La Vida Más Allá de la Sepultura



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PRIMERAS IMPRESIONES
Pregunta: ¿Cuáles fueron las impresiones que tuvisteis al des­pertar en el Más Allá, después de haberos sometido al sueño, por el hermano Navarana?

Atanagildo: Al comienzo no pude comprender bien en qué ambiente me encontraba, pues no conseguía vislumbrar nada fuera de aquel cuarto silencioso que estaba envuelto por una agradable luminosidad y un balsámico fluido. Me sentía en un estado de profunda auscultación espiritual, pero reconocía que me encon­traba impedido para realizar cualquier esfuerzo directivo. Me hallaba sumergido en un dulce sopor, como si fuera la figura silenciosa del peregrino que mira el horizonte oscuro aguardando el advenimiento de la madrugada para comenzar su largo viaje, interrumpido por la noche.

Me mantenía en una curiosa expectativa, pero interiormente estaba seguro de que más adelante descubriría el misterio que me rodeaba. No demoré en notar un extraño fenómeno de luces que surgieron inesperadamente, como si innumerables cantidades de pétalos luminosos fuesen arrojados por los faros de un vehículo distante que estuviera envuelto en una densa cerrazón. Mental­mente despierto, observaba aquella sucesión de luces que iban desde un azul claro hasta los tonos del zafiro, para terminar en matices de agradables violetas, que al tocarme se transformaban en un frío balsámico. No podía precisar de dónde provenía, y a veces el fenómeno se tornaba hasta audible, pues suponía oír algunas voces distantes, cuya pronunciación era de agradable en­tonación y simpatía.

Ya no tenía más dudas con respecto a la naturaleza y a la fuerza de aquellas luces que me visitaban seguido, pues siempre se desvanecían en mí, después de dejarme una suave sensación de alivio, al mismo tiempo que parecía nutrirme espiritualmente. Hubo un momento en que me sentí como si fuera chocado, algo así, por un chorro de agua fría que cayera sobre mi periespíritu. En seguida fui envuelto en una sensación de tedio, de pesar y después de angustia, y finalmente sentía la sensación de haber cometido una acción mala o precipitada. En lo íntimo de mi alma permanecía ese clamor aflictivo, provocado por una imprevista emoción de amargura, cuando un nuevo chorro de aquellas luces azules-violetas vino a mi encuentro y disolvió milagrosamente aquella opresión, restableciendo mis fuerzas, devolviéndome el bienestar anterior.

Entonces agradecí en profunda oración a Jesús el inesperado alivio traído en alas de aquellos confites luminosos y coloridos, que penetraban por mi organización periespiritual, dejándome un delicioso alimento energético.



Pregunta: ¿Durante esas extraordinarias emociones os encon­trabais despierto y consciente de que habíais desencarnado?

Atanagildo: Ya había despertado del sueño hipnótico provo­cado por el hermano Navarana, que actuó en compañía de mi abuelo Crisóstomo y de la hermana Natalina, aquella señora bon­dadosa y afable que me atendió antes de mi inmersión en el reposo reparador. Todo aquello que recordaba por primera vez fue en un rápido estado de vigilia astral, en donde me sentía agotado y con el cuerpo dolorido, además de sentir un frío molesto, real­mente estaba cansado de la travesía que debía de haber hecho desde la superficie de la Tierra hasta la región donde me encon­traba. El reposo era necesario, porque la enfermedad que me había hecho desencarnar era del tipo de las que exigían grandes cuotas de energías espirituales, que son muy necesarias para el tránsito hacia el Más Allá.

Pregunta: ¿Podemos considerar que los mismos fenómenos y el modo de vuestra desencarnación pueden servir de base para avalar los acontecimientos sucedidos a otros desencarnados?

