La Vida Más Allá de la Sepultura


Ramatís Curitiba, 27 de diciembre de 1957. PREÁMBULO



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Ramatís

Curitiba, 27 de diciembre de 1957.


PREÁMBULO
Mis hermanos:
A través de estas páginas deseo registrar los principales acon­tecimientos de mi vida, desde el último momento de mi desen­carnación hasta el ingreso en el Más Allá, en la región que gené­ricamente conocéis como mundo astral. Sé lo difícil que se me hace daros una idea nítida y sensata de la esfera en donde me sitúo en el presente, después que se rompieron los lazos que me ataban, por medio del periespíritu, al organismo de la carne. Las dificultades son muchas y traban gran parte de mis posibilidades para daros al respecto un relato fiel e irrefutable. Si os hablase de la futura probabilidad del contacto planetario entre criaturas reencarnadas en planetas diferentes, serían me­nores esas dificultades y también favorecidas por la naturaleza de los entendimientos, porque se trataría de la vida en mundos que vibran en las mismas características físicas.

Pero en mi caso y en el de otros espíritus desencarnados, que intentan describiros desde aquí el panorama de la vida astral, todo se les vuelve dificilísimo para hacerse comprender en el ambiente exterior de la superficie del orbe terráqueo, porque debemos usar ejemplos de "afuera" para poder revelaros la esencia que interpenetra la forma de "adentro". Por eso debo va­lerme de la práctica común de las comparaciones y simbolismos a fin de compensar la deficiencia que me es muy natural en la preocupación de describiros mi morada invisible a los ojos humanos, que es muy diferente a la morada terrena conocida por el hombre físico. A veces me parece que intento describir a un ciego, el funcionamiento y la estructura completa de un piano, en la creencia de que bastaría ponerle las manos sobre la tapa barnizada para que conozca toda la estructura del instrumento.

Asimismo, aun a aquellos que "sienten" la realidad del mundo invisible o gozan de la videncia que les permite observar a los espíritus en sus trajes astralinos, también se les presentan in­numerables dificultades que deforman la realidad espiritual vivi­da por nosotros.

En virtud de la precariedad de las comparaciones materiales para poder configurar las formas exactas de los espíritus en libertad, en el mundo que denomináis de "cuarta dimensión", la mayoría de los hombres, para conceptuarlo, se ven obligados a guiarse por la fe interior, aceptando una realidad que el inte­lecto aún no consigue asimilar satisfactoriamente.

En la seguridad de que aun los acontecimientos más comunes de nuestra esfera astral son bastante difíciles de comprender ahí, en el mundo físico, procuraré transmitiros un breve relato de mi visión y existencia en el Más Allá, apelando a la mayor sencillez posible para objetivar el máximo entendimiento común. No tengo la presunción de proporcionaros la visión de las cosas inéditas o de naturaleza superior con respecto a las comunicaciones que forman parte de la extensa literatura mediúmnica y existen en las bibliotecas espirituales de la Tierra, dictadas por otros espí­ritus sensatos y sabios. Reconozco que muchas de esas exposicio­nes o relatos son más minuciosos y presentan enseñanzas muy superiores a las de mis comunicaciones, trazando derroteros se­guros para el esclarecimiento educativo del lector, siempre ávido de aclaraciones sobre la naturaleza del espíritu inmortal. Estas páginas, mientras tanto, se refieren a una experiencia personal de un desencarnado, y os aseguro que os puede interesar bastante, porque no existen dos experiencias iguales en el mismo género. Siempre ocurre algo nuevo para ser transmitido cerca de la ex­periencia personal de cada alma que se interese en descubrir su propio misterio de "ser" y "evolucionar". Me sirvo de la opor­tunidad fraterna que me ofrece el comprensivo espíritu de Ramatís, al colocar a su sensitivo a mi disposición, para que recepcione mis pensamientos y tome nota de estos relatos, que pueden ser un incentivo que lleve a nuevas indagaciones espirituales de utilidad para la vida humana. Me daría por muy satisfecho si de mis relatos mediúmnicos pudierais extraer motivos para inda­gaciones justas, que puedan solicitarse a otras entidades de mayor competencia y de mejor sentimiento espiritual.

