La Copa Dorada



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Capítulo X

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Hablar de este asunto de esta manera produjo al fin una sensación de ali­vio al señor Verver.

––Sí, vendrán otras, pero tú me sacarás del atolladero.

Maggie dudó:

––¿Quieres decir que te sacaré del atolladero en caso de que tú cedas?

––¡Oh, no! Quiero decir que me ayudarás a salir del trance sin ceder.

Maggie volvió a guardar silencio durante un rato. Cuando habló, hubo en sus palabras cierta brusquedad:



––¿Y por qué has de resistirte siempre?

Ni siquiera estas palabras le sobresaltaron, por la costumbre que tenía de aceptar todo, absolutamente todo lo que procediera de Maggie, como armonioso. Sin embargo, también cabía advertir, por manifestarlo en toda su persona, que resistirse no podía ser su actitud natural o adquirida por obra y gracia de la costumbre. Las apariencias del señor Verver daban tes­timonio de que quizá tuviera que resistir largo tiempo, un tiempo relativa­mente largo habida cuenta de que era hombre harto asediado. Estas apa­riencias en modo alguno traían a la mente la idea de pocas facultades y rudeza de los sentidos, a pesar de que el señor Verver era hombre menu­do, flaco, con aspecto algo rancio y carente de la general prerrogativa de la buena presencia. No sería por la masa, el peso o la vulgar cantidad física por lo que el señor Verver insistiría, resistiría o prevalecería en el futuro, como tampoco lo había hecho en el pasado. En él había algo que trans­formaba su posición en todas las ocasiones, que llevaba su relación social o de grupo en escena al fondo del escenario, había en él una casi visible carencia consciente de afinidad con las candilejas. Lo que menos le hubie­ra gustado ser era director de escena o el autor de la obra, porque se encuentra siempre en primer término. En el mejor de los casos, hubiera sido el hombre que financia el espectáculo, el que vigila sus intereses entre bambalinas, aun cuando confesara su ignorancia en lo tocante al arte escé­nico. Sólo un poco más alto que su hija, jamás se amparaba en los derechos de su presunta superior corpulencia. Ya en su juventud había perdido gran parte de su cabello crespo y rizado, que encontraba su réplica en una bar­bita recortada, tan recortada que apenas cabía calificar de barba completa, que llevaba a modo de detalle personal para suplir la falta de uno caracte­rístico en los labios, las mejillas o el mentón. Su cara descolorida y de limpios trazos estaba dotada de los rasgos meramente indispensables, sugería in­mediatamente, a efectos de calificarla, la palabra «clara» y, dentro de esta calificación, traía a la mente la idea de un cuarto pequeño y decente, bien barrido, sin el engorro de mobiliario y con la ventaja, como ahora podía advertirse, de la perspectiva que se divisaba desde sus dos amplias ventanas sin cortinas. Los ojos de Adam Verver causaban la impresión de dar entrada por igual a la mañana y a la noche, en insólitas magnitudes, lo cual confe­ría a la modesta zona de aquel cuarto una proyección externa «grande», incluso cuando sólo había estrellas en el exterior. Aquellos ojos eran pro­fundamente azules, de un azul siempre cambiante, y, a pesar de no ser románticos, resultaban juveniles y casi extrañamente bellos, dotados de una ambigüedad que impedía a uno saber a ciencia cierta si lo que expre­saban principalmente era la visión de su poseedor o si se abrían a la visión externa. Fuera lo que fuese lo que uno pensara, aquellos ojos infundían carácter a la cara, de manera que, se encontrara uno donde se encontrara jamás quedaba fuera de su alcance, y se movían en busca de comunidad o de oportunidad, y sin poder saber con certeza de qué se trataba, por cuan­to el objeto tanto podía estar ante ellos como detrás de ellos. Para no extendernos excesivamente, diremos que los otros rasgos de su persona también eran en todo atenuados; su característica menos acallada radicaba en su atuendo, adoptado de una vez para siempre, con cierta especie de criterio revelador de algo parecido a los escrúpulos suntuarios. Todos los días del año, fuera cual fuese la ocasión, el señor Verver llevaba una cha­queta negra, de chaqué, corta, a la moda de sus tiempos juveniles, panta­lones de fresco aspecto, a cuadros blancos y negros, con cuyas prendas esti­maba invariablemente el señor Verver que armonizaba una corbata de seda azul. Sobre su abultado estómago, con rara indiferencia a climas y estaciones, llevaba un chaleco blanco cruzado.

El señor Verver preguntó:

––¿De verdad que te gustaría que me casara?

Hablaba como si semejante idea, por provenir de su hija, fuera real­mente digna de consideración, hasta el punto de que, si su contestación era afirmativa, se mostraría dispuesto a ponerla en práctica.

Sin embargo, Maggie todavía no se hallaba en situación de dar su pare­cer de un modo tajante, aun cuando, mientras lo pensaba, acudía clara­mente a su mente una verdad relacionada con lo anterior.

––Lo que pienso es que antes había algo que era bueno y que yo, no sé cómo, he transformado en malo. Era bueno el que no te hubieras vuelto a casar y el que no causaras la impresión de querer casarte de nuevo.

