Muerte en el Barranco de las Brujas



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JOHN SERATO, mitad italiano, mitad colombiano, asesino a sueldo a veces y asesino sin más en otras ocasiones, observaba a la mujer apellidada McKay desde una distancia discreta. El sol de la tarde hacía resaltar con luz dorada el pelo largo y negro de esta. Las fotos no le hacían justicia. Cuando ella se había detenido en la zona de descanso de la carretera de Jersey y Pensilvania, él no había dado crédito a sus ojos. No había visto en su vida una mujer que tuviera el pelo tan largo. En todas las fotos que había visto de ella, llevaba una trenza recogida sobre su pequeña cabeza. Hasta desde donde estaba él advertía que seguramente iba sentada encima del condenado pelo. Ajustó los prismáticos, manipulando el control del enfoque con sus dedos largos y delgados. Aquel pelo le intrigaba de verdad.

Sabiendo que ella acabaría por llegar allí tarde o temprano, él se adelantó, volando por la carretera con su Lexus negro y con la mente electrificada por la fantasía de la ejecución venidera. Encontró un lugar discreto junto a la carretera y se puso a esperar allí. Al cabo de unos minutos apareció ella y se metió por la carretera particular de una granja destartalada. El coche de ella, viejo y monstruoso, quedó con el motor en marcha, como resistiéndose a la idea de que aquel sería su hogar, dulce hogar. Vaya bajada de nivel social para la señorita.

Era tan pequeña que parecía una niña al volante de aquel Pontiac oxidado. Seis horas. Había tardado seis horas en llegar desde Nueva York a aquel rincón perdido. Había hecho tres paradas, una de ellas de más de tres cuartos de hora. Él estaba perdiendo la paciencia. Podía acabar con ella allí mismo, pero aquello no era exactamente lo que quería el que lo había contratado. Se acarició el bigote negro.

Había recibido instrucciones precisas: primero, asustarla.

Encontrar los números

Matarla cuando se lo dijeran.

Pero, antes, tenía que regresar a NuevaYork. Debía poner en marcha un segundo plan para cubrirse.

UNA SOLA MIRADA por la ventanilla del coche bastó a Siren McKay para darse cuenta de que la granja destartalada no había cambiado gran cosa desde que ella se había marchado de allí definitivamente (o así lo había creído ella) hacía casi diez años. A su izquierda borboteaba el arroyo de Cold Springs, cuyas orillas estaban invadidas por la vegetación y cubiertas de una maraña de hierbas moribundas y de matas diversas. Una rama desgajada de un árbol besaba las aguas oscuras.

Siren apagó el motor del coche y se enredó los dedos en el llavero accidentado que colgaba de la llave de encendido. Algunas mujeres tenían brazaletes con dijes; Siren tenía aquel llavero que conservaba como un tesoro, cargado de llaves y de recuerdos curiosos de vacaciones fabulosas. Miró con tristeza aquellas baratijas, testigos chillones de una vida muerta, de una vida que debía dejar atrás. Se quedó sentada en silencio, vagamente consciente del tic, tic, tic, que hacía el motor al enfriarse. El ruido le recordó a la cuenta atrás antes del lanzarmiento de un cohete. "No es momento de ponerme nerviosa", dijo al salpicadero del coche. "Ya he derrochado más energía de la normal haciendo eso rnismo en los últimos meses. Hoy es el primer día del resto de rmi vida."

Un golpe fuerte en el maletero la hizo revolverse en el asiento delantero como un animal que ha caído en una trampa. Pensó, absurdamente, que eran otra vez esos periodistas. La habían acechado como una manada de lobos carniceros. Siempre habían estado presentes: cuando se había entregado y la habían detenido, cuando había asistido a la primera audiencia, cuando la habían llevado a juicio, y después, cuando la habían absuelto. Asediándola. Intentando desenterrar hasta el último detalle sórdido de su vida e inventándose fantasías extraordinarias cuando la verdad resultaba demasiado aburrida como para vender sus pésimos reportajes.