Encontré muy apropiado daros la descripción de mis últimos momentos vividos en la Tierra, desde la agonía hasta el desliga­miento final, para que tengáis algunas nociones aproximadas de ese instante atemorizante y tétrico para muchas criaturas, que depende exclusivamene de nuestro modo de vida y de la natu­raleza de nuestros sentimientos, puesto de manifiesto en las re­laciones con nuestros hermanos de jornada evolutiva. Todos los que han ingresado serenamente en nuestra esfera espiritual son los que provienen de las existencias laboriosas, afectos al servicio sacrificial y amorosos con el prójimo, y que vivieron respetuosa­mente las sublimes enseñanzas de Jesús.

De este modo, sin que me sea atribuida la función de "guía" o "mentor espiritual", no puedo dejar de advertiros que el éxito principal del alma, en la fase de su desencarnación e ingreso en el Más Allá, depende exactamente de la mayor o menor realiza­ción evangélica efectuada en el mundo físico. Cuando aún nos encontramos ligados a la vida física, difícilmente comprendemos los mensajes de alta espiritualidad que reposan en la sencillez del Evangelio, que luego reconocemos como el verdadero Código Moral de la vida del espíritu en cualquier situación humana.

A pesar de toda la resistencia intelectual que hacemos a las enseñanzas de Jesús, aquí comprendemos y comprobamos que sólo la integración definitiva en el "amaos los unos a los otros" y la práctica indiscutible del "haced a los otros lo que queréis que os hagan" es lo que nos libra realmente de las terribles con­secuencias purgativas que comúnmente ligan a los desencarnados torturados en el mundo astral.

Hay hombres que parten desde la Tierra hacia aquí como si fueran fieras embravecidas por las propias pasiones, mientras que otros se despiden de vosotros a semejanza de lo que sucede con los pajaritos, que emprenden su vuelo feliz, liberándose de su nido sin ningún atractivo particular. Para ser feliz aquí, no basta la sabiduría, aunque ésta sea el producto de enormes es­fuerzos intelectuales; los espasmos y las angustiosas perturbacio­nes que acometen a los periespíritus de aquellos que aún se tor­turan delante de la muerte son el resultado particular de la na­turaleza y el desequilibrio de las pasiones que fueron cultivadas por el alma en su trato con el mundo. Las pasiones humanas son como los caballos salvajes: necesitan ser amansados y domesticados para que después nos sirvan como fuerzas disciplinadas y de ayuda benéfica para la marcha del espíritu a través de la vida carnal.

Y para conseguir esa importante domesticación de las pasiones salvajes, el ejercicio evangélico es el recurso más eficiente, pues lo hace a través de la ternura, del amor y de la renuncia pregonada por el Maestro Jesús. El periespíritu, en la hora de la desencarnación, es como la cabalgadura briosa, de energías contenidas, que tanto se semejan a la monta dócil, disciplinada y de absoluto control por parte de su dueño, como también se iguala al potro desenfrenado que arremete y hasta puede arrastrar peligrosamente a su caballero despavorido.

Los consagrados filósofos griegos, cuando preconizaban “mente sana en cuerpo sano” exponían conceptos de excelente auxilio para el momento de la desencarnación. La serenidad y la armonía, en la hora de la “muerte”, son estados que requieren completo equilibrio en el binomio “razón y sentimiento”, pues aquel que “sabe qué es, de dónde viene y hacia dónde va”, también sabe lo que necesita, lo que quiere y por qué se vuelve un espíritu venturoso. El cerebro que piensa y dirige exige también que el corazón se purifique y obedezca.

Ojalá que estas comunicaciones de “este lado”, aunque a muchos les parezcan un puñado de fantasías sin sentido, logren atraer el interés de los lectores bien intencionados, que deseen liberarse de las ilusiones inherentes a las formas provisionales de la materia y quieran centrar su visión espiritual en el curso de la vida del Espacio, lo cual depende en sumo grado de la naturaleza y la existencia que fuera vivida en la Tierra.


Atanagildo

Curitiba, 1º de Enero de 1958


EL CAMINO DEL MÁS ALLÁ
Pregunta: Valiéndonos de vuestra promesa, hecha la reunión pasada, por la cual deseamos recibir impresiones sobre vuestra desencarnación y sobre los acontecimientos que se verificaron después del desligamiento de vuestro cuerpo físico. ¿Os será posible informarnos?