Después de una pausa, prosiguió:

––También parecía natural que el problema de volver a casarte no se planteara. Esto es lo que yo he alterado. El problema se plantea y se plan­teará.

En tono de alegre duda, el señor Verver preguntó:

––¿Crees que no podré soslayar el problema?

––Bueno, lo que quiero decir es que, con mi actuación, te he creado la necesidad de tener que soslayarlo.

Le gustó la ternura que estas palabras entrañaban, lo cual le indujo a pasar el brazo por la cintura de su hija, sentada a su lado:

––La verdad es que no tengo la impresión de que te hayas alejado mucho de mí. Es algo así como si te hubieras mudado a la casa contigua a la mía.

––No considero justo haberte dado un empujón y dejarte ahí, en el sitio en que mi empujón te ha dejado. He cambiado la situación y debo pensar en el cambio.

En tono benévolo, el señor Verver preguntó:

––¿Y qué es lo que piensas?

––Eso es, precisamente, lo que todavía no sé. Debo descubrirlo. Tenemos que pensar juntos, que es lo que siempre hemos hecho.

Después de otro momento de silenciosa meditación, Maggie prosiguió:

––Ahora me doy cuenta de que, por lo menos, hubiera debido ofrecerte una alternativa. Sí, hubiera debido encontrarla.

––¿Una alternativa a qué?

––A quedarte sin lo que has perdido sin hacer nada para remediarlo.

––¿Y qué he perdido?

Maggie pensó durante unos momentos, como si tuviera dificultades en expresarlo, a pesar de verlo claramente:

––Aquello, fuera lo que fuese, que antes era causa de que no pensáramos en lo que ahora estamos pensando, y que, como tú dirías, te mantenía fuera del mercado. Parecía que tú no pudieras estar en el mercado mien­tras seguías casado conmigo. 0 mejor dicho, parecía que yo, al estar casa­da contigo, mantuviera inocentemente a la gente fuera del mercado. Aho­ra me he casado con otra persona y, en consecuencia, no estás casado con nadie. Por lo tanto, puedes casarte con cualquiera, puedes casarte con to­das. La gente no ve por qué no te casas con ella.

Con benevolencia el señor Verver preguntó:

––¿Y no crees que es razón suficiente el que yo no quiera?

––Sí, es razón suficiente. Pero para que realmente lo sea te ha de costar muchas molestias. Quiero decir que te ocasionará molestias a ti. Ha de sig­nificar una lucha muy dura. Si me preguntas qué has perdido, te contesta­ré que el no tener estas molestias, el no tener que luchar. Esto es lo que has perdido: la ventaja, la felicidad de ser exactamente lo que eres, debido pre­cisamente a ser yo lo que era. Esto es lo que echas de menos.

A estas palabras, el padre replicó:

––En consecuencia, ¿crees que debo casarme para volver a ser lo que era antes?

El tono de indiferencia con que pronunció estas palabras ––indiferencia con la que inocentemente quería divertir a su hija, dándole muestras de sus deseos de satisfacerla–– consiguió arrancar de la gravedad de Maggie una corta y ligera carcajada. Ella dijo:

––Bueno, lo que yo no quiero es que pienses que si te casaras, yo no lo comprendería.

La Princesa remató estas palabras, dulcemente, con las siguientes:

––Debo comprenderlo. Y esto es todo.

El señor Verver, en tono complacido, advirtió:

––Pero no llegas al punto de querer que me case con alguien que no me gusta...

La Princesa suspiró y repuso:

––Papá, sabes muy bien hasta qué punto llego, hasta qué punto puedo lle­gar. Realmente, sólo deseo que si algún día alguien te gusta, jamás dudes de que me consta que he sido yo la que, con mi actitud, ha dado pie a ello. Siempre sabrás que reconozco que la culpa es mía.

Pensativo, el padre preguntó:

––¿Quieres decir que tú serás quien acepte las consecuencias?

Maggie pensó en silencio, y dijo:

––Dejaré que aceptes todas las consecuencias buenas y yo aceptaré las malas.

––Me parece muy noble por tu parte.

El señor Verver resaltó el sentido de estas palabras acercando el cuerpo de Maggie al suyo y sujetándola con el brazo más tiernamente. Añadió:

––Esto es cuanto puedo esperar de ti. Por lo tanto, en la medida en que me hayas perjudicado, podemos considerar que ahora me has resarcido: estamos en paz. Te avisaré con la debida antelación si veo la posibilidad de que tengas que cumplir tu promesa.

Hizo una pausa y prosiguió a los pocos instantes:

––Pero, entre tanto, ¿debo entender que si bien estás dispuesta a ayudar­me en mi hundimiento, no lo estás tanto, o no lo estás en absoluto, a ayu­darme en mi resistencia, y que debo portarme como todo un mártir para que tú sientas la inspiración de ayudarme?

Maggie puso reparos a la forma en que su padre se había expresado:

––Bueno, si te gusta la persona de que se trate, no será un hundimiento.