Atanagildo: De modo alguno debéis pensar en la igualdad de sensaciones y acontecimientos para todos aquellos que desencar­nan; no hay, probablemente, una desencarnación exactamente igual a otra. La situación en la hora de la "muerte", para cada criatura, depende fundamentalmente de su edad sideral y de los hábitos psíquicos que haya adquirido a través de los milenios vividos en contacto con la materia; influye en cada uno su natu­raleza moral y aun el tipo de energía que predominan en estado de reserva en su periespíritu, las cuales varían de conformidad con los climas o regiones de la Tierra o de otros planetas en donde el espíritu haya reencarnado. Mientras tanto, existen ciertos he­chos y acontecimientos que son comunes a casi todos los casos de desencarnación y que hacen parte del proceso de desligamiento del cuerpo, como ser la recordación inmediata y regresiva de toda la existencia que se acaba, la agudización de los sentidos en los primeros momentos de la agonía, la suposición de tratarse de un sueño o pesadilla, y también el choque interior, que se verifica con el rompimiento del cordón que une a la vida carnal. Fuera de tales fenómenos y el tiempo de su duración, la desen­carnación varía de espíritu a espíritu, difiriendo también los demás acontecimientos que suceden al despertar en el Más Allá de la sepultura.

Pregunta: ¿Cuál es el origen de las luces de colores que se deshacían junto a vuestro periespíritu?

Atanagildo: Durante mi última reencarnación pude mante­nerme en un cierto nivel espiritual equilibrado, conforme ya os dije, gracias al desenvolvimiento de la voluntad, que había em­pleado satisfactoriamente bajo la inspiración al servicio de Jesús. Aunque no fuese portador de credenciales santificantes, siempre fui compasivo, pacífico y tolerante; me esforcé por vivir alejado de las sensaciones pervertidas, de las conversaciones licenciosas o de las anécdotas indecentes, que son comunes a la mayoría de los humanos. Los ejercicios esotéricos, las prácticas elevadas y las reflexiones superiores, a que me sometía frecuentemente, me sublimaban la carga de magnetismo super excitante en el meta­bolismo del sexo. Indagué deliberadamente en la lectura filosó­fica de alta estirpe espiritual, y buscaba vivir de manera sensata, midiendo mis pensamientos y controlando mis palabras. Era comu­nicativo y alegre, desechaba los prejuicios y era afable con todos; nunca me rebelaba delante de los acontecimientos desagradables de la existencia humana, aunque yo también fui provocado en el transcurso del sufrimiento y en lo más íntimo del ser. Tampoco me interesaban las glorias políticas ni me afligía por la ambición de poseer tesoros que "la polilla roe y la herrumbre consume".

Desde la infancia sentía una inexplicable ansiedad por saber lo que yo era, de dónde venía y hacia dónde iba. Comprendía que ese conocimiento era de capital importancia para mi vida y que todo lo demás era de insignificante valor. Bajo esa íntima e incesante preocupación, conseguía ser feliz con muy poca cosa, porque eran raras las seducciones del mundo que conseguían despertarme interés o alentar el deseo de poseer riquezas. Me agradaba emplear una parte de mis haberes en favor de los des­heredados y socorrer a los pobres de mi suburbio. Cuando me ponía a solucionar los problemas ajenos, nunca lo hacía por inte­rés alguno; beneficiaba al prójimo sin la más remota idea de querer ganarme con ello los favores del cielo. De modo alguno vivía con la fanática preocupación de "hacer caridad" a fin de cumplir con un deber espiritual; siempre actuaba con esponta­neidad, y los problemas difíciles y aflictivos del prójimo no eran sino mis propios problemas, los cuales necesitaban urgente so­lución.

Mi activo espíritu se presentaba con cierto fondo de reserva con respecto a mi desencarnación hacia el Más Allá, pues aquellos que supieron de mi "muerte" no sólo lo demostraron con ardien­tes votos de ventura celestial, sino que los más afectivos y reco­nocidos me dedicaban sus oraciones en horas tradicionales, evo­cándome con ternura y pasividad espiritual.

Esas oraciones y ofrecimientos de paz, dedicados a mi espíritu desencarnado, eran los que se transformaban en aquellas luces azules, liláceas y violetas que, en forma de pétalos coloridos y luminosos, se esfumaban en mi cuerpo astral, inundándolo de vibraciones balsámicas y vitalizantes.

El ruego en el sentido del bien es siempre una dádiva celeste, y mal podéis valorar cuánto auxilia al espíritu en sus primeros días de desencarnación. Es una energía reconfortante, que a veces se asemeja a la brisa suave y otras veces se transforma en flujos energéticos, vivos, que reaniman y dan actividad al periespíritu. El hecho de haberme desligado rápidamente de los despojos cada­véricos —pues esa liberación depende fundamentalmente del es­tado moral del desencarnado— lo debo sobre todo a las oraciones que no cesaron de posarse afectuosamente en mi alma.

