Muerte en el Barranco de las Brujas



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SIREN ENVIÓ AL TÍO JESS al supermercado, dándole instrucciones sobre el modo de usar la tarjeta de crédito, que él aceptó a regafiadientes. Revolviendo en su bolso había encontrado una moneda de oro poco corriente. ¿Cómo había llegado allí? Dio vueltas entre sus dedos a aquel disco de oro. Lo más probable es que fuera valiosa. Se puso a pensar, sosteniendo la moneda entre sus dedos.

Él podía ser un desgraciado a veces, pero Siren sabía que no sería capaz de robarle nada a ella directamente. Estaba sentada en una mecedora. Cuántas preguntas. Empezó a mecerse con más ímpetu, atrás y adelante. ¿Qué hacía Gemma? ¿Y los hijos de Jess? No se iban a quedar quietos para siempre. ¿Qué o quién seguía provocando los incendios; y, en nombre de Dios, por qué había intentado alguien relacionar a Siren con el incendio de la casa de Jess? Le daba vueltas la cabeza con demasiadas preguntas y demasiado pocas respuestas. Se guardó la moneda en el bolsillo de los pantalones vaqueros.

Se sentía como si hubiera perdido su sentido del poder. Achacó la culpa durante un instante, solo durante un instante, a Gemma. Pero aquello no era del todo justo. Puede que fuera Gemma la que había dirigido a Siren hacia el camino de la destrucción hacía tantos años, pero aquello no quería decir que Siren hubiera tenido necesariamente que elegir ese camino, que seguirlo, que jugar y perder. Eran como... estrellas de la música rock. Tenían ropa, y coches, y armigos elegantes. Un torbellino de personas, de lugares y de placeres. Lo único que tenían que hacer era ser bonitas, ser amables y estar disponibles. Al principio, la hipnoterapla había sido una apadera. Un medio para ponerse en contacto con los ricos y con los famosos. Un juego interesante. Pero, al cabo de cierto tiempo, había descubierto que tenía un verdadero don para escuchar, y le gustaba ver cómo mejoraban sus pacientes. Muchos de estos dejaban los malos hábitos que ella, en realidad, pretendía reforzar. A Max no le había gustado aquello. Siren sintió un estremeciniento de miedo. Qué tontería. ¿Cómo podía seguir teniendo miedo de un muerto? Ella había pasado años enteros sin tener idea de lo que costaba una barra de pan o un litro de leche.Y ahora había perdido su riqueza. Se acabó. No había sacado nada en limpio.

Salvo un broche con una figura de gárgola que le había regalado un desconocido.

Y aquella casa vieja.

Sonó la bocina de un coche en el camino particular de la casa, sacándola de golpe de sus divagaciones. Separó las cortinas del cuarto de estar y vio que la furgoneta de color blanco sucio del correo subía trabajosamente la carretera de la montaña. Entre las facturas y las cartas publicitarias había un pequeño soree blanco sencillo. Llevó el correo a la mesa improvisada de la cocina y lo repasó. Las compañías eléctricas, del gas y del teléfono le decían que estaban encantadas de enterarse de su existencia y que soltara el dinero en cuanto pudiera. El sobre suelto no tenía remitente, ni tampoco iba dirigido concretamente a Siren, solo a "Carretera de Lambs Gap, 42, Cold Springs, Filadelfia, 174329840", escrito con una letra descuidada de mujer. Miró el matasellos: la habían echado al correo en el pueblo, el día anterior.

Esperaba que el sobre contendría una carta, pero al abrirlo cayeron sobre la mesa varios pedazos de papel heterogéneos. Siren vio una tarjeta anaranjada de ocho por doce centímetros, una nota escrita en un papel adhesivo Post-lt, la esquina de una bolsa de compra de papel marrón y la etiqueta de algún artículo navideño, en la que aparecía Santa Claus entre una ventisca, con las botas hundidas en la nieve. Leyó en primer lugar la tarjeta anarajanda grande.


Querido señor Thorn:

Sé que hace años que no hablamos en serio. No recordaba su número de teléfono y no viene en la guía, así que pensé enviarle una carta, pero no tenía papel suficiente. Hay unas personas que creo que son brujas de verdad...
Siren buscó la continuación entre los diversos pedazos de papel y llegó por fin a la conclusión de que era lo que se leía en la nota de papel Post-it:
... en el pueblo, Marlene y Randy. Marlene se ha cortado las pestañas y las ha pegado en forma de estrella en el espejo de su dormitorio...
Venía después el pedazo de bolsa de papel:
Marlene se ha estado ganando un dinero adicional de un tipo que le ha pedido que espíe a...
Las tres palabras siguientes eran ilegibles. Siren tomó la etiqueta navideña.
Si tiene alguna idea sobre esto, llámeme.
No venía ningún nombre. Siren miró el dorso del sobre. En el matasellos decía "Todo a Cinco y Diez Centavos de Ballentine".

