La Vida Más Allá de la Sepultura


LA EUTANASIA Y LAS RESPONSABILIDADES KÁRMICAS



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LA EUTANASIA Y LAS RESPONSABILIDADES KÁRMICAS
Pregunta: ¿Es aconsejable la práctica de la eutanasia en los casos de dolencias incurables? Desearíamos conocer vuestra opi­nión sobre este asunto tan delicado, que ha provocado las más diversas controversias. Algunos afirman que se debe terminar con la vida del que sufre atrozmente, siempre que no tenga posi­bilidades de cura; otros defienden calurosamente la necesidad de la agonía del moribundo hasta su último espasmo de vida, aunque se manifieste del modo más crucial.

Atanagildo: Guardaos bien de pedir mis consejos, que de mo­do alguno trato de daros al respecto. Manifiesto esto porque no estoy autorizado a dictar reglas sobre asuntos tan delicados, que están sujetos a la jerarquía espiritual más elevada. Además, no pretendo asumir responsabilidad en la materia, que se encuentra muy subestimada por la imprudente interpretación humana. A través del médium que transfiere mi pensamiento sobre el papel, apenas soy un espíritu afín y de muy buena voluntad, que viene a visitaros desde el "otro mundo" para poder conversar con vos­otros como si lo hicieseis con uno de los entrometidos fantasmas que aún bostezan tediosos en los viejos caserones londinenses.

No debéis olvidar que siempre manifiesto únicamente mi opinión personal y no represento a ninguna autoridad en misión reveladora junto a la superficie terrestre; tampoco debéis trans­formar cualquier concepto u opinión personal que os haya trans­mitido, en padrones definitivos que os permitan abdicar del sa­grado derecho de pensar y opinar. Aún no gozo de las creden­ciales de un mensajero enviado de lo Alto, para poder dictaros soluciones espirituales definitivas. Es muy conveniente que no os dejéis contaminar por el pésimo ejemplo de ciertos espiritas que, en su precaria mentalidad, pretenden transformarnos en oráculos infalibles; aceptad, por lo tanto, mi sencilla opinión, del mismo modo que acostumbro a encarar las cosas de la vida espiritual después de la muerte del cuerpo físico.



Pregunta: ¿Qué pensáis de la eutanasia?

Atanagildo: Para mí la cuestión de eliminar al enfermo algu­nas horas de vida antes que lo haga el proceso de la "muerte" o dejarlo en el pulimento de su sufrimiento, para que se desin­toxique su periespíritu hasta el último segundo, está subordinada a la necesidad de saber, primeramente, a quién pertenece el cuerpo que se extingue y a quién se le debe el derecho de la Vida... Es obvio que el cuerpo físico no deja de ser un empréstito a plazo limitado concedido por el "atelier" de la Tierra al espíritu en­carnante y que fatalmente deberá devolver después del plazo estipulado. En cuanto a la vida, pertenece a Dios, que la ofrece para que podamos adquirir la noción de existir y nos reconoz­camos como conciencia individual, pero sin desligaros del Todo. A través del flujo bendecido de las existencias físicas, terminamos aprendiendo que no somos árboles, estrellas, piedras, riachos, aunque esas cosas, con el tiempo, también se afinan de tal modo con nosotros, que en el futuro podemos incorporarlas al área de nuestra conciencia espiritual.

De este modo, no somos nosotros los que construimos "perso­nalmente" nuestro cuerpo físico, es la Ley de la Evolución que durante milenios encarga cariñosamente de formarlo para nues­tro uso provisorio. No llegamos siquiera a crear los minerales que componen nuestras uñas, las vitaminas para nuestra nutri­ción, los líquidos para las corrientes sanguíneas y linfáticas; hasta tomamos el magnetismo solar y la radiación lunar para activar nuestro sistema vital para relaciones energéticas con el medio. De ese modo, muchas y graves reflexiones se imponen a nuestras responsabilidades antes que a nuestra satisfacción de pretender interferir a la Ley y practicar la eutanasia, decidiendo sobre la vida corporal del prójimo o sobre nuestro propio cuerpo agotado.