Pregunta: ¿Por qué motivo quedasteis súbitamente en un esta­do de angustia y arrepentimiento, en el momento que os pareció recibir un chorro de agua fría y que sólo fuisteis reanimado pos­teriormente por la incidencia de esos pétalos de luces coloridas?

Atanagildo: Sólo después de desencarnar es cuando real­mente comprendemos el espíritu de advertencia constante que anunció Jesús en aquella frase inolvidable: que la criatura deberá pagar hasta la "última moneda". En aquellos benditos momentos en los cuales se depositaba sobre mí el reconfortante maná traído por las oraciones en alas de aquellas chispas luminosas, alguien interceptaba el flujo de esas preces, perturbándome la recepción del precioso alimento del alma. Sólo luego descubrí la razón de aquellos cortes vibratorios, repentinos, aunque de breve duración, que lograban angustiarme; poniéndome en situación de culpable por cosas que no sabía explicar. Indudablemente, arrojaban en contra de mí alguna carga nociva, de tal vibración negativa, que me recorría el cuerpo como un desapacible viento, completamente opuesto al efecto de las luces sedativas.

Se trataba de Anastasio, un infeliz delincuente al que yo había conocido en la Tierra, en la última encarnación, el que se ligó a mí por los imperativos de la Ley Kármica, como consecuencia de los descuidos en que incurrí en el pasado. Era la cobranza justa de la "última moneda" que le debía. Aunque yo había realizado los mayores esfuerzos para saldar mi deuda kármica con el planeta y reajustarme en la contabilidad divina y con casi todos mis acreedores de mayor importancia, Anastasio fue la criatura que continuó revoloteando a mi sombra, poniendo a prue­ba el máximo de tolerancia de mi espíritu. Y haciendo uso y abuso de ese último derecho que le confería la Ley Kármica, por la cobranza justa de mi deuda, actuaba de modo implacable, a pesar de todo el socorro y la protección que le había dispensado en la última encarnación.

Espíritu inmaduro e insatisfecho, demostró hostilidad ante los indiscutibles bienes que le proporcionaba en mi último peregri­naje físico, y como no pudo vengarse totalmente, lo hizo después de mi desencarnación., vibrando rencoroso contra mí e intentando manchar mi memoria en la Tierra, con el fin de desvalorizar los favores recibidos.

El hecho era natural y también propio de su estado evolutivo, pues mientras el espíritu elevado perdona las mayores ofensas recibidas, el poco evolucionado no pasa por alto ni siquiera un insignificante encontrón con su persona. Las almas pequeñitas e infelices vierten toneles de odio contra aquellos que les ofrecen algunas gotas de agua para saciar su sed.



Pregunta: Para que nosotros comprendamos mejor vuestra si­tuación espiritual después de la desencarnación, ¿podríais expli­carnos algo sobre vuestras relaciones en la Tierra con el hermano Anastasio?

Atanagildo: Anastasio era un hombre profundamente inadap­tado y ocioso en el medio humano; usaba toda la capciosidad posi­ble contra aquellos que lo socorrían, como sucedió conmigo. Es evidente que, bajo el imperativo kármico, se cruzó en mi camino en la juventud, y me indujo a que lo ayudara a intimar con cierta joven pobre, hija de un ferroviario, a quien él abandonó después de tres años de casados, dejándola con dos hijos y en completo desamparo. Compadecido de tal situación, fui en ayuda de los tres infelices y los asistí normalmente, valiéndome de las ganan­cias conseguidas a través de trabajos honestos. Luego la esposa de Anastasio se unió a otro hombre, laborioso pero pobre, en cuyo caso tampoco mi ayuda les faltó; pero Anastasio se irritó ante ese proceder y me culpó de su infelicidad, llegando al punto de emitir conceptos calumniosos hacia mi persona, tal como el de acusarme de falta de honestidad para con su ex esposa.

Felizmente, dado mi conocimiento espiritual, el que en gran parte me ayuda a entender el origen enfermizo de la mayoría de las perfidias humanas, desistí de formular justificaciones ante la opinión pública o de perturbarme en el ambiente del mundo transitorio. No sólo perdoné la calumnia de Anastasio, la que me causó serios sinsabores y perjuicios morales, sino que preferí hasta olvidarme de la ofensa recibida, tratándolo como antes, sin que notase siquiera cambio alguno en mí mirar.

