La Güera Rodríguez



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jornada sexta

SE JUNTO LLAMA CON FLAMA

Aparte de estos tres amores lícitos, bien bendecidos por nuestra santa madre la Iglesia, Católica, Apostólica y Romana, tuvo doña María Ignacia Rodríguez de Velasco otros casamientos en los que no tercia Dios. Galantes devaneos que le pedía su alma, siempre con sed de amor. En todo tiem­po tuvo esa loca apetencia, pues los años no lograron nunca abatirle los bríos, ni tampoco rendirle la apos­tura. Por eso cobró nombre famoso y de estruendo, pe­ro se le han perdonado, alegremente, sus enredos, por el mundo de color que creó en la vida apacible de la ciudad, de ritmo pausado y monótono. Yerros por amor, dignos son de perdón.

Llegó Simón Bolívar a México con buenas cartas comendatorias para el oidor don Guillermo de Aguirre y Viana, a quien aposentaba en su caserón, vasto y claro, de la calle de las Damas, la marquesa de Uluapa, la entonada y seria doña María Josefa, hermana de la fascinadora Güera Rodríguez. El mozo era de elegante gallardía y apenas le sombreaba el labio una rubia esperanza de bigote. Sus dieciséis años tenían muy suelta gracia, lozanía, atracción y desenfado de mu­chacho inteligente. Ágil de palabra y pronto en las respuestas. También así de ágiles eran sus movimien­tos. Vestía el uniforme de teniente de las Milicias de Aragua, cuyo grado tenía a pesar de su juventud, y con esa ropa bien entallada, con discretos azules y dorados, adquiría más elegante prestancia su figura airosa, siem­pre con actitudes gallardas. Parecía un San Jorge ju­venil.

La simpatía de este apuesto mozalbete, se llevaba la gente tras de sí con fuerza gustosa. Vio a la infla­matoria Güera y con el ¡zas! de su belleza le dejó atur­didos los sentidos. Se repuso pronto y sin más ni más doña María Ignacia le dirigió los fuegos, lanzándole una mirada promisoria, que no era sino buena solicita­dora de sus deseos incontenibles a los que con ese ojeo les quería soltar la traílla. El tuvo inmediata afición de llegarse a ella y se le acercó con natural propensión de muchacho rijoso, con lo que fue bastante para que la dama lo sacara de seso con sus sonsacadores y múl­tiples encantos y ya ambos siguieron su natural incli­nación y pasiones. En la carne y en el espíritu fueron conjuntísimos. Ya no era el fuego y la fácil estopa de que habla el refrán, sino llama y flama que unieron sus lumbres.

Simón Bolívar o el Caraqueñito, como cariñosa­mente lo llamaba en México todo el mundo, y que más tarde sería por antonomasia el Libertador, en vez de andar callejeando por la ciudad con el mansueto oidor Aguirre y Viana, prefería salir con la resplandeciente Güera por esas rúas desviadas y solitarias, con hierba en las junturas de las piedras de su pavimento desigual, que es como un florecer del olvido; calles formadas por largos tapiales musgosos de huertas y paredones trase­ros de las casas nobiliarias y en los que se remansa una paz aldeana.

Entre este sosiego y este abandono, su presencia no daba motivo para revolver la curiosidad. Prefería Simón Bolívar la palabra ágil, liviana de la Güera Ro­dríguez, haciéndole pintorescas descripciones un tanto absurdas, de lo que veían, a la pausada y sabia del se­ñor oidor don Guillermo de Aguirre, siempre tan re­verente y cargado con el solemne peso de cosas graves, eruditas y, por lo mismo, aburridas. Cuando la mano breve y delicada de ella, señalaba algo, parecía que lo que indicaba volvíase al punto más hermoso, alegre y exquisito, y si el índice del grave y parsimonioso se­ñor de Aguirre y Viana le apuntaba la misma cosa, antojábasele eso tosco, pesado, carente de gracia y finu­ra. Pero, a pesar de esto, gustaba Bolívar con más goce quedarse con la gentilísima señora para pasar las horas en el descuido de un fácil entretenimiento.

