La Vida Más Allá de la Sepultura


LA DESENCARNACIÓN Y SUS ASPECTOS CRÍTICOS



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LA DESENCARNACIÓN Y SUS ASPECTOS CRÍTICOS
Pregunta: ¿En el momento de descarnarnos aparecen junto a nosotros espíritus amigos o de parientes, que nos asisten en esa hora crítica?

Atanagildo: De eso no os quepa la menor duda. Tomando a vosotros mismos como ejemplo, ¿qué haríais si ya estuvieseis des­encarnados y supierais que determinado hijo, amigo o ente muy querido se encontrara en el umbral de la puerta del astral?

Cuando lleguéis aquí habréis de notar que son muchos los tropiezos y dificultades que se anteponen a la mayoría de los desencarnados, principalmente a causa de las celadas peligrosas y a las influencias maléficas que los espíritus diabólicos siembran en el camino del Más Allá y que amenazan a los recién llegados de la Tierra. Como tampoco podemos prever con exactitud cuáles serán las reacciones psíquicas de nuestros parientes en la hora delicada que les toque dejar su cuerpo físico, a veces estamos obligados a solicitar la presencia de las entidades más elevadas, con el fin de que nos ayuden a proteger a nuestros seres queridos en la travesía desde la tumba hacia aquí.



Pregunta: ¿Entonces siempre queda asegurada la protección y la seguridad de aquellos que parten desde la Tierra, a través de esa asistencia benefactora que los parientes y amigos del Más Allá prestan a sus familiares desencarnados recientemente?

Atanagildo: Esa defensa depende mucho del caudal de virtu­des que posea el espíritu desencarnante y del modo como haya vivido en la materia, porque, en general, los encarnados obedecen más a los instintos de las pasiones animales que a la razón espi­ritual; poco a poco se dejan envolver por las sugestiones malé­ficas de los malhechores de las sombras, que desde el Más Allá les preparan anticipadamente el periespíritu para que se sintonicen mejor a sus vibraciones maléficas después de la llamada muerte del cuerpo físico. Son pocas las almas que en la existencia física- se esfuerzan por vivir las enseñanzas salvadoras del Evan­gelio, en la creencia que los sacrificios y las vicisitudes soportadas en la materia les ha de garantir la liberación espiritual en el reino del Más Allá de la Tumba.

Vosotros sabéis bien que, aun estando en la Tierra, vuestra seguridad y protección depende mucho del tipo de amistades que escogéis. No podríais contar con una amistad sincera si os ligáis a un grupo de malhechores, pues es obvio que si son hombres egoístas y rencorosos, que aún no han podido siquiera conseguir su propia seguridad, de modo alguno podrán ofrecerle a otros. Los encarnados que descuidan su responsabilidad también culti­van afecciones menos dignas, desde este lado, impermeabilizán­dose para poder recibir los incesantes llamados de sus "guías" o "ángeles de la guarda". Es indudable que tales criaturas después de la muerte corporal tendrán que ser recibidas en el astral por la sombría comisión de las tinieblas, que exigirán los derechos de propiedad que ya poseían sobre tales espíritus cuando éstos aún se encontraban en el mundo material.

Siendo así, la protección tan necesaria y deseada, una vez salido de la desencarnación, dependerá fundamentalmente del padrón espiritual que hubiereis cultivado en vosotros mismos; cada ser se eleva accionado por su propio dinamismo angélico, aunque reciba el amparo justo y merecedor de amigos y parien­tes, que mucho lo ayudan a encontrar su plano favorable en el Más Allá.

Pregunta: ¿El espíritu consigue abandonar con facilidad su cuerpo físico después que se considere "muerto" aquí en la Tierra?

Atanagildo: Hay dos factores muy importantes que no sólo perturban a los encarnados en la última hora, sino que aun les imponen serias dificultades debido a que los retienen más tiempo del debido junto al cadáver, después de haberse considerado "muertos" en base al certificado de defunción. Uno de ellos es el proverbial "miedo" a la muerte, que es muy común entre los pueblos occidentales, por desgracia bastante ignorantes de la realidad espiritual y de la inmortalidad del alma: el otro fac­tor proviene de los clamores de los familiares, que en su deses­peración e ignorancia terminan por imantar fuertemente al moribundo a su lecho de dolor, dificultándole la liberación rápida del espíritu.