Es muy importante que os recuerde que no precisamos inter­venir para que el bebé recién nacido cumpla con su tarea de crecer; para eso sólo basta que le demos leche líquida o en polvo para transformarlo en un adulto de ojos azules o pardos, de cabe­llos negros como el azabache o dorados como el rayo del sol matu­tino. Poco a poco se desarrollan los labios carminados, las manos y los piececitos llenos de vida misteriosa, se plasman los movimientos graciosos y aparecen los aires de inteligencia, remarcados por la risa cristalina que embebe y fascina a los padres soñadores. Es lógico entonces que no tenemos el derecho de intervenir en la vida de ese cuerpo y apresurarle la muerte, pues la Ley reza claramente y nos prueba que ese derecho pertenece a Dios, el Divino Donador de la Vida.

Pregunta: Es muy sabido que nuestro espíritu, durante las encarnaciones de que se sirve del cuerpo físico, también lo per­fecciona gradualmente, conforme se comprueba por el progreso orgánica que existe desde el hombre prehistórico hasta el actual ciudadano del siglo. ¿No es verdad? ¿Todo esto no le confiere cierto derecho para practicar la eutanasia?

Atanagildo: ¿Qué tiene que ver una cosa con la otra? Si exa­minamos con imparcialidad lo que decís, comprobaremos que deseáis la mejor parte en los negocios que hacéis con la Divinidad, pues el progreso del cuerpo durante los milenios transcurridos se realiza gracias a los cuidados incesantes de la Evolución. Dios nos provee la sustancia carnal y el fluido vital agrupados genial­mente, y en forma dinámica construyen el organismo, que per­mite cosechar las benditas experiencias de la vida planetaria. A cambio de tan grande concesión, hecha a través de millares de siglos, apenas estamos obligados a servir en lo futuro a otros hermanos menores ni bien hayamos alcanzado los bienes que ac­tualmente deseamos. Sin embargo, raramente respetamos ese acuerdo con la Divinidad, porque además de lesionar el patrimonio carnal, que nos ofrece de gracia, lo usamos para fines brutales en las sensaciones corrompidas, y nos revelamos cuando la Ley nos impone la multa acostumbrada por nuestra infracción con­tractual. Abusamos desatinadamente de esa donación ofrecida para nuestra ventura espiritual, pero es evidente que más tarde deberemos atender a las necesarias rectificaciones, bajo el pro­ceso doloroso del sufrimiento y en el mismo escenario del mundo que subestimamos.

Aunque el alma no sea consciente del ajuste, se demore en la rebeldía o en los desatinos por largo tiempo, llegará el día en que tendrá que aceptar el programa sacrificial de su recupera­ción y entregarse al cumplimiento integral de las cláusulas del contrato sideral que subestimó. Entonces se ve obligada a aceptar una nueva encarnación en la vida física, para sensibilizar el psiquismo y depurar al espíritu en el crisol del sufrimiento bene­factor. ¿Y qué sucede entonces? He aquí que los parientes mun­danales o la ciencia de los hombres, creyendo que ese sufrimiento atroz y de recuperación espiritual deriva de algún equívoco del Creador, resuelve intervenir en el caso particular del espíritu en débito con el contrato sideral y liquidarlo por medio de la eutanasia. Todo eso se hace antes del plazo determinado por la técnica sideral, con el fin de atender a los "bondadosos senti­mientos" del corazón humano y poder corregir con tiempo los descuidos y contradicciones de Dios.

Esa gloriosa sabiduría humana ignora que transfiere para otra vida futura, la misma suma de dolores y sufrimientos que fueron reducidos por la eutanasia, acto discutible hasta por la razón humana y que de ningún modo soluciona los problemas delica­dísimos del espíritu, que es eterno.

Pregunta: ¿Tendrán consecuencias perjudiciales aquellos que matan por "piedad"? Convendría recordar que es cruel dejar que una criatura sufra atroces padecimientos, sin cura alguna y que conmovieran hasta el corazón de una hiena.