––En ese caso, ¿a santo de qué hablar de ayudarme? Sólo me hundiré si me gusta. Pero tengo la impresión de que no quiero que me guste.

Dichas estas palabras, el señor Verver modificó su sentido de la siguien­te manera:

––Quiero decir, salvo en el caso de tener la seguridad de que realmente lo quiero. Y no quiero tener la obligación de pensar o creer que me gusta en el caso de que realmente no me guste.

Después de una pausa, confesó:

––Y esto es algo que me he visto obligado a hacer en otra clase de asun­tos. No quiero obligarme a cometer un error.

Maggie comentó:

––Me parece horroroso que te veas en el caso de temer que ocurra o, por lo menos, de pensar con inquietud en ello. ¿Y qué demuestra esto sino que, en tu fuero interno, sientes un vacío, o sea, que eres sensible a esta posibi­lidad?

Defendiéndose de un ataque que no era tal, el señor Verver repuso:

––Quizá sí, quizá demuestre lo que tú dices, pero también demuestra, a mi parecer, que en la clase de vida que llevamos abundan las mujeres encantadoras y temibles.

Maggie meditó unos instantes estas palabras. Sin embargo, con el pre­texto de su silenciosa meditación, pasó rápidamente de lo general a lo particular:

––¿Consideras que la señora Rance es encantadora?

––Bueno, considero que es temible. Y cuando una mujer así decide hacer­le a uno víctima de su encantamiento, temible equivale a encantadora. Creo que la señora Rance es capaz de cualquier cosa.

Muy decidida, la Princesa añadió:

––En ese caso te ayudaré; te ayudaré a defenderte de ella, si te sirve para algo mi ayuda. Realmente es curioso que la señora Rance haya llegado a ser nuestra invitada. Yya que has hablado de la clase de vida que llevamos, debo decir que, en su mayor parte, es también curiosa y rara.

Basándose en estas palabras, Maggie concluyó:

––La verdad es que comparándonos con la otra gente, tengo la impresión de que no llevamos vida alguna. Ysi no es así, por lo menos estoy segura de que no llevamos ni siquiera la mitad de la vida que podríamos llevar. Pero me parece que Americo piensa lo mismo. Y tengo la seguridad de que Fanny Assingham es del mismo parecer.

El señor Verver, como si el respeto que le merecían las personas men­cionadas le obligara a ello, meditó con cierta gravedad y preguntó:

––¿Qué clase de vida quisieran que lleváramos?

––Bueno, no creo que estén plenamente de acuerdo con este punto.

Fanny piensa que deberíamos vivir con más nobleza.

El señor Verver repitió en tono vago:

––¿Nobleza? ¿YAmerico piensa lo mismo?

La Princesa repuso inmediatamente:

––¡Oh, sí, sí! Pero Americo no se preocupa. Quiero decir que le da igual el modo en que vivimos. Estima que es asunto de nuestra competencia y basta. Ahora bien, Fanny considera que Americo se porta de una manera magnífica. Digo magnífica por aceptarlo todo tal como es, por aceptar las «limitaciones sociales» de nuestro vivir, por no echar en falta todo lo que no le proporcionamos.

El señor Verver observó:

––Bueno, pues si Americo no lo echa en falta, su magnífico comporta­miento entraña pocas dificultades.

––Efectivamente, le resulta fácil. Es lo que yo creo también. Si realmente echara en falta ciertas cosas y, a pesar de ello, se comportara siempre de manera dulce e irreprochable, no cabe duda de que sería una especie de héroe de méritos más o menos ignorados. La verdad es que Americo puede ser un héroe y, en caso necesario, sería un héroe. Pero lo sería por motivos algo más importantes que nuestra monotonía.

La Princesa calló, luego con convencimiento añadió:

––No tengo la menor duda de que Americo es realmente magnífico.

Después de meditar estas palabras, volvió a abordar el tema con el que había comenzado esta última argumentación:

––De todas maneras, no estamos ligados a nada que merezca la califica­ción de estúpido. Si debemos vivir con más nobleza, como Fanny piensa, podemos hacerlo. Nada hay que lo impida.

Adam Verver inquirió:

––¿Se trata de una estricta obligación moral?

––No, es una cuestión de diversión.

––¿De quién? ¿De Fanny?

––De todos, aunque estimo que sería en gran parte de Fanny.

Maggie dudó. Causaba la impresión de que ahora tuviera que decir algo más. Por fin añadió:

––A poco que profundicemos en la cuestión, se trataría principalmente de diversión tuya.

Hizo una pausa y prosiguió valerosamente:

––Verdaderamente no me hace falta pensar mucho para darme cuenta de que podemos hacer en tu beneficio mucho más de lo que estamos hacien­do.

El señor Verver emitió un extraño y vago sonido que precedió a sus pala­bras:

––¿No crees que es mucho lo que haces, cuando sales a pasear conmigo y hablas como has hablado?

Con una sonrisa, Maggie dijo:

¡Bueno, damos demasiada importancia a estos paseos!

Luego, explicó:

––Darlos es bueno y es natural, pero no tiene nobleza. Olvidamos que somos libres como el aire.

