La dimensión m í s t I c a de la vida cristiana



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Oración y praxis

Hay un tercer orden de dificultades que concierne a la relación de la oración con la praxis.

Lo plantea polémicamente E. Bianchi al preguntar: "¿No es quizá verdad que para muchos cristianos es más fácil orar que trabajar? Detrás de muchas oraciones en las que se pide a Dios que intervenga, ¿no hay quizás mucha ruindad, mucho miedo, mucha comodi­dad, es decir, todo lo que impide que hagamos nosotros lo que queremos que Dios realice? De esta manera, en vez de construir el mundo, en vez de estar en los puntos de tensión en los que se juega el futuro del mundo, el cristiano se ha ido retirando cada vez más, con el pretexto de orar a su Dios y se ha pertrechado con una buena conciencia que le asegura que ha hecho el mayor esfuerzo que podía: pedir a Dios que intervenga".

La falta clara de moderación de estas palabras permite comprender que las dificulta­des valen, no para la oración de petición en sí, sino, a lo sumo, para sus deformaciones. Entre tanto, es ciertamente más fácil pasar a la acción que ponerse realmente a orar. Y lue­go, la verdadera oración, lejos de librar del compromiso práctico, lo produce vitalmente: no se puede encontrar al Dios de los hombres sin ser arrastrados por su loco amor a los hom­bres.

En realidad, en el miedo a que la oración debilite la praxis está en juego una reduc­ción antropológica que es típica de la era iluminista y postiluminista. La esboza lúcidamente G. Moioli cuando escribe: "Se pasa lógicamente del presupuesto de la no objetividad de Dios a la afirmación de que o no tiene sentido o es prácticamente ingenuo entender la ora­ción como un dirigirse a un Tú o a un El. Y de aquí se llega a la reinterpretación de la ora­ción. En dos direcciones: o en la de tomar conciencia de lo real, de la autotransparencia, del logro del sentido de la profundidad del hombre y de su misterio, de su totalidad, etc.; o bien en la línea ético-pragmática de hacerse cargo de la propia responsabilidad respecto a sí mismo, a la historia y al mundo. En ambos casos, el nombre, cuando ora, queda como in­terlocutor de sí mismo: la oración es un momento para tomar conciencia ('contemplativa1 o teórica), o para determinarse éticamente de varias maneras (toma de conciencia 'práctica')".
6. NECESIDAD DE LA ORACIÓN
La tradición cristiana, amaestrada por el magisterio de Jesús que enseñó "la necesi­dad de orar siempre, sin cansarse" (Le 18 1; cf. Ef 5, 20), no ha cesado nunca de insistir sobre la necesidad de la oración.

Entre los innumerables testimonios de hombres espirituales de toda época y condi­ción, bástenos mencionar dos voces, una que pertenece a Occidente y otra que viene de Oriente.

La primera voz es la de san Alfonso M. de Ligorio, quien escribe el libro Del gran me­dio de la oración, enfocándolo desde la persuasión de que "quien ora ciertamente se salva, y quien no ora ciertamente se condena" y aclara: "Todos los bienaventurados, excepto los niños, se han salvado por orar. Todos los condenados se han perdido por no haber orado; si hubieran orado no se habrían perdido. Y ésta es, y será, su mayor desesperación en el infierno, el haber podido salvarse con lo fácil que era pedir a Dios sus gracias y no tener ya ahora tiempo los desdichados de pedírselas. Si bien algunos detalles corresponden a la mentalidad de la época, la afirmación central del texto es indiscutible y categórica: sin ora­ción, no hay salvación.

La segunda voz procede de las páginas de El peregrino ruso, que establecen un prin­cipio general de igual alcance: "El cristiano debe, ciertamente, hacer muchas obras buenas, pero, en primer lugar, debe orar, porque sin la oración nada bueno, en general, podrá reali­zar. No puede encontrar el camino que lleva al Señor, no puede entender la vida, no puede crucificar la carne; con todas sus pasiones y toda su sensibilidad intactas, no puede ver en­cenderse en su corazón la luz de Cristo, no puede ser feliz y vivir en unión con Dios. Nada de esto puede realizarse sin la oración continua".