No basta que los hombres hayan sido educados brillantemente en famosas academias o que posean adelantada cultura científica, acumulada a través de muchos años de estudio, ya que general­mente valorizan por demás el escenario del mundo material y confunden el verdadero sentido de la vida del espíritu inmortal con los efectos transitorios de la existencia física. Cuando se enfrentan con el terrible momento de la "muerte", en donde la vida corporal se escapa sin posibilidad alguna de retención en base a los recursos humanos, el miedo les gana el cerebro y se apegan desesperadamente a los últimos resquicios de vitalidad, demandando más tiempo para desatar los últimos lazos de la existencia terrena.



Pregunta: ¿Todo eso no podría sucederles también a las almas benefactoras que hayan sido devotas a las prácticas religiosas?

Atanagildo: Asimismo algunas almas benefactoras —aunque no se hayan esclavizado totalmente a las sensaciones de la carne-pueden prolongar más el tiempo necesario para la muerte del cuerpo físico, pues su tremendo temor a la muerte y a la desconformidad con la cesación de la vida carnal termina por encar­celarlos en el cuerpo en agonía.

En sentido opuesto se encuentran aquellos que sin ser bene­factores no sienten ningún temor por la muerte y llegan hasta enfrentarla con desdén; sin embargo, demoran en liberarse del cuerpo, porque si consiguen romper las cadenas creadas por el miedo, no pueden lograr el mismo éxito con los fuertes eslabones de las sensaciones y pasiones inferiores, a las que tanto se enca­denaron en la materia. Con ese miedo a la muerte y el apego condenable a las satisfacciones provisorias de la carne, la cria­tura copia a la figura del molusco, recogido de miedo en su concha, pues no quiere abandonar su cuerpo en estado precario de vida, mientras se impermeabiliza a las vibraciones de la vida superior y deja de ayudar a aquellos que deben desatarle los lazos que la atan a la materia. Cuando reconoce que ha sonado la última hora de su vida física, en vez de afirmar la mente hacia la invitación liberadora del espíritu, prefiere atender al apego incisivo del instinto animal, que lucha encarnizadamente para impedir que la centella espiritual le huya de la acción opresiva y dominadora.



Pregunta: ¿Cómo debemos entender esa opresión ejercida por los parientes del moribundo en la hora de la desencarnación, obligándolo a luchar contra la muerte del cuerpo?

Atanagildo: La aflicción, la desesperación y al desconformi­dad de la familia y amigos que rodean al agonizante producen filamentos de magnetismo denso que imanta al espíritu desencar­nante a su cuerpo material como si fuesen gruesas cuerdas vivas que sostienen al alma en agonía. Conforme lo podréis comprobar por la extensa literatura, hay casos en que los espíritus asistentes de los desencarnantes procuran neutralizar esos efectos pernicio­sos echando mano a la estratagema de restaurarle las fuerzas magnéticas del agonizante y haciendo que su organismo obtenga visible recuperación de vida. Ante la mejoría rápida —que es muy común en los fenómenos de agonía— se calman los temores de los familiares y cesa la angustia que retenía al espíritu en el cuerpo carnal; se ablandan o debilitan entonces los hilos magnéticos que imantan al moribundo a la carne, porque la mente de los pre­sentes también deja de producir esas fuerzas magnéticas negativas y opresoras que son el resultado de la gran ignorancia espiritual de los encarnados con respecto al fenómeno de la muerte cor­poral y de la inmortalidad del espíritu. Esa rápida convalecencia en la hora de la agonía, muy comentada en la Tierra, es la que dio lugar al viejo refrán: "mejoría del moribundo, visita de la muerte".

Pregunta: ¿No es justo que los amigos y parientes del enfermo se angustien ante la partida definitiva de aquel que les era tan querido? ¿Hay algún perjuicio espiritual en esa imantación de la familia hacia su ser querido en el momento de las convulsiones agónicas?

