La Copa Dorada



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Capítulo XXIII

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El acuerdo al que, al parecer, se llegó fue que el coronel y su esposa lle­garían a medidos de julio para iniciar la «larga visita» a Fawns. Maggie con­siguió que su padre insistiera cordialmente así como que la pareja de Eaton Square dieran allí la bienvenida, antes de que julio llegara a su mitad, y menos de una semana después de su llegada, a la pareja de Portland Place. «Así les daremos tiempo para respirar un poco», había observado Fanny haciendo referencia al proyecto con una alegría que entrañaba indiferen­cia a todo género de críticas y observando a cada uno de los miembros del grupo por separado; Fanny al poner de relieve con un énfasis que rozaba el amable cinismo, la confianza y franqueza con que su marido y ella se comportaban, levantaba sus ánimos y se protegía. Al parecer de Fanny, el papel que mejor podía interpretar era el de comportarse como si se sintie­ra fuertemente impresionada, como siempre se sentía en cuanto hacía rela­ción con el asunto que nos ocupa, por la reconocida rudeza de su avidez y por la manera en que la hospitalidad de los Verver satisfacía sus necesida­des y era fuente de comodidad para ella, habida cuenta de que el coronel siempre la había tenido privada de un rústico retiro, de un frondoso para­je, de una base fija en donde pasar la estación seca ya en puertas. En su hogar, Fanny había explicado y vuelto a explicar reiteradamente las carac­terísticas de su dilema, las dificultades que entrañaba el hallarse en la posi­ción en que ella se hallaba o, como ahora decía, en que ellos dos se halla­ban. En Cadogan Place, cuando los dos cónyuges no podían hacer otra cosa, hablaban de la maravillosa pequeña Maggie y del encanto, del sinies­tro encanto de tener que contener el aliento cuando la contemplaban: tema éste que la trascendental conversación de medianoche, en la que hemos estado presentes, no agotó ni mucho menos. El tema reaparecía irremediablemente en todos los momentos en que los cónyuges se queda­ban solos. Entre los dos lo habían planteado, y el tema crecía y crecía, un día tras otro, de manera que el sentido de la responsabilidad del matrimo­nio casi quedó ahogado por el de la fascinación. En momentos como éstos, la señora Assingham declaraba que, con tal de beneficiar a aquel ser tan admirable y tan joven ––por el que, como también declaró, había quedado totalmente conquistada––, estaba dispuesta a pasar, para el resto del mundo, incluso para el mismísimo Príncipe, objeto también absurdo, de su conti­nua y explícitamente desvergonzada admiración, por ser una mujer vulgar, sin delicadeza y pestilente, que en el abandono propio de la vejez revelaba su verdadero carácter. Tal como hemos visto, toda situación garantizada­mente embrollada merecía, gracias a la presión ejercida por la señora Assingham, la manifiesta atención del coronel; pero en el caso concreto que nos ocupa, este fenómeno, como la esposa del coronel le manifestaba saber perfectamente, no se debía a que el coronel se apiadara de ella o estuviera preocupado porque su esposa se hubiera dejado arrastrar hasta semejantes terrenos, sino a que tan pronto el coronel abría los ojos no podía evitar que su mirada se fijara complacida y casi inteligentemente en la Princesa. Sin embargo, si el coronel se había enamorado de la Princesa, tanto mejor para todos, ya que eso los ayudaría a no retroceder ante lo que tendrían que hacer en su defensa. La señora Assingham siempre sacaba a colación lo que acabamos de decir, cuando al coronel le daba por quejar­se. En ningún momento de embeleso, a que el comportamiento real de Maggie daba lugar, la señora Assingham permitía que el coronel se olvida­ra de la necesidad en que los dos se verían:

––Como te he dicho una y otra vez, tendremos que mentir por ella; sí, ten­dremos que mentir hasta quedar con la cara congestionada.

––¿Mentir «por» ella?

El coronel en estas ocasiones, como si ante sí tuviera una confusa visión de la antigua caballerosidad revistiendo nuevas formas, se perdía a menu­do en evidentes vacíos de lucidez.