El señor Verver arguyó:

––¡Pero esto tiene nobleza!

––Lo tiene si sacamos el debido provecho. Si no, no.

Maggie seguía sonriendo, el señor Verver correspondió a su sonrisa, aun cuando un tanto intrigado e impresionado por una intensidad que con­trastaba con el tono ligero en que habló:

––¿Qué quieres que haga?

Como sea que Maggie no dio contestación a la pregunta, el señor Verver añadió:

––Me parece que algo te propones.

En aquellos instantes el señor Verver advirtió con claridad que, desde principio de la charla, su hija le había estado ocultando algo, y que esta impresión, en más de un momento, a pesar del respeto teórico que tenía hacia el actual derecho de su hija a reticencias y secretos personales, casi había dejado de ser vaga para él. Desde el principio había habido algo en la expresión de ansiedad de sus ojos y en el modo en que de vez en cuan­do perdía el hilo de sus pensamientos, que explicaba perfectamente la impresión del señor Verver. Ahora estaba totalmente seguro:

––Me has estado ocultando algo.

El silencio de Maggie confirmó las palabras de su padre. Por fin, habló:

––Bueno, cuando te lo diga lo comprenderás. Se trata de una carta que he recibido esta mañana. Durante todo el día no he hecho más que pen­sar en ello. Me he estado preguntando si éste sería el momento oportuno para preguntarte, e incluso si sería justo preguntártelo, si actualmente te sientes capaz de soportar a otra mujer.

El señor Verver se sintió un tanto aliviado; sin embargo, la amable con­sideración que para con él había tenido Maggie en sus palabras había dado a éstas un carácter un tanto importante. Preguntó:

––¿«Soportar» has dicho?

––Bueno, que venga a pasar una temporada aquí.

El señor Verver la miró y luego se echó a reír:

––Depende de quién sea.

––¿Lo ves? Lo que me ha inducido a pensar tanto ha sido averiguar si esta persona concreta representaría para ti otra molestia. Pero me constaba que, fuera quien fuese esta persona, te considerarías obligado a seguir tu exagerado criterio en lo referente a tratarla con amabilidad.

Estas palabras motivaron que sacudiera nerviosa y rápidamente un pie. Preguntó a la joven:

––¿Y hasta qué punto se considerará ella obligada a ser amable conmigo?

Su hija replicó:

––Lo sabes muy bien, porque se trata de Charlotte Stant.

––¿Charlotte? ¿Viene aquí?

––Me ha escrito diciéndome que le gustaría venir, si nosotros la invitá­ramos.

Como si esperase más revelaciones, siguió mirando a su hija. Luego, al advertir que ya le había dicho todo cuanto tenía que decirle, relajó la ex­presión de su cara. Si no había más, el asunto era muy simple. Dijo:

––¿Pues por qué no?

La cara de Maggie volvió a iluminarse, pero ahora con otra luz.

––¿No es una falta de tacto?

––¿Invitarla?

––Proponerte que la invites.

––¿Que yo la invite?

El señor Verver había formulado la pregunta como si fuera el efecto del resto de vaguedad que quedaba en su mente, pero, al mismo tiempo, las palabras tuvieran otro efecto diferente. Maggie meditó unos instantes; des­pués, como llevada por un arrebato de entusiasmo, exclamó:

––¡Sería maravilloso que fueras tú quien la invitara!

Evidentemente, ésta no había sido su idea primitiva, sino que las pala­bras de su padre le habían proporcionado la oportunidad de formularla. El señor Verver dijo:

––¿Quieres decir que sea yo personalmente quien le dirija la carta?

––Exactamente. Sería un gesto de amabilidad, sería un gesto muy boni­to por tu parte. Siempre y cuando, desde luego, puedas hacerlo sincera­mente.

Durante unos instantes, causó la impresión de preguntarse a santo de qué no iba a poder hacerlo sinceramente, y preguntarse asimismo qué tenía que ver la sinceridad con aquel asunto. Esta última virtud, en las rela­ciones entre el señor Verver y la amiga de su hija, se había dado siempre por supuesta. Observó:

––Hija mía, puedes estar segura de que no temo a Charlotte.

––No sabes cuánto me gusta lo que acabas de decir. Yya que no la temes en absoluto, la invitaré inmediatamente.

––¿Y puede saberse dónde se encuentra ahora?

El señor Verver había hablado como si no hubiera pensado en Char­lotte, como si ni siquiera hubiera oído pronunciar su nombre desde hacía mucho tiempo. En realidad, parecía que le hubiera producido una sensa­ción amistosamente divertida el recordar a Charlotte Stant. Su hija repuso:

––Se encuentra en un pequeño balneario de la Bretaña invitada por unas personas a quienes no conozco. Siempre está invitada en casa de alguien, la pobrecilla. No le queda otro remedio, ni siquiera, como a veces le ocu­rre, cuando no siente gran simpatía hacia las personas que la invitan.

––Bueno, yo diría que nosotros le gustamos.

––Sí, afortunadamente le gustamos.

