Los niños y la muerte



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Los funerales


Se ha escrito mucho sobre funerales, y en un libro publicado anteriormente, Death, the Final Stage of Growth, dedicamos un capítulo a este tema, por lo que ahora me referiré solamente a algunos aspectos concretos.

Los funerales son para la familia, y esto hay que comprenderlo bien. Aunque se trate de respetar los deseos y esperanzas de los fallecidos, hay que hacer lo más conveniente para los que se quedan. Se deben respetar las costumbres culturales, religiosas y locales aunque puedan resultar extrañas a los que colaboren en la preparación o la realización del ritual.

En otros tiempos se enterraba a los muertos bajo un montón de escombros y piedras. Se decía que cuanto más profundamente estuviese enterrada una persona más se la respetaba y temía, porque se creía el muerto podía regresar para vengarse. Una tumba muy profunda daba más seguridad cuando el muerto dejaba cosas pendientes. En los cementerio judíos se refleja esa vieja costumbre cuando los visitantes ponen un guijarro en la lápida «para que pese un poco más», como dijo una anciana sarcástica.

Tanto si echamos las cenizas del difunto en el sagrado Ganges, como si las esparcimos desde un avión sobre las Montañas Rocosas; tanto si envolvemos su cuerpo en una bandera y lo tiramos al mar, como si lo sellamos en un mausoleo, o simplemente lo enterramos en una sepultura y cubrimos el ataúd con tierra, sólo se trata de la concha, el capullo, el cuerpo físico de la persona que nos ha dejado. Es un ritual, una despedida ceremoniosa, una posibilidad para los seres queridos de estar juntos, en un adiós común.

Es una oportunidad para los que no pudieron participar en una enfermedad terminal y quieren unirse a los que tuvieron ese privilegio. También significa la llegada de amigos y parientes, que no se ven desde hace tiempo, para recordar cosas, saber que no se está solo con el dolor y la pérdida, y reunirse con los miembros dispersos de la familia, así como compartir públicamente el significado de la vida de la persona que se ha ido, el sentido que dio a nuestras vidas. Es un agradecimiento, un tributo en el que se comparte públicamente la aflicción y la pena, el consuelo y la esperanza.

El funeral es especialmente emotivo si la persona que se fue lo dispuso con antelación, como mi vieja amiga esquimal, quien sabiendo que se acercaba su fin, preparó sus platos favoritos, llamó a todas sus amistades, y dejó su cuerpo, no sin antes ponerse su vestido favorito y hacer regalos a todos ellos. En esos casos el funeral se puede convertir en una verdadera celebración de la vida, porque todos los asistentes saben que el amigo estaba preparado para su último viaje y que pensó en el festejo con antelación.

Últimamente es cada vez más frecuente que los niños expresen sus deseos de preparar su propio funeral. Sobre todo los adolescentes, quieren saber antes qué ropa llevarán puesta, qué música se tocará, quién hablará y a quién invitar especialmente. Ni que decir tiene que esas preparaciones requieren una familia o unos buenos amigos bien preparados, que acepten la muerte inminente y se comuniquen abiertamente, cosa cada vez más habitual.

Hemos conocido innumerables casos de niños que tuvieron una muerte súbita, inesperada, muchas veces violenta, y que habían hablado de esos temas antes de morir, lo cual implica que inconscientemente conocían la probabilidad de morir pronto. Es posible que esto haya sido siempre así, pero sólo en los últimos años los adultos se han fijado en ello, en vez de seguir haciendo caso omiso por incomodidad o superstición.

Como dijimos antes, en los casos en que hay que enfrentarse a la muerte súbita de un ser querido es primordial ver el cuerpo. Se pueden cubrir fácilmente las partes mutiladas, y al pariente debe acompañarlo un buen amigo compasivo que no sienta temor. Se debe posibilitar la expresión de las emociones y eliminar los calmantes, pues sólo encubren el dolor y aplazan innecesariamente las reacciones y el proceso del duelo.

Aunque en muchos sitios de nuestro llamad mundo civilizado no se puede tener al difunto en ca hasta el momento del funeral, se ha demostrado qu es una forma terapéutica de tratar la muerte de un ser querido. No sucede así al trasladar de inmediato el cuerpo al depósito de cadáveres y la consiguiente y muchas veces extremadamente dolorosa vista o identificación del niño muerto, que se saca de una cámara frigorífica en un lugar frío e impersonal, poco propicio para el alivio o la compasión.

