Los niños y la muerte



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A John, con amor

Por un tiempo, os prestaré

un hijo Mío, dijo Dios, para que lo améis mientras viva

y lo lloréis cuando muera.

Serán seis o siete semanas,

o treinta años, o quizá tres. ¿Queréis cuidarlo por Mí

hasta que lo llame de nuevo?

Os alegrará con su encanto

y aun si su estancia es breve, tendréis queridos recuerdos de él

que os aliviarán vuestra pena.

No puedo deciros si se quedará,

puesto que todo lo de la Tierra es pasajero, pero ahí abajo, se enseñan lecciones

que quiero que ése, mi niño, aprenda.

Y ahí, con vosotros en la Tierra,

ese hijo os presto, que es mío para que alcance a muchas almas,

con las lecciones que yo envío.

Miré por todo el mundo

buscando personas honradas, y, entre la multitud que camina por la vida,

os elegí a vosotros.

Dadle todo vuestro amor.

No creáis que es labor vana,

ni me odiéis cuando lo llame de regreso para llevármelo otra vez.

Me gustaría que dijerais:

«¡Señor Dios, hágase Tu voluntad! Por la alegría que ese niño ha traído,

corremos todos los riesgos.

Lo acogimos con ternura,

lo queremos todo lo que podemos, y, por la felicidad que hemos conocido,

estaremos siempre agradecidos.

Pero Tú, viniste a buscarlo

antes de lo que pensábamos.

Bendito Dios, perdona nuestra aflicción, Y ayúdanos a comprender».
* * *

Mike, un adolescente con una enfermedad terminal, dejó la siguiente nota en la mesita de noche el día en que murió. Su madre estaba tan agradecida por este mensaje, que lo comparte con nosotros; ratifica, una vez más, que los niños se sienten mejor si se comunican abierta y francamente con sus padres, como fue la suerte de este chico.

Ha llegado el momento,

mi trabajo ha terminado.

Ahora es la hora de otro trabajo.

Las puertas se abrirán, se abrirán pronto,

Ahora me iré.

Nos veremos pronto.

El tiempo, el tiempo nunca

se detiene, tiempo eterno,

el amor es eterno, para siempre amor, siempre os querré.

Su madre escribió:

«Observo apenada que hay padres que no hablan con franqueza con los hijos que padecen cáncer. No saben lo que se pierden. Mi hijo y yo hablábamos abiertamente sobre su muerte. Me podía decir: "Tengo miedo", y yo podía tranquilizarlo: "Lo sé, hijo, pero ya verás cómo luego no lo tendrás". Mi hijo grabó mensajes para las personas que quería, familia y amigos. Dio algunas indicaciones para su funeral. Repartió en vida algunas cosas entre sus amigos. Nos dejó un gran legado, y nos sentimos afortunados. Espero poder ayudar a otros padres para que miren a sus hijos, los escuchen y aprendan de ellos.»

Otra madre comparte la experiencia de llevarse a su hija a morir a casa:

«Cuando hace un año los médicos me dieron el diagnóstico de mi hija de once años, el mundo se me vino abajo, mientras me preguntaba por qué tenía cáncer. Tenía que tratar de modificar la expectativa de seis meses. Creí que la esperanza estaba en manos de un médico de Nueva York. Carecía de experiencia con el cáncer, por lo que hice rápidamente la maleta y me fui con mi hija a Nueva York, donde la trataron con quimioterapia.

»Me quedé horrorizada la primera vez que vi la planta de pediatría para pacientes no hospitalizados; ante mis ojos apareció un mundo de niños gravemente enfermos. La impresión fue aún mayor cuando mi hija Djenab comenzó a tomar medicinas que la enfermaron. En cuestión de una semana tuve claro que la quimioterapia no era la respuesta. Empecé a informarme sobre la enfermedad y sobre otras terapias basadas en dietas, vitaminas, etc. Acepté el hecho de que la enfermedad de Djenab era incurable, si bien a algunas personas les remitía.

»Afortunadamente, pronto no pudimos pagar las 95.000 pesetas mensuales de alquiler del apartamento en que nos habíamos alojado, por lo que tuvimos que buscar otro alojamiento. Por "casualidad" fuimos a parar a la Casa Ronald McDonald, donde nuestras vidas dieron un giro positivo.

