La dimensión m í s t I c a de la vida cristiana



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La oración de Jesús

Comencemos considerando, en general, lo que especifica la oración cristiana, en cuanto es propiamente cristiana. y digamos que la característica que la distingue consiste en que se deriva enteramente de la oración de Jesús y se ajusta fielmente a ella.

Lo enseña el evangelista Lucas cuando relata los orígenes de la oración de los discípulos: “Acaeció que, hallándose Él orando en cierto lugar, así que acabó, le dijo uno de sus discípulos: Señor, enséñanos a orar, como también Juan enseñaba a sus discípulos (Lc 11, 1). Ningún cristiano puede aprender a orar sin hacer suya la petición de aquel discípulo.

Lo confirma el hecho de que la oración es fuente de salvación: si Jesús es el verdadero y único salvador del mundo y de la historia, sólo él puede ser el auténtico orante, sólo el puede orar de manera enteramente salvífica: todos los demás tienen que hacer que la propia oración tenga sus raíces en la suya.

Por lo demás, se ora de modo correcto solamente con la oración querida por Dios, esto es, con la oración infalible, la que permite que Dios nos escuche en todo, únicamente cuando se ora en el nombre del Señor. Y esto no significa en modo alguno en lugar de Jesús, ni siquiera simplemente en su compañía, sino dentro de él, dentro de su realidad de orante, de tal manera que se forme una sola realidad con él y con su oración.

Ora cristianamente quien deja que el Señor cambie con toda verdad, o sea, en el Espíritu Santo, la propia oración personal en la del orante, como fuente perenne de inspiración, sostén, verificación, orientación y alimento de todo lo que ella es. Lo afirma Jesús mismo en la declaración, amarga y entusiasta a la vez, que refiere Jn 16, 23-24: “En verdad, en verdad os digo: Cuanto pidiereis al Padre en mi nombre os lo dará. hasta ahora no habéis pedido nada en mi nombre. Pedid y recibiréis para que sea cumplido vuestro gozo”

Características de la oración específicamente cristiana

Verificada la dependencia radical que tiene la oración cristiana de la de Jesús, se sigue de ahí que, para comprender lo que es específico de la oración cristiana, es preciso detenerse en la oración de Jesús y considerar cuáles son sus aspectos más importantes.

La respuesta, aunque sea un poco esquemática, comporta cuatro indicaciones.

la originalidad de la oración de Jesús deriva esencialmente del hecho de que tal oración:

1. se dirige a Dios en su identidad última, la del Padre de Jesús en el Espíritu, resultando por eso mismo totalitaria;

2. corresponde plenamente a la identidad última de Jesús, verdadero Hijo divino en versión humana, hasta tal punto que forma una sola cosa con su vida, o sea, que es incesante;

3. se lleva a cabo constantemente en el Espíritu, dentro de una estructura de obediencia que la hace genuinamente de respuesta;

4. concuerda perfectamente con la calidad de “primogénito entre muchos hermanos” (Rom 8, 29) que compete a Jesús, y que viene a compendiar plenamente todas las demás, solidaria con ellas, es decir, exquisitamente eclesial.

Éstas son las características que distinguen a la oración de Jesús: éstas son, por consiguiente, las propiedades de la verdadera oración cristiana.


Oración totalitaria (al Padre)

En la oración que Jesús dirige a Dios no le llama Padre en el sentido general y gené­rico del vocablo, es decir, como sinónimo de presencia amorosa y providencial, sino en el sentido único e irrepetible que designa una relación con él que defina a Dios en lo más vital de su identidad última, es decir, como Padre suyo. Si es fácil comprobar que la oración que practicaba Jesús concuerda claramente con lo peculiar de la oración hebrea ordinaria, es aún más patente que aquella sobrepasa la piedad de Israel en la medida en que Jesús su­pera todo lo que le había precedido y preparado. La oración de Jesús lleva a cabo una co­munión con Dios en su verdad más íntima, en la raíz secreta de su ser, en el misterio de la fuente y origen de toda la divinidad. No realiza una unidad cualquiera con él, sino la más profunda que puede darse.

