EL ARTE DE LA MAGIA Y EL PODER DE LA FE
Magia: el mismo nombre parece revelar un mundo de posibilidades inesperadas y misteriosas. Incluso para los que no comparten el anhelo por lo oculto y por los breves visos de las «verdades esotéricas», este mórbido interés, que en nuestros días está tan liberalmente administrado por el rancio resurgimiento de cultos y credos antiguos a medio entender, y servido, además, por los nombres de «teosofía», «espiritismo» o «espiritualismo» y varias pseudo «ciencias» ologías e ismos, incluso para el intelecto puramente científico el tema de la magia comporta una especial atracción. Tal vez ello es así porque, en parte, esperamos encontrar en ella la quintaesencia de los anhelos y sabiduría del hombre primitivo, y esto, sea lo que sea, es algo que merece la pena conocerse. Y en parte también porque «la magia» parece despertar en cada uno de nosotros fuerzas mentales escondidas, rescoldos de esperanza en lo milagroso, creencias adormecidas en las misteriosas posibilidades del hombre. Atestigua esto el poder que las palabras magia, hechizo, encantamiento, embrujar y hechizar poseen en poesía, donde el valor íntimo de los vocablos y las fuerzas emotivas que estos sugieren perviven por más tiempo y se revelan con más claridad.
Sin embargo, cuando el sociólogo se acerca al estudio de la magia, allí donde ésta aún reina de modo supremo, y donde, incluso hoy, puede hallarse en completo desarrollo ―esto es, entre los salvajes que viven en nuestros días en la edad de piedra―, se encuentra, para su desilusión, con un arte completamente sobrio, prosaico e incluso tosco, cuyo consenso obedece a razones duramente prácticas, arte que está gobernado por creencias desaliñadas y carentes de profundidad y que se lleva a efecto con una técnica simple y monótona. Ya habíamos indicado esto en la definición de magia que expusimos arriba cuando, para distinguirla de la religión, la describimos como un corpus de actos puramente prácticos que son celebrados como un medio para un fin. También la calificamos de esa manera cuando tratamos de separarla del conocimiento y de las artes prácticas, con los que tan fuertemente está relacionada y a los que en la superficie se parece tanto que es menester cierto esfuerzo para distinguir la actitud mental esencialmente definida y la naturaleza ritual específica de sus actos. La magia primitiva ―todo antropólogo que trabaja sobre el terreno lo sabe a costa suya― es extremadamente monótona y aburrida, y está limitada de modo estricto en sus medios de acción, circunscrita a sus creencias y paralizada en sus presunciones fundamentales. Basta con seguir un rito o con estudiar un hechizo determinado, con aprender los principios de la creencia mágica, esto es, sociología y arte a una, y ya se conocerán no sólo todos los actos de magia de la tribu sino que, añadiendo una variante aquí o allá, se podrá sentar oficio de brujo en cualquier parte del mundo que aún sea lo bastante afortunada como para tener fe en tan deseable arte.
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