jornada segunda LÍNEAS DE ETOPEYA
Poseía doña María Ignacia Rodríguez de Velasco empaque, apostura; una gallardía de rosa de Castilla en alto tallo. El ademán fácil iba de acuerdo con el dicho gustoso y gracioso, lleno de sabrosura, como toda ella; sus ojos gachones, tunantes, se entrecerraban con fatiga de sueño o los abría en fingido pasmo para colocar la frase que decía, para ponerle más hondo sentido, o bien una zalamería mimosa, o darle un sesgo de malicia ¡Esos ojos azules, cuánto sabían decir! ¡Y cómo lo decían! Su luz interior le salía a doña María Ignacia al rostro en la gracia de los ojos, en la imponderable seducción de sus sonrisas. El sonreír y su mirar formaban un pacto gozoso y perfecto.
Como si saborease sus palabras, se pasaba a menudo por los labios la lengüecilla regustadora. Siempre le bailaban los ojos de ansia, de una ansia por algo desconocido, hasta de ella misma. Era armoniosa de cuerpo, redonduela de formas, con carnes apretadas de suaves curvas, llenas de ritmo y de gracia; cuando caminaba y las ponía en movimiento, aun al de sangre más pacífica le alborotaban el entusiasmo. Alta no era, su cabeza llegaba al corazón de cualquier hombre. Las mujeres chicas eran muy del gusto del señor arcipestre de Hita, quien les encontraba muy cumplidas excelencias e hizo sonar largos loores en su obsequio.
Oír la voz de doña María Ignacia era lo más lindo que había. Cuando la oyó hablar el barón de Humboldt quedóse todo confuso y turbado, pues nunca, dijo, escuchó cosa más armoniosa. Su habla era como un gorjeo continuo, música suave de fluir de agua, de fino manucordio de cristal o de claro rehilar de campanita de plata que estremece el aire con su voz y deja halago en los oídos. Mucha gente que desde niña la oyó hablar con esa dulzura cantarina, decía: "¡Con qué voz dirá te quiero cuando un amor le llene el alma!"
Era cosa de contento y deleite el olor natural de su persona, muy fragante, como dicen de Alejandro, no parecía sino que sólo anduvo entre ámbares y flores. Caminaba con mucho garbo, gentileza, soltura y agilidad airosa. La gracia traviesa de sus palabras eran un fiel trasunto de su andar. En el gentil meneo de su cuerpo mostraba su galante generosidad muy a las claras, pues era dada a solaces.
Dícele el aire de echar
la mano al sombrero, y dar
cuerpo y pie con tal donaire,
que parece hija del aire
en el aire del andar.
Se antojaba que Lope escribió estos alados versos sólo para ella, adivinando que iba a existir en la Nueva España una señora con esa elegante euritmia al dar el paso. Por donde iba doña María Ignacia alzaba incitaciones, pues no era posible de ninguna manera que pasase inadvertida para nadie su muy gentil presencia, así fuese en la iglesia como en el paseo; por más aglomeración de gente que hubiera, ella sobresalía. Entre millares se diferenciaba. Echábase de ver y descubría. Era dechado de toda beldad, pues su belleza tenía excelencia, no como quiera, sino absoluta. Era telenda la Güera Rodríguez, es decir, viva, airosa, gallarda. Llevaba todo el rostro siempre lleno de sonrisas y siempre, también, andaba compuesta como una novia, con refulgencias de joyas y rumorosa de seda, la más fina.
Gustó del lujo de los buenos atavíos. Arreaba siempre su persona con cosas de valor y regalo Las telas de sus trajes eran de las mejores que se urdían en ultramar, los rasos más gustosos al tacto, las tiesas estofas brochadas, los brocados de tres altos o urdimbres, los terciopelos rizos, el contray que hace visos y aguas, las gruesas tercianelas de cordoncillo, los floreados tisúes que eran como una primavera, los buratos, los leves tafetanes y tiritañas. Muchos cortes de sus vestidos le venían bordados con nimio primor de la China con sedas versicolores o de los famosos obradores toledanos.
Sus joyas, si no eran las mejores que había en la ciudad de México, sí de las más esplendorosas, pues para conseguirlas era señora de superior caudal. ¡Qué flexuosos sartales de perlas caían en ondas y ondas en su pecho levantado! ¡Y en sus manos, blancas y leves, qué sortijas fulguraban! ¿Y sus brazaletes, y sus cadenas, y sus broches, y sus profusos prendedores y largos zarcillos? ¿Y qué decir de sus altas diademas, de sus gargantillas y de sus aretes, de sus clavos y clavillos para el pelo? Todas sus doñas estaban titilando con las luces de los diamantes, de los rubíes, de las esmeraldas, de los topacios, de los grandes almandinos. Y con estas joyas magníficas, de extraordinaria suntuosidad y brillo, y con estos trajes, y con su belleza, su ingenio y el ímpetu de su amor, no había en México dama más sobresaliente y singular que la Güera Rodríguez.
