La obra básica del Racionalismo Cristiano, no obstante sencilla, es bien profunda y debe ser vista como el cimiento base de conoci-mientos cuya estructura deberá ser levan-tada mediante el esfuerzo de cada uno



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CAPÍTULO XII



EL VALOR
El valor que todos los espíritus poseen en mayores o menores dimensiones, es uno de los ángulos ca­racterizantes de la personalidad humana.
Cuanto más se consolida el carácter en las rudas asperezas del trabajo cotidiano y en la lucha por la con­quista del bien, más siente el espíritu la necesidad de poner a prueba ese gran atributo, a fin de que los resultados correspondan a los esfuerzos empleados.
Siempre que el ser humano, al definirse por una conducta, tuviere que recurrir al propio valor y de él socorrerse para trazar la directriz a seguir, gana su acervo espiritual más un refuerzo, más un estímulo, más una parcela de enriquecimiento.
Y no hay quien no tenga la oportunidad de exter­narlo, a cada paso, por algún hecho, por reposar en él, el verdadero bienestar íntimo, que satisface la con­ciencia, alegra el semblante y, como recompensa mayor, transmite a la persona el agradable sentimiento del deber cumplido.
Todas las faculdades tiendem a enmustiarse, cuando no son regularmente ejercitadas. El ejercicio fortalece y vigoriza. Él es tan necesario a la mente, como al cuerpo. El ejercicio mental consiste en la práctica ha­bitual de actos y pensamientos de valor que precisan ser estimulados, desde la infancia.
Esos actos y esos pensamientos pueden ser reve­lados en el hogar, cuando el adolescente asume la res­ponsabilidad de sus faltas, cuando se solidariza con las dificultades y los sufrimientos de sus padres y hermanos y cuando es capaz de un gesto de desprendimi­ento y renuncia a favor del prójimo.
También se revela en la escuela, cuando el estudi­ante sabe ganar o perder en los torneos deportivos, cuando procede con dignidad en el estudio y en los exámenes, cuando reconoce los esfuerzos de los padres y todo lo hace para tornarse merecedor del sacrificio de estos.
Ejercitados por el adolescente esos altos atributos espirituales, entrará él, en la segunda faz de la juventud, con un preparo moral en que se reflejarán, nítidamente, los trazos del valor de que está dotado.
Eso le habilitará a resistir a las tentaciones humanas, propias de la edad, a vivir con método y dis­ciplina, a encarar el trabajo como un premio y a exigir para si el mismo respeto que dispensa a su semejante.
En la edad madura, en que,   como lo esclarece el capítulo VI  , las células del organismo alcanzan la máxima vitalidad y el espíritu conserva el precioso te­soro representado por los enseñamientos cosechados en la adolescencia y en la juventud, precisa el ser humano contar con ese buen capital para no ser influenciado por los errores vicios que predominan en el medio ambiente.
Actitudes de valor, por arriba de todo con bravura, si fuere preciso, arrojadas, si el momento lo exigiere, - pero siempre serenas y tranquilas, ponderadas y justas, inflexibles y rectas   he ahí la característica principal de ese notable atributo.
Todo individuo que vive bajo los dictámenes de la ­honra y del deber, que.molde a sus hábitos y costumbres con la argamasa de los principios cristalinos de la moral cristiana, y se mantiene bajo el dinámico estímulo de las vibraciones del bien, está permanentemente envuelto en una coraza impenetrable a las arremetida del mal.
Esa coraza, aunque invisible, conserva toda su ri­gidez mientras el ser humano se mantuviere vígilante. Un descuido puede poner todo a perder. Sin embargo, los fuertes, apoyados en el esclarecimiento, hacen todo lo posible para no descuidarse, y la finalidad del Ra­cíonalismo Cristiano es, precisamente, la de orientar y esclarecer a los fuertes, para que no se descuiden, y a los débiles, para que se tornen fuertes.
El valor del individuo tiene su inicio donde comi­enza el dominio de si mismo. La cualidad esencial, ne­cesaria al desarrollo del valor, consiste en saber él con­trolar los nervios y los pensamientos, dominando a sus ímpetus y a las inclinaciones reprobables, para que el raciocinio pueda indicarle las mejores soluciones.
La persona que tuviere que ejercer cargos direc­tivos, necesita primeramente aprender a dirigirse a si misma y a dar ejemplos de serenidad, de coraje, de honra y valor, conteniéndose delante de los cuadros emotivos que la vida le presenta, para no descontrolarse ni causar perjuicios a sus subalternos.

ACTOS DE JUSTICIA

Los actos de justicia son practicados, en regla, cuando el espíritu procede con serenidad, imparciali­dad e interés por la verdad. El mundo carece tanto de justicia, como de hombres de valor y de honra.


Por eso, ser justo, valeroso y honrado debe cons­tituír la más seria aspiración del espíritu humano. Pero, entiéndase: nadie puede ser justo, sin ser tolerante y moderado, sin comprender la vida, en su complejidad, en su contextura espiritual y contenido realista.
La comprensión clara y verdadera de la vida ha­bilita al ser humano para acelerar el desarrollo y la purificación de sus cualidades espirituales, y asi dis­minuir el número de reencarnaciones en este mundo es­cuela, de ambiente de sufrimientos, donde la ignorancia engendró al materialismo en que la humanidad se debate y, con él, la degradación moral infiltrada en todas las camadas sociales.
Esa comprensión proporciona al individuo, un sentimiento práctico de renuncia a las cosas terrenas, por la certidumbre de la transitoriedad de permanen­cia en este planeta, y de que son de uso provisorio las riquezas materiales, con las cuales solamente podrá con­seguir algunos objetivos de limitado alcance.
Las riquezas materiales no pertenecen al individuo, sino al mundo, que las presta a sus habitantes para su administración y de ellas hacer buen uso, como efímera recompensa por sus esfuerzos y realizacíones. El espí­ritu de renuncia, de desprendimiento, de abnega­ción, de sacrificio y de solidariedad humana, es, pues, el resultado de la superior comprensión de la vida, que aproxima fraternalmente a los seres unos de los otros, como partículas hermanas de un único Todo.
Mientras tanto, no se confunda ese elevado senti­miento espiritual con el desinterés por las cosas, ori­ginado en los desengaños y desilusiones que tornan a los individuos en apáticos, escépticos, solitarios, bohe­mios, exóticos o sectaristas fanáticos.
El espíritu esclarecido y, por eso mismo, fuerte, no se deja abatir por desiluciones o desengaños. Com­prende las causas de las debilidades y de la maldad de los seres humanos, no confía en perfecciones, por saber que no existen, y acepta los acontecimientos con racio­nal entendimiento.
Verdadero, leal, honesto y equilibrado, no se olvida, en los momentos de peligro, de que su integridad moral debe mantenerse por arriba de todas las consideracio­nes e intereses, y no teme a las consecuencias de su inflexible posición contra la corrupción.


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