Acontece otro tanto reflejamente en la oración cristiana. Lo que Jesús ha convertido en oración es la obediencia sin condiciones, es la voluntad intransigente de entregarse al Padre totalmente, sin reservas o límites. En su adhesión a Jesús, el orante cristiano hace de la oración el instrumento privilegiado, y la expresión, del abandono ¡limitado de sí en las manos de Dios, por la disponibilidad más absoluta. No entrega algo, sino todo él mismo, persuadido de que sólo se salvará verdaderamente lo que se entrega enteramente. No se abre a un don cualquiera de Dios, sino que acepta que Dios se ofrezca a Sí mismo como don.

Por tanto, no es parcial o fragmentaria, sino radical y totalitaria.

Si se considera que "nadie sabe lo que Dios hará de él si corresponde a su gracia" (san Ignacio de Loyola), el carácter absoluto de semejante encuentro con Dios dista mucho de ser sencillo y cómodo. Esta comprobación confirma que es imposible orar de manera auténticamente cristiana allí donde falte un sumergirse en la oración del Señor: una oración tan comprometedora sólo se puede realizar en su nombre.
Oración incesante (mediante el Hijo)

La oración de Jesús implica una característica enteramente filial que corresponde a su identidad de verdadero Hijo trascendente de Dios Padre, hecho hombre.

Pues bien, las primeras expresiones del prólogo del Evangelio de san Juan (Jn 1, 1) revelan, de manera particularmente incisiva, qué significa ser Hijo del Padre divino, cuando se dice que el Verbo desde el principio es decir, constitutivamente, "estaba junto a Dios"

Es propio del Hijo estar ante Dios, con una presencia que le define a Dios y a él mis­mo. Es el arrojarse perenne e incesantemente, como insinúa el pros con el acusativo, en los brazos del Padre, el vivir de él: y la oración de Jesús constituye la forma eminente y más viable de la versión en términos humanos de este estatuto radical de comunión-abandono con Dios que le permite decir: "Yo y el Padre somos una sola cosa" (Jn 10, 30). Es, por tanto, incesante, cómo y por qué el ser filial define a Jesús establemente. Y es verdad que Jesús, antes y mucho más que hacer oración, es la misma oración: no en el sentido de que identidad se agote en la oración, sino en el sentido de que la oración define lo más íntimo de su realidad.

Igualmente, y como consecuencia, la oración cristiana expresa el ser filial que el cre­yente asume de Jesús, y que le permite estar ante el Padre en el dinamismo de una tensión incesante hacia el Reino.

El cristiano no es solamente un sujeto que ora. Su relación de dependencia respecto a Jesús le capacita para transformarse él mismo en oración como y con Jesús, gracia a una especie de transustanciación que le lleva a vivir sine intermissione, y por tanto filialmente, ante el Padre.


Oración de respuesta (en el Espíritu Santo)

Los escritos del Nuevo Testamento, y especialmente el evangelio de Lucas, atesti­guan que la oración de Jesús se realiza bajo la guía y por la moción del Espíritu Santo: y, por consiguiente, dejándose animar enteramente desde lo alto, para asumir en todo el ca­rácter de una respuesta a las iniciativas de Dios. Este dato se deriva también de Jesús: ser Hijo quiere decir existir en virtud de un perenne acoger al Padre. Se comprende, por tanto, que la oración de Jesús no consista tanto en buscar y encontrar a Dios, cuanto en dejarse más bien buscar y encontrar por él.

Gracias a su unidad con la oración de Jesús, también la oración cristiana se realiza en el Espíritu Santo y exige una estructura idéntica de respuesta dócil y obediente. En ella también el recibir precede al dar, el escuchar es anterior al hablar, el dejarse encontrar va delante del buscar, lo pasivo es más importante y constructivo que lo activo.

Es lo que se comprueba, por ejemplo, en la estructura de la lectio divina, que consta de un sucederse de fases que empieza por lo pasivo, para entrar en algo activo que tiende a concluir de nuevo en lo pasivo: que empieza por la lectio y por la meditatio, esto es, por un escuchar y un recibir, para pasar a la oratio, esto es, a un hablar que es un dar, y luego ter­mina con la contemplatio, forma eminente de acogida. O bien, en la meditación discursiva: plasmada en un esquema de escucha-respuesta (momento previo de acogida de la palabra de Dios, y momento posterior de adhesión personal a sus interpelaciones) y en modo algu­no, como hay quienes se inclinan a pensar erróneamente, de petición-espera (exposición previa de problemas y deseos a la consideración de Dios, y espera posterior de una res­puesta suya).