––Tendremos que mentirle a ella, mentirle de arriba abajo, o por fuera y por dentro, que viene a ser lo mismo. Lo cual será exactamente lo mismo que mentir a los demás, mentir al Príncipe en lo tocante a la fe que se tiene en él, mentir a Charlotte en lo tocante a la fe que se tiene en ella, mentir al señor Verver, al buen señor Verver, en lo tocante a la fe que se tiene en todos. Sí, tenemos tela para rato, y la mayor mentira será fingir que nos gusta estar allí para semejante propósito. Nos repele de una forma indeci­ble. Ante esta perspectiva me siento más inclinada a comportame cobar­deménte y olvidarme del asunto, a dejar en actitud egoísta y pusilánime que todos se hundan, ante la perspectiva del cumplimiento de cualquiera de los deberes sociales y humanitarios que en mi vida me han obligado a comportarme decentemente.

Después de una pausa, Fanny Assingham añadió:

––En cuanto a ti, después de haberte dado yo una perfecta oportunidad para enamorarte de Maggie, sin duda alguna gozarás de la compensación de estar cerca de ella.

Ante palabras como éstas, el coronel siempre podía preguntar, con aire notablemente impertérrito:

––¿Y qué me dices de la compensación que para ti significa estar cerca del Príncipe, de quien estás manifiesta, cuando no exasperadamente enamo­rada, y de cuyo enamoramiento, del que prefiero no hablar por la bonda­dosa debilidad con que lo contemplo, pintas siempre un cuadro tan lindo?

En realidad, la señora Assingham siempre podía evocar contemplativa­mente el cuadro en cuestión. Dijo:

––¿No ves que me tropezaré con la dificultad de tener que destrozar el afecto en que el Príncipe me tiene, llevada por mi lealtad a Maggie?

––¿Eres incluso capaz de calificar de «lealtad a Maggie» una operación de encubrimiento del delito cometido por el Príncipe?

––Bueno, habría mucho que hablar del delito ése. Para nosotros es más interesante que cualquier otro delito. Sí, por lo menos tiene esa ventaja. Pero, desde luego, califico de lealtad a Maggie todo lo que proyecto hacer. Ser leal a Maggie es, principalmente, ayudarla ante su padre, que es lo que Maggie más desea y más necesita.

El coronel, en casos como el presente, ya había recibido abundantes lec­ciones, pero al parecer siempre necesitaba más:

––¿Ayudarla «ante» su padre?

––Ayudarla contraa su padre. Contra eso acerca de lo cual ya hemos habla­do tanto; contra el hecho de tener que reconocer, ellos dos, que él tiene dudas. Éste es el punto en que más claro es mi deber: ayudar a Maggie, ayu­darla hasta el fin.

Una exaltación momentánea siempre iluminaba las referencias de la señora Assingham a dicha claridad, sin embargo, al mismo tiempo, rara vez dejaba de matizar su visión del asunto:

––Cuando digo que mi obligación es clara quiero decir que es absoluta; sí, porque la manera de hacerlo día tras día, contra viento y marea, puedes estar seguro que es harina de otro costal. Sin embargo, y afortunadamen­te, en cierto aspecto siempre seré fuerte. Puedo contar con ella.

El coronel, al llegar la conversación a este punto, como impulsado por un insidioso sentimiento de excitación, rara vez dejaba de preguntar, como si quisiera estimular a su esposa:

––¿Puedes contar con ella en el sentido de que no se dará cuenta de que mientes?

––En el sentido de serme fiel, sea lo que fuere aquello de lo que se dé cuenta. Si yo soy fiel a ella ––es decir, si soy fiel a mi pobre y agresiva mane­ra, teniendo siempre en cuenta el bienestar de todos––, ella me será fiel hasta la muerte. No me traicionará. Y conste que puede hacerlo fácilmen­te.

Ésa era, por lo general, la peligrosa curva en el camino que seguía la conversación entre los dos; pero, en cada viaje, Bob Assingham entraba en ella como si fuera la primera vez:

––¿«Fácilmente»?

––Puede hacer trizas mi honor ante su padre. Puede decirle que yo esta­ba al tanto, cuando su padre se casó ––al igual que lo estaba cuando ella se casó––, de las relaciones que anteriormente habían existido entre su esposa y su marido.

––¿Y cómo puede hacer esto, si hasta el presente y según tus propias mani­festaciones, Maggie no sabe que lo sabías?