El virrey don José Miguel de Azanza gustaba mu­cho de conversar con el desenvuelto Bolívar; recibía placer oyéndolo discurrir, siempre con amenidad y sol­tura, sobre todas las cosas. Convidaba al desparpajado Caraqueñito a pasear en su ligero quitrín, lo invitaba a su tertulia, sentábalo complacido a su mesa y no se cansaba nunca de su presencia, y menos aun de su charla ingeniosa, pues era Simón Bolívar afable y gus­toso en sus palabras, iluminadas siempre por su mirar risueño, aclarado de alegría.

Pero una tarde en Palacio resbaló lo ameno de la conversación a cosas de la política y ¡qué ideas terri­bles fueron entonces las que Bolívar sacó a relucir de modo brillante! ¡Con qué habilidad y talento las des­arrollaba ante los ojos asombrados, atónitos, de los pa­catos tertulios! Criticó el régimen de gobierno; los enormes gravámenes que se imponían para llevarse ese dineral a la Corte, no para emplearlo en nada útil para el pueblo, sino para derrocharlo en fiestas y en cosas baladíes y tirarlo a manos llenas; los justos derechos de la independencia de América, de la libertad de pen­samiento y otros temas vedados no sólo para decirse en público, pero ni en voz baja y tras el alto embozo de las capas y ni siquiera pensarlos a solas.

Nadie en la ciudad se atrevía a comunicarse esas ideas si por acaso las tenían, pues en ese México feliz no podíase discutir nada; aquí los vasallos del monar­ca, habían nacido sólo para callar y obedecer, no para discutir ni opinar en los altos asuntos del Gobierno, como bien claro lo había expresado así el afrancesado y siempre furibundo virrey don Carlos Francisco de Croix.

Bolívar seguía dando su parecer y con desaprensi­va despreocupación, pero don Miguel de Azanza echó con habilidad la plática por otro apacible sendero y quedóse horrorizado de que así pensara su joven ami­go el Caraqueñito. "Va este muchacho —se decía con dolor a sí mismo—, por caminos muy extraviados y malos, pues, ¿qué es eso de la independencia de Amé­rica? ¡Vamos, que no está en sus cabales, no puede estarlo ese mozo de espíritu tan fino y tan ágil!"

Pero a la tarde siguiente y ante las muchas per­sonas que acudían a la tertulia en una antecámara del Real Palacio, la conversación llevada con incons­ciente timidez por alguien, volvió a caer en el sucio hondón de la política de Carlos IV. No le importó a Simón Bolívar ni mucho ni poco la entonada presencia del virrey Azanza, sino de nuevo, con el fácil desenfado de sus años mozos, puso todo su entusiasmo en alabar y justificar la conspiración que hacía poco tiempo se descubrió en Caracas y volvió a defender con más ar­doroso fervor los justos anhelos de la independencia americana; elogió a los hermanos Ávila por su deseo de separar a la Nueva España de la Corona, y dijo des­pués muy lindas cosas del bonachón Carlos IV, quien ocupaba lugar muy prominente entre los más esclare­cidos y mansos cornúpetas.

Todos los apacibles tertulios estaban sin alma, pasmados de la audacia y valor del Caraqueñito. Te­nían helado el corazón. Se miraban los unos a los otros con asombro, removiéndose en los asientos de damas­co. Los dedos tremuletos no podían coger las jícaras de chocolate, ni siquiera partir los frágiles pasteles, ni los encanelados rosquetitos. Para disimular la turba­ción se llevaban a los labios la copa con agua nevada o ya con clarea o rosoli y el fino cristal se entrechocaba en los dientes por el temblor que le comunicaban las manos; algunos señores, con dedos agitados, extraían de sus lindas tabaqueras pulgaradas de rapé que con avidez llevábanse a las narices y casi ni sabían el lugar donde éstas estaban; poníanse algunos a oler la canilla de su barrilito de ámbar y los más, con los finos pañizuelos, se enjugaban ya el sudor que perlábales la fren­te o dábanse aire con él porque tenían acaloro en el rostro que se les ponía lívido. Había toses discretas y discretos cuchicheos.