Otro golpe hizo agitarse el coche, y ella buscó la manija de la puerta, inclinando su cuerpo cansado de conducir para ver mejor por la ventanilla trasera. Se apoyó sin querer en la manija para mirar, y la puerta pesada del Pontiac se abrió y la hizo caer desmadejada en el camino seco y lleno de baches. "Parece que esta no es tu década", pensó, fatigada.

-Ya era hora de que aparecieras -dijo una voz familiar que flotó sobre su cabeza. Ella se levantó, limpiándose afligida las chinas y el polvo de la camiseta que había sido blanca, apartándose de la cara el pelo, que le llegaba hasta la cintura. El aire estaba varios grados más fresco que en el interior de su coche recalentado, y le produjo temblores en los omóplatos. Se estremeció.

-Es la primera vez que te veo temblar, nena -comentó tranquilamente la voz masculina.

Ella hizo caso omiso de la broma, se asomó al interior del coche y sacó su chal de lana gris, que se echó por los hombros. Suposo que se trataba de un acto inconsciente para quitarse de encima a su tío. Lo que faltaba: un comité de recepción, en la persona del tío Jess Ackerman.

-Llevo esperándote casi toda la mañana, nena -dijo este, paseándose alrededor del Pontiac. Movió y arrugó la gran nariz cuando rodeó la parte delantera.

-Buenas tardes, tío Jess -dijo ella, haciendo un gesto con la cabeza-. Me sorprende verte aquí.

Jess era, verdaderamente, la última persona con la que tenía ganas de hablar en esos momentos. Siren dio una patada a una piedra con la bota de marcha y después levantó despacio la vista hacia él, pensando cuál sería la mejor táctica verbal para hacerlo salir del camino de entrada de su casa con un mínimo de resistencia. Ella sabía, naturalmente, que tendría que hablar con sus parientes en algún momento, pero no estaba preparada para encontrarse con uno de ellos acampado en el camino de su casa, y menos si era uno de los Ackerman. Normalmente, las tradiciones locales indicaban que se esperase un día o dos antes de hacer una visita. Siren supuso que hacían con ella una excepción por tratarse de una presunta asesina. Suspiró. Jess no era su pariente favorito, aunque le quedaban pocos donde elegir. Sus ojos grises le recordaban siempre al cielo al comienzo de una tormenta de verano, que se desencadenaba y dejaba caer gotitas como cuchillos sobre la tierra reseca. Su mirada siempre le había producido desazón, y en aquel momento le sucedía lo rnismo. En todo caso, ¿qué hacía él allí?

-Será mejor que te revisen este coche, puede que no marche la bomba de agua -dijo él, sin hacer caso de las palabras de ella-. Claro, que también puede ser el radiador.

Se rascó una mejilla, muy cubierta por el grueso bigote, y dio después una patada con su bota, incrustada de barro seco, a uno de los neumáticos gastados. Ella cambió de postura y se apoyó en el coche mientras el tío Jess caminaba hacia ella, haciendo una parada para echar una ojeada al interior del coche. El tío Jess llevaba, como siempre, pantalones de peto hechos jirones y una camisa de franela roja desgastada.

-Creí que vendrías con un coche de lujo.

Siren no abrió la boca. Después de diez años de vivir a lo grande, solo le quedaba aquel coche, un poco de ropa, aquella granja decrépita y una cuenta corriente en mal estado. Sintió que las mejillas se le enrojecían de vergüenza. Volvió la cabeza para que Jess no lo advirtiera.

-Parece que esos asientos mullidos siguen en buen estado. Dame las llaves, nena. Veo que ese pelo tuyo te ha crecido un par de palmos más. Jesús, podrías estrangular a un hombre con él, si quisieras. Aunque veo que no has crecido nada desde la última vez que te vi. Sigues siendo una mierdecilla bajita.

Le entregó las llaves a disgusto. Vaya bienvenida. Nada de "Caray, me alegro de volver a verte, Siren. ¿Cómo te ha ido, Siren McKay?". Hubiera sido agradable, incluso, que le dijera "¿Cómo lo llevas?". Pero de eso nada. El típico macho del centro-sur de Pensilvania: dame las llaves. Brusco, cortante, directo. ¿Para qué hacerse ilusiones con él?

