Magia, ciencia y religióN


La eficacia moral de las creencias salvajes



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2. La eficacia moral de las creencias salvajes

Con todo esto, y, para hacer justicia a Robertson Smith, a Durkheim y a su escuela, nos es menester admitir que éstos han sacado a la luz buen número de rasgos importantes de la religión primitiva. Ante todo, con la exageración misma del aspecto sociológico del credo salvaje han formulado cuestiones de la mayor importancia: ¿por qué la mayoría de los actos de las sociedades primitivas son celebrados colectivamente y en público?, ¿cuál es el papel de la sociedad en el establecimiento de las reglas de la conducta moral?, ¿por qué no sólo la moralidad, sino también el credo, la mitología y todas las tradiciones sacras son obligatorias para todos los miembros de una tribu primitiva? En otros términos, ¿por qué existe únicamente un corpus de creencias religiosas en cada tribu y por qué no se tolera nunca diferen­cia alguna de opinión?

Para responder a tales preguntas liemos de vol­ver a nuestro examen de los fenómenos religiosos y recordar algunas de las conclusiones a las que lle­gamos allí; por encima de todo pondremos nuestra atención en la técnica según la cual un credo se hace expreso y una moral establecida en la religión salvaje.

Comencemos por lo que es un acto religioso por excelencia, a saber, el ceremonial de la muerte. Aquí el recurso a la religión nace de una crisis indivi­dual, o sea, la muerte que amenaza a hombre o mu­jer. Nunca precisa tanto un individuo de la confor­tación de creencias y ritos como en el sacramento del viático, en los últimos consuelos que se le apor­tan en la etapa final del viaje de su existir; actos que son casi universales en todas las religiones pri­mitivas. Tales actos van dirigidos contra el miedo que paraliza, contra la duda que corroe, de los que el salvaje no está más libre que el hombre civili­zado. A la vez, confirman su esperanza en un más allá que no es peor que la vida presente y que de hecho es mejor. Todo el ritual expresa tal creencia, la actitud emotiva que el moribundo precisa y que es el alivio más grande que pueda recibir en su su­prema lucha. Y esta afirmación tiene tras sí el peso de muchas personas y la pompa de un ritual solem­ne. Ello es así porque en todas las sociedades pri­mitivas, como hemos visto, la muerte hace que toda la comunidad se reúna, atienda al moribundo y cum­pla sus deberes para con él. Tales deberes, por su­puesto, no crean afinidad emotiva alguna con el agonizante, afinidad que no conducirá sino a un pánico desintegrador. Por el contrario, la línea de conducta ritual hace fuerte y contradice alguna de lasv emociones más fuertes de las que el moribundo pu­diera ser presa. La conducta entera del grupo, de hecho, expresa la esperanza de salvación e inmorta­lidad; esto es, expresa únicamente una de entre las emociones conflictivas del individuo.

Tras la muerte, a pesar de que el actor principal ya ha desaparecido, la tragedia no se acaba. Quedan aún los que han sido objeto de la pérdida, y éstos, sean salvajes o civilizados, sufren igual y son pre­sa de un caos mental que es peligroso. Ya hemos analizado esto y hallado que, desgarrados entre el miedo y la piedad, el respeto y el horror, el amor y la repugnancia, se encuentran en un estado de áni­mo que podría llevarles a la desintegración mental. Partiendo de tal estado, la religión eleva al individuo mediante lo que pudiese llamarse cooperación espiritual en los ritos mortuorios y sagrados, hemos visto que en tales ritos se expresa el dogma de la continuidad tras la muerte, junto con la actitud moral hacia el difunto. El cadáver, y con él la perso­na del fallecido, es un objeto potencial de horror, además de serlo de afectuosa ternura. La religión confirma la segunda parte de esta doble actitud, ha­ciendo del cuerpo muerto un objeto de deberes sa­grados. Se mantiene así el nexo entre el recién fa­llecido y los que aún viven, lo que es un hecho de inmensa importancia para la continuidad de la cultura y para la firme salvaguarda de la tradición. En todo ello vemos que la entera comunidad cum­ple los mandamientos de su tradición religiosa, pero que también aquí tal cumplimiento se lleva a cabo en beneficio tan sólo de unos pocos, a saber, de los que han sufrido la pérdida, y que esos mandamientos surgen de un conflicto personal y son su solución. Es menester recordar asimismo que lo que los vi­vos sienten en tal ocasión es, a la vez, preparación para su propia muerte. La creencia en la inmortali­dad, que el sobreviviente ha vivido y llevado a la práctica en el caso de su madre o de su padre, le hace advertir con más claridad lo que será su vida futura.

En todo esto es preciso que hagamos una clara distinción entre, por una parte, las creencias y la éti­ca del ritual y, por otra, los medios de reforzarlo, esto es, la técnica según la cual se hace que el indi­viduo reciba su alivio religioso. La creencia salva­dora en la continuidad espiritual tras la muerte existe ya en la mente del individuo y la sociedad no la crea. La suma total de tendencias innatas, cono­cida generalmente como «el instinto de autoconser­vación», está en la raíz de tal creencia. La fe en la inmortalidad está íntimamente relacionada, como he­mos visto, con la dificultad de encararse con la propia aniquilación o con la de una persona próxima y ama­da. Tal tendencia hace que la idea de la desapari­ción final de la personalidad humana sea odiosa, intolerable y socialmente destructiva. Sin embargo, esta idea y el temor que produce acechan en la experiencia individual y la religión sólo puede ha­cerla desaparecer al negarla en el rito.