Siren se quedó sentada con el sobre y los pedazos de papel alineados ante ella ordenadamente sobre la mesa. ¿Qué era aquella tontería? Y ¿por qué le enviaban la carta a su casa, en vez de a la de Tanner Thorn?

Siren levantó la vista y se estremeció. ¿Por qué enviaban a Tanner una nota relacionada con las brujas? ¿Es que era una especie de cazador de brujas? Aquella sí que era una idea que le daba miedo. ¿Sería Tanner una especie de loco? La cocina se había quedado fría y a oscuras. Un rumor grave sacudió los vidrios de las ventanas y Siren se volvió a mirar el cielo. Se amontonaban las nubes negras en el horizonte, y soplaba un viento constante sobre la hierba alta del patio, doblándola en arcos gráciles.

RACHEL ANDERSON estaba sola en su caravana, mirando el monte de la Cabeza de la Bruja, viendo acercarse la tormenta. En el trabajo, Angela se pasaba por allí todos los días a preguntar cómo le iba a Siren. Nunca preguntaba cómo le iba a Rachel. Ah, no: solo por Siren, como si aquella mujer fuera alguien increíblemente especial. Angela estaba loca. Rachel tenía que llevarle unos papeles. Se frotó distraídamente con el pulgar la palma de la mano.

Si al menos le desaparecieran las pesadillas...

Y ahora Ethan Files andaba suelto, de caza.

Probablemente vendría a cazarla a ella.

En el pueblo, todos decíian que estaba loco. Decían que era un asesino. Hasta madame Rossia, la que echaba las cartas, lo decía. Hasta el hermano de Rachel. Hasta su marido.

Por eso había llamado Rachel para decir que no podía ir al trabajo por enfermedad. Era más seguro quedarse en casa; pero entonces le había llamado Angela, exigiéndole que se entregaran esos papeles. Obligándola a ir a ver a aquella mujer que tenía un lío con su marido.

Rachel se puso despacio la gabardina, mientras recorría la cocina. Detuvo los ojos sobre el cuchillo de mondar fruta que había usado para hacerse su emparedado. Pasó los dedos por la hoja y se guardó despues el cuchillo en el bolsillo de la gabardina.

Nadie la apreciaba.

Nadie.


SIREN volvió a guardar en el sobre los pedazos de papel. No era cuestión de dejarlos a la vista para que los encontrara el tío Jess. Subió el sobre a su habitación y lo metió a presión en el fondo de uno de los barreños de plástico que estaban debajo de sus ropas. Un rayo iluminó la casa. El trueno resonante que produjo al caer en la carretera próxima hizo temblar los cimientos. Siren, fascinada, se quedó de pie ante la ventana del dormitorio, contemplando cómo avanzaba por el cielo aquella furia infernal. Le recordó a las Parcas, de las que habían hablado en clase de Literatura en la universidad, aquellas diosas del destino que tejen el tapíz del pasado, del presente y del futuro de todos los seres humanos. Tocó el broche en forma de gárgola.

¿Qué estarían tejiendo para ella esas hermanas, en aquella tarde fría y húmeda?

¿Brujas?

¿Qué haría una bruja de verdad con una tormenta como aquella? Un rayo surcó el cielo en horizontal; tenía dedos de luz, como si fuera una garra. Un ruido violento, desgarrado, hendió el aire, seguido de una detonación doble. Siren se había criado en la creencia de que las brujas no existían, pero había conocido en Nueva York a varias personas, hombres y mujeres, que practicaban la brujería, y no parecían tan malas. De hecho, le habían caído mucho mejor que otras muchas personas que había conocido.

