratar a solas a su hija. A eso me refería cuando dije anteriormente que estoy situa­da, fija. Y lo más importante en la vida es, como dicen ellos, que cada cual sepa el lugar que le corresponde.

Charlotte coronó su argumentación diciendo:

––¿Y no le parece a usted que esto también sitúa y fija al Príncipe?

En ese momento Fanny Assingham tuvo la impresión de que le hubieran puesto delante un gran plato colmado de alimentos y la hubieran invitado a que su inteligencia se cebara en la ofrenda, pues muchas y muy fuertes fueron las palabras intencionadas en el notable parlamento de Charlotte. Pero Fanny Assingham también comprendió que abalanzarse libremente sobre el plato, gozar con libertad de él ––además de que carecía del tiempo preciso para ello–– podía producir el efecto de alejar la mano que se lo ser­vía, alterar el orden y disposición de las cosas, y, dicho vulgarmente, armar un cisco. En consecuencia, después de pensarlo debidamente, Fanny cogió solamente una ciruela:

––¿Tan situada y fija queda usted que se ve obligada a tomar medidas?

––Debo tomarlas, ciertamente.

––¿Y el Príncipe también, si es que piensa como usted?

––Ni más ni menos, a mi parecer.

La señora Assingham preguntó:

––¿Y el Príncipe también toma medidas para cobrarse sus atrasos?

Esta pregunta había brotado espontáneamente de sus labios, fue como otra porción de comida de aquel gran plato, que la tentó irresistiblemen­te. En el mismo instante de pronunciar estas palabras tuvo la impresión de haber manifestado su pensamiento más claramente de lo que había queri­do, pero enseguida comprendió que debía seguir el camino iniciado con la mayor sencillez cualquiera que fuese el riesgo, y la mayor sencillez con­sistía en hablar con tranquila audacia:

––¿Cobrarse sus atrasos, quería decir, por el medio de visitarla a usted?

Sin embargo, Charlotte replicó, tal como su amiga diría, sin pestañear siquiera. Negó con un movimiento de cabeza, aunque con bella serenidad, y dijo tranquilamente:

––Nunca viene.

Fanny Assingham exclamó:

––¡Oh!


Con lo cual se sintió un poco estúpida. Charlotte dijo:

––Así es. A pesar de que podría hacerlo, de todos modos.

Fanny, todavía sumida en vaguedad, preguntó:

––¿«De todos modos»?

Pero en esta ocasión Charlotte no oyó la pregunta porque su mirada, vagando a lo lejos, había quedado fija. El Príncipe volvía a estar presente. El Embajador seguía al lado del Príncipe, y a ellos se unió un personaje vestido de uniforme, viejo hombrecillo, evidentemente del más alto rango militar, tachonado de cruces y medallas. Esto dio a Charlotte tiempo para proseguir:

––Hace tres meses que no viene. ––A continuación, como si tuviera aún en el oído la última palabra de su amiga, dijo:

––Sí, «de todos modos» podría venir. Pero el Príncipe ha decidido hacer lo contrario. En la situación en que me encuentro también yo podría visi­tarle. Es absurdo que él y yo no podamos reunirnos.

Fanny Assingham observó:

––Se han reunido... esta noche.

––Efectivamente; por el momento, así es. Pero lo que quería decir es que, habida cuenta de la situación en que tanto él como yo nos encontramos, yo puedo visitarle.

Con casi escandalizada solemnidad, Fanny Assingham preguntó: ––¿Y lo hace?

El notar que la señora Assingham «se pasaba» en el tono de sus palabras indujo a Charlotte a querer darle una cierta gravedad a la situación, a in­fundirle ironía, a observar durante unos instantes un toque de alto el fue­go. Después dijo:

––Lo he hecho. Pero esto carece de importancia, y he hablado de ello sólo para mostrarle los efectos que nuestra situación produce. Esencial­mente, el Príncipe y yo nos hallamos en la misma situación. Ahora bien, su situación es asunto suyo; yo sólo quiero hablar de la mía.

La señora Assingham declaró:

––Su situación es perfecta, querida.

––No digo que no lo sea. En realidad, globalmente considerada, creo que lo es. Y, tal como le he dicho, no me quejo. Sin embargo, debo represen­tar el papel que esta situación exige de mí.