Bolívar continuaba hablando con exaltación ar­dorosa. El virrey don Miguel Azanza con mucha gen­tileza le cortó la palabra. Se disolvió en el acto la ter­tulia y todos los angustiados señores se fueron a sus casas, llevando muy alterados los pulsos. No podían concebir cómo ese mozo tenía esas terribles solturas de lengua.

El Virrey detuvo al manso y asustado oidor, don Guillermo de Aguirre y Viana, sin hacer aspavientos, pero arqueando las cejas, clara e inequívoca señal del enfado muy quemante que le andaba por dentro, y dijo a Su Señoría que cuanto antes despachara para Veracruz, él sabría cómo, a ese inquieto mancebo de quien ya se habían dado cuenta que era harto peligroso, y, sobre todo, era arriesgado que permaneciera más tiem­po en la ciudad por la que pronto, sin duda alguna, se pondría a desparramar sus malas y dañinas ideas, que al soltarlas allá en la Metrópolis de fijo que lo echarían a la cárcel o fuera del reino como era mere­cedor, si andaba con esas fantasías de iluso, porque era indiscutible la política sabia y benévola del buen rey don Carlos IV, a quien Dios guardara y prospe­rara por muchos años.

Cuando esto supo la Güera Rodríguez reía y reía interminablemente de sólo imaginarse las aflicciones, sudores, congojas, temblorinas y espantosos asombros por los que pasaron los tertulianos de Azanza, a quie­nes bien conocía, gentes tímidas, indecisas, encogidas. Se burlaba con mucha risa de esos timoratos señores y también le retozaban mil carcajadas al pensar en el circunspecto y pacato don Guillermo de Aguirre y Viana. Igualmente Bolívar daba en lo risueño demostra­ciones de gozo. Le reventaban los ojos de alegría. Con­tó, además, la Güera con el saladísimo donaire que acostumbraba, algunas historias e historietas de esos entonados señores cuyas faltas andaban de mano en mano por cantones y estrados.

El oidor Aguirre y Viana, muy espantado, indicó el fogoso Simón Bolívar, con los más suaves y largos circunloquios que encontró, que ya era tiempo de que dejara México y se fuese a tomar el navío a Veracruz, porque según fieles noticias, el San Ildefonso, el barco en que llegó a estas playas, iba a anticipar la partida, levando anclas en unos cuantos días y que sólo yéndose en seguida podría alcanzarlo, pues ya en las semanas en que había estado en México había visto lo que encerraba esta ciudad de más hermoso y principal.

Bolívar, como que no era torpe, entendió al punto que había vehementes deseos de que se fuese y que por eso era la premura grande con la que lo acuciaba su huésped el Oidor. Comprendió bien que echábanlo del país, aunque con dulce amabilidad cortesana. Ya no fue a ver a nadie y se marchó de México el gallardo mancebo como vino, sonriente y afable. Quedó la Güe­ra en perpetua memoria de él. Tuvo presente las cosas con las cuales ambos a dos se deleitaron. A lo largo de sus años siempre estuvo embebida y regalada con este pensamiento agradable. Tenía fijos y firmes en el espíritu los hechos y palabras del apuesto Caraqueñito. Le quedó memoria de la que no se acaba. Dejóle Bo­lívar plantados en el fondo del corazón buenos, delicio­sos recuerdos, que le estuvieron floreciendo toda la vida aromándosela delicadamente. Recordar es volver a vivir.


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