Atanagildo: Toda intervención indebida implica una puni­ción; eso también es ley en vuestro mundo material. Es peligroso adoptar la eutanasia, pues, cuantas veces ese matar "por piedad" que se anida en el subjetivismo del alma, y por la sinceridad de Freud, no podrá confundirse con la exaltación de matar por "comodidad". El contenido subjetivo de nuestra alma, además de ver complejo en su riqueza de valores acumulados a través de los tiempos, obedece a directrices sumamente sabias, estable­cidas por un plano elevado que escapa a vuestros juicios super­ficiales y al raciocinio de la vida física.

No conviene dejarse tomar por el primer impulso emotivo, que erradamente consideramos, dictado por un sentimiento piadoso, pero, que en las profundidades de nuestro ser, puede tener otro origen desconocido. A mi ver, nosotros no conocemos con clari­dad y confianza aquello que nuestro espíritu pretende realizar cuando se encuentra en el cuerpo de la carne. Ignoramos las razones subjetivas que nos dictan las acciones y las preferencias que surgen a la luz de nuestra conciencia en vigilia. Y si así no fuera, es obvio que hace mucho tiempo que no estaríais obligados a las encarnaciones físicas por haber resuelto el milenario desafío del "conócete a ti mismo".

Son muy raros los espíritus encarnados que recuerdan el pasa­do y que comprueban las verdaderas causas que originan los efectos que sufren en el presente. Por eso estáis llenos de impulsos y sugestiones ocultas, buenas y malas, que os prueban la fuerza de una conciencia que estáis desarrollando hace milenios, a través de vuestras vidas físicas en el mundo de las formas. Si descono­cemos las intuiciones de nuestro psiquismo milenario —pues ig­noramos hasta los objetivos que nos dictan ciertos impulsos inconscientes— existe también el peligro, al practicar la eutanasia, de caer en la suposición de que cumplimos con un acto "piadoso" como acostumbráis decir, cuando en realidad puede tratarse de un acto "cómodo", que nos interesa más a nosotros mismos que al propio doliente.

No es difícil que se invierta ese sentimiento de piedad de nuestra concepción particular, pues nuestro propio sentimenta­lismo puede sentir un estado desagradable, al ver al sufriente sin posibilidad de alivio o salvación y que nuestras fuerzas no logren apartar de nuestra visión, el cuadro atroz del dolor ajeno, que por otro lado, nos perturba el sosiego... De la misma forma que nos angustiamos al ver el sufrimiento acerco de nuestro ser querido, es muy posible que nos mantuviéramos totalmente cal­mos, si eso mismo le pasara al vecino o al peor de nuestros ene­migos. De ahí entonces, que no conozcamos en absoluto, cuál es la realidad del impulso interior que nos aconseja la eutanasia en los casos atroces, pues tanto podemos ejecutarlo como un acto "piadoso" en favor del moribundo, como un acto "cómodo" bajo la hipótesis de una piedad que disfraza una solución sentimental de nuestro propio interés.



Pregunta: ¿Nos podéis dar un ejemplo más objetivo, así com­prendemos con más exactitud esa concepción vuestra?

Atanagildo: Hay familias que por ignorar las finalidades rec­tificadores de la Ley del Karma, cuando se ven apresadas al lecho del pariente o amigo sufriente, imposibilitado de salvarse, subliman ese acontecimiento tan incómodo y sin solución prác­tica, con la ingenua concepción que mejor "sería su muerte an­tes que sufrir tanto". Y, si son incapaces de hacerse un examen de "auto-crítica", aún se alaban diciendo, que proceden así, obe­deciendo a un impulso de caridad hacia los demás...

En realidad, al estar cansados por la excesiva esclavitud junto al lecho del doliente incurable, además de la impresión mala y angustiosa que les causa su enfermedad y que por otro lado altera el presupuesto de la familia, puede nacer en el subjetivismo de ciertas almas, la idea "piadosa" de que sería mejor que "Dios se lo llevara" antes de hacerlo sufrir tanto. Mientras tanto, ig­noran el sentido de aquel dicho de Jesús que dice así: "... ni siquiera los más simples pajaritos mueren sin que sea la voluntad de Dios, así que todo lo que sucede en vuestras vidas, obedece siempre a un sentido de sabiduría y justicia superior".