El tío Jess contempló el llavero, dejándolo colgar de su mano carnosa.

-Un arma estupenda -dijo.Toqueteó los mandos del coche, accionando los limpiaparabrisas, moviendo el asiento para delante y para atrás, y viendo subir y bajar los cristales con el elevalunas automático. "Hay personas que no se hacen adultas nunca", pensó Siren, mientras se acumulaba en su garganta la irritación.

Puede que fuera por el lamento extraño de una ráfaga de viento ocasional que sacudió el algarrobo negro que estaba al final del camino, o puede que fuera por la palidez apagada de la piel del tío Jess; el caso fue que sintió un horrnigueo que le recorrió todos los puntos sensibles de su cuerpo. Pasó un momento sin saber bien, siquiera, dónde estaba ni por qué estaba allí, delante de la casa, detrás de la cual estaba el embarcadero deteriorado y el lago. A su izquierda estaba el monte de la Cabeza de la Vieja, que ascendía lentamente desde el valle. Era una antigua masa de tierra y de granito que se unía con sus hermanos de la cordillera de los Apalaches. A la derecha de Siren estaban los terrenos de la granja de Jess, y detrás de esta, el arroyo y, por fin, el pueblo de Cold Springs. A su espalda, la carretera de Lambs Gap atravesaba terrenos llanos, cultivados, que en aquel primer día de octubre eran una vasta extensión seca y cubierta de rastrejos.

Jess terminó de evaluar el Pontiac, se puso de pie con cierta dificultad y dejó el manojo de llaves de un manotazo en la palma de la mano extendida de Siren.

-El coche es un cacharro, nena, pero todavía le puedes sacar partido una temporada si le cambias esa bomba de agua antes de que reviente definitivamente -dijo. Se rascó la coronilla, escarbando entre la maraña blanca amarillenta con los dedos manchados de tabaco.

-Tenía grandes esperanzas puestas en ti, Siren -dijo-. Después de que fuiste a la universidad, trabajando para pagarte los estudios y todo... la verdad, creía que ibas a llegar a algo. ¿Quién iba a figurarse que te acusarían de cometer un asesinato? -dijo, sacudiendo la cabeza-. Pero te libraste, ¿eh? -añadió, atusándose los bigotes-. Eso no me sorprende, por algún motivo.

El tío Jess inspiró hondo y soltó el aire por la boca.

-A la que sí que le va bien es a Gernina -dijo, balanceándose sobre sus talones y cruzando los brazos sobre el pecho, ancho como un barril.

Siren cerró los ojos brevemente. Apretó los dientes y asió el borde de su chal, clavando las uñas en el tejido. Siempre comparándola con su hermana menor. Genima, la grande. Genima, la mimada. Gernina, la que conseguía acostarse con todos los novios que traía a casa Siren, aunque eran pocos. Genirna lo tenía todo: dinero, chicos, coches; y lo peor de todo era que tenía también el afecto de la familia.

El tío Jess se tiró de una de sus cejas espesas.

-Genima... sí, así es. Le va la mar de bien allí arriba, en Boston.Tiene un buen trabajo, un hombre estupendo... Vaya, si hablé con ella ayer mismo.

Hubo una pausa larga e incómoda. El tío Jess se pasó la lengua por los clientes amarillentos.

-¿Qué es eso que llevas en el chal?

Ella, confusa, se pasó la mano por el hombro y los dedos le rozaron el broche en forma de gárgola, con ojos de ámbar y hojas de plata.

-Me lo regaló un desconocido en la escalera del...

Estuvo a punto de decir la palabra "juzgado", pero se arrepintió al instante. No dijo nada más.

-Se entiende. Solo un desconocido sería capaz de darte una cosa tan fea.

Siren parpadeó rápidamente mientras éI la empujaba levemente en el hombro con el grueso dedo índice.