»Mi hija conoció a otros niños que estaban como ella, que también habían pasado por amputaciones (entonces Djenab había perdido una pierna) y vio que no estaba sola. A pesar de la presencia del cáncer, reíamos, íbamos a ver partidos de baloncesto, juegos, espectáculos y museos; compartíamos vivencias y nos apoyábamos mutuamente, cosa que ambas necesitábamos muchísimo. Todo eso sucedió con naturalidad, sin asistentes sociales ni médicos que nos impusieran su "conocimiento", como ocurría en el hospital. Conocimos muchas familias con las que nos relacionamos a pesar de que algunas no hablaban inglés.

»Una tarde, el director de la Casa Ronald McDonald me dio el libro de la doctora Elisabeth Kübbler-Ross Vivir basta despedirnos. Me quedé despierta hasta las tres de la mañana, leyéndolo y releyendo muchos pasajes que tenían un significado especial. Esa noche decidí que mi hija debía morir en casa, conmigo y con su hermana Kesso, de nueve años. Al día siguiente, animada con la decisión, me encontré con que el director era la única persona que compartía mi entusiasmo, mientras que la familia, los amigos y los médicos se oponían.

»Nunca he sido una persona fácil de disuadir; así pues, "me mantuve en mis trece" con la idea de llevármela a casa. Descubrí que la "Carta a una niña con cáncer", de Hellen Baldwin, respondía a muchas preguntas que las niñas se hacían sobre la muerte, y además me ayudó a mí misma a aceptar la inevitable muerte de Djenab.

»Djenab y yo hablamos largo y tendido sobre su muerte inminente; ella sabía que mis padres, que habían muerto hacía diez años, se encontrarían allí también y que estaría en manos de Dios. Hablamos sobre sus ángeles guardianes, que estarían con ella. Su única duda era sobre el bienestar de su hermana; Kesso le había rogado que no se muriese, diciéndole que no podría vivir sin ella. Con cariño, le dije a Djenab que Kesso y yo la echaríamos de menos, pero que saldríamos adelante. También le aseguré que nos reuniríamos con ella cuando nos llegase el momento.

»A1 día siguiente dispuso varias cosas para regalar a amigos y miembros de la familia, encomendó a su vecina de diez años que protegiese a su hermana y me comentó que algunas decisiones familiares no le gustaban demasiado, pero que no quería "enfriar" mi entusiasmo. Por ejemplo, el viaje que planeábamos hacer a las Bermudas, que los médicos no habían desaconsejado; Djenab me confesó que ya desde un principio no tenía ganas de ir, pues prefería estar en su habitación recién decorada. Nos reímos mientras explicaba esas cosas; me maravillaban la sensibilidad, la madurez y la fuerza de mi frágil y pequeña hija de once años.

»Aunque había hablado con Djenab sobre su muerte inminente, no había hablado con Kesso; lo hice después de la conversación que tuve con usted en la que me resolvió aquellas cuestiones. Luego las tres empezamos a expresar nuestros sentimientos sobre la muerte. Fuimos abiertas, francas y emotivas, lloramos un poco y también reímos, pero nos íbamos preparando para la transición de Djenab.

»La última noche antes de morir la tuve casi todo el tiempo en mis brazos, acariciándola; tenía diarrea y la estuve llevando continuamente al baño. A las ocho y media de la mañana me dijo que "no acabaría el día". Le aseguré que estaría a su lado y que todo iría bien porque ella estaría en paz. Me pidió que dijese a dos amigos míos que vinieran. Llegaron a las once. Quiso que me sentase en la cama cerca de ella y me pidió que la ayudase a incorporarse un poco. De pronto gritó: "¡Mamá, mamá!", con una expresión de desconcierto.

»Le acaricié el brazo diciéndole: "Djenab, tranquilízate, todo irá bien". Con esa frase dio su último suspiro y murió, flanqueada por un amigo que le cogía la mano derecha, una amiga a los pies de la cama y yo, tendida a su lado izquierdo rodeándola con un brazo. ¡Oh, Elisabeth, qué momento más maravilloso! Lloré, porque sabía que añoraría su presencia física. Por todo el oro del mundo no hubiera querido faltar de su lado en ese momento de su muerte.»

Otra madre nos relata la prolongada enfermedad, el sufrimiento y la muerte de su bebé de once meses, y cómo se recuperó del trance:

«Hace dos años perdimos a nuestro hijo Derek, de once meses. Se pasó toda su vida en la unidad de cuidados intensivos de dos hospitales de Madison. Al parecer contrajo una estreptococia al nacer. Lo colocaron en un respirador y entonces desarrolló una enfermedad pulmonar. Seis meses más tarde tuvo un paro cardíaco, por el que tuvo más de 40° de fiebre, lo cual a su vez le produjo severas lesiones cerebrales. Siguió así hasta que finalmente murió, veinte días antes de cumplir el año. Fue una prueba tan dura que no se la desearía ni a mi peor enemigo.