Que esto sea obra de una Providencia que guíe la historia humana o de un proceso de selección na­tural, según el cual una cultura que crea una creen­cia y un ritual de inmortalidad podrá sobrevivir y extenderse, es un problema de teología o de me­tafísica. El antropólogo ya ha hecho bastante con mostrar que un cierto fenómeno posee validez para la integridad social y para la continuidad de la cultura. En todo caso vemos que lo que la religión hace en este plano consiste en seleccionar una de las alternativas sugeridas al hombre por su utillaje instintivo.

Sin embargo, una vez que tal selección ha sido realizada, la sociedad es indispensable para su apro­bación y sanción. El miembro del grupo que ha per­dido a alguien, apesadumbrado por la tristeza y el dolor, es incapaz de valerse de sus propias fuerzas, No podrá aplicar el dogma a su caso valiéndose de su único esfuerzo. En este punto es donde el grupo entra en escena. Los demás miembros de la co­munidad, a quienes no aflige la desgracia y no están turbados mentalmente por ese dilema metafísico, pueden responder ante esa crisis según las líneas que dicte el orden religioso. Esto lo aporta consuelo al desventurado y le conduce por las experiencias confortadoras de la ceremonia religiosa. Siempre es fácil soportar los infortunios ajenos y, de esta ma­nera, todo grupo en el que la mayoría no está afec­tada por las punzadas del dolor y del miedo, puede prestar ayuda a la minoría de afligidos. Al asistir a las ceremonias religiosas, el que ha sufrido la pérdida emerge transformado por la revelación de la inmor­talidad, la comunión con el amado y la perspectiva del mundo futuro. La religión ordena en actos de culto; pero es el grupo quien ejecuta sus órdenes.

Y sin embargo, como hemos visto, el alivio del ritual no es artificial, no está preparado para la oca­sión. El tal no es sino el resultado de dos tenden­cias que existen en la relación emotiva que para con la muerte tiene el hombre: la actitud religiosa con­siste meramente en la selección y afirmación ritual de una de esas alternativas, a saber, la esperanza en una vida futura. Y aquí el concurso público pro­vee el énfasis, el testimonio poderoso de tal creen­cia. La pompa y las ceremonias públicas tienen efec­to mediante el contagio de la fe, la dignidad del consenso unánime y la impresividadvi de la conducta colectiva. Una multitud que refrenda como un solo hombre una ceremonia sincera y dignificada invaria­blemente arrebata incluso al observador desapasio­nado, y aún más al participante fervoroso.

La distinción, empero, entre, por un lado, la colaboración social como la única técnica necesaria para el refrendo de una creencia y, por el otro, la creación de la creencia misma o autorrevelación de la sociedad, ha de ser enérgicamente formulada. La comunidad proclama un número de verdades defini­das y proporciona soporte moral a sus miembros, pero no les infunde la vaga y vacía aserción de su propia divinidad.

Es en otro tipo de ritual religioso, en las cere­monias de iniciación, en el que hallamos que el ritual establece la existencia de algún poder o perso­nalidad de los que la ley tribal se deriva y que es, además, responsable de las leyes morales que le son impartidas al novicio. Para hacer que tal creencia impresione y sea fuerte y grandiosa está la pompa de la ceremonia y la dificultad de la preparación y la ordalía. Se crea así una experiencia inolvidable, única en la vida del individuo y por la que éste aprende las doctrinas de la tradición tribal y las normas de su moralidad. Toda la tribu se moviliza y toda su autoridad sale a relucir para testimoniar el poder y la realidad de las cosas reveladas.

También aquí, como en la muerte, nos encontra­mos otra crisis de la vida del individuo y un con­flicto mental asociado con ella. En la pubertad el joven ha de poner a prueba su potencia física, ha de habérselas con su madurez sexual y ha de ocupar su puesto en la tribu. Esto comporta para él prome­sas, prerrogativas y tentaciones, y, al mismo tiempo, le impone cargas. La correcta solución de tal con­flicto está en la aceptación de la tradición, en la su­misión a la moralidad sexual de su tribu y a las cargas de la madurez, y ello es llevado a cabo en las ceremonias de iniciación.

El carácter público de tales ceremonias sirve para establecer la grandeza del último legislador y para lograr homogeneidad y uniformidad en la enseñanza de la moral. Así se convierte en una forma de educación condensada de carácter religioso. Como en toda enseñanza, los principios impartidos son sólo selección, fijación y énfasis de lo que ya está en el individuo. También aquí la publicidad es cosa de la técnica, mientras que el contenido de la en­señanza no está inventado por la comunidad, sino que ya existe en el individuo.