Atanagildo: Todo depende de como encaremos esas cosas de la vida común, o sea, desde el punto de vista que sean miradas. Es conveniente reflexionar que si para los encarnados la muerte de su familia significa una tragedia insuperable y a su vez un drama doloroso, el mismo acontecimiento para sus parientes ya desencarnados y desembarazados de la angustia material se trans­forma en un hecho jubiloso, pues en realidad se trata de retorno de un ser querido a su verdadero hogar en el Más Allá. Entonces se invierten los papeles, pues el angustiado en el mundo físico pasa a ser motivo de alegrías en el mundo astral. Mientras los Moradores de vuestro orbe ignoran la verdadera finalidad que encierra la vida humana y la inmortalidad del espíritu, aún han de llorar innumerables veces, tal como lo han hecho en otras existencias.

Cuántas veces lloraron por vuestra causa en otras encarna­ciones, cuando vuestro espíritu tuvo que abandonar su cuerpo físico. Fuisteis llorados bajo los cuerpos egipcios, hebreos, griegos, hindúes o europeos; en otras ocasiones, obedeciendo a determi­nados rituales fúnebres, usados por ciertas razas exóticas, al colo­car alimentos y objetos en vuestros cajones mortuorios o sobre las lozas de la tumba de vuestro cadáver; otras veces, apenas si colocaron algunas florecillas para adornar las cruces solitarias de vuestra sepultura. En vidas más ricas, vuestro cadáver transitó por las calles en un lujoso cajón forrado con sedas riquísimas y adornado con franjas doradas, sumergido en el fausto de las flores exóticas, hospedándose definitivamente en un mausoleo suntuoso; en otras ocasiones, algunas almas amigas tuvieron que cargar vuestro cuerpo inerte, semidesnudo, cubierto con repulsivos trapos que mal lograban cubrir vuestras carnes frías. En otras existen­cias, la tierra fría os dio la sepultura amiga, y también hubo veces en que los animales hambrientos y feroces o los urubúes se encargaron de devoraros el cuerpo tumbado en el suelo, en medio de la selva virgen.

Cuántos milenios hace que en el círculo de vuestra familia espiritual, compuesta hasta de vuestros adversarios de otras en­carnaciones, son obligados a tomar parte en vuestra propia pa­rentela consanguínea y han cultivado mutuamente el lloro y el sufrimiento angustioso, debido a la paradoja de una muerte que es inmortal.

Pregunta: En nuestro estado actual de comprensión espiritual la muerte significa para nosotros un acontecimiento tétrico y desesperante por no saber qué destino tendrán nuestros seres queridos que parten desde aquí, siendo muy justo entonces que nos desesperemos. ¿Nuestras dudas y angustias no serán produc­tos naturales de nuestra evolución, aún precaria?

Atanagildo: Si; pues en los planteos más avanzados la muerte corporal de sus familiares se considera un acontecimiento feliz, mucho más que el nacimiento de un hijo o de un nieto. Eso es así porque el alma que encarna tiene que afrontar la grave responsabilidad de su rectificación espiritual, sin que ninguno le pueda predecir con seguridad de qué modo ha de comportarse en la nueva y severa experimentación física. ¡Cantas veces el bebé querido, que sonríe en la cuna material, no pasa de ser el envoltorio disfrazado de Nerón, Torquemada o Calígula! Quién podrá negar que en el cuerpo tierno y rosado, que llena el hogar de nuevas alegrías, se pueda encontrar el alma perjura del pasado o vuestro verdugo implacable que en el pasado os destruyó la ventura humana.

¿Cuáles son los padres que podrán confiar, sin recelos, que después del crecimiento del organismo tierno y adorado de su criaturita querida le retribuirá el cariño y los cuidados que le fueron dispensados, como un tributo sagrado del hijo amoroso hacia sus progenitores que tanto se sacrificaron por él? ¿Quién podrá adivinar, al comienzo, que en una cuna llena de encajes reposa una entidad degenerada, cruel o prostituta, en lugar del espíritu angelical tan deseado para formar parte del hogar?