»Lo que le pasó a Derek nos producía, a Dennis y a mí, inestabilidad emocional. Primero iba a salir al cabo de una semana, después por nuestro aniversario, luego el Día de Acción de Gracias, etc. Estábamos entusiasmadísimos y de repente nos volvían a echar un jarro de agua fría. Lloro sólo de pensarlo. De todas maneras, doctora Ross, no estamos amargados, porque aprendimos mucho de la experiencia. Derek nos enseñó lo fuerte que puede ser una persona; aun cuando dijeron que se moriría pronto, se recuperó notablemente. Era un niño encantador, que nos ayudó a fortalecernos en la religión y como pareja, a apreciar más la vida, y a desear ayudar a otras personas con niños moribundos. Esa meritoria tarea para un crío de once meses no está nada mal, ¿no cree? ¡Y qué mejor recompensa que el cielo!

»Derek murió un domingo por la tarde; estábamos con él cuando murió. Generalmente no íbamos a esa hora, sino por la mañana y por la noche. No estaba más enfermo de lo usual, por lo que no teníamos modo de saberlo. Pareció como si hubiese escogido el momento. Dennis, mi marido, lo sostenía, cuando entré en la habitación con Jeremy, nuestro hijo de dos años. Miré hacia los monitores y todos indicaban un estado normal. Pregunté a Dennis si Derek estaba bien.

»Dennis contestó: "Está muy bien, Dix, parece estar reaccionando". Justo en ese momento se inclinó la cabeza, de Derek. Había muerto en paz, donde y como quería. Los médicos sacaron a Derek de los brazos de Dennis y empezaron a sacudirlo y a tratar de reanimarlo (aunque les habíamos pedido que no lo hicieran). Incluso le efectuaron incisiones en ambos brazos, mientras yo, de pie a su lado, les gritaba que lo dejaran en paz. Fue una desafortunada manera de interrumpir el tranquilo final de Derek. Me consuela pensar que todo lo hacía al «capullo vacío», como usted dijo, porque la mariposa se había liberado.

»Ahora quiero explicar algunas de las cosas que pensamos a lo largo del año. Pasamos por innumerables altibajos. Cada día de esos once meses nos resistíamos a reconocer que la muerte era realmente una bendición para Derek. Lo vimos agonizando, esforzándose para respirar, o con un ataque de veintiuna horas seguidas. Vivió un auténtico calvario, doctora Ross. Pero éramos incapaces de comprender que para Derek morirse sería una liberación. Ahora, cuando lo pienso, me doy cuenta de lo egoístas que fuimos. Incluso después de que el médico nos dijo que sin duda iba a ser severamente retrasado, Dennis siguió esperando un milagro, tal vez porque, de hecho, a lo largo del año Derek había sido un milagro y había sorprendido a los médicos infinidad de veces.

»Un día, los médicos decidieron hacer una reunión para tomar una decisión sobre su respirador. Esa vez Dennis no pudo estar presente, por lo que le expliqué lo que se había hablado cuando llegué a casa por la noche. Por primera vez estuvimos de acuerdo en que era hora de dejar que Derek y Dios decidieran sobre la vida de Derek. Decidimos que el día de su cumpleaños, el 30 de mayo, lo sacaríamos del respirador y lo llevaríamos por primera vez afuera. Si quería morir, en la paz de nuestros brazos, se había ganado con creces ese derecho.

»Nos parecía que habíamos tomado la decisión acertada. Pero Dios, con su sabiduría, y Derek, con su amor, no querían que tuviésemos que decidir. Esperaron hasta que hubimos aceptado emocionalmente el destino de Derek y hecho las paces con Dios y entre nosotros. Derek murió el 4 de mayo. Ahora lamento que quizá fuimos nosotros los que hicimos que Derek esperase y pasase todo ese calvario. Confío en que ahora sea feliz y que la paz le haga olvidar su sufrimiento en la Tierra; rezo para que así sea.

»Después de conocer su ejemplo de la mariposa, regresé a casa y escribí una poesía, en la que lo relaciono con nuestra experiencia. Dice así:


El capullo tardó en abrirse;

los hilos de seda de la vida de Derek

lo sujetaban con fuerza.

Merecía volar con sus alas,

pero, llevados por nuestro amor a Derek, muchas veces

le pedimos demasiado.

Le rogamos que se quedase,

cuando deberíamos haberlo dejado ir.

Pero Dios, con su sabiduría, y Derek, con su amor, nos hicieron comprender que Derek no nos pertenecía, sino que, al igual que una mariposa, era libre.»

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