Atanagildo: Yo había completado los veintiocho años de edad, estaba en cama acometido por una complicación de los riñones, mientras el médico de la familia agotaba los recursos para disminuir la cuota de urea que me envenenaba el cuerpo, causándome una terrible opresión que parecía aplastarme el pecho. Presa de terrible angustia, que aumentaba por momentos, procuré explicar al médico lo que sentía, ansioso de un alivio, aunque fuese por breves instantes. Al mismo tiempo me extrañaba que a medida que bajaba mi temperatura, se pe agudizaban los sentidos; algunas veces tenía la impresión de que era el centro consciente, absoluto, el responsable de toda la agitación que había alrededor de mi lecho, porque captaba el más sutil murmullo de los presentes. De modo alguno podía comprender la naturaleza del extraño fenómeno que me dominaba, pues a medida que crecía mi facultad de oír y sentir, conjuntamente en mi alma emergía un misterioso murmullo, como si una exquisita voz sin sonido me gritara en un tono desesperado.

Era una terrible asociación psicológica, un algo desconocido que se imponía y me indicaba un cercano peligro, rogándome una urgente coordinación y rápido ajuste mental. De las fibras más íntimas de mí ser partía un violento pedido que me exigía inmediata atención, a fin de que yo apelase a los medios necesarios para eliminar un inmediato peligro invisible. De adentro la voz del médico se hizo oír, con inusitada vehemencia.

-¡Rápido! El aceite alcanforado.

Entonces, un invisible sopor ya no me dejaba actuar, y de lo íntimo de mi alma comenzaba a surgir el impacto invasor, que comenzaba a actuar sobre mi conciencia en vigilia; después, en un implacable crescendo, percibía en mí ser manifestarse un angustioso esfuerzo de sobrevivencia, producido por el instinto de conservación. Intenté reunir las últimas fuerzas que se me iban, a fin de solicitar los buenos oficios del médico y avisarle que necesitaba de su inmediata intervención. Mientras, estaba bajo una fuerte emoción e instintivamente atemorizado oí decir:

—No se puede hacer nada más. Confórmese, porque el señor Atanagildo ya dejó de existir.

Mi cuerpo ya debía de estar paralizado; pero, por el choque vivísimo que recibió la mente, comprendí perfectamente aquel aviso misterioso que antes me llegara de lo profundo del alma y que el desesperado esfuerzo del instinto animal realizara, para que yo dirigiera el psiquismo sustentador de las células cansa­das. La comunicación del médico me heló definitivamente las entrañas, si es que aún existía en ellas algún calor de vida ani­mal. Aunque yo siempre había sido un devoto estudioso del Es­piritismo filosófico y científico del mundo terreno, es inútil in­tentar describiros el terrible sentimiento de abandono y aflicción que me embargaba el alma en aquel momento. No temía a la muerte, pero partía de la Tierra exactamente en el momento que más deseaba vivir, porque principiaba a realizar proyectos que venía madurando desde la infancia y, además, estaba próximo a constituir mi hogar, lo que también formaba parte de mi progra­ma de actividades futuras.

Quise abrir los ojos, pero los párpados me pesaban como plo­mo; realicé hercúleos esfuerzos para efectuar algún movimiento, por débil que fuese, con la esperanza de que los presentes descu­briesen que yo aún no había "muerto", cosa que de modo alguno podía saber, debido a mi conflicto interior. Entonces repercutió violentamente ese esfuerzo por la red "psico-mental" y se aviva­ron aún más los sentidos agudizados del alma, los cuales me trasmitían las noticias del mundo físico a través del extraño sistema telefónico que yo ignoraba poseer. Me sentía pegado a la piel o a las carnes cada vez más heladas, como si estuviera apoyado sobre frígidas paredes de cemento en una mañana in­vernal. A pesar de ese extraño frío, que yo suponía recibir exclusivamente en el sistema nervioso, podía oír todas las voces de los "vivos", sus sollozos, clamores y descontroles emotivos junto a mi cuerpo.

A través de ese delicadísimo sentido oculto y predominante en otro plano vibratorio, presentí cuando mi madre se inclinó sobre mí y le oí exclamar:

— ¡Atanagildo, hijo mío! Tú no puedes morir, ¡eres tan joven!...