Después de una pausa, Maggie añadió:

––Y si no tuviera miedo de aguarte la fiesta, incluso te diría que tú no eres quien menos le gusta de entre todos nosotros.

––¿Y por qué esto ha de aguarme la fiesta?

––Oh, papá, lo sabes perfectamente. ¿De qué hemos estado hablando, sino de esto? Gustar a alguien es muy oneroso para ti. Precisamente por esto no me atrevía a hablarte de la carta.

Miró en silencio a su hija, como si el tema de que habían estado hablan­do se hubiera transformado en otro irreconocible. Dijo:

––Las visitas de Charlotte nunca me han costado nada. Sonriendo, Maggie repuso:

––No, sólo los gastos propios de tener un invitado.

––Si sólo se trata de eso, carece de importancia, creo yo.

Sin embargo, era evidente que la Princesa deseaba ser sincera:

––Bueno, quizá no sólo se trata de eso. Si creo que será agradable que Charlotte pase una temporada con nosotros, se debe a que también creo que su presencia supondrá un cambio.

––¿Y qué mal hay en ello, si el cambio es para bien?

Con su sonrisa, la Princesa reveló la conciencia de su triunfal visión:

––¡Lo ves! Si reconoces la posibilidad de que se produzca un cambio para bien, resulta que, a fin de cuentas, no estamos tan formidablemente bien. Quiero decir que, en cuanto a familia, no estamos tan intensamente satis­fechos, ni nos divertimos tanto como creíamos. En el caso de que estamos hablando, vemos posibilidades de una mayor nobleza.

Sorprendido, preguntó:

––¿Crees que Charlotte Stant puede darnos mayor nobleza?

Mirando fijamente a su padre, Maggie le dio una respuesta digna de atención:

––Eso creo. Realmente mayor.

El señor Verver pensó, ya que se trataba de un tema que se había ofreci­do bruscamente a su atención y quería penetrar a fondo en él:

––¿Debido a lo bella que es?

Casi con solemnidad, Maggie contestó:

––No, debido a lo «señora» que es.

––«¿Señora?»

––Señora en su carácter, en su manera de ser, en su espíritu, en su vida.

––¿Sí? ¿Y qué ha hecho en la vida?

––Ha sido valerosa e inteligente. Lo que acabo de decir quizá parezca excesivo, pero se ha comportado con valentía e inteligencia ante proble­mas que muchas otras chicas no hubieran podido resolver. No tiene a nadie, absolutamente a nadie en el mundo. Sólo tiene conocidos que, de una manera u otra, se aprovechan siempre de ella, y algunos parientes leja­nos, que tienen tanto miedo de que se aproveche de ellos que rara vez le permiten que los visite.

El señor Verver quedó un tanto intrigado y, como de costumbre, en vis­tas a un propósito:

––¿Y si la invitamos para que mejore nuestro vivir, no nos aprovechamos también de ella?

Estas palabras desconcertaron a la Princesa, aunque sólo durante un instante:

––Nosotros somos viejos, muy viejos amigos suyos, y en cierta manera tam­bién le hacemos un favor. Además, y en cuanto a mí respecta, en el peor de los casos, siempre la admiraré más de lo que me aproveche de ella.

––Comprendo. Eso siempre es bueno.

Maggie dudó antes de decir:

––Desde luego, a Charlotte esto le consta. Quiero decir que sabe perfec­tamente el alto concepto que tengo de su valentía y de su inteligencia. No tiene miedo, a nada teme, sin embargo jamás se toma libertades, como si en realidad tuviera un miedo atroz. Además, es interesante, lo que les falta a muchas otras personas con muchos más méritos de otra naturaleza.

Esta chispa de sabiduría no sólo iluminó una verdad, sino que amplió la visión de la Princesa:

––Yo, desde luego, por mi manera de ser nunca me tomo libertades, ello se debe a que siempre siento temor de algo. Es innato. Yasí vivo. Con vagos acentos, su padre murmuró:

––Vamos, hija, vamos...

Maggie insistió:

––Sí, vivo aterrada.

Sin perder la placidez, el señor Verver advirtió:

––No conseguirás convencerme de que no vales tanto como Charlo­tte Stant.

––Quizá sea tan buena como ella, pero carezco de su nobleza de espíritu, y de nobleza estábamos hablando. Está dotada de gran imaginación. En todos los aspectos, ha adoptado una actitud noble. Sobre todo, tiene gran­deza de conciencia.

En estos momentos, quizá más que en cualquier otro anterior, Maggie se dirigía a su padre con cierto matiz de conceptuación absoluta en su tono. Jamás se había atrevido tanto a decir a su padre lo que éste estaba obliga­do a creer. Maggie dijo:

––Carece en absoluto de dinero, pero esto nada tiene que ver con lo que hablábamos...

Después de una brevísima pausa, se corrigió:

––Mejor dicho, tiene suma importancia. Sí, porque a Charlotte le da abso­lutamente igual. Siempre que se ha referido a su pobreza, lo ha hecho rien­do. Nadie sabe lo dura que ha sido su vida.

El tono de firmeza sin precedentes con que su hija hablaba produjo en el señor Verver el efecto de hallarse ante una realidad nueva. Dijo:

––¿Y por qué no me lo dijiste antes?