Más adelante, el infeliz se trabó en conflicto con el nuevo compañero de su ex esposa, el cual, a pesar de ser delgado, era hombre curtido en trabajos pesados y hábil en la lucha, así que éste lo vapuleó a voluntad, al extremo que Anastasio tuvo que ser hospitalizado por largo tiempo, pues había sufrido serias fracturas en las costillas y en la frente. Traté de ayudarlo; lo saqué de ese hospital para indigentes y lo llevé a un excelente sanatorio, que contaba con todos los recursos médicos a su alcance. En fin, lo ayudé durante más de cuatro meses cual un abnegado hermano.

Cuando Anastasio fue dado de alta, tuvo el coraje de andar di­ciendo que mi ayuda y dedicación provenían de la necesidad que yo tenía de superar mi propio remordimiento por haberlo sepa­rado de su esposa. Subestimaba todo esfuerzo hecho a su favor y confundía mi humildad con servilismo. Movido por su espíritu malvado, pasó a explotarme de todas maneras, en el más flagrante acto de chantajismo.

En la seguridad de que yo quedaría afectado por su calumnia, al propalar que lo socorría tan solícito sólo para evitar el escán­dalo, procuró encontrarme nuevamente. Como yo me encontraba decidido a superar todas mis pasiones y limpiar de mi alma las malezas del pasado, decidí servirme de la venganza de Anastasio como un ejercicio cotidiano de renuncia, resignación e iniciación espiritual, en forma de una intensa práctica superior.

Es verdad que yo presentía mi desencarnación más o menos próxima, pues estaba dotado de una gran sensibilidad psíquica, que se afirmaba cada vez más por la cuidadosa alimentación vegetariana y por la higiene psíquica y mental. Además, vivía en acentuada relación interior con el mundo invisible y sostenía verdaderos diálogos mentales con mis mentores y demás amigos desencarnados.



Pregunta: De acuerdo con la Ley Kármica, ¿tuvisteis que pa­gar los males que le habíais ocasionado a Anastasio en otras encar­naciones o fuisteis víctima de sufrimientos injustos por parte de él?

Atanagildo: La Ley del Karma no es la ley del "ojo por ojo y diente por diente", como generalmente entendéis, por la cual un hecho delictuoso tendría que generar otro hecho idéntico en pago del ocasionado. Aparentemente, parece que hubo exageración por parte de Anastasio, en contraposición con mi tolerancia, por tratarse de un alma demasiado malévola y vengativa. La solución del problema moral de cada alma es para consigo mismo y no con la Ley, pues ésta no crea acontecimientos iguales a los anteriores, para que a través de ellos se cumpla la punición. No sería justo que el delito de un hombre, en cierta existencia, obligase a la Ley a crear acontecimientos criminales en lo futuro, para que el cul­pable se ajuste por medio de un hecho similar, en la próxima en­carnación.

El Cristo debe ser el barómetro, a fin de saber con más exac­titud cuál es la "presión" de nuestro espíritu a través de todos nuestros actos, a semejanza de la aguja de la brújula, que nos guíe al norte de la bienaventuranza eterna. Existe sólo un camino para la liberación de las cadenas kármicas en los mundos físicos: la renuncia y el sacrificio absoluto para nuestros verdugos y detrac­tores. Y si "tu adversario te obligase a caminar una milla, anda una más con él, y si te quitara la capa, dale también la túnica", es el concepto que mejor nos indica la solución de esos problemas adversos del pasado.