Sentí el dolor inmenso y atroz que le corría por el alma, pero yo me encontraba ligado a la materia rígida, sin poder trans­mitirle la más débil señal para aliviarla con la sedativa comu­nicación de que aún me encontraba vivo. En seguida llegaron vecinos, amigos y tal vez algún curioso, pues lo presentía y les captaba el diálogo, aunque todo me ocurría bajo extrañas con­diciones comunes del cuerpo físico. Me sentía a veces suspendido entre las márgenes limítrofes de dos mundos misteriosamente conocidos, pero terriblemente ausentes. En ocasiones, como si el olfato se me agudizase nuevamente, presentía el vaho del alcohol que se usaba para la jeringa hipodérmica, algo parecido al fuerte olor del aceite alcanforado. Todo eso sucedía en el silencio grave de mi alma, porque identificaba los cuadros exteriores, así como no conseguía comprender con exactitud lo que me estaba su­cediendo; permanecía oscilando continuamente, como si estuviera padeciendo una mórbida pesadilla. De vez en cuando, por fuerza de esa agudeza psíquica, el fenómeno se invertía. Entonces me veía centuplicado en todas las reflexiones espirituales, y para­dójicamente me reconocía mucho más vivo de lo que era antes de la enfermedad de que fuera víctima.

Durante mi existencia terrena, desde la edad de 18 años, ha­bía desarrollado bastante mis poderes mentales a través de los ejercicios de índole esotérica. Por eso, en aquella hora neurálgica de la desencarnación, conseguía mantenerme en actitud positiva, sin dejarme esclavizar completamente por el fenómeno de la muerte física; podía examinarlo atentamente, porque era un es­píritu dominado por la idea de la inmortalidad. Apostado entre dos mundos tan antagónicos, sintiéndome en el límite de la vida y de la muerte, guardaba un vago recuerdo de todo aquello que me había ocurrido anteriormente, y, por lo tanto, ese aconteci­miento me parecía algo familiar. El raciocinio espiritual fluía con rapidez, y la íntima sensación de existir en forma independiente del pasado o del futuro llegaba a vencer las impresiones agudí­simas que a veces me acometían en indomable torbellino de ener­gías, que se ponían en conflicto de la intimidad de mi periespíritu.

De pronto, otro sentimiento angustioso se me presentó y logró dominarme con inesperado temor y violencia; fue algo apocalíp­tico que, a pesar de mi experiencia mental positiva y control emotivo, me hizo estremecer ante su fuerte evidencia. Me reco­nocía vivo, con la plenitud de mis facultades psíquicas. En con­secuencia, no estaba muerto ni vivo o libre del cuerpo material. Sin duda alguna, me hallaba sujeto al organismo carnal, pues esas sensaciones tan nítidas sólo podían ser transmitidas a través de mi sistema nervioso. Mientras que el sistema nervioso estuviera cumpliendo su admirable función de relacionarme con el ambiente exterior, yo me consideraba vivo en el mundo físico, aunque sin poder actuar, por haber sido víctima de algún acontecimiento grave. No tuve más ilusiones; supuse que había sido víctima de un violento ataque cataléptico, y si no me despertaba a tiempo sería enterrado vivo. Ya imaginaba el horror del túmulo helado, los movimientos de las ratas, la filtración de la humedad de la tierra en mi cuerpo y el olor repugnante de los cadáveres en descomposición. Pegado a aquel fardo inerte, que ya no atendía a los llamados aflictivos de mi dirección mental y que amenazaba no despertarse a tiempo, preveía la tétrica posibilidad de asistir impasible a mi propio entierro.

En seguida, una nueva y extraña impresión comenzó a inun­darme el alma; primeramente se manifestaba como un afloja­miento inesperado de aquella rigidez cadavérica; después, un reflujo coordinado hacia adentro de mí mismo, que me dejó más inquieto y que me señalaba como culpable de algo. Sí, no exagero, al considerar el fenómeno que me ocurría, tenía la impresión de estar volviendo a la inversa, pues la memoria retrocedía pau­latinamente a través de mi última existencia y me llenaba de asombro por la claridad con que veía todos los pasos de mi exis­tencia. Los acontecimientos se desenvolvían en la tela mental de mi espíritu, a semejanza de una vivísima proyección cinemato­gráfica. Se trataba de un increíble fenómeno, donde eran proyec­tados todos los movimientos más intensos de mi vida mental; los cuadros se superponían, retrocediendo, para después esfumarse, como en las películas, cuando determinadas escenas son substi­tuidas por otras más nítidas. Yo decrecía en edad, rejuvenecía, y mis sueños fluían hacia atrás, alcanzando los orígenes y los primeros bullicios de la mente inquieta. Me perdía en aquel ondu­lar de cuadros continuos y gozaba de euforia espiritual cuando veía actitudes y hechos dignos, lo que podía comprobar cuando actuaba con ánimo heroico e inspirado por sentimientos altruis­tas. Sólo entonces pude avalar la grandeza del bien; me espan­taba que una sublime sonrisa de agradecimiento, en esa evocación interior y personal, o la minúscula dádiva que había hecho en fraternal descuido, pudiesen despertar en mi espíritu esas ale­grías tan infantiles. Me olvidaba de la situación funesta en que me encontraba para acompañar con incontenido júbilo los peque­ños sucesos proyectados en mi cerebro etérico; identificaba la moneda donada con ternura, la palabra dicha con amor, la pre­ocupación sincera para resolver el problema del prójimo o el esfuerzo realizado para suavizar la maledicencia dirigida hacia el hermano descarriado. Aun pude rever, con cierto éxtasis, algu­nos actos que practicara con sacrificial renuncia, no porque per­diera en la competición del mundo material, sino porque sabía humillarme a favor del adversario necesitado de comprensión espiritual.

