Los niños y la muerte



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Si tan sólo...

Desconcertada abrí los ojos y aspiré la brisa cálida el aire limpio y fresco. Nunca había visto el cielo tan azul y brillante, ni el canto de los pájaros había sido nunca tan hermoso.

Me hallaba tendida en una pradera cubierta de suave hierba y de flores, cerca de un bosque poblado de graciosos pinos.

Me senté y vi a unos niños que reían y jugaban con un cervatillo a la luz del sol. Parejas y grupos de todas las edades caminaban o estaban sentados hablando, y nunca había visto gente con una felicidad y una paz tan intensas.

Había algo raro. Nadie parecía vigilar a los niños. No había coches ni carreteras, edificios ni tendidos eléctricos. Y todo el mundo llevaba ropas largas y holgadas. Era demasiado bonito para ser verdad.

Un joven se acercó a mí sonriendo.

—¿Qué ocurre? ¿Dónde estoy? —pregunté.

—Ven conmigo —dijo con suavidad—. Te enseñaré adónde ir.

Yo lo seguí desconcertada. Entramos en el fresco bosque y llegamos a una pequeña cascada que daba a un lago, frío y sombrío.

Sentado en la orilla, había un hombre con barba y el cabello castaño y largo, que vestía túnica y sandalias. Me recordó mucho a alguien que conocía.

Por extraño que parezca, no sentí miedo, sino alegría. El hombre tenía la vista fija en el oscuro lago, pero cuando nos acercamos se volvió y me miró con unos tristes y hermosos ojos castaños. Sonrió y su rostro, desprovisto de atractivo, se tornó hermoso y brillante.

—Has venido. Siéntate a mi lado.

Un sentimiento de admiración se apoderó de mí, y en silencio me arrodillé a sus pies.

—Hija mía, todavía no ha llegado tu hora.

Miré el pequeño lago. De pronto lo comprendí y sentí una pesada carga, pero también alegría y paz.

Estaba en el Cielo.

—¿Regresar? ¿Por qué? Por favor, permíteme quedarme.

—No —respondió con dulzura—. Todavía debes pasar más tiempo en la Tierra: doce meses.

—Por favor —dije, presa de una fuerte emoción que no podía identificar—. Déjame verlo aunque sólo sea una vez.

—Viniste por error y debes regresar.

—Por favor, déjame verlo antes de irme... —insistí.

El órgano de la iglesia sonó en mis oídos y en mi mundo de ilusiones. El reverendo comenzó:

—Hemos venido a presentar nuestros últimos respetos...

Mi hijo...

El siguiente texto lo escribió una desolada madre, tras volver a ver a su hija en un sueño:


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