Examinando a ciertos enfermos incurables a la luz de su responsabilidad kármica, se comprueba, que muchos de ellos no pasan de ser antiguos promotores de tropelías, rapiñajes o eje­cutores de planes maquiavélicos, que en encarnaciones anteriores beneficiaban a los mismos familiares, con los que hoy la Ley unió por misma sangre terrena y que ahora, rodean afligidos y deses­perados en un lecho de sufrimientos.

Bajo mi débil entendimiento, matar por "piedad" es lo mismo que matar por "ignorancia", delito que su "piadoso" sentir no dejará de rectificar en el futuro. En base del coeficiente moral del actual ciudadano terreno, sólo los dolores muy acerbos podrán hacerle comprender el valor de la vida humana, porque lo ayuda a su más eficiente y pronta recuperación de los bienes desperdi­ciados en el pasado.



Pregunta: ¿Los médicos que practican la eutanasia, en la creencia de que terminan con el dolor del paciente incurable, también quedarán comprometidos ante la Ley Kármica?

Atanagildo: Cortar el hilo de la vida no es atribución de los médicos ni de los "piadosos" que se alaban de interrumpir el curso de la enfermedad benefactora. Todo aquél que corta una vida se coloca en débito con la Ley Kármica, que es el divino proceso de vigilancia y reglamentación para el mejor aprovecha­miento de la "onda de vida" a través de las cosas y de los seres. Los médicos no tienen el derecho de actuar discrecionalmente contra los designios divinos que aún desconocen; en ningún caso les cabe practicar la eutanasia, aunque ignoren que las agonías prolongadas significan la oportunidad rectificadora para el espí­ritu. Aunque se realice a pedido del enfermo, la eutanasia es una violencia contra el patrimonio espiritual, sea cuál fuere el motivo invocado por parte del que lo solicita. ¿Qué sabe la ciencia de los hombres sobre los objetivos insondables de Dios?

Pregunta: ¿Nos podríais aclarar aún más, sobre esa citada necesidad de la agonía crucial hasta el último segundo de vida?

Atanagildo: Hay espíritus que se deciden a expiar de una sola vez todas las malezas acumuladas en su periespíritu; entonces, en lugar de someterse a dos o tres encarnaciones terrenas, para sufrir la expurgación gradual de los tóxicos en forma más suave, prefieren intentar la prueba decisiva en una sola existencia, ago­tando la carga tóxica definitivamente, de su organización peri-espiritual a través del proceso cáustico de las horas sufrientes de la agonía.

Durante esas pruebas tan acerbas, el espíritu queda obligada­mente dominado y entregado a su dolor, volviéndose hacia sí mis­mo y centraliza toda su fuerza dinámica, a fin de soportar el sufri­miento en sus entrañas orgánicas. Se somete así, a la intensa "concentración psíquica" y a la poderosa introspección mental, desinteresándose a la vez que se desliga de la fenomenología del mundo material. En esa fase aguda de convergencia espiritual obligatoria sobre sí mismo, las toxinas adheridas a la circulación etérica del periespíritu a consecuencia de las culpas pasadas, tien­den a desagregarse por la energía del psiquismo dinamizado en el interior del enfermo. A medida que se sutiliza su envoltorio periespiritual, la luz interior que existe en todas las almas, se proyecta cada vez con más expansión, carbonizando y desinte­grando las toxinas, miasmas y virus atraídos del astral inferior.

Me dice el hermano Ramatís, que se encuentra a mi lado, que la fase "dolor" es concentración de energías y penetración de luz en el interior del espíritu, por cuyo motivo aumenta el poder desintegrador de las impurezas existentes en el periespíritu y de las emanaciones virulentas que fluctúan en el aura humana.

Pregunta: ¿Cómo debemos entender ese fenómeno de concen­tración de energías, que aumenta al espíritu, el poder para des­integrar las toxinas?