Quien habla primero no es el hombre, sino Dios. La respuesta que se espera es la del hombre, no la de Dios. Si aquel olvida o descuida la propia estructura de respuesta, la ora­ción se convierte en un intento imposible y blasfemo de echar a Dios fuera de su trascen­dencia, de hacerlo salir de su ocultación (Deus absconditus) y se convierte en magia.

Desgraciadamente, "religión y oración se presentan, de ordinario, como manifesta­ción de la búsqueda de Dios por parte del hombre", señala un autor; "el hombre se dirige a Dios en la oración y espera, en la incertidumbre, la respuesta de la divinidad". Pero "en la Biblia resulta, antes bien, lo contrario: es Dios quien viene en busca del hombre, quien pri­mero le dirige la palabra y quien espera la respuesta del hombre. No es Abraham quien descubre al Dios vivo y verdadero, sino que es Dios quien llama a Abraham (Gn 12, 1-2). No es Moisés quien descubre al Dios de los Padres, sino que es Dios quien llama a Moisés y le habla (Ex 3, 4-6). No son los profetas quienes, por propia iniciativa, hablan de Dios, sino que es Dios quien ha escogido al pueblo de Israel y se ha comprometido a favorecerlo como Dios presente y amigo (Dt 7, 6-8). En esta perspectiva, la oración ya no se convierte tanto en un dirigirse a Dios, cuanto, más bien, en un responder a Dios". Por esto, según el espíritu de la Biblia, espíritu de la oración cristiana en cuanto tal, "orar significa, ante todo, ponerse en actitud de escuchar a Dios, acoger la palabra que El, por adelantado, nos ha dirigido. Nuestro orar viene siempre en un segundo momento: primero está la iniciativa de Dios que se revela, que nos habla, que interviene".

Hay que hacer notar que la estructura de respuesta que tiene la oración es lo que ha­ce que siempre sea posible, en cualquier situación interior, aun en los momentos de mayor lejanía respecto a Dios, o de mayor aridez: si sucede a menudo que nosotros no tenemos nada que decir a Dios, él siempre tiene una infinidad de cosas que decirnos.
Oración eclesial (con la Iglesia)

La oración de Jesús refleja su estatuto existencial de uno para la multitud, del nuevo y definitivo Adán, de recapitulación de toda la humanidad y de cada uno. Nunca es privada, incluso cuando es solitaria. Siempre es universal, católica.

Sus momentos de oración, explica un autor, preceden siempre a un gesto, y a un gesto importante" no sólo para él mismo, sino para todos los hombres, "El evangelio de Lu­cas, en particular, destaca la oración de Jesús en momentos en los que él va a realizar una experiencia excepcional, como la del bautismo (Le 3, 21), la de la pasión (Le 22, 41-44), y sobre todo en los que prepara algo decisivo para los discípulos. Jesús ora antes de escoger y llamar a los doce (Le 6, 12-13), antes de provocar el acto de fe de Pedro en Cesárea (Le 9, 18), antes de transfigurarse delante de Pedro, Santiago y Juan (Le 9, 28), antes de ense­ñar a los suyos a orar (Le 11, 1), antes de la tentación a la que será sometido Pedro (Le 22, 32)", La oración de Jesús le une al Padre uniéndole a los hombres.

Lo mismo sucede en la oración cristiana. "El Espíritu Santo que suscita la oración", escribe A. de Bovis, "une a todos los cristianos en un solo cuerpo (1 Cor 12, 12-13), en una sola y única oración, la de Jesús. Solidarios los unos con los otros, gracias a Cristo en el Espíritu, todos somos un cuerpo en oración. Por esto, lo que el creyente vive y en lo que se convierte en la oración, no lo vive ni llega a serlo sólo para sí, sino para el cuerpo de Cristo, la Iglesia". Y "toda oración, realícese como se realice, lleva en sí esta dimensión eclesial".