Si en aquel instante me hubiera sido dado retomar el cuerpo físico y llevarlo nuevamente al tráfico del mundo terreno, aque­llas emociones y estímulos divinos habrían ejercido tal influencia sobre mi alma, que mis actos futuros justificarían mi canonización después de la muerte física. Pero, en contraposición, no faltaron tampoco los actos poco delicados y las estupideces del mozo ar­diendo en deseos carnales. Sentí de pronto que las escenas se me tornaban acusadoras, refiriéndose a las actitudes egocéntricas de la juventud avara de sus bienes materiales, aun cuando me dominaba la voluptuosidad de poseer lo "mejor" y superar el ambiente, por la figura ridícula de la superioridad humana. Tam­bién sufrí por mi descuido espiritual de la juventud liviana: fui estigmatizado por las escenas evocativas de los ambientes dele­téreos, cuando el animal se despoja de su indumentaria, en las sensaciones lúbricas. No era una acusación dirigida propiamente a mi naturaleza inquisidora, cosa que felizmente nunca ocurrió conmigo, ni aun en la fase de la experiencia sexual, y que com­probaba en aquel momento retrospectivo, en donde el alma real­mente interesada en los valores angélicos debe siempre repudiar el ambiente lodoso de la prostitución de la carne. En el cuadro de mi mente super excitada, identificaba los momentos en que la fiera del sexo, como fuerza indomable, me atraía hacia la orilla del charco en donde se debaten las infelices hermanas deshere­dadas de la ventura doméstica.

La proyección cinematográfica continuaba fluyendo en mi tela mental, cuando reconocía la fase del aprendizaje escolar, y des­pués, los holgorios de la infancia, cuyos cuadros, por ser de menor importancia en la responsabilidad de la conciencia espiritual, tuvieron fugaz duración. Espantadísimo, debido a la disciplina y a los éxitos de mis estudios esotéricos, pude identificar una cuna adornada de encajes, reconociéndome en la figura de un rosado bebé, cuyas manos tiernas e inquietas eran motivo de júbilo y agasajos por parte de dos seres que se inclinaban sobre mí. ¡Eran mis padres! Pero lo que me dejó intrigado y confuso fue que en el seno de esa figura tan diminuta, de recién nacido, me sentía con la conciencia algo despierta y dueña de impresiones vividas en un pasado remoto. Me parecía realizar tremendos es­fuerzos para vencer a aquel cuerpecito delicado y romper las liga­duras de la carne, con la intención de transmitir palabras inte­ligentes y pensamientos maduros. Detrás de la figura del bebé inquieto, con profundo espanto, reconocía la "otra" realidad de mí mismo.

Atento al fenómeno de esa evocación psíquica, tal como si viviese el papel del principal actor en un film cinematográfico, llegaba a extrañar el motivo de aquellas imágenes retroactivas que pasaban sin interrupción, para finalizar en aquella cuna adornada, cuando "algo" en mí se obstinaba en decirme que yo me prolongaba más allá, mucho más allá de aquella forma infantil.

Percibí de pronto que la voluntad, bastante desarrollada con la práctica ocultista, se me agotaba ante el esfuerzo de proseguir hacia atrás, pero estaba seguro que bajo mi desenvolvimiento mental terminaría desprendiéndome del bebé regordete que tra­zaba el límite de mi última existencia, para entonces alcanzar lo que debería "existir" mucho antes de la conciencia configurada por la personalidad de Atanagildo. Confiado en mis propias energías mentales, a semejanza del piloto que tiene fe absoluta en su aeronave, no temí los resultados posteriores, pues osada­mente, gracias a un esfuerzo heroico, me dejé ir más allá y logré transponer aquella cuna adornada de encajes, que significaba la barrera de mi saber pero no el límite de mi existir. Había un mundo desconocido más allá de aquel diminuto cuerpecito focalizado en mi retina espiritual, cuyo mundo intenté penetrar, aun­que parecía estar maniatado por el terrible trance que suponía de orden cataléptico.