Atanagildo: Podéis imaginar ese fenómeno, comparándolo al de la lente que hace converger los rayos solares hacia determinado punto, centuplicando el poder desintegrador en la materia. Es preciso que el alma, cuando está sometida a los sufrimientos atro­ces, aproveche toda su concentración psíquica hasta el último segundo, pues, durante ese fenómeno doloroso se realiza la drenaje tóxico del periespíritu, y el cuerpo físico se transforma en una especie de "secante" absorbedor del veneno vertido por el psiquismo enfermizo. Cuanto más tiempo perdure la enferme­dad, mayor será la cantidad de toxinas que se materializarán en el organismo carnal, que más tarde se disolverán en el seno de la sepultura terrena. Si fuera cortado el hilo de la vida, antes de ultimar el proceso drenatorio, previsto antes de la encarnación del espíritu, éste retornaría al astral impregnado aun por sus residuos tóxicos, que les exigirán una nueva experiencia carnal futura, aunque se realice en un plazo menor, a fin de completar la expurgación interrumpida por la imprudencia de la eutanasia.

Por lo tanto, debéis tener presente la gran responsabilidad de aquél que practica la eutanasia, porque además de comprometerse con la Ley Kármica, que no autoriza la reducción de la cuota de vida antes del tiempo previsto por la técnica desencarnatoria; el homicida "piadoso" quedará comprometido, en el futuro, con el espíritu que ayudó a liberarse antes de tiempo estipulado por el programa de rectificación kármica.



Pregunta: Suponiendo que tuvieseis que reencarnar nueva­mente en la Tierra, para purgar faltas cometidas, y tuvierais que hacerlo a través del sufrimiento atroz, pero, que vuestra familia fuera partidaria de usar la eutanasia para evitar la agonía cruel, ¿qué providencias tomaríais para que la familia no evitara el proceso desintoxicante?

Atanagildo: Os narraré lo que sucedió conmigo en el siglo XIV cuando resolví liberarme definitivamente de una cuenta kármica aflictiva, fruto de mil faltas pasadas. Valerosamente, acepté una nueva reencarnación de atroces sufrimientos para los últimos días de mi vida terrena, a fin de purgar en una sola existencia el tóxico psíquico del periespíritu, en vez de hacerlo en dos o más existencias, bajo un pago kármico de menos horas cruciales. Opté por una encarnación más dolorosa, pero sabía que sería la más eficiente para al cura o ajuste de mis impurezas pasadas. ,

Después que se hicieron los análisis mentales para conocer la naturaleza psíquica de los miembros que formarían mi familia carnal, se comprobó que serían favorables a la eutanasia, en el caso en que tuviese que enfrentar terribles padecimientos incura­bles. Eran espíritus pacíficos, pero ignorantes de la verdadera realidad de la vida espiritual y, por lo tanto, fácilmente vulne­rables a las insidiosas sugestiones de los espíritus dedicados al mal, que harían todo lo posible para perjudicarme en la hora de la purgación dolorosa, como realmente lo hicieron, intentando hacerme desencarnar por la eutanasia.

Sin embargo, los mentores de mi destino habían garantido el éxito de mi purgación kármica conforme había sido planeada, asegurándome que disponían de los recursos eficientes en la hora dolorosa, para que yo pudiese sobrevivir hasta el plazo marcado. Reencarné en el seno de una familia, que debido a los sentimien­tos piadosos y exagerados, eran simpáticos a la práctica de la eutanasia. Viví allí hasta los 41 años de edad, como uno de los hombres más ricos del lugar. Gozaba de una salud relativa, pero en lo íntimo de mi alma, sentía la eclosión de una enfermedad insidiosa que comenzaba a hacer estragos, preanunciando gran­des sufrimientos. En aquel tiempo, los recaudos médicos eran mínimos; tres años después, alcanzaba la fase crítica que fuera prevista antes de reencarnarme y que hacía parte de mi plan en las pruebas terrenas.

En la inconsciencia de la carne e ignorando el bien aportado por la enfermedad, intenté el alivio y la cura con las tisanas y as infusiones sedativas, resultando insuficientes como productos medicinales de la época. Una terrible inflamación me tomó los intestinos y el hígado, sin esperanzas de cura, agravándose mi sufrimiento por una fuerte compresión que sentía en la región del duodeno, dificultándose la nutrición, que tan necesaria era para atender al cuerpo en continua decadencia.