Los parientes más cercanos por lo menos deben tener la posibilidad de lavar, vestir y peinar al niño; mecer al bebé o coger al mortinato hasta que se está preparado para dejarlo; llevar al niño muerto hasta el coche, o conducirlo hasta el velatorio o el lugar indicado, si no se puede tener en casa. Los padres, abuelos y hermanos deben disponer de su propio tiempo para darle su último adiós al amparo de la curiosidad de los presentes y de los bienintencionados vecinos y amigos. Los hermanos deben disponer de un tiempo para ellos solos, acompañados preferentemente de una persona que ellos elijan, con la que se sientan cómodos y a la que puedan hacerle preguntas sin avergonzarse. Algunos directores de funerales colaboran en gran manera, mientras que a otros no les gusta en absoluto que los niños toquen a su hermano o hermana muertos, ni sus preguntas sobre el maquillaje o sus comentarios sobre la necesidad de calzar al finado. Conviene abordar estos aspectos lo antes posible, dando a conocer las necesidades y deseos de los familiares antes de que se produzcan escenas desagradables fáciles de evitar.

Muchas parejas jóvenes y sobre todo chicas solteras y sin recursos que tienen un mortinato nos preguntan con gran dolor, vergüenza y desconcierto el coste del funeral por su hijo. Quieren que su bebé tenga un «funeral decente» pero apenas tienen suficiente dinero para sobrevivir. Siempre les aconsejamos que hablen con el asistente social o capellán del hospital y, si la institución donde tuvieron al niño no los ayuda, la funeraria local, los amigos o los vecinos han demostrado ser notablemente solidarios y sensibles. Si se les recuerda que no entierran al «bebé», sino su «capullo», muchos dejan de sentirse culpables por no haber podido pagar un verdadero funeral.

Los padres divorciados y separados cuyo hijo muere, tienen otros problemas y, dado que su número crece día a día, vale la pena considerar algunos aspectos sobre estos casos concretos. Los niños de padres divorciados que vivieron alternativamente con el padre y la madre —y con padrastros o madrastras— suelen ser enterrados en el lugar en que se sentían más en casa y tenían más amigos, donde iban al colegio y contaban con lo que un padre denominó su «cuartel general».

El padre o la madre divorciado en cuya custodia ocurre el óbito, tiene la ventaja de estar ahí, de poder ver el cuerpo y de contar con un apoyo por parte del sacerdote o del rabino, de los maestros y el director del colegio del niño, de sus compañeros de clase y de juegos y, más de una vez, de una enfermera, un conductor de ambulancia, un médico de urgencias, o un policía local que comparten, aunque sea verbalmente, su pérdida. También están los que fueron testigos de los últimos incidentes o palabras del finado, y se con vierten en un puente entre el niño vivo y muerto

El padre o la madre divorciado que vive fuera d la ciudad carece de todos esos vínculos. Sus sentimientos de culpabilidad, pena y conmoción suelen ser más intensos, puesto que ni siquiera le pudo dedicar una última mirada. Alguien de la familia debe prestar especial atención a ese padre o esa madre apoyarlo y procurar que pueda ver el cuerpo por última vez antes de que lo incineren, lo donen a una facultad de medicina o lo entierren en un ataúd. El no poder participar en la realidad del entierro, puede causarle una tristeza patológica, como la que muchas veces sobreviene tras una muerte súbita en la que no se recupera el cuerpo o éste no se puede ver, como en un accidente de avión o una muerte por ahogo (véase el capítulo 3).

En Death, the Final Stage of Growth, pedimos al director de ceremonias funerarias que compartiese con nosotros la nueva forma en que se había sacado el cuerpo de un niño de una casa y el hecho de permitir que los padres ayudasen a preparar el cuerpo del niño. Aunque ese nuevo modo de ayudar a los padres en una muerte repentina aún no es muy usual, es de esperar que cada vez haya más organizadores de funerales que sigan esa tendencia y se conviertan en lo que deberían ser: una persona más de la profesión de ayudante.

Como si se tratase de un regreso a tiempos pasados, y más sencillos, se insta a los padres a lavar y vestir el cuerpo del niño. Se permite que el padre o la madre —generalmente lo hace el padre— lleve el cuerpo del niño hasta el coche y lo conduzca hasta el depósito de cadáveres, la capilla ardiente y el lugar ¿el velatorio. No es lo mismo que si un extraño lleva el cuerpo en una bolsa y lo mete de forma impersonal en la parte trasera de ese peculiar coche negro.