Bajo la poderosa concentración de mi voluntad, coordiné to­das mis fuerzas mentales, activándolas en un haz altamente ener­gético, y decididamente, como si empuñara un poderoso estilete, arremetí el más allá del misterioso velo que debería esconder mi prolongación espiritual. Me entregué incondicionalmente a la extraña aventura de buscarme a mí mismo, consiguiendo desatar los lazos frágiles que ligaban a mi memoria etérica, la figura de aquel atrayente bebé rosado. Entonces conseguí comprobar el maravilloso poder de la voluntad al servicio del alma decidida; bajo ese esfuerzo tenaz, perseverante y casi prodigioso, se rompió la cortina que me separaba del pasado. Sorprendido y confuso, me sentí envuelto en un festivo sonar de campanas poderosas, al mis­mo tiempo que oía el rumor de grandes clamores que provenían de cierta distancia de donde yo me encontraba.

Mientras los sones del bronce se perdían en el aire, me sentí envuelto por una brisa agreste, impregnada de un perfume de lirio o de flores muy familiares, que suelen crecer a las márgenes de los lagos o de los ríos, al mismo tiempo que vislumbré sobre mí un retazo de cielo azul blanquecino, común en los días de invierno. Al mismo tiempo pude comprender que me encontraba suspendido en el aire, pues fui empujado por un vigoroso balan­ceo, mientras forcejeaba para romper las cuerdas que me inmo­vilizaban. La presión de una mano callosa que me tapaba la boca me impedía gritar, mientras un violento dolor me hacía arder el pecho y la garganta. Me afirmé un poco en el suelo, y súbi­tamente, por un impulso muy fuerte, fui arrojado a las profundas y pantanosas aguas, en donde el perfume de los lirios se confundía con la fetidez del lodo del río. Cuando me sumergí, aún oía el repicar de las campanas de bronce y las voces humanas de tonos festivos. Poco a poco eso se fue perdiendo en un eco lejano, mientras mis pulmones se sofocaban con el agua sucia y fría.

Ese rápido entreacto de la cesación de mi conciencia, al su­mergirme en las aguas heladas, me hizo perder la ilación de las imágenes que se reproducían en mi memoria periespiritual, y como si despertase de una profunda pesadilla, me sentí nueva­mente en la personalidad de Atanagildo, vivo mental y astralmente, pero adherido a un cuerpo yerto.

Más adelante, cuando tomé posesión de la memoria de mi últi­ma existencia, pude identificar aquella escena ocurrida en Francia a mediados del siglo XVIII, cuando fui sorprendido en una embos­cada por rivales que estaban celosos por el afecto que tenía hacia una determinada joven, los cuales, después de herirme en la garganta y el pecho, me arrojaron al río Sena, por detrás de la iglesia de Nótre Dame, justamente en la mañana que se realizaban importantes celebraciones religiosas. Por eso, en mi trance psico-métrico de retorno al pasado, ocurrido durante la última desen­carnación, sentía revivir la sensación del agua helada en donde fui arrojado, pues la escena se reavivó fuertemente en mi periespíritu en cuanto se conjugaron las fuerzas vitales, en efervescencias, para evitar mi desenlace.

Después de aquella reproducción del crimen en el Sena, cuan­do aún pensaba en el trágico acontecimiento, recrudecieron dentro de mí las voces y los sollozos más ardientes: la imagen del pasado se esfumó rápidamente y me reconocí ligado de nuevo al cuerpo yerto. No tardé en adivinar que Cidalia, mi novia, había llegado a mi casa y se inclinaba desesperadamente sobre mi cadáver, golpeada por el dolor de tan fatal separación. Entonces se avivó con más fuerza la terrible idea de que había sido víctima del sueño cataléptico.

Inmensamente sorprendido, pude notar las reminiscencias ci­nematográficas que habían reproducido en mi cerebro toda la existencia transcurrida desde la cuna, y, además, revelado un detalle de la escena ocurrida en Francia y que había durado, a lo sumo, uno o dos minutos. Era el tiempo exacto que debió de haber invertido mi novia para llegar desde su casa hasta la mía, ni bien le avisaron de mi supuesta muerte, pues residía a una cuadra de distancia. Luego pude comprender mejor ese hecho, cuando estuve más poseído de mi conciencia espiritual, desligada de la materia.