En la abundante siembra de perfidias e ingratitudes recibidas de Anastasio, yo recogía los frutos de la simiente plantada ante­riormente, en momentos de imprudencia espiritual. No había exi­gencia absoluta por parte de la Ley, para que pagase a Anastasio moneda por moneda; pero tenía que soportarlo junto a mí en la última encarnación y sufrir las reacciones naturales de su espíritu perverso, porque en el pasado lo atraje hacia mi órbita de destino espiritual. Cuando mi alma aún se aferraba brutalmente a las ilusiones de la vida material, yo me servía de él para usarlo como fiel segundo, que sabía cumplir a la perfección todas mis órdenes imprudentes y que materializaba fielmente toda mi voluntad ego­céntrica. Las malezas y equivocaciones de Anastasio fueron en el pasado excelentes recursos de los cuales me servía para usos y fines deshonestos que perjudicaban al prójimo. En lugar de orien­tar a Anastasio para que adquiriese mejores estímulos hacia el Bien, no sólo le exalté los propios defectos, sino que aun alimenté la naturaleza insidiosa de su espíritu vengativo, sacando de él todo el provecho posible con el fin de solucionar mis problemas de riqueza, fama y poderío. Entonces se volvió mi servidor incon­dicional y colocó todo su bagaje inferior a mi disposición, así como el enfermo muestra al médico las llagas de su cuerpo. Es obvio que un médico no se aprovecha de las llagas del doliente para aumentar su renta. En tanto, yo procedí al contrario; mi inteli­gencia supo aliar a mis maquinaciones, muy hábilmente, las llagas morales de Anastasio, en vez de curarlo, como me ordenaba el más simple de los deberes fraternos.

En consecuencia, la Ley Kármica me ligó a él a través de los siglos, pues si se mantenía falso, capcioso e ingrato para dar solu­ciones a mis planes maquiavélicos, era muy justo que yo tuviera que sufrir las consecuencias de mi propia imprudencia, cuando la técnica sideral resolvió conducirlo hacia mí, refirmándose entonces el viejo concepto evangélico: "lo que el hombre siembre, cosecha­rá". Si yo hubiera sublimado a esa alma aún informe, es lógico que lo hubiera tenido en esta última encarnación como un excelente compañero, afinado a mis ideales y también influido por mis nue­vos sentimientos. En existencias anteriores fue mi muñeco fiel, que reproducía en el ambiente del mundo material el contenido equivocado que yo sustentaba y quería; últimamente, a pesar de mi mejoría espiritual y de haberme alejado grandemente de su campo vibratorio interior, se apostó junto a mí como un terrible barómetro que yo mismo confeccionara para medir la temperatura emotiva de mi corazón.

A causa de la gran disparidad espiritual que se suscitó entre Anastasio y yo —pues realmente efectué hercúleos esfuerzos para elevarme por encima de mis propias miserias morales del pasado—, sólo podía liberarme de su presencia en la forma de absoluta renuncia, debiendo entregarme atado de pies y manos a su villa­nía e increíbles ingratitudes. Para eso tenía que sujetarme a las más acerbas humillaciones e infamias, sufriendo en mí mismo lo que por mis propios medios provoqué a otros seres, en vidas pasa­das. Y de conformidad con la ley tradicional de que "el que con hierro hiere, con hierro será herido", Anastasio significaba el ins­trumento rectificador de mis viejos errores, sometiéndome a terri­bles "tests" de tolerancia, paciencia, perdón y humillación. La Ley no se sirvió de él para castigarme, lo que sería incompatible con la bondad de Dios; pero lo transformó en el recurso terapéu­tico para mi alma, efectuándose la cura a través del proceso "similia similibus curantur".

He ahí por qué siempre se me presentó como un individuo exi­gente que desoía mis ruegos y subestimaba mis auxilios. Se me presentaba en forma provocativa, como alguien a quien yo explo­tara, diferenciándose ostensiblemente del que pide por necesidad; exigía con arrogancia, dándome a entender que no pedía favores, que sólo quería devolución. Era incapaz de reaccionar delante de las criaturas de su propio nivel moral, pero a mí se me transfor­maba en un verdadero inquisidor, cuya fuerza debería prevenirle de la terrible acusación subjetiva que su espíritu me formulaba, como si fuera un reproche por el progreso que yo había alcanzado y por haberlo abandonado en medio de la delincuencia del mundo, después de su adhesión incondicional hacia mí, en el pasado.

Felizmente, presentí la fuerza y la justicia de la Ley, que me obligaba al debido reajuste: reconocí en Anastasio al alma crea­dora de ese pasado y me volví entonces más dócil, tolerante y hasta jubiloso delante de sus ingratitudes, en la convicción de que con esa "autopunición" cancelaba en público el saldo que adeudaba por las equivocaciones espirituales cometidas en el pasado.

Pregunta: Pero, según las leyes divinas, ¿el sufrimiento y la humillación que sufristeis no eran suficientes para evitarse los impactos de las vibraciones perjudiciales provenientes de Anas­tasio, después de vuestra desencarnación? ¿Por ventura no habíais expiado en la Tierra la deuda que teníais con él? Creemos que en tal disposición, vuestro sufrimiento moral debería haber cesado exactamente en la hora de vuestra desencarnación; ¿no es así?