Esta es la razón por la que la modalidad objetiva más completa y rica de oración es la litúrgica: expresión máxima de la oración realizada en la Iglesia y por la Iglesia, sacramento de toda la humanidad.

Por lo demás, la oración es respuesta de fe, y no hay fe sin la mediación, en última instancia, de la Iglesia, realizada en unidad con la Iglesia, abierta y dirigida a cuanto cree la Iglesia, hecha posible por la presencia previa de la Iglesia, sea la que sea la forma concreta que asume tal vinculación a la Iglesia, históricamente, para cada uno. Y no hay que olvidar que la auténtica oración cristiana tiene como objetivo satisfacer los deseos de Dios ("hágase tu voluntad"), no los propios, y Dios quiere que se realice el reino, que es la recapitulación de todo y de todos en Cristo. Por lo que hay que decir que toda oración realiza, recibiéndola de las manos de Dios, la comunión con los hermanos.

San Lucas traza un cuadro ideal de la comunidad primitiva al escribir que los prime­ros cristianos "eran asiduos a la enseñanza de los apóstoles en la comunión, en la fracción del pan y en la oración" (Hch 2, 42). Estas características rebasan el espacio y el tiempo. Hoy también, quien ora bien, ora, incluso en la oración más solitaria, además de con perse­verancia y en estrecha dependencia de la celebración eucarística, en el corazón de una ín­tima comunión con los hermanos y con la Iglesia y, a través de ella, con toda la humanidad.
Síntesis

Lo específico de la oración cristiana se resume, pues, en ser enteramente trinitaria y eclesial por ser chstológica: en responder, en el Espíritu y con la Iglesia, como hijos en el Hijo encarnado, al Padre.

Regla suprema de la oración del creyente es la doxología conclusiva de las plegarias eucarísticas, proclamada por el celebrante en nombre de toda la asamblea, y por ella ratifi­cada: "Por Cristo, con él y en él, a ti, Dios Padre omnipotente, en la unidad del Espíritu Santo, todo honor y toda gloria, por los siglos de los siglos, Amén".
4. LAS MODALIDADES COMPLEMENTARIAS DE LA ORACIÓN CRISTIANA
La tradición espiritual de la Iglesia, basándose en las Escrituras, suele distinguir cuatro modalidades de oración, que se relacionan entre sí formando un solo conjunto. Son respec­tivamente: la oración de adoración y alabanza, de acción de gracias, de súplica e interce­sión y de petición de bienes temporales. Todas son legítimas y necesarias individualmente, pues corresponden a una relación esencial del hombre: las dos primeras, a la relación con Dios; la tercera y la cuarta, a la relación con los hombres y con el mundo. Cada una tiene su propia razón de ser con las otras.
Adoración y alabanza

La oración de adoración y de alabanza nace del estupor agradecido por la infinita grandeza de Dios, manifestada en sus obras.

Tiene antecedentes espléndidos en el Antiguo Testamento, sobre todo en los salmos, y en varios textos de índole profética, sapiencial e histórica. Cabe recordar el cántico de Moisés de Ex 15, 1-18 y Dt 32, 1-43, el cántico de los tres jóvenes de Dn 3, 32-90, el himno del Sirácida 42, 15-25 y 43, 1- 37. Prosigue en el Nuevo Testamento con el Magníficat, el Benedictus, las frecuentes doxologías paulinas y los himnos de la liturgia celestial del libro del Apocalipsis.

Esta forma de oración expresa la maravilla de la criatura que abre los ojos a la pro­fundidad insondable del Creador (el Deus absconditus que se convierte en revelatus), lle­gando a congratularse con Dios por ser Dios.

Y concentra la atención de orante sobre Dios, enseñándole a dejarse en la sombra a sí mismo y al mundo, o a verlos únicamente en él (cognitio matutina): hasta el punto de que constituye la modalidad de oración más cercana a la contemplación celestial.
Acción de gracias

La oración de acción de gracias, o de eucaristía, brota al percibir la munificencia de Dios para con las criaturas.