En tan corto espacio de tiempo pude revivir los principales acontecimientos de mi última existencia, en el Brasil, y aun con- templar el último cuadro de la encarnación anterior.

Al poco tiempo se reconfortó mi ánimo y me volví algo indi­ferente con respecto a la situación grave en que me encontraba, pues había comprobado en mí mismo la inmortalidad o la sobre­vivencia indiscutible del espíritu, lo que disipó un tanto el temor de sucumbir, aun frente a la horrorosa probabilidad de ser ente­rrado vivo. Gracias al poder de mi voluntad disciplinada, impuse cierta tranquilidad a mi psiquismo inquieto, controlando las emo­ciones y preparándome para no perder ni un detalle de los acon­tecimientos, pues allí mismo, en el límite de la "muerte", mi espíritu no perdía su precioso tiempo e intentaba engrandecer aún más su bagaje inmortal. Obediente a los fuertes imperativos del instinto de conservación reuní nuevamente las fuerzas disper­sas e intenté provocar un nuevo influjo de vitalidad a mi orga­nismo inerte, a fin de despertarlo, si era posible, de su trance cataléptico, para volver a la vida humana enriquecido y conven­cido espiritualmente, gracias a la comprobación que obtuviera en la inmersión de la memoria periespiritual.

Justo en ese instante de afluencia vital, los sentidos se me agudizaron nuevamente, haciéndome presentir algo más grave, que me profetizaba una indomable violencia. No podía precisar la naturaleza exacta del presentimiento, pero reconocía la proceden­cia, la que partía de mi alma, poniéndome sobre aviso: una lejana tempestad se dibujaba en el horizonte de mi mente, y el instinto de conservación arrojaba el temor hacia lo íntimo de mi espíritu. Poco a poco, identificaba el retumbar del trueno a la distancia, mientras vivía la sensación de encontrarme ligado al crisol de energías tan poderosas, que parecían las fuerzas de nutrición del propio Universo. La tempestad que se acentuaba en mí no parecía venir de afuera, pero sí que emanaba lenta e implaca­blemente desde el interior de mi propia alma. Acompañé el crescendo implacable y percibí, desconcertado, que era en mí mismo, en el escenario vivo de mi morada interior, en donde la tormenta se desarrollaba y en camino al tremendo "clímax" de violencia.

Como si estuviera acurrucado en mí mismo, oí al tremendo trueno retumbar en las entrañas de mi espíritu, lográndome sacu­dir todas las fibras de mi ser, a semejanza de una frágil vara de junco chicoteada por el viento indomable. El choque fue pode­roso y quedé sumergido en un extraño torbellino de luces y chis­pas eléctricas, para desaparecer al poco rato, tragado por ese vórtice flameante. En seguida perdí la conciencia.

El fenómeno era realmente el temido momento de la verda­dera muerte o desencarnación, común a todos los seres cuando se rompe el último lazo entre el espíritu y el cuerpo físico, el que se encuentra situado a la altura del cerebelo y por el cual aún se hacen los cambios de energías entre el periespíritu sobreviviente y el cuerpo rígido. Después de ese choque violento, quedé liberado definitivamente del cuerpo carnal y todo mi periespíritu pareció recogerse en sí mismo, bajo una extraña modificación, dificul­tándome el entendimiento y la claridad psíquica y haciéndome perder la conciencia de mí mismo.

No sé cuánto tiempo transcurrió hasta mi despertar en el mun­do astral, después que mis despojos mortales habían sido entrega­dos a una humilde sepultura. Recordaba que sentía aún la tempe­ratura algo fría y, sin embargo, mi cuerpo gozaba de una indes­criptible sensación de alivio y bienestar, habiendo desaparecido todas las angustias mentales, aunque persistía cierta fatiga y una ansiedad expectante. Mi esfuerzo estaba centrado en el pro­blema de reunir todos los pensamientos dispersos, para ajustarlos en el campo de la memoria, a fin de entender lo que podía haber­me sucedido, porque aún perduraba la sensación física de haber retornado del violento choque producido en el cráneo por un ins­trumento de goma dura. Ese sopor era perturbado por una extraña invitación interior, con relación al ambiente donde yo me encon­traba, llena de exceptativa y de un silencio misterioso. Me sentía bien con respecto al estado mental, gozando de una sensación sedativa, como si hubiera sido sometido a un lavaje purificador, cuyos residuos incómodos se hubiesen depositado en el fondo de mi vaso mental, permaneciendo a tono con un líquido refrescante y balsámico. Tenía que intentar hacer algún esfuerzo de memoria muy pronunciado, a fin de no mezclar la escoria depositada en el fondo del vaso cerebral con la limpidez agradable y cristalina de la superficie.