Atanagildo: Os repito una vez más: la ecuanimidad de la Ley Kármica es la que marca el pago de la "última moneda", de la que tanto habló Jesús. Esa última moneda, en mi caso, aún figu­raba como débito en las últimas vibraciones antagónicas y opresivas que sufrí al desencarnar. Sólo así la Ley se dio por satisfecha con el reajuste, porque esa Ley y yo mismo la había invocado en contra de mí. Mi pasivo, con respecto a las relaciones con Anastasio, su­maba la determinada cantidad de humillaciones o perfidias y tam­bién cierto tiempo de vulnerabilidad magnética receptiva a sus pensamientos y actos contra mi espíritu. Cuando yo desencarné, recibí, debido al servicio fraterno y humilde prestado a él y a otros, cierta ayuda que me auxilió en la condición de desencarnado; pero aún existía un pequeño saldo a favor de Anastasio, que de esa manera me colocaba bajo su dependencia, en materia de ven­ganza. Y como ya manifesté, su reacción fue contundente, pero no sufrí mayores consecuencias por su vibración tóxica, porque en el fondo de su alma empezaba a sentir remordimientos por su actitud tan insana para conmigo. Así, os será más fácil comprender que nosotros mismos aumentamos o disminuimos nuestras desdi­chas, porque si yo hubiese rechazado a Anastasio bajo reacciones antifraternas, aun en este momento en que os dicto esta comuni­cación estaría sufriendo las consecuencias de su rencor hacia mí. Por eso, días después cesó su obstinación, y más adelante llegué a recibir sus pensamientos de arrepentimiento y deseos de perdón.

La Ley Kármica exige que paguéis "moneda por moneda" el total de todas las perturbaciones que ocasionéis a los otros Con vuestra naturaleza animal inferior; pero la Bondad Divina permite que disminuyamos la cantidad o la intensidad del mal practicado, desde el momento que trabajéis en favor de los miserables o que os sacrifiquéis heroicamente para la mejoría del mismo mundo a cuya perturbación habéis contribuido. Tenéis la oportunidad de pagar continuamente la deuda kármica y también poseéis un her­moso crédito que puede provenir de los servicios espontáneos por el amor y la abnegación desinteresada. Hay miles de recursos ofre­cidos por la vida humana que permiten al alma laboriosa y decidida reparar sus delitos cometidos en el pasado.



Pregunta: Entonces, ¿os podéis considerar exceptuado de las deudas con el hermano Anastasio, pudiendo de ahora en adelante proseguir por otros caminos distantes de su evolución?

Atanagildo: Realmente, ésa es la concepción exacta delante de la Ley de Causa y Efecto, a la que me sometí para liquidar mi débi­to con Anastasio. Se cumplió aquello que nos manifestara Jesús, cuando nos previno: "lo que desligáreis en la Tierra también será desligado en el cielo". Ahora me encuentro desligado kármica-mente del espíritu del que yo me sirviera en el pasado, de modo tan irregular, pues él mismo se cobró en parte su crédito, hacién­dome soportar la inversión de los actos cometidos en el pasado. Por lo tanto, la Ley permite que yo continúe mi camino evolutivo sin que Anastasio me perturbe.

Pregunta: No comprendimos bien vuestra explicación. ¿Por qué motivo decís que Anastasio se cobró "en parte" su crédito y nos afirmáis, al mismo tiempo, que él ya se encuentra compensado por la Ley?

Atanagildo: Explico: en virtud de mi incesante actividad benefactora, por la cual socorrí a muchos necesitados, aun en perjuicio de mi propio presupuesto económico y también de mi salud, el total de mi deuda obligatoria con Anastasio se redujo en gran parte por haber sido un servicio espontáneo que presté al prójimo y que la Ley Sideral registró como crédito de mi compensación kármica. La cantidad de abusos que cometí en el pasado, por intermedio de la precaria moral de Anastasio, quedó bastante reducida en mi última existencia gracias a la cooperación prestada a otros espíritus que se encontraban sometidos a pruebas dolorosas en el mundo material. De ahí se deduce que la Ley es rigurosa, pero también es justa; el Padre es fundamental Amor y no simplemente Justicia. Comprenderéis ahora por qué motivo Anastasio se cobró "en parte" su crédito, pues lo que yo le debía no fue pagando integralmente; una parte fue llevada a cuenta de los auxilios que presté a los necesitados que a mí se acercaban, quedando de ese modo totalmente cancelada mi deuda.