Mientras tanto, en la hora de la desencarnación, aunque se despida al amigo y deje inconsolable amargura en los corazones afectivos, tuvisteis la oportunidad de conocer su carácter y valorar los frutos de su existencia terrena, porque retorna después de una tarea buena o mala, pero terminada. Lo más sensato, en realidad, es no llorar ante el ente querido que parte, pero sí tener serias preocupaciones por aquel que llega... Las lágrimas huma­nas sólo debieran derramarse por el muerto a causa de la conducta indisciplinada que hubiese vivido, pues la muerte, en su forma material, es cosa bastante secundaria en la eternidad de la vida del espíritu.

Pregunta: No contradecimos vuestras consideraciones, pero encontramos que es muy difícil dominar el dolor en esa hora cru­cial, cuando nos separamos definitivamente de aquel que hiciera parte de nuestros momentos más felices y angustiosos en el mun­do físico.

Atanagildo: Ese vocablo "definitivamente" os dice muy bien el alto grado de distancia en que os encontráis de la realidad espiritual, con respecto a la muerte del cuerpo físico. No hay separación absoluta; lo que realmente existe es que el espíritu devuelve a la tierra su vestimenta carnal, usada e inservible, que le fuera prestada para el rápido aprendizaje a través de algunos lustros terrenos. Los clamores, por intensos que sean por parte de sus familiares desesperados, son inútiles para retener al espíritu desencarnante a través de ese violento recurso aflictivo. Por lo que pude observar durante mi propia desencarnación, los gritos, las angustias y los sufrimientos atroces de mis parientes, inclinados sobre mi cuerpo inerte, no lograron salvarme de la muerte, ni consiguieron aliviarme de la aflicción de la agonía. En verdad, sólo sirvió para agravar mis aflicciones desencarnatorias.

Al retornar al Más Allá, comprobé que ese drama desespe­rante, descontrolado, delante del agonizante, sólo consigue difi­cultarle la liberación carnal y a su vez lo oprime y animaliza con la captación mórbida de las escenas dramáticas que se desarrollan a su alrededor. He observado que algunos moribundos se man­tienen en un estado de angustia inenarrable, pues cuando se encontraban en camino de liberación definitiva, satisfechos con el alivio de atroces sufrimientos físicos, sus familiares los encade­naban nuevamente por los invisibles filamentos magnéticos de imantación, producidos por clamores y súplicas arrebatadas.



Entonces, al estar presos en las mallas esclavizantes de la poderosa red magnética, se ven obligados a presenciar los lamen­tos, los gritos y desesperaciones que vibran alrededor de sí, en la más cruciente inmovilidad de sus cuerpos inertes e indeseable agudizamiento de la audición psíquica. Por la forma que aún los occidentales encaran el fenómeno de "nacer" y el aconteci­miento de "morir", es contraproducente comparado con los chinos y ciertos salvajes ignorantes y exceptuados de la cultura civiliza­da. Estos últimos demuestran ser más comprensibles que los civi­lizados, pues lloran amargamente cuando les nacen los hijos y festejan ruidosamente la muerte de sus seres queridos. Aunque eso os parezca bastante chocante, tienen los chinos y los salvajes un profundo sentido de sabiduría instintiva al reconocer que nacer es más trágico que morir.

Pregunta: Bajo cualquier hipótesis, ¿la desesperación de los parientes siempre es perjudicial para el espíritu en la hora de su muerte?

Atanagildo: Es tan perjudicial para el desencarnante esa unión afectiva, establecida a través de los lazos magnéticos opre­sivos de sus familiares, que en ciertos casos algunos espíritus de reconocida estirpe espiritual llegan a combinar para que su desencarnación se produzca durante el sueño o alejados de la familia, Con el fin de que los individuos puedan "morir" sosegados. De ahí las grandes sorpresas a última hora, cuando se producen los desenlaces súbitos ocurridos fuera del hogar, en donde la deses­peración de los parientes no les puede afectar el espíritu, que ya está liberado de los lazos que le ataban a la vida física.

Pregunta: Cuando comprobamos que un pariente o un amigo se encuentra moribundo, ¿debemos desinteresarnos por cualquier providencia, así no le retenemos más tiempo entre nosotros? ¿De­bemos dejar que sucumba el enfermo sin el auxilio de la medicina terrena?