Con un irreprimible estremecimiento, la señora Assingham preguntó: ––¿«Representar»?

––¿Acaso no es una representación aceptar la situación? Yo la acepto. ¿Qué menos puedo hacer?

––Quiero que se convenza, por lo menos, de que es usted una persona muy afortunada.

––¿A eso lo llama «por lo menos»? Desde el punto de vista de mi libertad, yo lo llamo «por lo más». En fin, poco importa la manera en que califi­quemos mi situación.

Pero la impaciencia de la señora Assingham prevaleció sobre la discipli­na de su mente:

––De todas maneras, no permite que su situación la induzca a pensar excesivamente en su libertad.

––Ignoro lo que significa para usted «excesivamente». Pienso en la liber­tad tal como yo la entiendo, ¿o acaso puedo pensar en ella de otra mane­ra? Usted misma pensaría en su libertad si el coronel le diera la clase de libertad de que yo gozo. Y no tengo por qué decirle, ya que sus conoci­mientos en todas las materias son superiores a los míos, qué es lo que más importancia tiene en la libertad.

Después de una pausa, Charlotte prosiguió:

––Usted, en lo tocante a la libertad, sólo conoce personalmente el estado de no necesitarla ni echarla en falta. Su marido jamás la trata como a una mujer que para él tenga menos importancia que otra.

Jadeando ahora sin disimulos, Fanny dijo:

––¡No hable de otras mujeres! ¿Considera que el perfectamente natural interés del señor Verver por su hija...?

Charlotte terminó con gran presteza la frase iniciada por su amiga:

––¿... constituye el más grande afecto que es capaz de sentir? Pues sí, seño­ra, sin la menor duda. Y así es, a pesar de que he hecho todo lo que he podido para inspirarle un mayor afecto. Lo he hecho todo, con ansia, con entusiasmo, y ésta ha sido mi tarea mes tras mes. Pero no lo he consegui­do, y esta noche he tenido ocasión, una vez más, de darme cuenta de ello con toda claridad. He albergado vanas esperanzas, ya que, tal como le dije, en su momento fui advertida debidamente.

Y, como sea que Charlotte no vio en el rostro de su amiga rastros de guar­dar semejante recuerdo, le dijo:

––Mi marido me dijo que quería casarse conmigo porque yo podía ser útil a su hija.

Después de lo cual, esbozó una maravillosa sonrisa y concluyó:

––Y ya ve, lo soy.

Durante unos instantes poco faltó para que Fanny Assingham dijera que esto, precisamente, era lo que ella no alcanzaba a ver. Y a punto estuvo de añadir: «A mi juicio, no ha hecho usted absolutamente nada por que los proyectos del señor Verver se convirtieran en realidad, ya que ahora, según lo que usted dice, Maggie no piensa menos en él, sino que piensa más. ¿Cómo es posible, pues, que con tan gran remedio todavía quede en tan considerable medida el mal que se pretendía remediar?». Pero se calló a tiempo, porque tenía conciencia, sobre todo, de la existencia de realidades todavía más profundas que las que ella había osado temer, que allí había «más cosas» que las insinuadas en cuanto Charlotte había con­fesado ––y debemos tener en cuenta que Fanny Assingham era una enten­dida en confesiones––, por lo que Fanny, al tener la impresión de no saber en qué punto debía poner freno a su tolerancia, y al tener la impresión de no saber en qué punto debía dejar de dar su activa aprobación y, sobre todo, al no saber en qué punto dar consejos sería un acto precipitado, decidió adoptar las sencillas apariencias de no medir ni pesar la actitud de su joven amiga. El único problema radicaba en que Fanny se dio cuenta inmediatamente de que se excedía en la adopción de dichas apariencias. Esto la había llevado a reaccionar con excesiva brusquedad y a prescindir de todo, diciendo:

––Con toda franqueza, ¡no entiendo nada de cuanto me ha dicho!

