Pregunta: En otras oportunidades habéis mencionado que el hombre recibe de vuelta el mal que comete por negligencia espiritual cuando mata y come el animal. ¿Nos podéis explicar mejor ese aspecto?
Ramatís: La profilaxis de última hora que los veterinarios realizan sobre los animales para el corte, no garantiza las posibilidades de no contraer enfermedades transmitidas, pues si la misma criatura humana no consigue describir satisfactoriamente a los médicos sus malestares enfermizos, ¿cómo comprobar las anomalías mórbidas del animal, que no habla ni razona!
Respecto a la criatura humana, que a veces, por un simple examen de orina para fines de poca importancia revela la diabetes avanzada y que el médico desconocía en el examen clínico común; un simple análisis de sangre solicitado sin graves preocupaciones, ¡puede corroborar la fatal leucemia! En base a esa versatilidad, todavía común en el examen médico sobre los humanos, en que se hace difícil descubrir el origen de las molestias, mucho más escabroso es detectar las molestias que evolucionan ocultamente en el ave o en el animal para el corte. ¿Cuántas veces el cerdo es abatido en el momento exacto en que se inició una enfermedad cuya virulencia no puede ser descubierta por el veterinario competente, salvo que se practique una rigurosa autopsia y exhaustivo examen de laboratorio?
Los miasmas, bacilos, gérmenes y colectividades microbianas famélicas, que se procrean en los chiqueros, penetran en vuestro delicado organismo humano a través de las vísceras del cerdo y que debilitan las energías vitales. Entonces, el hombre mina su organismo con la invasión morbígena adquirida en su imprudencia de comer carne animal.
Pregunta: ¿Nos podéis ampliar mejor el concepto del animal enfermo, a pesar del examen criterioso y riguroso del veterinario?
Ramatís: Sorprende que la contradicción humana provoque la enfermedad deliberadamente en las aves y animales que pretende devorar, y después acuda al veterinario para discriminar lo que es ¡competente y '' sano para el corte''! En ese deseo exclusivista de bien para el hombre, y lo peor para las aves y animales, el hombre paga con una implacable corrección espiritual el delito de sacrificar la vida de otros para usufructuar una vida epicúrea. ¿Qué hay de sano en todo ese proceder? Aquí, mórbidos industriales crían millones de gansos bajo regímenes específicos para desarrollarles el hígado, a fin de que la industria del "paté-foie-gras" obtenga la rica sustancia para el enlatado moderno; allí, no se pierde siquiera los órganos excretores y procreadores del animal, aunque vierta venenos y residuos repugnantes.
Vuestra medicina considera que el hombre gordo, obeso, hipertenso, es un candidato a las anginas y a la conmoción cerebral, y lo clasifica como un tipo hiper albuminoide y portador de una peligrosa disfunción cardio-hepato-renal. La terapéutica más aconsejada es un riguroso régimen de alimentación hidrosalina y dieta reductora de peso; se le suministra alimentación sin gorduras y predominantemente vegetal, pues el médico aun teme el peligro de una nefritis por el grave disturbio en el metabolismo por las gorduras y la indefectible esteatosis hepática. Mientras tanto, el hombre del siglo XX, aunque reconozca las enfermedades de las gorduras, devora los cerdos obesos, hipertrofiados en la gordura albumínica para conseguir la grasa y el tocino. Primero, los enferma en el inmundo chiquero, donde las larvas, los bacilos y microorganismos, propio de los charcos, fermentan las sustancias que dan vida a las lombrices, tenia, amebas, colis, histolíticas o trigonocéfalos. El infeliz animal, sometido a la alimentación putrefacta de las deyecciones, exuda la peor cuota de olor nauseabundo, transformándose en un potencial de inmundicias a fin de acumular la detestable gordura que debe servir en las mesas fúnebres. Agotado, obeso, letárgico y sudoroso, el cerdo cae al suelo por el exceso de peso, sumergiéndose en el barro maloliente, y luego es levantado por los peones en la hora del sacrificio. Evidentemente, qué poco adelanta el posterior sellado de "sano" que autoriza el veterinario, cuando la misma ciencia humana permitió y contribuyó para el máximo de condiciones patogénicas. Es una estulticia humana de las más asombrosas, puesto que el hombre provoca deliberadamente la enfermedad indeseable en las aves y animales, y después intenta engañarse a sí mismo con la autorización del veterinario, por el solo hecho de manifestar que este animal o aquella ave son "sanos”" para el consumo.
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