Atanagildo: No hay que afectar en absoluto el tratamiento médico que providencia todos los recursos viables para salvar al moribundo, pues, generalmente, es él mismo quien desea sobre­vivir. Lo que se censura altamente es que el melodrama de la muerte no siempre identifica el contenido emocional sincero hacia el que desencarna. No es raro observar que los parientes que demuestran más aflicción y empeño por curar las molestias "in­curables" de su familia son los que más lo bombardean con los rayos de hostilidad durante el llamado "último momento de vida", sin poder ocultar el deseo vivo de hacerlo descender a la tumba lo más rápido posible. Así como algunos parientes y amigos emi­ten esos hilos de magnetismo opresor, dificultándole el desliga­miento definitivo del cuerpo, otros le arrojan flechas envenena­das, aunque sus caras se encuentren bañadas de lágrimas y sus gritos sean los más estridentes. El hombre que posee muchos pa­trimonios materiales raramente consigue partir de la Tierra bajo el unánime sentimiento de pesar y el llanto sincero de su paren­tela carnal. Los motivos son muy razonables para evidenciar esa contradicción, pues la familia terrena generalmente se compone de espíritus adversarios, que mal se soportan bajo las mismas actitudes mentales y los sentimientos divergentes que se mani­fiestan violentamente junto al lecho del moribundo, cuando sus patrimonios materiales pueden encenderlos más condenables de­seos de codicia entre sus familiares, al entrever la división de la herencia.

De modo alguno puedo daros consejos para que abandonéis vuestros dolientes enfermos sin la ayuda de médico, porque per­cibierais prematuramente su muerte irremediable. Lejos estoy de asumir esa responsabilidad ante vosotros o interferir simple o violentamente en vuestros sentimientos. Cuántas veces un poco de agua cedida de buena voluntad ha resucitado a muchos mori­bundos desengañados; cuántas veces la sala de operaciones, equi­pada con los mejores instrumentos del mundo, fracasó ante un simple caso de apendicitis. Indudablemente, podréis continuar socorriendo a vuestros familiares enfermos en casos como los manifestados, aunque éstos se encuentren desengañados sobre su real situación, pero es obvio que eso no os hará ganar el cielo, ni os llevará al infierno, si la Ley del Karma ya lo tuviera seña­lado para la muerte...

Resumiendo: la desencarnación tiene características muy par­ticulares; cada uno recoge aquello que siembra, en el tiempo exacto y previsto por lo Ley.

Pregunta: ¿Queréis decir entonces que en forma independien­te de nuestra ayuda el enfermo puede salvarse si eso fuera deter­minado por lo Alto?

Atariagildo: Si el moribundo debe continuar su existencia te­rrena y el susto de la muerte le debe servir de lección para que abandone ciertos desarreglos que ha cometido en el mundo mate­rial, no tengáis la menor duda que ha de salvarse aunque medie solamente en su cura un modesto té de manzanilla. Si realmente hubiera llegado el momento de abandonar su vestuario de carne en el campo de la experimentación de la Tierra, desencarnará, aunque lo transforméis en un colador a causa de las inyecciones aplicadas o que le suministréis sueros o transfusiones de sangre ajena. Aunque lo coloquéis en una carpa de oxígeno o le hagáis ingerir píldoras de vitaminas concentradas, si le hubiere llegado la hora kármica, dejará de respirar en contra la vuestra fe y la esperanza depositada en la Providencia Divina. Eso sucede porque la Providencia Divina durante largos milenios disciplina y controla la conciencia del ser por la Ley Kármica, que nunca puede ser subestimada o perturbada.

Sólo después de finalizado el trabajo de los espíritus desencarnadores —que el mundo terreno simboliza en la figura de la temida "Parca" que corta el hilo de la vida— es cuando recién os acordáis de la Providencia Divina y decís: "Dios así lo quiso". La Ley del Karma no toma conocimiento de los pedidos y apegos que contrarían el programa establecido antes de encarnar. Sólo aquellos que huyen de la vida por la puerta del suicidio o son expulsados de la carne debido a los excesos pantagruélicos y abuso de las sensaciones inferiores, ingresan nuevamente en el astral antes del tiempo marcado por el servicio espiritual, causando sorpresas y preocupaciones a parientes desencarnados.