En el Nuevo Testamento ocupa un lugar de primer plano, proporcionado a la gratui-dad de la relación amorosa de Dios con el mundo. Aunque no queda recogida formalmente en el Padre nuestro, es presentada existencialmente, de manera en extremo incisiva, en el comportamiento habitual de Jesús (cf. Mt 11, 25-27; Me 14, 23). En las cartas de Pablo pa­rece que compendia toda verdadera oración.

Es tal su centralidad que incluye la modalidad precedente. Lo hace notar G. Moioli, precisando que la oración "se expresa y, por tanto, se configura en dos tipos de actos fun­damentales: la eucaristía y la petición", porque se habla "de eucaristía, esto es, de agrade­cimiento, suponiendo que en ella se pueden incluir sin dificultad expresiones como la ala­banza, la bendición, la confesión, etc."

Su ámbito es vasto sobre manera. Hay que "dar gracias por lo que se ha conseguido sin haberlo pedido, por lo que se ha pedido y se ha conseguido, y también por lo que se ha pedido y no se ha conseguido". Es una exigencia del saber que el verdadero bien de la criatura se halla solamente en lo que el Creador propone e introduce en su vida.

Y hay que dar gracias por todo lo que se es y se tiene. Creer en Dios, en efecto, sig­nifica "creer que él es la fuente de toda realidad y que, consiguientemente, todo lo que de­cimos que es nuestro, toda nuestra experiencia, sobre todo gozosa, es don suyo, un don que él no está obligado a darnos y que no tenemos que dar por descontado. El agradeci­miento y la oración de acción de gracias constituyen una forma fundamental de la existencia cristiana, porque sencillamente son las consecuencias de un modo cristiano de ver la reali­dad en sus aspectos profundos: como un don del que no se dispone a voluntad".


Súplica e intercesión

La oración de súplica e intercesión indica el paso a la oración de petición, y repre­senta su forma más elevada, en cuanto tiene como objeto propio los bienes definitivos: la comunión con Dios y el perdón de los pecados.

Se suele distinguir entre súplica, que designa una petición hecha a favor de sí mismo e intercesión, para indicar una petición presentada en provecho de otros. No obstante, esta terminología no tiene un valor absoluto.

En ambos casos se busca conseguir el don escatológico de gozo (amor fruens = amor realizado). Lo atestigua la invitación de Jesús: "pedid y recibiréis, para que sea cum­plido vuestro gozo" (Jn 16, 24). "El contenido de todas nuestras exigencias, de todos nues­tros deseos, es la dicha, la felicidad: todos y cada uno de nuestros particulares anhelos bus­can fragmentos de felicidad. San Juan, con san Mateo, nos dice: pedidle a Dios todo; bus­cad siempre la felicidad; el Padre tiene el poder y la bondad de otorgarla. Con san Lucas, san Juan afirma: todos los bienes singulares son fragmentos de esta única realidad que se expresa en el gozo. El gozo, en último término, no es más que Dios mismo, el Espíritu San­to. Buscad a Dios, pedid el gozo, el Espíritu Santo, y lo habréis conseguido todo".


Petición

Existe finalmente la oración de simple petición, orientada como la anterior a pedir, pe­ro dirigida a bienes y valores terrenos.

Dado que está unida al interés inmediato del orante, se presenta como la modalidad más espontánea y fácil de oración. Pero no es por esto menos importante que las anterio­res.

El Padre nuestro la coloca en una posición subordinada, dentro de la fórmula sobria y discreta: "danos hoy nuestro pan de cada día"; pero, entre tanto, la incorpora. Santo Tomás de Aquino la incluye en la definición general de oración, diciendo que la oración es la eleva­ción de la mente a Dios para alabarle y pedirle cosas convenientes para la salvación eterna (petitio decentium a Deo).

El sustantivo latino oratio sugiere la idea de un decir y, precisamente, de un pedirle. Como las peticiones orales se hacen con la boca, el término se relaciona con la palabra os, boca.

En el lenguaje corriente de los autores cristianos oratio significa principalmente, y al­guna vez exclusivamente, petitio, petición, Orare est petere, afirma Rábano Mauro.