Se comprende, entonces, que hay que entender la oración no tanto como un deber, sino, más bien, como un derecho y una necesidad irrenunciable del espíritu. No en vano, en una de sus definiciones más acertadas, la llama respiro del alma. Quien vive respira: quien no está muerto espiritualmente, ora. Para usar otra imagen: "si se cree se ora; de igual ma­nera que quien se echa al agua, no puede hacer más que nadar".
7. LAS CONDICIONES ASCÉTICAS DE LA ORACIÓN
Dado que la oración es encuentro y comunión con Dios, lo que constituye una barrera entre el hombre y Dios obstaculiza por eso mismo la oración. Se deduce de ahí que el espí­ritu puede hacer verdadera oración sólo si se alejan los impedimentos que la estorban, y sólo si se cultivan las disposiciones que la alimentan.

Lo atestigua firmemente santa Teresa de Jesús: "El no ha de forzar nuestra voluntad, toma lo que le damos, mas no se da a Sí del todo, hasta que nos damos del todo". Lo rea­firma san Juan de la Cruz: "Y, vaciando de esta manera el alma a todas las cosas, que es, como habremos dicho, lo que puede hacer de su parte, es imposible que deje Dios de hacer lo que es de la suya en comunicársele, a lo menos secretamente. Más imposible que dejar de dar el rayo del sol en lugar sereno y descumbrado; pues que, así como el sol está ma­drugando y dando en tu casa para entrar si destapas el agujero, así Dios, que en guardar a Israel no dormita (Sal 120, 4), ni menos duerme, entrará en el alma vacía y la llenará de bienes divinos".

En los capítulos séptimo y octavo de su Tratado sobre la oración de corazón el jesuíta J. P. Caussade resume las condiciones ascéticas de la oración en cuatro clases de pureza, que llama respectivamente: pureza de conciencia, o exclusión del pecado; pureza de cora­zón, o desasimiento de lo que no es Dios; pureza de espíritu, o dominio de los pensamien­tos y de las imaginaciones; y pureza de la acción, o sumisión de la libertad al querer de Dios.

Esta enseñanza expresa una tradición constante de los maestros de espíritu y puede tomarse, por tanto, como un compendio válido de las disposiciones para la oración. He aquí algunos pormenores.


1. Desasimiento del pecado

Se llama pureza de CONCIENCIA -y corresponde al primero y segundo de los tres modos de humildad que propone san Ignacio en la segunda semana de los Ejercicios Espi­rituales (nn. 165-166)- a la actitud del individuo que toma posición contra toda forma de pe­cado, mortal o venial, comprometiéndose con firme determinación de la voluntad a no consentir en la más pequeña ofensa de Dios, cueste lo que cueste, "ni porque la vida me quita­sen", dice el santo.

Se trata de instaurar una mentalidad que rechace pronta y enérgicamente el pecado, capaz de inducir a quien cae en la culpa de fragilidad, a detestarla inmediatamente, pidiendo perdón a Dios.

Se llama pureza de conciencia porque aborrece la doblez espiritual, la falta de since­ridad consigo mismo, la atmósfera crepuscular de las medias verdades tan grata al poder de las tinieblas, y la fácil absolución de las propias faltas, sin que por esto se fomenten los es­crúpulos.


2. Desasimiento de las criaturas

Se llama pureza de CORAZÓN, o castidad espiritual, a la oposición del espíritu a los afectos desordenados, y a la ausencia de apego a los valores creados que impiden la adhe­sión a Dios.

San Ignacio de Loyola la llama indiferencia, no para devaluar los valores terrenos, si­no para proclamar que se subordinan al valor absoluto de Dios y que no son indispensables para el éxito final de la vida. "El hombre, enseña el santo, es criado para alabar, hacer reve­rencia y servir a Dios nuestro Señor y, mediante esto, salvar su ánima; y las otras cosas sobre la haz de la tierra son criadas para el hombre, y para que le ayuden en la prosecución del fin para que es criado. De donde se sigue que el hombre tanto ha de usar dellas cuanto le ayuden para su fin, y tanto debe quitarse dellas cuanto para ello le impiden. Por lo cual es menester hacernos indiferentes a todas las cosas criadas, en todo lo que es concedido a la libertad de nuestro libre albedrío y no le está prohibido; en tal manera, que no queramos de nuestra parte más salud que enfermedad, riqueza que pobreza, honor que deshonor, vida larga que corta, y por consiguiente en todo lo demás; solamente deseando y eligiendo lo que más conduce para el fin que somos criados".