Hubo momentos que de buen grado hubiera ingerido algún tóxico violento, si algún alma piadosa me lo hubiera ofrecido. Mi rostro quedó macilento, la circulación peligraba y mis pul­mones se agitaban día y noche, mientras sofocaba los gemidos colocando entre mis dientes una almohadita de seda, que mis familiares sumergían incesantemente en una vasija llena de un líquido amargo, que muy poco me aliviaba. Con los ojos desme­suradamente abiertos, fijos en el revestimiento del aposento lu­joso, los dedos crispados, intentando tomar los relieves del rico lecho de caoba, luchaba con los primeros vómitos, por los cuales la medicina moderna habría reconocido algunos fragmentos del tejido hepático en lenta descomposición. Vivía un momento mór­bido y desesperante, capaz de hacer sufrir a los corazones más endurecidos. No tardé en comprobar, por el mirar angustioso de mi esposa, hijos, nuera, yerno y otros parientes, el gran sufri­miento y la inmensa piedad que les llegaba al alma.

Cuando mis padecimientos alcanzaron el "clímax" de la tole­rancia humana, ocasión esa en que el curandero de la época sen­tenció que me encontraba irremediablemente perdido, percibí que entre todos mis familiares se había entablado un entendimiento firme y decisivo, para dar término a mis dolores pungentes. Com­prendí que estaba condenado a muerte, gracias a la piedad ex­cesiva de mis parientes, que no habían podido descubrir la razón de tanto sufrimiento, que consideraban injusto para aquel jefe de familia tan amoroso. Preferían entonces, liberarme de aquella angustia y de una vida inútil que ya estaba completamente per­dida, íntimamente no escondí cierta satisfacción mórbida al pre­sentir que habían decidido la aplicación de la eutanasia, pues mis gemidos ya llegaban hasta la parte exterior de la habitación, inquietando a los jardineros. Sin poder recordar el programa que yo mismo aceptara en el Espacio, deseaba librarme de aquel infierno de dolores, entonces debilité mis energías y me dejé abandonar completamente a la angustia acerca del sufrimiento terrible.

Mis amigos del Más Allá velaban por el éxito de la prueba dolorosa, para mi exclusivo beneficio espiritual. Después que des­encarné pude valorar la eficiencia de la asistencia que me fuera proporcionada por esos espíritus amigos, que paso a paso, ob­servaban mi "vía crucis", haciendo todo lo posible por neutra­lizar las sugestiones de los espíritus de las tinieblas y ayudarme a completar la expurgación de las toxinas agresivas, con la con­secuente purificación de mi periespíritu.

Cuando mis apiadados parientes decidieron suministrarme una fuerte dosis de arsénico, aún me faltaban cincuenta y seis horas de dolores cruciantes para terminar mi purgación prevista en mi programa reencarnatorio. Entonces desde lo Alto, a través de recursos indirectos, entró en acción a tiempo y a gusto; uno de mis hijos llegó con la magnífica noticia, que en las colinas de San Martini, cerca de los bosques de Slovena, había un monje curandero que había realizado los más asombrosos milagros, ha­biendo curado a cierto conde de la región, que sufriera de una enfermedad muy parecida a la mía. Se sabía, que la región en donde residía el monje, estaba infestada de forajidos y bando­leros que asaltaban a los viajeros desprevenidos; con todo eso, mi hijo mayor en compañía de dos criados y el cochero, inicia­ron el camino que llegaba hasta donde vivía el monje.

Cuando llegábamos a las inmediaciones del lugar, fue nece­sario dejar el carruaje al pie de una colina, por no poder subir el camino abrupto. Mi hijo y los dos criados, improvisaron una camilla con palos y vegetales encontrados en el bosque y me transportaron hacia la cima.

Pocos minutos después, al atravesar una selva, cayeron sobre nosotros, de improviso, una banda de forajidos con palos y pisto­las, inmovilizándonos en pocos minutos. Nos fue propuesto en­tonces, el pago de cierta cantidad de dinero para dejarnos libres y que pudiésemos proseguir el camino. Mi hijo tuvo que volver velozmente, a fin de conseguir la fabulosa suma del rescate, mien­tras los dos criados y yo éramos conservados como rehenes, y a riesgo de ser eliminados ante la primera comprobación de aviso a la justicia del lugar.