Charlotte reaccionó inmediatamente y se le sonrojó perceptiblemente la cara. Durante unos instantes tuvo la misma expresión que su amiga había adquirido, y pareció que en su interior se alzaran veinte protestas que cerraban el camino de comunicación con su amiga. Pero Charlotte tenía que hacer una selección, y su selección era siempre la más acertada posi­ble. Ahora eligió certeramente, debido sobre todo a que su respuesta no fue de enojo, sino de tristeza:

––¿Me abandona usted?

––¿Abandonarla yo?

––¿Me abandona precisamente en el momento en que, a mi parecer, más merezco la lealtad de una amiga? Si lo hace, será usted injusta conmigo. Más aún, será cruel. No me parece digno de usted el que finja desear eno­jarse conmigo para, de esa manera, disimular su abandono.

Charlotte hablaba con la más noble moderación de tono, y la imagen de alta, pálida y luminosa desilusión que ahora ofrecía, como la de un ser paciente y desolado en su esplendor, producía una impresión tan firme­mente impuesta que la propia Charlotte podía medirla en toda su intensi­dad, y gozar de ella hasta la última gota, como suele decirse, con una per­fección carente del más leve matiz vulgar de triunfo. Charlotte terminó su demostración, aunque sólo lo hizo en aras de la verdad:

––¿Y qué significa enojarse conmigo sino negarme el derecho a recono­cer las condiciones anejas al trato que cerré?

En el momento en que apartaba la vista de Fanny Assingham y volvía la cabeza hacia un lado, concluyó:

––Da igual, porque puedo cumplirlas sola.

Charlotte había vuelto la cabeza para dar la bienvenida al Príncipe y al Embajador que, habiendo terminado su conversación con el Mariscal de Campo, estaban ahora allí y le habían dirigido ya una frase, de lo cual se dio cuenta; pero la frase en cuestión no consiguió atravesar la dorada aure­ola en la que el pensamiento de la joven estaba inmerso en aquellos mo­mentos. Charlotte había demostrado lo que se había propuesto demostrar, lo había demostrado concienzudamente y de una vez para siempre, por lo que no tenía necesidad alguna de insistir; su triunfo quedaba reflejado en el rostro de los dos distinguidos caballeros que se encontraban ante ella, con su expresión de inconfundible admiración ante el aspecto excepcio­nalmente radiante de nuestra joven amiga. Al principio, Charlotte se limi­tó a contemplar ese reflejo sin fijarse en la forma mucho menos adecuada que este mismo reflejo podía adoptar en la cara de la pobre Fanny, la pobre Fanny que se había quedado en la situación de mirar el «tanteo» conse­guido por Charlotte en aquel juego, «tanteo» que ésta había escrito en la pared con sólo unos cuantos trazos rápidos. Después Charlotte escuchó lo que el Embajador le decía, en francés, lo cual era, sin duda, repetición de lo que antes le había dicho:

––En très-haut lieu se ha expresado el deseo de su presencia, Madame; yo he asumido la responsabilidad, por no hablar ya del honor, en mi calidad de su más respetuoso amigo, de hacer lo preciso para abreviar tan augusta impaciencia.

Dicho en otras palabras: el más alto personaje que quepa imaginar, de acuerdo con la extraña fórmula empleada en las sociedades sujetas a los más altos personajes que quepa imaginar, había ordenado que «fueran a buscar» a Charlotte, quien con gran sorpresa exclamó:

––¿Y qué quiere de mí?

Mientras Charlotte decía estas palabras, cobraba conciencia de que el pasmo de Fanny había tenido ahora la ocasión de subir de punto en gran manera y, acto seguido, a los oídos de Charlotte llegaron las pala­bras del Príncipe, autoritarias e incluso dotadas de cierta perentoria sequedad:

––Debes ir inmediatamente. Te han convocado.

El Embajador, sirviéndose también de la autoridad, se las arregló para coger la mano de Charlotte, que pasó su brazo; en el momento de poner­se en marcha en compañía del Embajador, Charlotte se dio cuenta de que Americo se había vuelto hacia Fanny Assingham, aun cuando solamente para excusarla a ella. Las explicaciones que tuviera que dar a Charlotte se las daría Americo después, aun cuando seguramente ella habría ya com­prendido por sí misma la situación. Sin embargo, ante Fanny, él se limitó a reír, con el evidente fin de expresar de esta manera a su infalible amiga que, en su caso, las explicaciones sobraban.


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