5. PROBLEMAS Y VALORES DE LA ORACIÓN DE PETICIÓN
La oración de petición, en el sentido pleno de su acepción, y por tanto incluyendo también las modalidades de súplica e intercesión, suscita hoy especialmente numerosas dificultades.
Legitimidad

Algunas se refieren a su fundamento. Hay quien dice: ¿qué sentido tiene pedir, si Dios sabe ya lo que necesitamos?

San Agustín da una respuesta espléndida con su célebre frase: Deus non dat nisi petenti, ne det non capienti. Dios sólo da a quien pide, para no dar a quien no recibe. "Pue­de resultar extraño, explica el santo, que nos exhorte a orar aquel que conoce nuestras ne­cesidades antes de que se las expongamos, si no comprendemos que nuestro Dios y Señor no pretende que le descubramos nuestros deseos, pues él ciertamente no puede descono­cerlos, sino que pretende que, por la oración, se acreciente nuestra capacidad de desear, para que así nos hagamos más capaces de recibir los dones que nos prepara. Sus dones, en efecto, son muy grandes, y nuestra capacidad de recibir es pequeña e insignificante.

La petición no tiene como finalidad informar a Dios, ni siquiera inducirle a que venga a nuestro encuentro, sino disponernos a recibir sus dones. Orar equivale a decir, ante todo, que sí a la acción salvadora de Dios: un sí que puede requerir que se rectifique o suprima el objeto de la petición. En este sentido, aprende a vivir bien, dice san Agustín, quien aprende a orar (rede novit vivere qui recte novit orare).

"La oración, comenta el cardenal Ratzinger, separa en nuestra vida la luz de las tinie­blas y realiza en nosotros la nueva creación. Nos hace criaturas nuevas. Por esta razón es tan importante que en la oración abramos con toda sinceridad nuestra vida entera a la mi­rada de Dios, nosotros, que somos malos, que tantas cosas malas deseamos. En la oración aprendemos a renunciar a estos deseos nuestros, nos disponemos a desear el bien y nos hacemos buenos hablando con aquel que es la bondad misma".

La realidad del tránsito pascual que se realiza en la oración, de un morir a sí mismos para decir que sí a Dios, encuentra un eco fiel en la clásica definición formulada por san Juan Damasceno: la oración es la elevación de la mente a Dios. Es elevación, esto es, paso del mundo inferior del hombre al mundo superior de Dios. Y atañe a la mente, sinónimo de la totalidad del hombre.


Validez

Otra objeción pone en duda el significado de la oración de petición. Si a menudo hay que rectificar o incluso olvidar la petición humana, ¿no es más razonable, se dice, no pedir nada? ¿No se sigue de ahí, por lo menos, que la petición constituye una modalidad inferior de oración especialmente cuando se piden bienes terrenos?

Hay que responder resueltamente que no. En primer lugar, porque, si fuera así, no la habría puesto en práctica Jesús ni habría hecho que otros la pusieran en práctica. Y, des­pués, porque la existencia de la oración de petición responde a una exigencia de la consti­tución intrínseca del hombre.

La petición, en efecto, lejos de arrinconar las cualidades del hombre, entre las que se cuenta el disponer de sí, responsablemente, o sea, la libertad, las exalta. La escritura ense­ña que Dios "fue quien al principio hizo al hombre, y le dejó en manos de su propio albedrío" (Sir 15, 14). Entonces, "lo que pide el cristiano, al pedir esto o aquello, no queda anulado, sino relativizado, o reorientado en la perspectiva escatológica". Como el hombre no puede renunciar a ser criatura que tiene sus proyectos, es justo que pida también bienes tempora­les. Como el hombre sabe que Dios es la salvación, pero no conoce el modo como se llevará a cabo en la situación presente, es preciso que esté disponible ante cualquier desenlace que Dios quiera.

"En tal sentido, añade Moioli, el pedir, o sea, el orante mismo, se purifica indefinida­mente y se hace auténtico: cada vez más lejano no sólo de la magia, sino también de todo pasivismo, más o menos quietista, igual que de toda agresividad, que lleva en sí inevitable­mente el germen de la rebelión, cuando comprobara que no había sido escuchado; o del todo cerrarse apriorísticamente a las libres intervenciones de Dios en la historia y en la natu­raleza, sin exceptuar el milagro".


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