Ésta era una pregunta cuya respuesta siempre soslayaba de tal manera que la reiterada práctica le había dado casi innegable grandeza, ya que reaccionaba como si con la pregunta la invitaran a decir que era éste exac­tamente el asunto en que se proponía mentir mejor. Pero, con gran luci­dez, dijo otra cosa totalmente diferente, que incluso parecía constituir un triunfo sobre la rudeza de los hombres.

Y la pobre señora añadió:

––Les basta con ponerse de acuerdo; en cuanto a mí respecta, les basta con sentir unánimemente, sentir con amargura, que han sido objeto de una maquinación, que han sido engañados, que han sufrido perjuicios; les basta con acusarme a mí, cada uno ante el otro, del delito de ser falsaria e infame, para que quede irremediablemente perdida. Desde luego, la enga­ñada he sido yo, y sigo siéndolo; además, engañada por el Príncipe y por Charlotte, pero éstos no están obligados a reconocerlo con respecto a mí, ni están obligados a reconocer nada con respecto a nadie. Estarán en su pleno derecho si nos califican a todos juntos de pandilla de conspiradores crueles y falsarios; si saben encontrar los hechos pertinentes en que apo­yarse, pueden desembarazarse de nosotros de una vez para siempre.

Estas palabras siempre tenían la virtud de expresar la situación con tan siniestros matices que el solo hecho de repetirlas bastaba para inducirla a contemplar con ardiente mirada las distintas partes de la historia, de manera que veía al mismo tiempo su fea coherencia y su brillo pasajero. La señora Assingham siempre experimentaba placer al hacer presente a su marido el peligro en que se hallaba al conseguir que adquiriese aspec­to de realidad, y al ver que su marido casi palidecía cuando sus miradas se encontraban ante la posibilidad de quedar en tan comprometida situa­ción y tan desprestigiados los dos. Lo más bonito era que, en armonía con una de las marfileñas notas de la parte izquierda del teclado, el coro­nel se expresaba con breve sequedad de hombre bueno, estúpido e intranquilo:

––En lo que a ti respecta, ¿con qué fin se puede decir que conspiraste?

––Pues con el evidente fin de proporcionar al Príncipe una esposa a costa de Maggie. Después, con el de proporcionar a Charlotte un marido a costa del señor Verver.

––Comprendo; es decir, con el fin de prestar amistosos servicios que, según parece, han dado lugar a complicaciones. Pero, como tú no tuviste la intención de crear todas estas complicaciones, ¿a santo de qué no ibas a prestar estos servicios?

A la señora Assingham le parecía extraordinario que su marido, si se le daba tiempo, siempre hablaba en defensa de ella mejor de lo que ella misma podía hacerlo cuando se hallaba en una situación como ésta con­templada en sus más sombríos tonos. Sin embargo, la señora Assingham, a pesar de estar preocupada, nunca dejaba de exprimir más jugo a la con­versación para divertirse más.

––¿Acaso la finalidad por la que me entrometí, en el caso de que pueda demostrarse que me porté como una entrometida, no puede ser objeto de comentario por parte del señor Verver y de Maggie? ¿Acaso, a la luz de su interpretación, no pueden estimar que actué impelida por el deseo de favorecer a los otros dos más que al padre y a la hija, que a fin de cuentas se considerarían víctimas?

Decididamente, a la señora Assingham le gustaba dar vueltas y más vuel­tas a aquel asunto. Siguió:

––Pueden estimar también que actué, ante todo, con el deseo de rendir un servicio al Príncipe, un servicio a cualquier precio, consistente en «colo­carle» bien colocado; en otras palabras, en poner a su alcance el dinero que necesitaba. ¿Acaso el asunto no puede parecer un equívoco y siniestro trato entre nosotros, algo absolutamente sórdido y louche?

Infaliblemente, estas palabras fueron causa de que el pobre coronel repi­tiera, con un eco:

––«Louche», querida...

––¿Acaso no lo has dicho tú mismo? ¿Acaso no has sido tú quien ha seña­lado esta posibilidad?

En estos momentos, solía hacer referencia a los aciertos de su marido de manera que a éste le gustara recordarlos. El coronel dijo:

––¿Cuando he hablado de que siempre estuviste encaprichada de...?