Pero en cuaresma, días de estrecho recogimiento y devoción, trocaba todo ese vistoso atuendo de sedas relucientes, con trepas de encajes, abalorios y hojuelas, y las alhajas con que a diario se ataviaba y en las que la luz bullía, por ropas de estricta sencillez, negras, azul oscuro, pardas color de tierra, a la que hemos de volver, y que en esos tristes días cuaresmales se nos recuerda que en eso se ha de trocar nuestra pobre humanidad, puesto que estamos hechos de barro fragilísimo que cualquier soplo lo quiebra. La Güera Rodríguez estaba tan sobresaliente y gentil vestida de vigilia como cuando andaba de día de carne.
Su belleza poseía la singular particularidad de ser más atractiva y deslumbradora al primer golpe de vista; cuanto más se la miraba más hermosa parecía. Se pudiera decir con. justeza de esta simpática y atractiva mujer, lo que Saint-Simon ha dicho de la duquesa de Borgoña, "que su aire era el de una diosa posando sobre nubes". Todos la querían, todos se disputaban sus sonrisas. Alguien escribió: "Canta, danza con facilidad y destreza admirables, tiene dulce parlar, mímica expresiva y mil otras cualidades que sería superfluo enumerar".
El color de sus largos cabellos, de un oro fluido, le daban el mote con el que todo el mundo la designaba con familiaridad: la Güera Rodríguez. No se le llamaba de otra manera en todo México más que así, con ese apodo, y así con él ha pasado muy donairosa a las historias que de ella se cuentan ricamente salpimentadas. En México no había quien no la conociera, quien no refiriese de ella algo picante y sabroso que levantaba borbotones de risa. Sazonaba con un espolvoreo de mucha especia fina todas sus pláticas que se paladeaban con encantador deleite por lo agradable de su picor.
Linda era la Güera, llena de fácil despejo y desenvoltura. Poseía todo primor, perfección y garbo. Su rostro era idea de su claro ingenio. Hablaba con lengua pintoresca, con mucho chiste torcía el sentido de las voces. Tenía, además, donaire y gallardía en el obrar. La vida le fue siempre dulce y sabrosa. Anduvo a lo holgado y vivió a sus anchuras. Movióse entre esplendores y pasó su existencia blanda y regaladamente. Si quería algo, al punto lográbalo con mucho obsequio, pues en sus ojos y en toda su persona había perpetuamente una promesa imprecisa, así era como no se le podía decir nunca una negativa a sus deseos que manifestaba con voz tan dulce como una confitura.
El 20 de noviembre del año de gracia de 1778 hizo su entrada en el mundo y le dio la primera luz. En la pila bautismal le pusieron por nombre este calendario: María Ignacia, Javiera, Rafaela, Agustina, Feliciana. En buena consonancia con tal retahila eran sus apellidos: Rodríguez de Velasco, Ossorio, Barba, Jiménez, Bello de Pereyra, Fernández de Córdoba, Salas, Solano y Garfias.
Gobernaba por entonces la Nueva España el buen virrey don Fray Antonio María de Bucareli y Ursúa. Desde la fecha en que María Ignacia vino a la vida, causó gran admiración su belleza; todos se hacían ojos para ver a tan linda criatura; a sus padres no les cabía en su capacidad el gusto. Y dijimos que lo eran doña María Ignacia Ossorio y Barba de Pereyra. . . y don Antonio Rodríguez de Velasco y Jiménez. Estos honrados señores y todos sus antepasados, destilaron en la Güera grandes virtudes esenciales, que ella se cultivó siempre a lo largo de su vida con delicadeza esmerada.
Desde muy niña su ingeniosidad se daba la mano con su aplicación y se le notó su gallardo entendimiento y también que quería ir a rienda suelta por sólo sus caprichos. Únicamente apetecía gastar el tiempo en cosas de gusto y contento. No tenía número en sus demandas y antojos. Desde muy criatura ostentaba su fértil inventiva y tuvo gracia de buenos dichos; volvía con agudeza una frase y lindamente jugaba del vocablo. Aún era muy moza y con una palabra sazonada y risueña hallaba expediente y daba salida. La fama de su gentileza volaba muy alto por toda la ciudad de México. Era amiga de mirar y de ser vista e iba abriendo con sus pestañas heridas de las que no cierran.
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