¿Qué haría una bruja de verdad? Pasó una centella tan cerca que iluminó cada una de las gotas de agua que caían ante la ventana; el agua relució como si tuviera el brillo de la plata. Extraer el poder, eso es lo que haría una bruja. Se sumergiría en el momento, captaría fuerza de los cielos airados. Apoyó las palmas de las manos en el vidrio fresco, deseando que entrara en su cuerpo la intensidad de la tormenta. Le parecía natural hacer aquello. Necesitaba de la fuerza de la tormenta, de su vigor salvaje, para seguir adelante por el camino vital que había escogido para sí misma. Era inútil volver la espalda: todo se repite. Vio desde la falsa oscuridad de su habitación que un coche patrulla de policía, de color negro y dorado, bajaba la carretera de la montaña y reducía la velocidad ante el camino particular de su casa. Se encendieron las luces giratorias del techo del coche, salpicando de motas de color vivo, rojas y azules, la fachada de la casa. A Siren le latió el corazón con ritmo irregular. "De modo que van a intentar atribuirme el incendio de la casa de Jess", pensó histéricamente. Pero el vehículo, cuyos limpiaparabrisas se debatían desenfrenadamente con la lluvia azotadora, no entró por el camino. En vez de ello, aceleró bruscamente y se dirigió con rapidez hacia Cold Springs.

Otro rayho, y esta vez Siren lo intentó con más fuerza, cabalgando en la oleada de ruido y de furia, llenándose por entero, perdiendo su mente consciente entre la energía de la tormenta. "Van dos", dijo la voz de su interior. "Espera a la tercera." La última centella tuvo el triple de fuerza; llenó la habitación de luz eléctrica; se dispersó en venas de fuerza cegadora. A Siren le palpitaron y le vibraron las manos, y la ventana estalló a su contacto. Cayó de espaldas al suelo, entre un amasijo de cortinas y de vidrio. Al cabo de unos segundos, todo el suelo estaba empapado por la fuerte lluvia y cubierto de los restos arrastrados por la tormenta.

Se quedó sentada en el centro de todo aquello, mirándose las manos. No tenía en ellas ni un rasguño. Volvió la cabeza y se miró en el espejo. Tenía el pelo de punta, en una masa mojada y revuelta, y tenía la cara tan pálida como la de los muertos vivientes. Y durante un instante, durante solo un suspiro de tiempo, le brillaron los ojos con una luz interior extraña.

"Una cosa es pasarlo bien, otra cosa es emocionarse, otra es asustarse y otra es aterrorizarse", pensó confusamente. "Y esto último es lo que me pasa a mí." Y entonces se apagaron las luces.

"Mierda." Tardó algún tiempo, pero encontró por fin en la cocina unas bolsas de basura. Provista de una grapadora, cubrió la ventana de la mejor manera que pudo. La tormenta no cedía. Al principio, no oyó los golpes insistentes en la puerta principaI. Los rayos fulguraban, la lluvia azotaba el costado de la casa como el tableteo de una ametralladora, y los truenos retumbaban por el valle. Siren inclinó la cabeza para oír mejor, incapaz de creerse que nadie pudiera salir en una tarde como aquella. Abrió la puerta y se encontró ante una mujer mojada, que temblaba con la cabeza gacha bajo una gabardina azul empapada.

-¡Rachel! -exclamó Siren, cuando la pequeña mujer levantó la cara Pálida-. ¡Pase a refugiarse de este tiempo tan espantoso!

Un rayo hendió el cielo a espaldas de Rachel, iluminando por un instante la silueta diáfana de su figura desolada.

-¿Viene sola? -le preguntó Siren, buscando con la vista tras ella.

Rachel se limitó a asentir con la cabeza y pasó al zaguán. Se extendieron rápidamente grandes charcos de agua por las baldosas. Siren corrió al piso de arriba por una toalla.

-Lo si-siento señorita McKay -consiguió decir Rachel, a la que le castañeteaban los dientes- Angela me dijo que le trajera estos papeles.

Le entregó el sobre empapado y tomó la toalla.

-No me gustan las tormentas –dijo, mirando a su espalda temerosamente-. Acechan a las personas.

Devolvió la toalla y se metió las manos en los bolsillos de la gabardina.

Siren enarcó una ceja pero no dijo nada. Acompaño a Rachel hasta la chimenea apagada y la instaló en una de las mecedoras.

-Déjeme su abrigo –dijo, tendiendo una mano.

Rachel hizo un gesto visible de desconfianza.

-Me quedo con él puesto, gracias.

-Si espera unos minutos, encenderé la chimenea. Hace cosa de un cuarto de hora que se fue la luz. En realidad no es que haya tanta oscuridad, pero buscaré una vela o un quinqué si lo desea.

Rachel miró a Siren con temor durante un instante.

-Quizá sea mejor que me marche -dijo he hizo ademán de moverse.