La sensación era de paz y confort espiritual; no tenía tenden­cia hacia las evocaciones dramáticas o asuntos dolorosos, ni tam­poco me encontraba posesionado por las indagaciones aflictivas, a fin de recomponer la situación que todavía me era confusa, pues las ideas que se me asociaban poco a poco eran de naturaleza opti­mista. En oposición a lo que anteriormente consideraba como una pesadilla, en la cual había vivido la sensación de la "muerte", aquel segundo estado de mi espíritu se parecía a un suave sueño que no deseaba interrumpir.

Después de un breve esfuerzo, pude abrir los ojos, y, para sor­presa mía, reparé en un techo alto, azulado, con reflejos y pola­rizaciones plateadas, semejante a una cúpula refulgente, la que se apoyaba sobre delgadas paredes impregnadas de un color azu­lado, con suaves tonos luminosos; parecía que largas cortinas de seda rodeaban mi lecho blanco y confortable, dándome la impresión de que reposaba sobre una genuina espuma de mar. Una claridad balsámica transformaba los colores en matices re­frescantes, y a veces parecía que la propia luz de la luna se filtraba por delgados cristales de atrayente colorido liláceo. Pero no vis­lumbraba lámparas o instalación alguna que pudiese identificar el origen de aquella luz tan agradable. Otras veces eran frag­mentos de pétalos de flores o una especie de confites de color carmesí rosado que se posaban sobre mí y se desvanecían en mi frente, en las manos y en los hombros, provocándome la sensación de ser un baño de magnetismo reconfortante que nutría al cuerpo exhausto, pero contento.

Estaba totalmente extrañado por el ambiente en donde me había despertado, que era completamente diferente al modesto cuarto que constituía mi aposento de enfermo resignado. Hasta creí que había sido transportado con toda rapidez a un hospital lujoso, de instalaciones modernísimas. Conseguí entonces distin­guir algunos rostros desdibujados que me rodeaban en el lecho; uno de ellos guardaba una notable semejanza con el de mi Madre, y logré identificarlo como un hombre de mediana edad. Una señora anciana, sonriente y extremadamente afable, se inclinó sobre mí y me llamó con insistencia. Pronunció mi nombre con profundo recogimiento y vehemencia, consiguiendo sacarme una exhaustiva y balbuceante respuesta de asentimiento.

Ella sonrió con visible satisfacción y llamó a otra persona de aspecto pálido, de ojos profundos, vestida de blanco inmaculado, que me hizo evocar la figura de los magos de Oriente, y cuya fisonomía era serena pero enérgica. Había cierta dulzura en sus gestos e inconfundible seguridad en el obrar; me miró con tal firmeza, que un flujo de energía extraña y de suave calor se proyectó de su mirar, que alcanzó mi médula, adormeciéndome poco a poco el bulbo y el sistema nervioso, como si una poderosa sustancia gaseosa, hipnótica, se derramase por mis plexos nervio­sos, provocándome un incontrolable relajamiento de músculos.

Luché, moví las piernas, por así decir, intentando resistirme a aquella voluntad poderosa, pero una orden incisiva se fijó en el cerebro: ¡Duerma! Entonces se me aflojaron los músculos y fui introduciéndome en un misterioso y dulce bienestar que se transformó en la pérdida gradual de la conciencia, terminando en un reconfortante reposo. En un resto de conciencia final, aún pude oír la voz cristalina de aquella señora afable, que así se expresaba:

—¿No le había dicho, hermano Crisóstomo, que sólo el her­mano Navarana podía provocarle el reposo compensador a su nieto y evitarle la excesiva autocrítica, tan perjudicial, y la confusión psíquica y natural producida por la desencarnación? Convenga­mos en que su nieto Atanagildo es portador de una mente muy vigorosa.

En el centelleo final de la conciencia en vigilia, logré com­prenderlo todo: Crisóstomo era mi abuelo materno, a quien sólo había conocido en la infancia. Realmente, no había ningún motivo más para luchar o temer. Yo era un "muerto", en el exacto sentido de la palabra, o con más propiedad, ¡un desencarnado!



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