Los asaltantes estaban obligados a cambiar de lugar repetidas veces, eludiendo las batidas acostumbradas de las fuerzas legales, que andaban en su busca; los criados y yo fuimos llevados hacia un lugar distante, en compañía de los asaltantes, para que los criados pudiesen indicar a mi hijo, cuando éste regresaba con el dinero, el lugar que nos hallábamos escondidos.

Mientras tanto, la policía estaba cerrando el cerco a los bandi­dos, a pesar, que ningún aviso había sido dado por mi hijo, pero, que obligaba a los asaltantes a fugar rápidamente del lugar. En­tonces decidieron matarme antes de abandonarme en el bosque, pues estaban cansados de transportarme de un lado hacia otro, durante las apresuradas fugas, las cuales, además de sacudirme el cuerpo, me causaban horribles dolores, causándome vómitos violentos, mezclados con vestigios biliares.

Entonces, sentí como si una tierna voz me hablara al oído, sugiriéndome valor y resignación y garantizándome el beneficio de la prueba final, que cada vez se manifestaba más torturante. Y la Ley Kármica se cumplió y mi programa doloroso se efectuó en toda su planificación espiritual. Sufrí hambre, sed y frío, vertí sudores biliosos, mientras que despedía fibras duodenales y pedazos de hígado.

Tenía la perfecta sensación de tener un genio del mal que me ataba el cuerpo con un alambre de púa, haciéndome sangrar las carnes y después de introducía un filoso puñal en el vientre, haciéndolo subir lenta y sádicamente por todo el trayecto intestinal, hasta romper el duodeno, para ulcerar el hígado, excavarlo y extraer pequeñas porciones que se acumulaban en mi estómago y que después arrojaba en los vómitos.

Había perdido todas las esperanzas de que alguien me ayu­dara, cuando rápidamente sentí un inexplicable alivio en todo mi organismo a la vez que se aclaraba mi vista; entonces vi delante de mí a mis hijos y criados, inclinados sobre mí con los ojos llenos de lágrimas, intentando levantarme la cabeza man­chada con repugnantes residuos de la propia carne. Nada les pude decir, apenas esbozaba una sonrisa, se me escapó el último aliento de vida y me desprendí definitivamente hacia el Más Allá. Más tarde supe, que había transcurrido exactamente 56 horas de padecimientos atroces, que faltaban para completar mi prueba kármica, cuando las fuerzas del Bien intervinieron para evitar la eutanasia y demoler los proyectos sombríos del astral inferior. Allí, en el mismo lugar que desencarné por el sufri­miento escogido antes de nacer, mi hijo arrojó la porción de ar­sénico que debía liberarme antes de los terribles padecimientos.

Debo a la incesante asistencia espiritual de mis amigos des­encarnados, el beneficio de haber completado esa existencia y agotado, en el siglo XVI de la Tierra, una de las más fuertes cargas tóxicas nocivas para mi indumentaria espiritual



Pregunta: ¿Conocéis algún caso, en donde el paciente haya huido de las pruebas y haya continuado su vida, sin cumplir con el destino kármico previsto?

Atanagildo: De ningún modo puede suceder esto. Son muy variadas las formas y recursos que los espíritus encargados de tales eventos pueden utilizar, a fin de que los encarnados no huyan al cumplimiento integral de sus pruebas kármicas y aunque alguno piense eliminarla por la eutanasia o el suicidio, tampoco escapará a la Ley.

Hay casos, en donde el paciente es apartado bruscamente del hogar para soportar pruebas atroces en lugares inaccesibles, a través de accidentes fatales y difíciles de localizar, como desas­tres de trenes o de aviones, en zonas inhóspitas, sin recursos médicos o cualquier probabilidad de salvación. Otros desencarnan después de terribles quemaduras, infecciones o roturas de tejidos, que les hace vivir padeciendo indescriptiblemente. Y, para es­panto de muchos, hay casos, que en medio de la catástrofe, sobre­vive alguna criatura que se salva a última hora, sin recibir un arañón siquiera, porque su muerte no formaba parte del programa del sufrimiento "colectivo" en donde diversas almas están liga­das por deudas semejantes, y por lo tanto, incluidas en un mismo plano de dolorosas deudas finales.