INFLUENCIA DEL "VELORIO" SOBRE EL ESPÍRITU
Pregunta: ¿Qué fundamento hay cuando se dice que el carác­ter de las conversaciones mantenidas durante el "velatorio" por los amigos o demás conocidos del "muerto" pueden influir favo­rable o desfavorablemente sobre el espíritu?

Atanagildo: Después de mi desencarnación —acordaos del pro­ceso que os explicaré anteriormente— y de haber alcanzado el reposo espiritual en la metrópoli del Gran Corazón, aún fui víc­tima de las vibraciones agresivas provenientes de los comentarios insidiosos que Anastasio emitía a mi respecto. Imaginad ahora el terrible efecto de vuestras conversaciones junto a un cajón mortuorio, si hieren o no la susceptibilidad del espíritu desencar­nante que, generalmente, se encuentra ligado en cierta forma al cuerpo en un estado de semiconciencia, sumándole las condiciones aflictivas que también ayudan a perturbarle las vibraciones psíquicas.

Como aun son raras las criaturas que desencarnan lo suficien­temente preparadas y fortalecidas para inmunizarse contra todas las ondas de maledicencia y vibraciones adversas, imaginad la angustia que durante el velatorio podréis causar a los seres que fueron tan queridos en el mundo físico si no contraes vuestros pensamientos junto al cadáver.

En base a la providencial maledicencia humana, el velatorio terráqueo se asemeja mucho a la sala de anatomía, pues los más contradictorios intereses, opiniones y sentimientos se transforman en herramientas agudas con las cuales se autopsia la moral del difunto. Evocando las imprudencias de su vida, recordando las diversas aventuras amorosas que lo envolvieron, aunque no haya pruebas; exponiendo sus dificultades financieras o discutiendo la distribución de sus bienes entre sus familiares, todos esos juicios y otros factores más contribuyen y complementan los elementos para la citada operación. Normalmente se hace un censo de todas las adversidades por las que pasó el fallecido, como así también los actos ofensivos y poco conocidos por él practicados. Todo eso casi siempre se debe a la imprudencia del amigo confidente, que desvía la conversación dicha noche, resultado el punto de atrac­ción de los presentes.

Se reacciona siempre con buen humor al recordar los equí­vocos del hermano que se ausenta del mundo físico, pues así como evocan sus franquezas y purezas, también recuerdan sus probables astucias en los negocios materiales. Se discuten sus puntos de vista religiosos y se hace constar sus contradicciones y preferen­cias doctrinarias. También están aquellos que gustan hacer su­posiciones equivocadas sobre la suerte que ha de tener en el Más Allá, tomando por base sus deslices, mientras que los más afec­tuosos le auguran moradas prematuras en el cielo, aunque no crean en sus afirmaciones y alabanzas hacia los muertos.

Junto al cadáver, casi siempre, se reúnen los amigos compun­gidos, que a media voz, discretamente y sin demostrar malicia o curiosidad, exhuman toda la vida íntima del muerto. Breves alusiones al difunto, fragmentos de palabras y preguntas hechas al acaso, bajo el poder de una extraña magia, se van encadenando hasta degenerar en una inconveniente conversación para un mo­mento como ése.

Pregunta: ¿Cuáles son las causas por las cuales esas conver­saciones pueden mortificar tanto a los espíritus desencarnantes durante el velatorio?

Atanagildo: Pocos seres saben que todos los cuadros mentales que se forman en esas conversaciones se proyectan en la mente de los desencarnados que pasan por el proceso del velatorio, cau­sándoles perturbaciones tan fuertes y angustiosas como los pro­pósitos e intenciones de aquellos que los producen. Vosotros os encontráis protegidos por el biombo del cuerpo físico y podéis neutralizar los impactos vibratorios de las imágenes adversas que chocan contra la organización delicada del periespíritu, pero, du­rante la desencarnación el espíritu semeja al convaleciente, que mal puede ensayar los primeros pasos y atender su respiración dificultosa. Es obvio que el espíritu, en idénticas condiciones, ha de ser sacrificado inmensamente si le obligan a evocar mentalmente todas sus luchas, equivocaciones, y emociones del pasado olvidado.