––Encaprichada precisamente del hombre a quien iba a ayudar a situarse tan cómodamente. Fue un capricho maternal, como probablemente con­sideraría cualquier mirada sin prejuicios; aunque, desde luego, no estamos tratando de miradas sin prejuicios. Estamos hablando de gente buena e inocente profundamente preocupada por un horrendo descubrimiento, que llega mucho más lejos, en su calificación, de lo nefasto, como casi siem­pre hace esta clase de gente, no aquella que ha estado bien despierta desde un principio. Y lo que yo iba a obtener de ese amigo mío, en la opinión de dicha gente, a cambio de lo que yo hubiera podido ser capaz de hacer, hubiese sido una clase de valor, que mejor que nadie yo hubiese astuta­mente sopesado.

Y la señora Assingham siempre se extraviaba con gran facilidad en su ansioso deseo de llenar el lienzo en que pintaba su cuadro.

––Se hubiera visto, se hubiera oído hablar de ello, como el caso de la mu­jer a quien un hombre no quiere, o de la mujer de quien un hombre está cansado, o de la mujer que carece de utilidad para un hombre, salvo esta utilidad; una mujer que es capaz en su enamoramiento, en su pasión, de favorecer los intereses de dicho hombre ante otras mujeres con el fin de no perderle de vista, de no perder el contacto con él, de no romper todo trato con él. Gela s'est vu, querido, y cosas más raras aún como no tengo necesidad de decírtelo a ti, precisamente.

Y concluyó:

––Ya ves, pues, que ésta es una concepción muy posible de la manera de comportarse de tu dulce esposa, como antes he dicho, pues no hay imagi­nación más viva, tan pronto se despierta, que la de los corderos realmente agitados. Los leones no son nada comparados con ellos: los leones son refi­nados, son blasés, y se han acostumbrado desde un principio a la caza y el merodeo. Reconocerás que tenemos no poco en qué pensar. Sin embargo, y por fortuna, cuento con el alivio de lo que pienso.

A estas alturas, el coronel tenía clara conciencia de lo que su esposa, a fin de cuentas, pensaba; pero, por otra parte, al coronel tampoco le falta­ban ganas de divertirse. Para un espectador de estas conversaciones entre los cónyuges, el coronel bien hubiera podido parecerse, y no poco, al niño sin malicia que escucha su cuento favorito por vigésima vez, y goza de él precisamente porque sabe lo que ocurrirá a continuación. El coronel aña­dió:

––Lo que desde luego les intrigará, si es que tienen menos imaginación que la que tú les atribuyes, es determinar qué beneficio sacaste de favore­cer el matrimonio de la señora Verver. No estabas ni tanto así enamorada de ella.

La señora Assingham, en este punto, siempre decía:

––Bueno, mi intervención en este asunto siempre queda justificada por mis deseos de serle agradable a él.

––¿Al señor Verver?

––Al Príncipe. Sí, para evitar, como el Príncipe estaba en peligro de llegar a ver, que Charlotte se casara con un hombre con el que el Príncipe no pudiera establecer y mantener una relación tan íntima como la que tiene con su suegro. Puse a Charlotte en las inmediaciones del Príncipe, la puse a su alcance como jamás hubiera podido estar si hubiera seguido soltera o si se hubiera casado con un hombre diferente.

––¿La pusiste en tan dulce situación para que fuera la amante del Príncipe?

––La puse en tan dulce situación para que fuera la amante del Príncipe.

Había hablado con grandeza. Estas palabras siempre le producían efec­to de grandeza a la señora Assingham y también, de manera harto visible, a su marido. La señora Assingham añadió:

––En este caso, teniendo en cuenta sus especiales circunstancias, las faci­lidades eran ideales.

––Contando incluso la facilidad de que todo te importaba tan poco, des­de tu personal punto de vista, le proporcionaste al Príncipe la ocasión de gozar de dos bellas mujeres.

––Contando incluso ésta, esta monstruosidad de mi locura. Pero no, no fueron «dos» hermosas mujeres. Fue una hermosa mujer y una hermosa fortuna. Esto es a lo que un ser puramente virtuoso se expone cuando per­mite que su virtud, cuando permite que su comprensión, cuando permite que su desinterés, cuando permite que su exquisito sentido del vivir del prójimo, le lleven demasiado lejos. Voilà.