-Lo que te aconsejo, nena, es que vendas la granja y te vayas a otra parte. Aquí no queda nadie para ti. Yo te la compraré pagándote un precio justo. Nadie va a querer verte por aquí... sobre todo, teniendo en cuenta que eres una mujer a la que detuvieron por asesinato.

Su mirada se clavó en el corazón de Siren.

-Me absolvieron.

-Eso aquí no tiene importancia. A la gente le quedará siempre la duda. Gernina opina que será mejor que te largues y que te vayas a alguna parte donde no hayan oído hablar de ti. Es malo para la familia que vuelvas a este pueblo. Ella cree que tú mataste a aquel tipo (se llamaba Max, ¿no?), aunque dice que puede que fuera... ¿cómo dijo ella? ¿Un homicidio justificado?

-Me quedo -dijo ella en voz alta-. He comprado la granja y no estoy dispuesta a marcharme.

-Te habrás marchado antes de Navidad. No podrás presentarte en público con la cabeza alta.

Ella no le hizo caso y se dirigió con paso firme al maletero de su coche, haciendo resonar con enfado su manojo de llaves. Abrió el maletero, ocultando a sus ojos la figura del tío Jess.

El tío Jess se asomó por un lado de la portezuela del maletero.

-¿No traes más? Aquí no hay más que tres maletas y un par de cajas. Ah, ¿qué es esto? ¿Una máquina de coser? ¿Cuándo has aprendido a coser? Que yo recuerde, no eras capaz de enhebrar una aguja así te mataran.

-Me la regalaron -dijo ella lacónicamente.

-¿Te traerán más tarde los muebles y el resto de tus cosas?

Se inclinó para tocar algo. Siren le dio una palmada en la mano grande y carnosa.Ya era suficiente.

Siren evocó mentalmente la imagen de la esposa de Max llevándose las cosas del ático de Siren.

-Lo demás lo dejé por despecho.

Una verdad a medias.

El tio Jess soltó un silbido.

-Niña, cuando cortas, cortas por lo sano, desde luego.

-Hay un dicho antiguo, tío Jess. Me lo enseñaste tú. "Echar a correr, y que pase lo que sea." ¿Lo recuerdas? Es como cuando estás entre una peña y un atolladero y renuncias a la prudencia y sigues adelante en la dirección que consideras la mejor, aunque parezca la peor. Un verdadero dilema. Así me encuentro ahora mismo. Así que, perdona que sea impertinente, pero déjame en paz.

El tío Jess se incorporó y se volvió hacia su granja. Después, dio un paso atrás y se rascó la mejilla. Ella lo observaba de reojo; veía que la brisa otoñal le azotaba la cara y le hacía flotar unos pocos mechones de pelo gris, suelto. El tío Jess pasó un instante aclarándose la garganta.

-Siento mucho todos los problemas que has tenido. Cuando me enteré, supe que era imposible que hubieras matado a tu novio... a no ser que él te fuera a hacer mucho daño, claro está. Quiero decir que... algunas mujeres sí que matan a sus hombres cuando las están pegando y tal, y la verdad es que no se les puede echar la culpa ... claro, que no está bien quitar una vida... pero yo sabía para mí ... bueno, que no lo hiciste. Me alegro de que te soltaran, pero... -bajó la mirada hacia el suelo, junto a los pies de ella-. No deberías haber vuelto aquí, nena.

Hizo una pausa, mirando alternativamente al cielo y otra vez a Siren.

-Aquí ya no estás segura -susurró, echando una rápida ojeada al monte de la Cabeza de la Vieja, mirando su ladera envuelta por la niebla-. Me alegré cuando te marchaste de aquí, nena. Hay quien quiere tenerte aquí atada, quien quiere atraerte para que adoptes sus costumbres...

-Eso de intentar asustarme es un truco barato, tío Jess.Ya no soy una niña para escuchar tus cuentos de fantasmas.

Dio un tirón del asa de la maleta, la levantó difícilmente por encima del parachoques y la dejó en el sendero. La maleta tembló y se cayó por el lado más cargado.

El tío Jess caminó hasta el algarrobo, cogió su horca y la sostuvo un momento con las dos manos. Siren sacudió la cabeza.