Asimismo en otros cultos, cual los festivales de la recolección, las reuniones totémicas, las ofrendas de primicias y las exhibiciones ceremoniales de alimentos, hallamos que la religión santifica la abun­dancia y la seguridad y fundamenta la actitud de respeto hacia las fuerzas benéficas exteriores. Tam­bién aquí la publicidad del culto es precisa como la única técnica apropiada para establecer el valor del alimento, su acumulación y su abundancia. La exhibición en presencia de todos, la admiración por parte de todos, la rivalidad entre dos productores cualesquiera son los medios por los que se crea tal valor. Ello es así porque todo valor, sea religioso o económico, ha de poseer circulación universal. Pero también en este punto nos encontramos con la se­lección y el acento puesto sólo en una de las dos reacciones individuales posibles. El alimento acumu­lado puede conservarse o malgastarse. Puede ser o bien un incentivo para la consumición inmediata y desatenta y para la ligereza despreocupada del fu­turo, o bien puede estimular al hombre para que idee medios de atesorar su fortuna y de usarla para fines que culturalmente son más elevados. La reli­gión pone el sello en la actitud que es culturalmen­te válida y la refuerza mediante el consenso público.

El carácter público de tales festejos sirve ade­más a otra importante función sociológica. Los miembros de todo grupo que constituye una unidad cultural, han de ponerse en mutuo contacto de tiem­po en tiempo, pero, aparte de la benéfica posibilidad de estrechamiento de lazos sociales, tal con­tacto está también amenazado por el peligro de la discordia. Ese peligro es mayor cuando las gentes se reúnen en tiempos de calamidad, hambre y carestía, cuando sus apetitos están insatisfechos y sus deseos sexuales listos para encenderse. Una aglomeración festiva de la tribu en tiempo de abundancia cuando, todos se encuentran en un ánimo de armonía con la naturaleza y, por lo tanto, también entre sí, tiene en consecuencia el carácter de un encuen­tro en una atmósfera moral. Me refiero de esta suer­te al ambiente de concordia y benevolencia generales. El que en tales reuniones sobrevenga un oca­sional libertinaje y relajación de las normas del sexo y de ciertas rigideces de la etiqueta se debe funda­mentalmente a lo mismo. Todo motivo de querella o desacuerdo ha de eliminarse, o de lo contrario no será posible celebrar hasta el final una concentración tribal de manera pacífica. El valor moral de la armonía y la buena voluntad se muestra, de tal modo, en un plano superior a los tabúes meramente negativos que constriñen los principales instintos humanos. No hay virtud más alta que la caridad, tanto en las religiones primitivas como en las supe­riores, y la tal cubre infinidad de pecados; es más, los contrapesa.

Quizás es innecesario que detallemos todos los demás tipos de actos religiosos. El totemismo, la religión del clan, que postula un linaje común o una afinidad con el animal totémico y exige el poder colectivo del clan para ejercer control sobre su exis­tencia, imprimiendo a todos los miembros del mismo un tabú común y una actitud responsable para con las especies totémicas, ha de culminar, evidentemen­te, en ceremonias públicas y habrá de tener un ca­rácter social claro. El culto de los antepasados, cuya finalidad es unir a una cofradía de adoradores, la familia, la siba o la tribu, ha de hermanarlos en las ceremonias públicas en razón de su naturaleza misma, o de lo contrario no cumpliría su función. Los espíritus tutelares de grupos locales, las ciu­dades, o las tribus, los dioses patrones, las divinida­des profesionales, todas ellas y por su misma defini­ción han de ser adorados por un pueblo, tribu, ciudad, profesión o cuerpo político. En cultos que, cual las ceremonias de Intichuma se sitúan en la frontera entre la religión y la magia, como las la­bores públicas de los huertos o las ceremonias de la caza y la pesca, la necesidad de celebrarlos coram populo es evidente porque tales ceremonias, clara­mente distinguibles de las actividades prácticas que acompañan o inauguran, son, sin embargo, sus para­lelas. A la cooperación en los esfuerzos prácticos corresponde la ceremonia en común. Sólo por medio de la unión de los trabajadores en un acto de ado­ración cumplen éstos su función cultural.

De hecho, en vez de repasar todos los tipos con­cretos de ceremonia religiosa habríamos podido postular nuestra tesis mediante un argumento abs­tracto: siendo así que la religión se centra en tor­no a ciertos actos vitales y que todos ellos imponen el interés público de grupos que cooperan unidos, se sigue que toda ceremonia religiosa ha de ser pública y celebrada por medio de grupos. Todas las cri­sis vitales, todas las empresas revestidas de impor­tancia, hacen surgir el interés público de las comu­nidades primitivas y tocitas ellas poseen sus ceremo­nias religiosas o mágicas. El mismo cuerpo social de hombres que se unen para una empresa o se con­gregan en razón de Un acontecimiento crítico, está también celebrando una ceremonia. Tal argumenta­ción abstracta, con todo y ser correcta, no nos ha­bría dejado contemplar el mecanismo del consenso público de los actos religiosos como lo hemos hecho con nuestra descripción concreta.


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