––Comprendo. Y ésta es la razón por la que los Verver te tienen atrapada. ––Es la razón por la que los Verver me tienen atrapada. O dicho en otras palabras, ésta es la razón por la que podrían hacer grandes alardes entre sí de tenerme atrapada si Maggie no fuera absolutamente divina.

––¿Maggie te deja en libertad?

El coronel nunca dejaba de insistir, hasta el final, en todos los detalles, por lo que estaba siempre tan versado en lo tocante a lo que su esposa pen­saba, a fin de cuentas. La señora Assingham dijo:

––Maggie me deja en libertad. Por eso, ahora, horrorizada y contrita ante lo que hice, puedo ayudarla a salir del atolladero. Y el señor Verver tam­bién me deja en libertad.

––En ese caso, ¿crees que está al tanto de lo que ocurre?

Esta pregunta del coronel siempre la inducía a hacer una pausa rebo­sante de significado, a sumergirse profundamente en sus pensamientos, y a decir:

––Creo que el señor Verver me dejaría en libertad si estuviera al tanto de lo ocurrido, a fin de que yo pudiera ayudarle a salir del atolladero. 0, me­jor dicho, a fin de que pudiera ayudar a Maggie. Esto sería su motivo, ésta sería su condición para perdonarme, de la misma forma que para ella, en realidad, el motivo y condiciones consisten en que actúe con el fin de evi­tar sufrimientos a su padre. Sin embargo, quien me preocupa de forma directa es Maggie. Y te aseguro que, pase lo que pase, el señor Ververjamás me dirá ni media palabra, jamás me dirigirá siquiera una mirada. En con­secuencia, de ello se deduce que probablemente y por pelos me libraré del castigo anejo a mis delitos.

––Querrás decir que te librarás de que se te considere responsable.

––Me libraré de que se me considere responsable. Mi ventaja consistirá en que Maggie es una carta invencible en esta baraja.

––Una carta que, como tú dices, te será fiel.

––Me será fiel a mí, será fiel a nuestro acuerdo; sí, ya que nuestro acuer­do está firmado y sellado.

Pensar de nuevo en lo mismo equivalía siempre para la señora

Assingham a exaltarse de nuevo:

––Es un pacto noble, un pacto excelso. Lo ha jurado solemnemente.

––Pero ¿lo ha expresado con palabras?

––¡Y tanto que sí! Con palabras, puesto que se trata de un asunto de pala­bras. Ella mantendrá su mentira mientras yo mantenga la mía.

––¿Ya qué llamas «su» mentira?

––A la ficción de que cree en mí, que cree que los otros dos son inocen­tes.

––¿Realmente cree que son culpables? ¿Ha llegado a estar convencida de esto, sin tener pruebas?

Éste era siempre el momento en que Fanny Assingham vacilaba más; pero también conseguía siempre aclarar suficientemente el asunto de a­cuerdo con su manera de pensar y acompañando sus palabras con un pro­fundo suspiro:

––No se trata de una cuestión de creencia o de pruebas, ausentes o pre­sentes; para ella se trata, con carácter inevitable, de una cuestión de per­cepción natural o de sensación invencible. Sabe de una manera irresistible que hay algo entre los dos. Pero no ha «llegado», como tú dices, a esa con­clusión. Esto es exactamente lo que Maggie no ha hecho, lo que, perseve­rante e intensamente, se niega a hacer. Se contiene y se contiene para no llegar. Se mantiene en alta mar lejos de la costa rocosa, y lo que más desea es que yo me mantenga, juntamente con ella, a distancia segura, en tanto que yo, en defensa de mi propia piel, no pido otra cosa que mantenerme alejada.

Después de estas palabras Fanny Assingham aclaraba el asunto, de una vez para siempre, al coronel:

––Lejos de desear pruebas, pruebas que sólo puede obtener haciendo causa común conmigo, lo que Maggie desea es contrapruebas contra sí misma, a cuyo efecto ha recurrido a mí para formularme la extraordinaria petición de ponerme en contra de ella. A poco que se piense, es realmen­te magnífico el espíritu que anima su petición. Basta con que yo encubra con la audacia suficiente a los otros, revoloteando a su alrededor y por encima de ellos, feliz como un pajarito, para que ella, por su parte, haga lo que pueda. En pocas palabras, si consigo que ellos estén tranquilos, conse­guiré que Maggie pueda ganar tiempo para que su padre no comience a pensar y de esta manera podrá superar la situación. Si yo me encargo con­cretamente de Charlotte, ella se encargará del Príncipe. Es hermoso y maravilloso, es realmente patético y exquisito, advertir lo mucho que esti­ma que el tiempo pueda beneficiarla.