Los padres pueden peinar por última vez el cabello de su hija, cantar una nana a su bebé, coger y mecerlo por última vez hasta que puedan dejarlo ir. Se trata de su ritual privado de cogerlo, abrazarlo, llorar, cantar y finalmente dejar sus restos terrenales a quien se haga cargo de ello para el funeral.

Cuando esto se hace así, a los padres les resulta más llevadero el emotivo encuentro con sus parientes y el guiarlos hasta el féretro. Muchos compañeros escolares y de juego también contribuyen significativamente al último ritual al acudir al velatorio o al funeral con dibujos hechos por ellos u otros niños, entonando juntos una canción, o visitando más tarde a los padres, como hacían antes, cuando pasaban a recoger a su amigo.

Un joven al que conocí poco antes de su muerte, luchó valientemente contra su cáncer. Él mismo redactó la invitación para su funeral, en consonancia con el espíritu independiente del que hizo gala en vida. En el dorso de su fotografía se lee: «He partido para mi viaje más largo: ven a despedirte». A continuación el joven indicaba la fecha y el lugar del funeral.

Otros expresan sus deseos de que no hagan un funeral sino una reunión de amigos, donde éstos canten sus canciones favoritas y celebren el corto tiempo que pasaron juntos.

Muchos padres, sobre todo en las zonas rurales donde afortunadamente aún se conservan viejas costumbres, han sentido una grata emoción cuando sus amigos, padres o vecinos se ponían de acuerdo para hacer el ataúd. Para los amigos es una oportunidad de participar activamente y aliviar así el dolor, el propio y el de la desolada familia. Un abuelo octogenario lo expresaba con estas hermosas palabras:

«Hace tiempo que no hago nada de carpintería y las manos se me han atrofiado bastante. Pero, cuando nos arrebataron a mi nieto de manera tan inesperada y cruel, lo único que podía hacer por él y por mí era construirle su pequeño ataúd. El cortar la madera me ayudó a dar rienda suelta a mi rabia y, cuando di los últimos toques a su cajita..., sentía amor por él... y por el mundo. Por lo menos tuve un nieto durante una década. Otros no tienen ni eso.»

Los hermanos tienen una forma maravillosa de hacerle un regalo de despedida poniendo, muchas veces en secreto, un juguetito o una nota de cariño debajo de la almohada del ataúd. Los hemos animado a elegir esos regalitos y las elecciones son sorprendentes y emotivas. La pequeña Sue escogió un rompecabezas que su hermano había comprado poco antes de perder la vista por un tumor cerebral. Rich estaba molesto porque nunca podía completar su «obra de arte», como lo llamaba. Sue me dijo sin dudarlo que ahora Rich podía ver otra vez y que probablemente estaría contento de poder terminarlo «al llegar al Cielo»— A pesar de que Sue sólo contaba siete años de edad, había ayudado a cuidar a su hermano las últimas semanas de su vida en casa y estaba bien preparada para su muerte. Había pasado horas en la cabecera de su cama, contándole lo que ocurría en la escuela y en la televisión, y explicándole incluso detalles como la llegada de las primeras nieves, que su hermano no podía ver.

A ella y a su hermana mayor les habían pedido que organizaran la participación de los compañeros de clase de Rich en el funeral. Con los profesores y un comprensivo director de ceremonias funerarias (que hacía unos años había perdido un hijo de corta edad) dispusieron el funeral de Rich, para alivio de su madre, quien, al no contar con el padre del niño, estaba agotada, por lo que se alegró de que le ofreciesen esa ayuda.

Los funerales son muchas veces un momento en que la familia comparte los poemas escritos por sus hijos y expresa una filosofía de vida que han aprendido de su hijo moribundo, y se produce una apertura en la conciencia de los que participan en ello: el incipiente amanecer de la conciencia se produce a veces al comprender que: «Un barco que se pierde en el horizonte, no desaparece, sino que sólo está temporalmente fuera de nuestra vista».

Puesto que la gente de este planeta es cada vez más consciente de ello, en un par de decenios las personas de todos los credos, culturas y países sabrán que su vida en la Tierra es sólo una parte pequeña,

aunque la más difícil, del largo viaje que comienza en el origen que llamamos Dios, y nos conduce de regreso hacia la morada final de paz, hacia Dios.

Un amigo suizo compartió conmigo su comprensión de la muerte en la vida. Se corresponde tanto con mi propia comprensión de la vida y la muerte que le pedí que me permitiese incluirlo completo en este libro. Ojalá ayude a muchas personas a aceptar y conocer el breve espacio de tiempo que tenemos juntos para compartir, disfrutar, aprender, crecer y, lo más importante, amarnos los unos a los otros incondicionalmente.


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