-No es molestia -dijo Siren, entrando en la cocina. Encontró un quinqué bajo la pila y llevó la luz al cuarto de estar. Ajustó el tiro de la chimenea y preparó rápidamente el fuego. Mientras se iba encendiendo poco a poco la lumbre, Siren abrió los dedos entumecidos para recibir el calor. Se oyó un “puf”, y surgió una llamarad en la chimenea.

-¿Cómo ha hecho eso? –susurró Rachel.

Siren se miró las manos y miró después los troncos que ardían, evitando los ojos redondos de Rachel.

-Con gasolina para encendedores… -se apresuró a decir, retirando las manos.

-Pero yo no he visto nada... -empezó a decir Rachel; pero se interrumpió-. ¿Sabe? -dijo a continuación, con una luz extrña en los ojos-. Mil marido me prohibió que viniera a verla por esas pesadillas de las que le hablé.

-¿Por qué hizo tal cosa?

Rachel rebuscó algo con los dedos en el bolsillo de su gabardina.

-Pensé que quizá pudiera decírmelo usted.

-No tengo idea -respondió Siren-; a no ser todos los chismes que han corrido.

-En vez de ello, fui a ver a una echadora de cartas –le anunció Rachel, que recorría con la vista la habitación vacía. El pelo castaño, que le llegaba a los hombros, revuelto por el viento y por la lluvia, le caía desmayadamente a los lados de la cara cansada.

-No sabía que hubiera una echadora de cartas en el pueblo. Cold Springs ha avanzado mucho, desde luego -comentó Siren. Allí había algo que no estaba bien, lo notaba. Algo malo.

Rachel asintió con la cabeza. Le rodaban gruesas lágrimas por las mejillas.

-¿Y usted pensó que se lo arreglaría todo?

Otro arrebato de lágrimas.

-Creo que mi marido tiene relaciones con otra mujer. Y esos sueños terribles. Usted no sabe lo que es.

Rachel se metió la mano en el bolsillo de la gabardina y sacó despacio un paquetito de pañuelos de papel.

Siren esperó a que Rachel tuviera controladas las lágrimas.

-¿Que dijo la echadora de cartas para alterarla tanto?

A Rachel le tembló el labio inferior.

-Dijo que el demonio me tiene echado el ojo encima. Que se quiere apoderar de mí. ¡Quería que le pagara cien dólares para protegerme y expulsar al demonio!

-Ya veo. ¿Se lo dijo inmediatamente, o realizó antes algún tipo de lectura?

-Yo... yo no quise que leyera las cartas. No me gustan las cartas, de manera que me dijo que me leería el aura.

Siren estaba familiarizada con esta técnica y la había intentado practicar ella misma en algunas ocasiones; pero no le pareció oportuno dárselo a conocer a Rachel.

-¿Y fue entonces cuando le dijo lo del demonio?

-No.

-¿No?


Otro arrebato de lágrimas. Otro pañuelo de papel.

-Me dijo que veía a mi hija… a mi pequeña Michelle. Me dijo que estaba conmigo constantemente, buscándome.

-¿Su niña?

-La que perdía… en el… la que se ahogó en el lago de Cold Springs.

Las líneas de dolor le marcaban cruelmente la cara, pero Siren tuvo la la sensación visceral de que gran parte de aquella repretación era fingida. Puede que fuera por el modo en que movía las manos Rachel, jugando constantemente con los dedos con algo que llevaba en el bolsillo de la gabardina; o puede que fuera por su expresión.

Siren dudó de la autenticidad de la echadora de cartas, ya que esta trabajaba en el pueblo y muy bien podía recordar la muerte de una niña de la localidad. Una tragedia como aquella no era fácil de olvidar. Siren sintió un mordisco de rabia en el estómago. Había tenido en NuevaYork muchos amigos que interpretaban legítimamente las cartas, pero este cuento de los cien dólares olía a engaño a una legua. Siren reprimió su ira para no transmitírsela a Rachel en el tono de su voz.

-¿Y esa echadora de cartas opina que el demonio la persigue a usted por lo de la niña?

-¡Ah, no¡ -exclamó Rachel, echando hacia atrás la cabeza y cubriéndose rápidamente la boca con el pañuelo de papel empapado.

-Entonces, no entiendo…

-El demonio me persigue por mis sueños.

-¿Las pesadillas?

Rachel hizo vibrar sus pestañas. Estaban salpicadas de lágrimas que titilaban como estrellitas a luz de la lumbre.