––¿Ya qué le llama «tiempo», la pobrecilla?

––Bueno, pues a este verano en Fawns, para empezar. De momento, Ma­ggie puede vivir al día, pero ha llegado a comprender, por sí misma y sin ayuda de nadie, creo yo, que el peligro que Fawns entraña en sí mismo, superficialmente considerado, puede prácticamente representar una mayor protección. Allí, los amantes, caso que sean amantes, tendrán que andar con tiento. Y se darán cuenta, a no ser que hayan llegado ya dema­siado lejos.

––¿Y no han llegado demasiado lejos?

De manera inevitable, la pobre mujer tenía sus dudas ante esta pre­gunta, pero daba su respuesta del mismo modo que, para efectuar la compra de un artículo indispensable, dejaría su último chelín sobre el mostrador:

––No.


Esta contestación siempre hacía sonreír a su marido, quien le pregun­taba:

––¿Es eso una mentira?

––¿Imaginas que vale la pena mentirte a ti?

Luego, Fanny Assingham añadía:

––Si para mí no fuera la verdad, no hubiese aceptado ir a Fawns. Puedo, creo, conseguir que los desdichados estén tranquilos.

––¿Y en el peor de los casos?

––¡No me hables del «peor de los casos»! En el mejor de los casos, puedo mantenerlos tranquilos, pura y simplemente por el mero hecho de que tú y yo estemos allí, y esto es lo que pienso. Al paso de las semanas, lo conse­guiremos. Ya lo verás.

El coronel estaba plenamente dispuesto a verlo; pero, naturalmente, necesitaba precaverse:

––¿Y si no lo conseguimos?

––¡Otra vez hablas del peor de los casos!

Bueno, quizá fuera así, pero ¿qué hacían los dos cónyuges el día entero, durante aquella crisis, sino hablar?

––Y los otros ¿qué?

––¿Los otros?

––¿Quién los mantendrá tranquilos? Si tu pareja ha tenido cierta vida en común, difícilmente habrá podido tenerla con total ausencia de testigos, sin que ciertas personas, por pocas que sean, sepan algo, tengan alguna idea de lo ocurrido. Los dos habrán tenido que reunirse en secreto, habrán utilizado protecciones, habrán tenido que organizarse y, si no se han reu­nido,'si no se han organizado y si no se han puesto en evidencia en un lugar u otro, ¿a santo de qué nos dedicamos a pensar tanto? En conse­cuencia, si hay pruebas en algún lugar de Londres...

––¿Forzosamente habrá personas que tengan esas pruebas?

Después de formular esta pregunta, Fanny Assingham recordaba:

––¡Ah, el mundo no se reduce a Londres!

Y meditativa, añadió:

––Algunas pruebas forzosamente han de relacionarlos; quiero decir que habrían de relacionarlos con otros lugares, con quién sabe qué extrañas aventuras, oportunidades y disimulos. Pero las pruebas que hubieran podi­do existir, con toda seguridad, fueron enterradas al instante. Saben cómo hacerlo y ¡muy bien que lo saben! De todas maneras, nada llegará a cono­cimiento de Maggie.

––¿Debido a qué, según crees, todos los que tienen algo que contar han sido sobornados de una manera u otra?

Y el coronel, de manera inveterada, antes de que su mujer pudiera con­testar, gozaba extraordinariamente en formular la siguiente pregunta:

––¿Y qué habrá podido sobornar a lady Castledean?

Fanny Assingham contestó con presteza:

––La conciencia de que no puede arrojar piedras contra tejado ajeno. Bastante trabajo tiene con proteger su propio tejado. Precisamente, esto fue lo que hizo la última mañana en Matcham cuando todos nos fuimos: pidió al Príncipe y a Charlotte que se quedaran. Lady Castledean los ayudó con el único fin de que ellos la ayudaran a ella, a no ser que hubiera sido el Príncipe quien hubiese llegado a un acuerdo al respecto, con el ridícu­lo señor Blint. En consecuencia, los dos pasaron el día juntos, quedaron con el día justificado y a su disposición, y bajo la mirada de lady Castledean, por lo menos hasta el momento en que volvimos a poder seguirles la pista, que fue por la noche.