––¿Es que no lo hemos sabido siempre?

––Realmente creía que conocíamos bien todo lo referente a Charlotte.

––Ciertamente hace ya mucho tiempo que dábamos por sabido todo lo referente a ella. Pero al paso del tiempo todo cambia; tengo la impresión de que, después de este período en que no hemos visto a Charlotte, me gustará más que nunca verla. También yo he vivido más. Soy mayor, y juzgo mejor las cosas.

Hablando ahora como si estuviera animada por un sentimiento de expectación, una expectación más intensa y más amplia, Maggie añadió:

––Sí, en Charlotte veré ahora mucho más de lo que he visto en mi vida.

––También lo procuraré yo. Era una de las amigas que más me gustaba que tuvieras.

Sin embargo, Maggie estaba tan inmersa en su permitida libertad de apreciación que, por el momento, apenas oyó las palabras de su padre. Maggie estaba totalmente sumida en su apología, en pensar en los muchos aspectos en que Charlotte había destacado. Dijo:

––Por ejemplo, le hubiera gustado casarse. Estoy segura de que le hubie­ra gustado en gran manera. Por lo general, nada hay más ridículo, incluso cuando es patético, que una mujer que haya intentado casarse y no lo haya conseguido.

Esto llamó intensamente la atención del señor Verver:

––¿Ha «intentado»...?

––Se ha encontrado con casos concretos en que le hubiera gustado ca­sarse.

––¿Y no lo ha conseguido?

––Bueno, en Europa, cuando se trata de chicas pobres, se dan más casos en los que la mujer no consigue casarse que casos en los que lo consigue.

Con su ininterrumpida competencia, coronó la frase, diciendo:

––Especialmente cuando se trata de norteamericanas.

Su padre le dio la justa réplica en todos los aspectos aludidos en la frase de su hija al indicarle alegremente:

––Sí, ciertamente, aunque teniendo siempre en cuenta que, cuando se trata de norteamericanas, hay más casos de muchachas ricas que de mu­chachas pobres.

Maggie miró a su padre con buen humor:

––Quizá estés en lo cierto, pero lo que dices, en cuanto a mí concierne, no permitiré que me hunda en el barro. Si corriera peligro de portarme como una insensata, lo superaría siendo tan amable como pudiera con las muchachas como lo es Charlotte.

Con sencillez, Maggie explicó:

––Para mí no es dificil evitar caer en el ridículo, aunque se trate de un ridículo diferente. Creo que caer en el ridículo sería comportarme como si imaginara que he hecho algo grande e importante. El caso de Charlotte es diferente debido a que ella no ha hecho nada, como todos sabemos, y nos parece raro. Sin embargo, nadie está dispuesto a tratarla, a no ser alguien horriblemente presuntuoso y ofensivo, como si Charlotte no fuera absolutamente perfecta. Éste es el resultado de tener una personalidad que supera los obstáculos.

El silencio del señor Verver muy bien podía ser síntoma de que sus pala­bras habían conseguido que la historia le interesara. Sin embargo, cuando habló, aquel síntoma parecía apuntar hacia algo quizá más importante:

––¿Ya eso se debe también el que digas que Charlotte tiene «nobleza»?

––Sí, es una de las causas. Pero hay muchas otras.

De nuevo el padre meditó unos instantes antes de preguntar:

––¿Y quién es esa persona con la que Charlotte intentó casarse?

Maggie también esperó, como si quisiera mediante el previo silencio reforzar el efecto de sus palabras. Pero o bien renunció a ello o bien tro­pezó con un obstáculo, ya que repuso:

––Me temo que no lo sé con certeza.

––En ese caso, ¿cómo es que lo sabes?

––Es que no lo sé.

Y matizando una vez más sus palabras, añadió en tono marcadamente enfático:

––Sólo he podido deducirlo.

––Pero habrás tenido que deducirlo con referencia a una persona deter­minada.

Después de otra pausa, Maggie observó:

––Ni siquiera ante mí misma quiero utilizar nombres ni determinar perí­odos. Tengo la clara idea de que más de una vez ha habido alguien, a quien no conozco, a quien no hace falta que conozca y a quien no tengo deseos de conocer. De todas maneras, todo ha terminado; esas historias no son asunto mío, salvo en lo que, a mi juicio, enaltecen a Charlotte.

El señor Verver no la contradijo, pero le hizo una observación:

––Realmente no sé cómo pueden enaltecerla, a tu juicio, cuando ignoras los hechos ocurridos.

––¿No pueden enaltecerla, en términos generales, por su dignidad? ¿Por

la dignidad con que Charlotte se ha comportado en la desgracia?

––Es que primero hay que sentar la premisa del conocimiento de la des­gracia.

––Pues eso sí que puedo hacerlo. ¿Acaso no es una desgracia, cuando se es una persona tan bien dotada, vivir siempre con tanta frustración? ¿Ya pesar de ello no quejarse, sino comportarse como si ni siquiera se acordara?