-No sé que hacer –susurró-. Los sueños son tan confusos…

-Pero al menos supo que no debía derrotar un buen dinero con una farsante –dijo Siren sin rodeos-. Al menos, va por el buen camino.

Rachel esbozó una sonrisa leve y forzada.

-Eso fue lo que dijo ella de usted… con esas mismas palabras.

-¿De mí? -dijo Siren, incorporándose en su mecedora-. ¿Cómo he salido yo a relucir en todo esto?

Rachel se encogió de hombros y volvió a meterse las manos en los bolsillos.

A Siren le picó un oído. Se sacudió la oreja, y, al no aliviársele el picor, se metió el dedo en el oído para poner fin a la sensación de zumbido.

-¿Le pasa algo? -le preguntó Rachel, escrutando la cara de Siren-. ¿He dicho algo malo?

-No; creo que tengo agua en el oído. ¿Qué tiene que ver esa echadora de cartas...?

-Madame Rossila -le interrumpió Rachel.

-Madame Rossia –consintió en llamarla Siren-. ¿Qué tiene que ver conmigo

-Dice que usted es una enviada del demonio y que todos debemos apartarnos de usted. ¡Dice, en concreto, que lleva joyas de hechicera, y que no hay cosa que más le guste que acostarse con los maridos de otras mujeres!

Siren vio que el bolsillo de la gabardina de la mujer se abultaba al empujar ella algo que llevaba dentro.

-¿Yo?


Rachel la miró con atención. Siren se puso de pie y se apartó un poco de Rachel. Dejó de zumbarle el oído. Rachel volvió a sacar las manos y se enrolló el pañuelo de papel al dedo con más fuerza.

-¿Se lo dice a todos, o solo a usted?

-Supongo que a todos. Una amiga mía del trabajo ha ido a verla varias veces, y el otro día me contó lo que decía de usted madame Rossia. Mi compañera, Heather, cree que madame Rossia tiene miedo de que usted le quite los clientes. Heather cree que ella es una farsante. Madame Rossia también está dando a entender que usted es la causa de que vinieran los incendios a Cold Springs. Dice que los trajo usted. Que los incendios misteriosos empezaron cuando usted tomó la decisión de venir aquí.

-Pero los incendios empezaron antes de que yo llegara a CoId Springs.

-Dice que los dos primeros eran heraldos.Ya sabe, como los demonios que anuncian la llegada de Satanás.

-Ay, por favor...

-Es verdad. ¡Eso es lo que dice a todo el mundo! Tiene mucha clientela -siguió diciendo Kachel, recostándose en la mecedora-. Mucha gente le hace caso.

-¿Por eso me llamó usted para cancelar la cita, la otra noche?

-No... Chuck me prohibió que viniera.

El pañuelo de papel se rompió bajo la tensión, y sus manos, como ratones blancos, corrieron a refugiarse de nuevo en los bolsillos de la gabardina azul.

Siren guardó silencio, mirando fijamente el fuego.

-¿Tiene usted novio? -le preguntó Rachel, interrumpiendo sus pensamientos.

. -Vaya, pues no... de momento no estoy preparada para mantener relaciones de ningún tipo. ¿Por qué lo pregunta?

-Debería salir con Billy, ¿sabe? Así no sospecharía tanto.

-Que no sospecharía tanto... ¿de qué? -respondió Siren, mirándola con incredulidad.

-Cree que fue usted quien quemó la casa de su tío.

-¡Eso es absurdo!

-Si saliera con Billy, entonces yo no tendría que preocuparme.

-¿De qué?

Rachel titubeó y se frotó la nuca.

-De que él la acusara de provocar los incendios -dijo, y se llevó las manos a las sienes.

-¿Le duele la cabeza?

-¿Por qué cree usted tal cosa? -le preguntó a su vez Rachel, molesta.

Siren dejó el tema. Estaba segura de que Rachel no estaba siendo sincera en varios sentidos. Se le ocurrió una idea.

-Si yo saliera con Billy, entonces su marido no le prohibiría a usted venir aquí, y podríamos intentar quitarle las pesadillas. ¿Es eso?

Una mirada salvaje de satisfacción le asomó a las pupilas.

Siren contempló a Rachel con paciencia y se preguntó si la joven estaría intentando manipularla. La vida en Cold Springs podía ser aburrida, y no sería la primera vez que una mujer insatisfecha en su matrimonio manipulaba a sus amigos o a sus conocidos para que estos representaran un drama que le sirviera ella para recibir la atención que anhelaba.

Rachel volvió a meterse las manos en los bolsillos.