Algunas veces, la lujosa aeronave explota en el aire, destru­yendo a todos sus tripulantes y pasajeros, que a su vez es una copia fiel, aunque moderna, del antiguo y temido barco pirata, que conduce a los mismos personajes del pasado, rumbo al pago doloroso, determinado por la Ley del Karma.

Pregunta: ¿Cuál es la mejor actitud que debemos adoptar, delante de aquéllos que se encuentran padeciendo crucialmente y nos sentimos realmente conmovidos, aunque sepamos que no po­damos aliviarlos?

Atanagildo: Ya os manifesté, que durante mi desencarnación, las energías que más me confortaron y ayudaron en el delicado viaje de vuelta, fueron las vibraciones tiernas y sutiles traídas en alas de la oración. Las preces en favor del moribundo, son el mejor recurso balsámico y benefactor, pues además de colo­carlo bajo un manto de vibraciones sedativas para su psiquismo perturbado, sirve para aquietar la desesperación y la emotividad de aquéllos eme claman por el auxilio alrededor de su lecho de muerte. Durante las preces, se produce una divina absorción de las emergías provenientes de aquél que ora y a su vez, son dinamizadas por las dulcísimas proyecciones dirigidas por las enti­dades angélicas de las esferas superiores, que entonces, hermanan todos los sentimientos en la misma frecuencia amorosa. Es como un generoso y refrescante baño para el agonizante y alivia al periespíritu cansado, ayudándolo a partir de la Tierra para encontrar el reposo amigo.

Delante de la muerte del cuerpo, ayudad al espíritu a libe­rarse mansamente; no desesperéis delante de esa separación inevitable, pero no definitiva; vuestros gritos y desesperos íntimos no pueden evitar un desenlace, que es decisión irrevocable tomada por la Ley Kármica. Por eso, recurrir a las preces y no a los cla­mores desesperados, seguros que ayudaréis rápidamente al espí­ritu en su desligamiento del capullo de la carne.

Sobre vuestros dramas terrenos, permanece la Sabiduría y la Bondad de Dios, que siempre sabe lo que hace.

Pregunta: ¿La oración de los encarnados puede ayudar a los técnicos de la desencarnación, junto al moribundo?

Atanagildo: ¡Sin duda alguna! Los espíritus asistentes a la desencarnación pueden actuar con mayor éxito y reducir gran­demente la cuota de enfriamientos del agonizante cuando no hay en el recinto, fluidos imantadores de los parientes desesperados, y les favorece cuando el ambiente se encuentra armonizado por las preces. Si fuera necesario prolongar la vida del moribundo, se haría mucho más fácil, en un ambiente calmo y envuelto por la ternura de las oraciones y no perturbado por fuerzas negati­vas, emanadas por la angustia y disconformidad de los parientes.

La oración aquieta el alma y eleva su padrón vibratorio y el instinto animal es superado por la sintonía del espíritu hacia los planos superiores. Promueve un estado de serenidad íntima, que se engrandece, cuando se conjuga al de otras almas, sincera­mente ligadas por los mismos propósitos espirituales. Ayudada por las preces, el alma del moribundo se recompone y se des­prende más fácilmente de los centros vitales del cuerpo físico, para poder ingresar en el plano astral, bajo una tranquila emo­tividad espiritual.

Después que desencarna, es muy común lamentarse de dramas junto al lecho de muerte; entonces, nos sentimos avergonzados por nuestra gran ignorancia espiritual, al respecto aún tan mal interpretado por parte de los encarnados. Sólo testimoniaremos confianza absoluta en los propósitos insondables de Dios, cuando los tomamos en forma pacífica, humilde y respetuosa y aceptare­mos los dolores del cuerpo, como la separación provisoria de nuestros familiares.


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