San Juan de la Cruz se sirve de una célebre imagen: "Porque eso me da que una ave esté asida a un hilo delgado que a uno grueso, porque, aunque sea delgado, tan asido se estará a él como al grueso, en tanto no lo quebrare para volar. Verdad es que el delgado es más fácil de quebrar; pero, por fácil que es, si no lo quiebra, no volará".


3. Dominio de la mente

Se llama pureza de ESPÍRITU, o de mente, al dominio de los pensamientos y de la imaginación, a la capacidad de controlar los recuerdos, malos, inútiles o inoportunos: la hi­giene mental excluye, por un lado, el dejarse absorber excesivamente por el trabajo, la an­siedad de actuar, el rumiar pensamientos nocivos, el evadirse con imaginaciones fantásticas y, por otro, favorece el recogimiento.

Como la oración lleva a cabo la entrega de la criatura al Creador, para orar se requie­re poseerse, con un dominio que comienza por los propios pensamientos.

No se trata, naturalmente, de un dominio fácil, ni de una conquista que se realiza de una vez por todas. El control de la mente está sujeto a fuertes fluctuaciones, que dependen de las condiciones físicas y psicológicas, y de las situaciones en que cada uno vive. Sin embargo, la pureza facilita el que se solucionen muchos problemas crónicos de la oración y, en primer lugar, el de las distracciones: éstas, en efecto, como dice F. W. Faber, hay que combatirlas antes de que se presenten, esto es, con la estrategia de la prevención.


4. Rectitud de intención

Se llama, finalmente, pureza de ACCIÓN, o también de intención, al desprenderse el individuo en su compromiso operativo de otros fines que no sean procurar cumplir la volun­tad de Dios.

Es reproducir la disposición profunda de Jesús que no busca la propia complacencia (cf. Rm 15, 3), para cumplir lo que es del agrado del Padre (Jn 8, 29).

La ascesis en las disposiciones necesarias para la oración garantiza que ésta sea un encuentro de amor. "Muchos, dice san Juan de la Cruz, no querrían que les costase Dios más que hablar. Pero hasta que de ellos salgan a buscarle, aunque más voces den a Dios, no le hallarán, porque así le buscaba la Esposa de los Cantares, y no le halló hasta que sa­lió a buscarle. De donde, el que busca a Dios queriéndose estar en su gusto y descanso, de noche le busca, y así no le hallará. Pero el que le busca en el ejercicio y obras de las virtu­des, dejando aparte el lecho de sus gustos y deleites, éste le busca de día y así le hallará; porque lo que de noche no se halla, de día aparece".


8. FORMAS Y GRADOS DE LA ORACIÓN CRISTIANA
Como la oración está en el centro del conjunto de la vida espiritual, toma sobre sí to­da su complejidad. Es necesario, por tanto, distinguir sus formas y niveles: desde el nivel básico de la oración difusa a los que, desde la oración vocal, ascienden a los grados supe­riores, hasta la contemplación infusa.

No hay que forzar esta clasificación: cada una de sus formas se compenetra conside­rablemente con las demás, hasta el punto de que no se han de trazar entre ellas unos lími­tes demasiado rígidos, ni establecer un orden demasiado geométrico. Hablando de las mo­radas de la vida interior, que corresponden a otros tantos grados de oración, santa Teresa de Jesús advierte: "No habéis de entender estas moradas una pos de otra como cosa en hilada. Las cosas del alma siempre se han de considerar con plenitud, anchura y grandeza. Importa mucho a cualquier alma que tenga oración, poca o mucha, que no se arrincone ni apriete. Déjela andar por estas moradas arriba y abajo y a los lados; no se estruje en estar mucho tiempo en una sola pieza".

