La Vida Hiumana y el Espíritu Inmortal



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Pregunta: ¿Qué les puede suceder a los que practican el celibato y rechazan deliberadamente casarse y cumplir con el mandamiento del "Creced y multiplicaos"?

Ramatís: ¿Toda infracción al curso de la Ley genera reacciones dentro del reajuste y equilibrio entre los polos opuestos. El hom­bre que desea mantenerse soltero agrava su situación en un mundo egoísta y cruel, como es la tierra. Es un candidato infalible a la soledad por falta de afectos sinceros e íntimos, sin hogar, esposa, hijos, nietos y demás parientes que puedan atenderlo en los últimos años de su vida. Considerado un marginado en la esfera de los casados, su presencia es aceptada con desconfianza, pues nada tiene que perder en el campo de la relación sexual. El soltero, en general, vive únicamente para su propio bien; no divide su afecto con una esposa, no afronta problemas neurálgicos respecto a un jefe de familia y sólo tiene una preocupación; cuidar de sí mismo. Además, llega a la vejez casi como un indeseable, como si hubiera huido al deseo de cooperar en la vida azarosa de los parientes y amigos. Comúnmente, acostumbran a calificar injustamente a quienes les dieron la vida, los cuales lamentan, por otra parte, en el silencio de sus almas, al hijo o la hija que les negó la conti­nuidad de la familia en la figura vivísima y rebelde del nieto.

Pregunta: ¿Se justifica el sufrimiento que padece la mujer por la procreación constante por causa de los maridos, fanáticos o adeptos a la gestación ininterrumpida?

Ramatís: En base la ecuanimidad de la Ley del Karma, que pesa en la balanza divina todos nuestros pensamientos, actos y sentimientos, tendremos que indemnizar por los perjuicios ocasio­nados a quienquiera que sea. Así, muchas esposas, unidas a esposos obstinados y obligadas a procrear muchos hijos, apenas están recogiendo los efectos kármicos que inflingieron en el pasado. A través de la sacrificada y constante procreación, esas mujeres están pagando los perjuicios ocasionados en el pasado, cuando frustraron el renacimiento de algunos espíritus desesperados por alcanzar la vida física, o bien, cuando abandonaron los hijos sin piedad alguna. Es su karma el que las une a sus esposos obstinados o al fanatismo religioso, que no les da descanso procreativo, pues de lo contrario le hubieran casado con otro hombre menos sexual y fértil. De ahí lo paradójico cuando nacen gemelos, trillizos y en algunos casos, cuatrillizos, en familias ya cargadas con una cierta cantidad de hijos, pero ineludiblemente en débito con las causas contraídas en su pasado.

Pregunta: La mujer débil y enfermiza, a quien la medicina terrena le aconseja no tener hijos, aun así, obediente a la Ley, ¿debe procrear hijos porque en vidas pasadas se negó a la pro­creación?

Ramatís: Insistimos en deciros que la Ley Kármica no se engaña ni castiga sino que reajusta y equilibra en beneficio del culpable. La esposa débil y enfermiza, que debe procrear muchos hijos de un esposo fanático del "Creced y multiplicaos", sin dudas que es un espíritu bastante endeudado por sus obras del pasado. Tal vez cuando fue una mujer afortunada y sana, esposa de un marido comprensivo y liberal, rodeada de una servidumbre atenta, esquivó las responsabilidades de la maternidad y se negó a ser madre para no deformar su vientre. Evidentemente, que pudo abusar del aborto infamante, expulsando al alma que le suplicaba un lugar en su hogar feliz. Como la "Siembra es libre, pero la cosecha obligatoria", esa mujer en falta, a pesar de su salud claudicante, deberá procrear los hijos que rechazó en vidas ante­riores.

Pregunta: ¿No sería razonable que Dios restringiera los excesivos nacimientos, a través de la esterilidad congénita?

Ramatís: Dios no comete equivocaciones ni tampoco es un sádico que exige castigos severos; son las leyes de la vida inmu­tables y perfectas, que equilibran las deformaciones del hombre en el curso de la vida espiritual.

El desarrollo demográfico terreno, cuando sobrepase el límite de la capacidad del orbe, ha de ser controlado por la Adminis­tración Sideral a fin de restringir el exceso procreativo de todas las especies, como sucedió con los mundos que afrontaban ese dilema. Además, las criaturas que nacen en el campo son salu­dables y resisten las enfermedades graves, mientras que las nacidas en las grandes metrópolis atraviesan la infancia perfo­radas por las agujas de las inyecciones y se saturan de antibióticos ni bien tienen una inofensiva infección en el oído. Las antiguas abuelitas curaban la gripe con un te de hierbas, dolores de oídos con algunas gotas de aceite caliente, y resolvían las peores bron­quitis con cataplasma de harina de lino.

La fanatizada preocupación de la asepsia indiscriminada priva al organismo de activar sus defensas orgánicas y la víctima queda a merced de los gérmenes más inofensivos. En los aglomerados de las metrópolis se atrofian los elementos responsables de la natalidad, como tenéis el ejemplo en algunos países europeos donde la vida excesivamente artificializada acentúa el desequilibrio entre el nacer y el morir. La vida asfixiante de las ciudades se encarga de reducir el éxito de la procreación, aun sin limitar la cuota de los hijos. Sin embargo, donde la vida es espontánea y no fue perturbada en sus raíces vitales, los hijos nacen sanos por causa del oxígeno puro, exceptuado de los residuos nocivos de las industrias y de los combustibles de los vehículos que saturan el aire.3


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