Desde que ella recordaba, el tío Jess no concebía ir a ninguna parte sin su horca. El tío Jess echó una mirada a la Cabeza de la Vieja, apretó los dientes y la miró con una expresión que ella no fue capaz de interpretar.

-Te estarán vigilando -le dijo.

Siren abrió la boca, pero la cerró de golpe. ¿Para qué molestarse? Jess encogió los anchos hombros y emprendió el camino a través del campo lleno de rastrojos que estaba a la derecha del coche, golpeando a veces el suelo con movimientos violentos de la horca. Cuando a Jess le pareció que no tenía intención de volver, siguió descargando el coche.

-¡El viejo memo! -murmuró, agachándose para sacar del maletero la máquina de coser. Se la apretó contra el pecho, mirando con rabia el horizonte, ya vacío. Dio un pisotón en el polvo y se dobló el dedo gordo del pie dentro de la bota de marcha.

-¡Maldita sea!

Pasó por delante del camino un Lexus negro, con ventanillas ahumadas y matrícula de NuevaYork. Ella supuso que iría camino de la carretera interestatal que pasaba por las afueras del pueblo. El vehículo no redujo la velocidad ni aceleró; se limitó a pasar flotando como un murciélago que echa a volar cuando cae la noche. Siren se estremeció.

Cold Springs: un pueblecito desagradable, que tomaba su nombre de los manantiales que alimentaban el lago y que estaban entre la tierra de Siren y el límite de la población. Un lago que ya no estaba libre de contaminación. Pensó en el agua oscura y absorbente que cada veinte veranos, poco más o menos, devoraba niños vivos por el descuido de sus padres. Oyó borbotear el agua del arroyo, que caía saltarina hacia el lago y hacia el pueblo. Los manantiales fríos, de donde tomaba su nombre el pueblo, en el que a los forasteros los recibían fríamente y los parientes se debatían entre la indiferencia helada o los rápidos de los malos tratos domésticos. Cold Springs, donde había casas derruidas, acobardadas ba o la sombra otoñal amenazadora del monte de la Cabeza de la Vieja, y cuyos máximos hitos históricos eran unas minas de carbón cerradas, unas acerías abandonadas, una estación de ferrocarril moribunda y un mito acerca de una matanza de veinte mujeres mágicas, hacía siglos.

Cold Springs, Manantiales Fríos.

El frío mana eternamente.

3



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SIREN SE PASÓ casi todas las tardes, durante tres semanas limpiando la granja y pintándola, recordando con desagrado aquellas tareas de limpieza que asociaba mentalmente a su triste infancia. Echaba de menos Manhattan, ir de tiendas por la Quinta Avernida, los largos paseos por Central Park, su consulta de hipnoterapla, e incluso el zoo; pero aquella forma de vida había terrminado. El trabajo en el exterior de la casa llevaría más tiempo, y le preocupaba la llegada del invierno. El porche que rodeaba la casa no parecía en muy mal estado, pero la baranda no estaba firme y los escalones de acceso de la parte delantera y trasera se quejaban ruidosamente al sentir su peso. Los canalones estaban hechos un desastre. El porche de atrás estaba peor todavía, y seguramente era inseguro para cualquiera. El cobertizo de chapa ondulada del jardín estaba ladeado; le caía el óxido por las paredes como sangre seca, pero tendría que soportar el invierno.

El tío Jess no volvió a aparecer por allí. Los recuerdos de su prisión y del juicio se fueron mitigando con el tiempo, aunque a veces volvían a salirle fragmentos con fuerza cuando ella menos se lo esperaba. En esas ocasiones, iba corriendo a su porche trasero, se apoyaba en la baranda insegura y respiraba a bocanadas profundas y limpiadoras, contemplando cómo se cargaban de hojas otoñales las orillas del lago.