No obstante, las diferencias y la gradualidad son reales y vamos a considerarlas, tratando primeramente de las formas ordinarias de oración -que comprenden la oración di­fusa, la oración vocal y la oración mental- y luego, de las formas que introducen y constitu­yen la contemplación; lo haremos siempre en clave de teología espiritual, o sea, basándo­nos con fines mistagógicos en las enseñanzas de los santos y de los maestros de espíritu.
9. LA ORACIÓN DIFUSA Instancia de fondo
Instancia de fondo

Para justificar la oración incesante, H. U. von Balthasar hace notar: "Pablo invita a la comunidad a orar 'sin cesar1 (1 Ts 5, 17); a vivir 'orando en todo tiempo en espíritu, con toda suerte de oraciones y súplicas, y para ello velando con toda perseverancia y súplica de to­dos los santos, y por mí1 (Ef 6, 18-19). Varias veces emplea un término que significa dete­nerse constantemente, establemente, en algo, estar cercano: 'perseverad' en la oración (Col 4, 2); 'sed perseverantes1 en la oración (Rm 12, 12). El mismo Pablo ora 'día y noche, con insistencia' por los suyos, para completar lo que falta a su fe (cf. 1 Ts 3, 10), ora en todo momento por ellos (cf. 2 Ts 1, 11) para que se cumpla todo el bondadoso beneplácito de Dios (cf. también Rm 1, 9-10; 1 Col 4; Ef 5, 20; Fil 1, 4; 1 Ts 1, 3; 2, 13; etc.). En esto él es sólo el eco de Jesús que narra la parábola de los ruegos de la viuda ante el juez inicuo para hacer ver que hay que orar siempre, sin cansarse (cf. Le 18, 2). Mientras que en Lucas ve­mos que Jesús ora en los grande momentos de su vida (bautismo, llamada de los discípulos, transfiguración, monte de los olivos, cruz), Juan nos lo muestra en continuo coloquio de oración con el Padre: él mira constantemente al Padre para hacer lo que el Padre hace y le manifiesta en el amor (cf. Jn 5, 19-20); hace continuamente lo que es del agrado del Padre (cf. Jn 8, 29); sabe que el Padre le escucha 'siempre1 (cf. Jn 11, 42), lo que presupone que está resonando continuamente una oración del Hijo al Padre. Ni siquiera la cruz hará que se interrumpa este coloquio (cf. Jn 16, 32)".

No se puede negar que el Nuevo Testamento formula con una insistencia impresio­nante una invitación urgente a la oración continua. La realización de tal llamada se pone por obra, instaurando el estado de oración que se llama corrientemente oración difusa.
Formas en que se ha presentado históricamente

A la exigencia de la oración incesante, en efecto, se ha respondido a lo largo de la historia de dos formas: una exclusiva y otra inclusiva.

La primera forma -propia de pocos o reducida a algunos momentos privilegiados, co­mo tandas de ejercicios espirituales, retiros, etc.- es la vía del desierto, que consiste en to­mar al pie de la letra la invitación de Jesús a dejarlo todo y quedarse solos con él (cf. Mt 19, 21; Le 18, 22). "Hacer el desierto significa aislarse, apartarse de las cosas y de los hombres, obedecer a Dios que nos manda interrumpir el trabajo y aceptar cierta inactividad en benefi­cio de la contemplación", explica C. Carretto. Se deja todo cuidado terreno para hacer de la oración el propio trabajo.

La segunda forma, accesible a todos y que se pide también a quien está llamado a la vía del desierto, se verifica en cambio poniéndose sencillamente, como Jesús y con Jesús, en presencia de Dios para no salir ya de ahí. Es vivir habitualmente bajo la mirada de Dios, dócilmente abiertos a su acción, trasladando a la relación con el Señor la tensión recíproca de ser y actual típica de las personas que se aman intensamente. Es la verificación más realista de la oración que es respiro del alma: sin pausas y transformándolo todo en oración.