-Le vendría bien salir con Billy, ¿sabe?

A Siren volvió a zumbarle el oído, y se agitó furiosamente lóbulo de la oreja. Bajó la vista al suelo y vio que a sus pies se extendía la luz del sol acuosa. La tormenta exterior había terminado, pero ella sentía en su interior que se acumulaba una tempestad. Le sonaron en la cabeza las palabras de Nana Loretta. A algunas personas les gusta su dolor. Lo abrazan como a un ser querido. Siren se preguntó si Rachel disfrutaba demasiado de su dolor como para estar dispuesta a dejarlo.

-Por cierto -dijo Siren-. La colcha que hizo usted es absolutamente encantadora. ¿Está segura de que quiere regalarla?

Rachel pareció confundida durante un instante, pero después se le iluminó de orgullo el rostro.

-¡Ah, sí! ¡La colcha! Entonces, ¿es verdad que le ha gustadol

-Ya lo creo -dijo Siren con sinceridad-. Es tan bonita que pienso comprar un bastidor y colgarla en esa pared de allí -añadió, señalando la pared opuesta al ventanal-. Creo que quedará preciosa, ¿no le parece?

Rachel sonrió con satisfacción. Se puso en pie repentinamente.

-Tengo que marcharme -dijo-. Ha habido otro incendio, ¿sabe? Lo oí por la radio antes de salir de mi caravana. Menos mal que he estado con usted, ¿eh? A lo mejor vengo a tener esa sesión de hipnoterapía, después de todo, ¿sabe?


Siren inclinó levemente la cabeza. ¿Era una amenaza? Vio a Rachel subirse a un viejo Toyota. Siren era plenamente consciente del proceso del dolor humano tras la pérdida de un ser querido: la negación, la ira, las negociaciones, la depresión, y, por fin, la aceptación. Se preguntó en cuál de las cuatro primeras etapas se encontraba Rachel, tras la muerte inesperada de su hija. Ninguna de las cuatro tenía una duración determinada. La realidad de Rachel se podía encontrar en cualquiera. Siren sabía también que podía hacer más daño psicológico que beneficio el acelerar cualquiera de las etapas antes de que Rachel estuviera preparada para ello. Era muy posible que Rachel estuviera sufriendo el síndrome del estrés postraumático, en cuyo caso debía ponerse en manos de un psicoterapeuta cualificado. Siren comprendía plenamente lo abrumador que podía ser el peso de un dolor emocional grave. ¿No había percibido también algo de paranoia?

El aire tenía el olor dulzón de la lluvia y de la vegetación podrida del otono. Siren tembló y volvió a entrar en la casa, flexionando los dedos. Qué raro: todavía los tenía rígidos. Rachel tenía algo que la inquietaba de verdad. No le hbía contado toda la verdad, solo fragmentos, y Siren no estaba segura de si le interesaba verdaderamente entrar en aquello. ¿Era Rachel una víctima depredadora? Siren se podía negar a ayudarle; pero, por otra parte, aquella mujer era la secretaria de Angela. ¿Qué pasaría si no accedía a brindarle ayuda? Tenía la sensación de que Rachel era muy capaz de sabotearle el negocio antes de que se pusiera en marcha siquiera.

RACHEL ANDERSON volvió en su coche a su caravana, riéndose para sus adentros. Aquella perra estúpida se había tragado todo el cuento lacrimoso. Consideró que los datos que había inventado de la echadora de cartas del pueblo habían sido un toque teatral. Era verdad que había una echadora de cartas llamada madame Rossia, pero esta no le había pedido más dinero ni le había dicho una palabra de Siren McKay. Rachel podía haber degollado a Siren en cualquier momento. Se serenó durante un instante. Era curioso: Siren no se había comportado como si tuviera una aventura con Chuck. En realidad parecí como si estuviera de parte de Rachel.Y le había dicho que quería ayudarle con lo de las pesadillas; pero podía ser que aquello no fuera más que una trampa. Pensó que la idea de emparejar a Billy con Siren había sido genial. Aunque a Siren le interesa Chuck, Rachel estaba segura de que se quedaría prendada de Billy al momento. A todas las mujeres les pasaba

Se puso a tararear, llevando el ritmo con el cuerpo mientras conducía.

Pasó por delante de un cementerio y se estremeció. ¿Era posible que Siren pudiera aliviarle sus dolores de cabeza? Pero, no no quería volver a entrar jamás en casa de Siren. Allí había ojos. Ojos por todas partes.

Ella los sentía.




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