Al principio el señor Verver causó la impresión de hacer frente a tan amplia pregunta, pero poco después otro punto de vista le apartó de aque­llas consideraciones:

––Pues no debe seguir frustrada. No lo permitiremos.

Éste fue otro motivo de gratitud para Maggie.

––Mi querido señor, eso es todo lo que deseo.

Estas palabras habrían dejado zanjada la cuestión y terminado la charla si al cabo de un rato el padre de Maggie no hubiera dado muestras de que­rer volver a tratar el asunto:

––¿Y cuántas veces supones que lo ha intentado?

Una vez más, como si no hubiera sido detallista en esta cuestión tan deli­cada, como si no hubiera podido serlo, como si odiara la posibilidad de serlo, Maggie se sintió inducida a atenuar el sentido de sus anteriores pa­labras:

––¡Bueno, tampoco he dicho que lo intentara de veras!

El señor Verver quedó perplejo:

––Pero si ha fracasado de manera tan absoluta, ¿qué hizo antes de poder fracasar tanto?

––¡Ha sufrido! ¡Eso es lo que ha hecho!

Después de estas palabras, añadió:

––Ha amado y ha perdido.

A pesar de todo, el señor Verver seguía intrigado:

––Pero ¿cuántas veces?

Maggie dudó, pero no tardó en despejar sus dudas:

––Una vez basta. Basta para que se la trate con amabilidad.

El señor Verver había escuchado atentamente. En tono que en modo alguno era de reto, sino como si tuviera la necesidad de una firme base sobre la que asentar su pensamiento, habida cuenta de las nuevas revela­ciones, preguntó:

––¿Y no te ha contado nada?

––¡No, a Dios gracias!

El señor Verver la miró:

––¿Es que las chicas no os contáis esas cosas?

––¿Me lo preguntas porque se cree que lo hacemos?

Maggie miró fijamente a su padre sonrojándose. Después de dudar unos instantes, le preguntó:

––¿Se las cuentan los hombres jóvenes?

El señor Verver soltó una breve carcajada:

––¿Cómo voy a saber, querida, lo que hacen los hombres jóvenes?

––En ese caso, ¿cómo voy a saber, papá, lo que hacen las muchachas vulgares?

Rápidamente, el señor Verver repuso:

––Sí, comprendo, comprendo...

Pero, en el mismo instante, Maggie habló como si hubiera sido odiosa­mente seca y cortante en sus frases anteriores:

––Ocurre, por lo menos, que cuando concurre mucho orgullo, concurre también mucho silencio. Reconozco que no sé lo que haría si me encon­trase sola y triste. No, no lo sé, ya que ¿qué pena he sufrido en mi vida? Ni siquiera sé si tengo orgullo. Creo que jamás he tenido que plantearme esta cuestión.

Alegremente, su padre observó:

––Sí, sí, Maggie, lo tienes. Por lo menos creo que no te falta el orgullo que hay que tener en la vida.

––Bueno, pues en ese caso, albergo la esperanza de tener también cuan­ta humildad se precisa. De todas maneras, por lo que sé, me atrevo a aven­turar que si recibiera un golpe duro quedaría acobardada. Pero, en fin, ¿cómo puedo saberlo? ¿Te das cuenta, papá, de que jamás he recibido el menor golpe?

El señor Verver le dirigió una larga y serena mirada y dijo:

––¿Y quién si no yo puede darse cuenta de ello?

Después de soltar una breve carcajada parecida por muy buenas razones a la que había soltado su padre momentos antes, Maggie dijo:

––¡Te aseguro que cuando lo reciba te enterarás! De todas maneras, no hubiera permitido que Charlotte me contara algo que, para mí, sería horroroso. Estas ofensas y estas vergüenzas son terribles.

Conteniéndose un poco, añadió:

––Al menos supongo que lo son, sí, porque a fin de cuentas, como he dicho, no he sufrido nada parecido. ¡Y no quiero enterarme de lo que sig­nifican!

Con gran vehemencia, siguió diciendo:



––¡Hay cosas sagradas, tanto si se trata de penas como de alegrías! Pero, para mayor seguridad, y siempre que sea posible, se debe ser amable.