Pregunta: ¿El espíritu de Anastasio aún se encuentra reencarnando en la Tierra?

Atanagildo: Hace más de tres años que regresó al Más Allá, pies debido a su karma delictuoso, terminó su vida material bajo e puñal de un asesino, porque, debido a sus homicidios del pasado, Ley Kármica lo colocó en la situación y posibilidad de morir violentamente. Es obvio que si se hubiese dedicado a recuperarse pira su renovación interior, ejerciendo un amoroso servicio al prójimo o renunciando a sus deseos de venganza, esa misma Ley sivera no sólo lo hubiera apartado hacia zonas de mayor protección en el mundo físico, sino que también lo hubiera favorecido con una vida más duradera. La Tierra, como divina escuela de educación espiritual, no se vuelve contra el alumno que intenta recuperar el curso perdido, aunque para eso tenga que repetir las materias que no pudo aprobar.

Es lógico que Anastasio no se reencarnó para morir ex profeso en manos del implacable asesino, porque eso nos haría suponer, sin lugar a dudas, que alguien tendría que transformarse fatalmente en homicida para que se cumpliese su trágico destino. En verdad, la Ley Kármica lo situó en un medio en donde había más probabilidades de ser víctima de violencias, ya por encontrarse entre mayor número de homicidas en potencia o por estar ligado a dos adversarios vengativos, que habían sido víctimas suyas en e pasado.

No nos enfrentamos con un destino irreparable que prepara homicidas para que se vuelvan instrumentos kármicos punitivos por las infracciones del pasado; la Ley solamente aproxima a los adversarios que se atraen por sus propias afinidades y tendencias espirituales, por cuyo motivo terminan castigándose entre sí, bajo la ley de "los semejantes curan a los semejantes".

Pregunta: Después de la desencarnación de Anastasio, ¿lo habéis encontrado en el Más Allá?

Atanagildo: Ya os dije que la Ley Kármica me desligó de la contingencia de encontrarme en los futuros ciclos reencarnatorios de Anastasio, porque pagué el total de mi deuda con él. Pero eso no me priva de proseguir espiritualmente en su auxilio, pues mi actual conocimiento espiritual lo identifica como un hermano igno­rante que necesita urgente socorro.

Anastasio no es más un adversario que me exige confrontación de derechos; pero de ahora en adelante será mi pupilo, el alma a la que debo proteger con sincera dedicación, ya sea en el Espacio o en las reencarnaciones futuras. El grado de entendimiento o el júbilo indestructible que la bondad del Creador concedió a mi espíritu me inspira para que esa ventura mía la emplee en aliviar las angustias de otros necesitados, principalmente al hermano Anastasio es un objetivo de importancia al que me consagraré por largo tiempo, en la senda de mi propia evolución, hasta conseguir que se transforme en un amigo leal, afectuoso y bueno.

En verdad, esta norma de acción es un proceso común y exten­sivo a todos los espíritus bien intencionados, pues aquellos que progresan a través de nuevos ideales y propósitos superiores reco­nocen que su libertad definitiva de la cárcel de la carne ha de ser más breve si también se dedican a proteger a sus verdugos del pasado. No se trata de sentimentalismos de almas privilegiadas entre la humanidad sideral; son apenas condiciones naturales y comprobadas por aquellos que ya os antecedieron en el viaje hacia aquí. ¡Cuántas víctimas de nuestra incuria del pasado se fatigan afanosamente, aun en estos momentos, con la finalidad de hacernos ingresar en los ambientes felices de Paz y Amor! En verdad, cambia el diapasón de nuestra ventura cuando nos vol­vemos creadores de venturas ajenas. Esta es la exacta compro­bación de las enseñanzas del divino Jesús, cuando aconsejaba que "se caminara una milla más a favor del adversario" o que después de "exigido el manto, se le diera también la túnica".

Cuando eso ocurre con divina espontaneidad, sin manchas de vanidad o de intereses espiritual, es porque Dios fluye por nuestro intermedio, ya que reflejamos parte de su Amor Incondicional.



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