¿Cuál sería vuestro estado mental si después de encontraros agotados por un extenso y fatigante examen intelectual, que os consumiera las reservas de fosfato, os obligasen a recapitular todos los problemas y lecciones recibidas desde el curso primario hasta la graduación universitaria? De tal forma procede la ma­yoría de los "vivos" en la cámara mortuoria del "fallecido", cuando lo obligan a evocar todo su pasado, ventilar equivocacio­nes y revivir los asuntos agradables y contrarios que le despiertan resentimientos naturales del mundo que abandona. No le basta la rememorización cinematográfica y retroactiva, que es común a todos los espíritus que abandonan su cuerpo, para que los pre­sentes lo castiguen con los recuerdos póstumos de sus equivoca­ciones y productos naturales de la ignorancia espiritual de todos los hombres.



Pregunta: ¿Qué nos aconsejáis que realicemos en el momento del velatorio, cuando cumplimos con el piadoso deber de com­parecer junto al cadáver del amigo o del pariente fallecido?

Atanagildo: Creo que es innecesario cualquier consejo al res­pecto, pues el relato de mi desencarnación y las diversas comu­nicaciones mediúmnicas de los espíritus acreditados sobre este asunto, debe bastar para enseñaros cuál es la mejor conducta a adoptar en esos casos delicados. Mientras tanto, no puedo eludir el deber de deciros que la mejor actitud que podéis adoptar en el velatorio es recordaros la sublime recomendación de Jesús, que dice así: "Haréis a los otros lo que quisierais que os hagan".

Pregunta: Agradecemos vuestra respuesta, pero aún desearía­mos conocer vuestro parecer sobre la forma en que debemos con­ducirnos en el velatorio. ¿Podéis contestarnos?

Atanagildo: Estoy seguro que cuando en el futuro se produz­can vuestras desencarnaciones, desearíais la paz y la influencia de fluidos balsámicos junto a vuestro cuerpo, si aún estuvierais ligado a él, y por lógica sabréis perfectamente sobre vuestra deci­sión para comportaros junto a cualquier cadáver o en cualquier ocasión, guardando hacia el fallecido todo sentimiento de ternura y tolerancia, sublimada por la oración afectiva en favor del espí­ritu desencarnante. Entonces procuraréis reajustar las palabras tontas o perjudiciales y coordinaréis los pensamientos imprudentes para formar un clima de serenidad espiritual a través del intercambio con asuntos más elevados. De esta manera prestaréis un gran auxilio mental y moral al hermano que está luchando por su definitiva liberación de las garras de la armadura física. Haréis lo posible para no permitir que se evoquen las escenas ofensivas y las equivocaciones humanas de vuestro amigo o pa­riente, evitando también que se propague, en el ambiente el anecdotario inconveniente, tan explotado por la mayoría de los espe­cialistas ingeniosos en enredos innobles. El velatorio debe ser un ambiente digno de sacrificio por parte de todos los amigos y parientes del "muerto"; es el último homenaje que se le presta y debe alcanzarse la sintonía con la vibración elevada y espiritual, para lograr atraer a las fuerzas angélicas que lo ayudarán en su liberación definitiva de la carne. No se puede ayudar al espíritu aflorando ocurrencias despreciables, ni asociando recursos dolo­rosos y opresores que afectan al alma del desfallecido por el fenómeno de la muerte corporal, así como el respeto y la cortesía social siempre exige que ciertos asuntos indiscretos no se traten delante del culpado. La muerte del cuerpo físico que parte casi siempre es tomado o alcanzado por la red que teje la ignorancia de las personas que quedan. De un lado, el sentimentalismo perjudicial de la familia, que encarcela al periespíritu del desencarnante a su organismo físico sin vida; por otro lado, los asistentes que lo hacen danzar sobre las olas que forman parte de la tempestad de la vida.

¿Queréis saber cuál debe ser el comportamiento del que asiste a un velatorio? En mi opinión de espíritu desencarnado, lo consi­dero una reunión de carácter muy delicado, que exige el silencio afectivo y la meditación de alta espiritualidad, que requiere la súplica, la oración piadosa balsámica para el alma que se despide. Por lo tanto, jamás deberá interpretarse como una oportunidad para fomentar animadas palestras o maliciosos humorismos, y mucho menos el punto convergente para tratar la vida particular del "muerto".



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