Al decir estas últimas palabras, se puso en pie. Y en pie quedó ante el señor Verver, con aquella peculiar expresión en su aspecto que ni siquiera la larga costumbre de una vida en común había conseguido hurtar a su percepción. Era una expresión penetrante y, como tal, mantenida año tras año, y nacida de la comparación de tipos y de rasgos, de objeto bello con objeto bello, de la gradación de perfectos acabados, de la exquisitez de unas formas con otras. Era como si el aspecto de una leve y esbelta «anti­güedad» de alguna sala vaticana o capitolina o de un período tardío y refi­nado, raro e inmortal a un tiempo, hubiera adquirido movimiento gracias a la insuflación de un impulso moderno y, sin embargo, a pesar de la súbi­ta libertad de los pliegues y de los pasos, salidos de su pedestal después de siglos, conservara todavía la calidad y la perfecta felicidad de la estatua; los ojos de mirada borrosa y ausente, la pulida, elegante y anónima cabeza, el impersonal vuelo de un ser perdido en una época extraña que pasara como una imagen de desgastado relieve, dando vueltas y vueltas alrededor de una jarra preciosa. Maggie siempre había tenido extraños momentos en los que sorprendía al señor Verver, a pesar de ser su hija, como si se trata­ra de la figura anteriormente descrita, una figura con la cual la humana vinculación de su padre quedaba casi interrumpida por cierta vaga analo­gía de talante y actitud, por algo tímidamente mitológico y de naturaleza semejante a la de las ninfas. No sin complacencia, el señor Verver com­prendía que todo lo anterior tenía su origen principalmente en su propia mente y procedía de su amor a las vasijas preciosas, que sólo era inferior al que tenía por las hijas preciosas. Todo ocurría, lo cual resultaba todavía más pertinente al caso, mientras tenía plena conciencia de que Maggie era calificada incluso en su belleza de «pulida». La señora Rance había utiliza­do con entusiasmo esta palabra, aplicándola a Maggie. Recordaba que en cierta ocasión que en su presencia dijeron a Maggie en tono amistoso y familiar, que tenía aspecto de monja, ella replicó que le complacía en gran manera que se lo dijeran, y que se esforzaría por conservarlo. Por fin, tam­bién tenía conciencia de que su hija, discretamente olvidadiza de los saltos y altibajos de las modas, por su larga familiaridad con la nobleza del arte, llevaba el cabello peinado en línea descendente, liso y aplanado sobre las sienes, a la manera en que siempre lo había llevado su madre, quien había sido, en no escasa medida, mitológica. Las ninfas y las monjas eran cierta­mente seres diferentes, pero el señor Verver, cuando realmente se divertía, prescindía de la coherencia. Jugar con las impresiones visuales era para él un hábito tan enraizado, que podía recibir estas impresiones mientras se entregaba a pensar seriamente. Y pensaba seriamente mientras Maggie se encontraba allí ante él; estos pensamientos le llevaron a formular una pre­gunta, pregunta que, a su vez, le llevó a formular otras:

––¿Consideras, pues, tal como has dicho hace poco, que éste es el estado en que se encuentra Charlotte?

––¿Qué estado?

––Pues el estado de haberlo «superado todo», debido a lo muy intensa­mente que ha amado.

Maggie apenas tuvo que reflexionar. Su respuesta fue inmediata:

––No, no ha superado nada, pues nada ha conseguido.

––Comprendo. Es preciso haber tenido cosas, para superarlas. Es algo así como una ley de perspectiva.

Maggie nada sabía acerca de esa ley, pero prosiguió diciendo con acen­to firme:

––Por ejemplo, no ha superado la necesidad de ayuda.

––Pues en este caso tendrá toda la ayuda que podamos prestarle. Le escri­biré con sumo placer.

Dirigiéndole una alegre y tierna mirada, Maggie exclamó:

––¡Eres un ángel!

Sin embargo, a pesar de que tal definición bien pudiera ser verdad, es preciso añadir que el señor Verver, caso de ser un ángel, era un ángel dota­do de curiosidad:

––¿Realmente te ha dicho Charlotte que me tiene gran simpatía?

––Es cierto, pero no quiero halagarte en exceso. Bástete saber que ésta ha sido una de las razones por las que Charlotte siempre me ha gustado.

En tono más o menos humorístico, el señor Verver observó:

––Ciertamente no lo ha superado todo.

––Bueno, no he querido decir que Charlotte esté enamorada de ti. No. Como te he dicho al principio, nada tienes que temer desde este punto de vista.

El señor Verver había hecho su anterior observación en tono alegre, pero tal alegría pareció menguar un tanto a consecuencia de las tranquili­zadoras palabras de su hija, como si ésta le hubiera alarmado con exagera­ción, exageración que debía ser corregida, por lo que dijo:

––Siempre la he considerado una niña.

La Princesa dijo:

––No es una niña.

––En ese caso, le escribiré como se escribe a una mujer brillante.

––Es exactamente eso.

El señor Verver se había levantado y durante unos instantes, antes de emprender el camino de regreso, quedaron los dos mirándose el uno al otro, como si realmente hubiesen solucionado un problema. Habían sali­do juntos para estar solos, pero algo nuevo había surgido entre los dos. Lo que había surgido quedó expresado en las palabras con las que él comen­tó el énfasis de la última frase de su hija:

––Parece que Charlotte tiene en ti a una gran amiga, Princesa.

Maggie aceptó estas palabras por ser de tan claro significado que difícil­mente podían suscitar su protesta. Y preguntó:

––¿Sabes en qué estoy pensando realmente?

Él meditó, mientras Maggie le miraba con expresión de satisfacción por la libertad de hablar de que ahora gozaba. Y el señor Verver demostró que no era lerdo en modo alguno, al descubrir rápidamente su pensamiento:

––En encontrarle marido.

Sonriendo, Maggie repuso:

––¡Sí, señor! ¡Bravo! Luego, Maggie añadió:

––Pero habrá que buscar un poco.

Mientras echaban a andar, el señor Verver dijo:



––Se lo buscaremos juntos.

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