Como ocurre en la respiración física, también la oración difusa une momentos fuertes de intensa conciencia con momentos más virtuales e implícitos, pero nunca desfallece. Igual que la respiración, vivifica todo lo que hace. Es el instrumento privilegiado e insustituible de la gracia de unidad de la vida con la fe, del trabajo con la oración, de la acción con la con­templación: permite que la actividad, la comida y el descanso, la distensión, el compromiso, etc., se conviertan en materia prima de un modo de orar distinto del que es propio de los tiempos fuertes de la oración, pero es igualmente real. En este sentido, se ha dicho acerta­damente que la oración, antes y mejor que un conjunto de actos (por otra parte, siempre indispensables), está constituida por "un modo particular de estar", el modo de quien está siempre junto a Dios, del modo y por la razón por la que Dios está siempre junto al hombre.
El duro soporte de la oración difusa

La oración personal se convierte en oración difusa cuando logra entrar en la sangre hasta tal punto, que nos damos cuenta de repente de que estamos en oración, sin que se­pamos cómo hemos empezado a orar.

Pero este modo de estar, que hace del creyente un perpetuo orante, sólo se conserva si con frecuencia se hace explícita la relación con Dios. Y esto ocurre multiplicando las ora­ciones breves.

"La expresión oración breve, explica O. Pesch, significa de hecho lo que en otros tiempos se llamaba jaculatoria. La oración breve consiste en expresar con pocas palabras, en una frase concisa, los efectos concretos que produce en mí una situación determinada, lo que hace que me sienta gozoso, agradecido, angustiado, desmoralizado, culpable, y así sucesivamente". Se pueden emplear con esta finalidad fórmulas fijas, tomadas de la tradi­ción de la Iglesia (Escritura, liturgia, usos de los santos y del pueblo cristiano); o también se puede intentar decir con palabras propias lo que se quiere comunicar a Dios, o a Jesús he­cho presente por la resurrección, o a los santos, que participan de la resurrección de Jesús.

Estas oraciones breves se llaman jaculatorias, son lanzadas (iaculatae) como flechas hacia el cielo; o también orationes furtivae -expresión que agradaba a las primeras genera­ciones de frailes predicadores que las empleaban en sus largos viajes- pues las pronuncia­ban casi siempre furtivamente; o también actos anagógicos, en cuanto tendían a elevar al orante a Dios. La tradición oriental, especialmente la hesiquiástica recomienda, entre otras muchas, la oración de Jesús, u oración del nombre, o del corazón, que consiste en repetir un número ilimitado de veces el nombre de Dios o de Jesús, o exclusivamente en una invo­cación que lo contenga.

"Ora sin interrupción, señala Orígenes, quien une la oración a sus obras cotidianas, y a la oración las obras que hacen al caso, dado que también las obras rectas, el poner en práctica lo mandado, pertenecen al ámbito de la oración". Esto se puede hacer únicamente con una clase de oración que se puede practicar con facilidad en cualquier lugar, circuns­tancia o momento: esto es precisamente lo que se encuentra en la oración breve.

Lo afirma, con su estilo pintoresco, san Francisco de Sales: "mirando bien, no es na­da dificultoso este ejercicio, porque se puede entrelazar en todos nuestros negocios y ocu­paciones, sin que por eso se estorben; por cuanto (sea en la celda espiritual, o sea en estos asaltos interiores) no se hacen sino pequeños y cortos divertimientos, los cuales no estor­ban de ninguna manera, antes sirven mucho al progreso
Las condiciones de la oración difusa

Está bien claro que la vida se transforma en oración si se dan determinadas condi­ciones; la primera y más importante la constituye cabalmente la repetición frecuente de la oración breve.

Y así, la práctica de la oración breve resulta indispensable desde dos puntos de vista.

En primer lugar, porque es precisamente el alimento de la oración total. En efecto, "en este ejercicio de la celda espiritual y de las oraciones jaculatorias se funda la gran obra de la devoción", sigue diciendo san Francisco de Sales; "puede suplir la falta de todas las otras oraciones; pero la suya casi no puede ser reparada por ningún otro medio".

En segundo lugar, como verificación del amor que se tiene a Dios. En realidad, "como los que están enamorados de un amor humano y natural tienen casi todos los pensamientos en la cosa amada, lleno el corazón de ella, la boca llena de sus alabanzas".