Al recordar este histórico hecho, la señora Assingham volvió a sentirse propensa a la meditación, y acabó añadiendo virtuosamente:

––Y esto es todo lo que sabemos, a Dios gracias.

La gratitud del coronel no era tan ferviente:

––¿Y qué hicieron esos dos desde el momento en que quedaron libres hasta que, según me has dicho, fue cuando avanzada la noche regresaron a sus respectivos hogares?

––¡Esto es asunto que no te concierne!

––No he dicho que sea asunto que me concierna; además, estoy conven­cido de que se trata de un asunto suyo y muy suyo, por cierto. Sin embar­go, en Inglaterra siempre es posible seguir la pista de la gente cuando es necesario seguir pistas. Tarde o temprano siempre ocurre algo; tarde o temprano siempre hay alguien que rompe el sagrado silencio. Los asesina­tos salen a la superficie.

––Los asesinatos, sí. Pero esto no es un asesinato. ¡Quizá sea todo lo con­trario!

Después de unos instantes de silencio, Fanny Assingham añadió: ––Aunque estoy convencida de que lo que realmente te divertiría seria el asesinato.

El coronel no dio muestras de haber oído esta observación; después de una larga y meditativa chupada de pipa, trató otro tema cuya incongruen­cia jamás había bastado para quitarle el vicio de abordarlo:

––Lo que no alcanzo a comprender, por mucho que lo intente, es la idea que te has formado del viejales.

––¿Del inconcebiblemente extraño marido de Charlotte? No me he for­mado idea alguna.

––Perdón, perdón, querida; pero acabas de demostrar lo contrario. Jamas hablas de él sin calificarle de inconcebiblemente extraño.

Fanny Assingham confesaba:

––Es que lo es. Lo cual significa, en la medida que sé, que es inconcebi­blemente grande. Pero esto no es una idea. Esto sólo expresa la necesidad que tengo, por debilidad, de sentir que el marido de Charlotte está fuera de mi alcance, lo cual tampoco es una idea. Y, como muy bien sabes, es capaz de comportarse como un estúpido.

––Precisamente a eso iba.

La señora Assingham prosiguió del siguiente modo:

––Por otra parte, también es capaz de comportarse de manera sublime, más sublime todavía que su propia hija. Quizá ya se haya portado de mane­ra sublime. Aunque nunca lo sabremos.

Y el tono con que la señora Assingham pronunciaba estas palabras quizá tuviera cierto matiz de contemplar con amargura la única excepción a la que ella no daba una bienvenida entusiasta. Comentó:

––De esto no me cabe la menor duda.

Estás palabras produjeron en el coronel cierta sensación de privación:

––Ya, ya...

––E incluso dudo que llegue a saberlo el Príncipe.

En resumen, parecía que todos padecían aquella privación. Prosiguió:

––Vivirán engañados, confusos, atormentados, pero no lo sabrán. Aunque se junten para llegar a averiguarlo, no lo conseguirán.

Y Fanny Assingham decretó:

––Éste será su castigo.

Llegados a tan avanzado punto, la señora Assingham terminaba con el mismo latiguillo:

––Y también probablemente será el mío si salgo librada con tan poco. A su marido le gustaba preguntar:

––¿Y cuál será el mío?

––Ninguno. No eres digno de castigo alguno. El castigo de uno consiste en lo que uno siente; lo que dé eficacia a nuestro castigo será lo que sin­tamos.

Resplandecía al emplear aquel «nuestro», y el resplandor se transforma­ba en llamas cuando emitía la siguiente profecía:

––Maggie será quien lo inflija.

––¿Maggie?

––Ella sabrá todo con respecto a su padre. Hecha una pausa, repitió:



––Todo.

La señora Assingham, ante esta visión, como llevada por el presenti­miento de una extraña desesperación, abandonó el tema con las siguien­tes palabras:



––Pero nunca nos lo dirá.

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