Pero se requiere taxativamente que las prácticas de piedad propiamente dichas con­serven el primer puesto y ocupen el espacio que necesitan en la economía general del es­tado de vida de cada cual.

Si se observan las dos condiciones, la oración asidua se convierte en una gozosa realidad: el recuerdo del Señor resucitado se hace vivo y constante, la sensación de su pre­sencia incesante hasta el fin de los siglos se consolida, y toma cuerpo la invitación de Pablo: "Todo lo que hacéis de palabra o de obra, hacedlo todo en el nombre del Señor Jesús, dan­do gracias a Dios Padre por El" ( Col 3, 17; cf. Ef 5, 20).

Para llegar ahí basta que el alma tome conciencia, sugiere santa Teresa de Jesús, de "representarse delante de Cristo y acostumbrarse a enamorarse mucho de su sagrada Hu­manidad y traerle siempre consigo y hablar con El, pedirle para sus necesidades y quejarse de sus trabajos, alegrarse con El en sus contentos y no olvidarle por ellos, sin procurar ora­ciones compuestas, sino palabras conforme a sus deseos y necesidades".


Ventajas y actualidad

Es evidente que la oración breve, alma de la oración difusa, tiene mucho valor.

"De hecho, carece de inconvenientes prácticos: la oración breve es cuestión de se­gundos y no hace 'perder tiempo'. Ni siquiera se da en ella el problema del recogimiento o de la distracción. Sobre todo: ¿qué otra posibilidad tiene el cristiano, enfrentado con las exi­gencias actuales de la vida de trabajo, de convertirse en un gran hombre de oración, más que la oración breve?"

Aún más: "su espontaneidad, y sobre todo la posibilidad de emplear fórmulas varia­das, su tono personal, la libera del riesgo de lo artificioso y de la rutina. Y dado que se pue­de hacer a menudo durante el día, queda resuelto también el problema de la buena y útil distribución regular, sin que la existencia de un programa fijo introduzca el peligro de una costumbre vacía".

Por otra parte, la actualidad de la oración difusa queda resaltada al cotejarla con dos objeciones que se hacen corrientemente a la práctica, en general, de la vida de oración.

Alguien dice que, para orar, es preciso sentir la necesidad de hacerlo, tener ganas, so pena de hacerse hipócritas, inauténticos, artificiales: como si la oración fuera, no un ali­mento básico sino una obra artística ligada a la inspiración del momento. La oración conti­nua, por el hecho de que se está poniendo en práctica siempre, desmiente y disipa este pernicioso sofisma.

Otros dicen que no hay tiempo para orar, que se querría hacerlo, pero que los com­promisos de la vida lo hacen imposible. La oración difusa, por medio de la oración breve, atestigua afortunadamente que este reparo no tiene consistencia.
10 ORACIÓN Y ACCIÓN
El mandato de orar incesantemente se presenta como algo muy importante, y al mismo tiempo difícil, al relacionarlo con el compromiso, igualmente ineludible, de actuar o trabajar.

Desde siempre la praxis cristiana se enfrenta con el binomio acción y contemplación, trabajo y oración, actividad humana y adoración de Dios. Desde siempre el pensamiento cristiano deshace la trampa de "un dilema bien conocido, que es falso como la mayor parte de los dilemas teóricos. Por un lado, están los partidarios del desierto absoluto para quienes el encuentro místico se da únicamente rompiendo con todo, exclusivamente en el momento de la oración solitaria. Por otro lado, como reacción enteramente normal, están los que ado­ran rabiosamente la vida, los que estrujan ansiosamente los acontecimientos cotidianos pa­ra encontrar a Dios en la esencia que así obtienen, pues ya no cuentan con una manifesta­ción suya diferente".

¿Qué relación hay entre los dos términos de la cuestión? ¿Se unen armónicamente o hay ruptura entre ellos?

¿Pueden ligarse oración y trabajo hasta tal punto que realicen, de hecho, el imperati­vo categórico que transforma la vida en oración? En caso afirmativo, ¿de qué modo?


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