No había cogido un periódico ni se molestaba en encender la radio. Se mantenía aislada del mundo ajeno a Cold Springs. El único contacto que había tenido en tres semanas había sido con una antigua amiga suya, Angela Martin, que le había hecho una visita para darle la bienvenida al pueblo. Siren no había tenido más noticias de ella desde su visita. Una tarjeta amarilla brillante le había informado de que la televisión por cable había llegado por fin a Cold Springs, pero ella había tirado la misiva. Ahora ya no tenía dinero para gastos superfluos.

Por la noche se acurrucaba en un lío de sábanas, en el suelo del dormitorio principal, deseando que se le pasaran los malos recuerdos, escuchando el ruido extraño, como de absorción, de las aguas del lago que rompían contra la orilla. Una vez la despertó vivamente el chillido de un gato montés, y la última noche dos mapaches habían mantenido una batalla campal en plena noche que la había temido despierta durante horas enteras. No había oído nada parecido en su vida. Por la mañana se dedicaba a buscar clientes. Las tardes y las veladas interminables las pasaba al teléfono, cuando no estaba de rodillas con un estropajo y la botella de Don Limpio. Tenía las manos rojas y cortadas por las horas dedicadas a fregar suelos y paredes. Se las miró con un arrebato momentáneo de desesperación. De momento, no parecía que a nadie le interesara la hipnoterapia. Puede que Jess tuviera razón: tal vez se marchara antes de la Navidad.

Estaba de rodillas cuando el timbre estridente del teléfono le hizo levantarse e ir hasta el aparato con las piernas entumecidas.

-Hipnoterapla Cold Springs -dijo con voz clara-. ¿En qué puedo ayudarle?

-¿Cómo va el negocio?

Siren sonrió. La voz melodiosa de Angela Martin le disipaba siempre los pensamientos tristes.

-Fatal. ¿Y tú?

-¡No es posible que vaya tan mal! -dijo Angela, riéndose.

-No ha picado un solo pez -dijo Siren, apoyándose el teléfono en el hombro.

-¡Bien! Entonces, te interesará lo que te voy a decir. Escucha: he preparado una propuesta sensacional para que entres en los servicios oficiales del condado de Webster. Lo aprobaron anoche. Tengo aquí los contratos, preparados para que los firmes tú. Sería bueno para ti, y yo ganaré puntos. ¡A lo mejor gano a nuestro ilustre alcalde en las próximas elecciones!

-Siempre has sido una intrigante, Angela; pero, después, si tus planes no salen como esperabas, quieres desquitarte. Cuando pusirnos un tenderete de limonada de niñas y no vendimos nada, quisiste cortarme las coletas.

Angela se rio.

-Te prometo que este plan nos dará beneficios a las dos.

Siren movió los pies, inquieta, contemplando las montañas por las ventanas del salón. Soltó un suspiro.

-¿Qué clase de contrato? -preguntó.

-Confía en mí: ¡te va a encantar! He trazado todos los detalles, y mi secretaria te los irá a llevar dentro de una hora, más o menos. ¿Te viene bien?

-No lo sé... siempre conseguías meternos en un montón de líos a las dos...

-Ya soy mayorcita. Además, ya no juego a juegos de niñas... estoy con las mayores.

-Así es.Y eso es lo que me da miedo.

-Bueno. ¿Tan mal estás, entonces? -preguntó Angela.

-Bastante mal. Cualquiera diría que tengo el virus del Ébola. Hay quienes se dan la vuelta al verme; otros se esfuerzan por cambiar de acera para no tener que pasar a mi lado. Unos pocos me han gritado obscenidades. He puesto octavillas en todos los tablones de anuncios de la comunidad y he repartido mis tarjetas de visita para que las pongan en sitios visibles, tal como hace mucha otra gente por aquí; pero mis octavillas las arrancan y las tarjetas desaparecen oportunamente. No sé por qué me había creído que las cosas iban a ser distintas.

-No te dejes desanimar -dijo Angela con voz firme-. -Acepta este trabajo. Sé que eres capaz de hacerlo. Te ganarás un sueldo e irás conociendo a una base de clientes. Al cabo de una temporada lo olvidarán. Hace poco que acabas de salir en las noticias. La verdad es que es probable que pases a la historia del Pueblo, como las brujas de la Cabeza de laVieja.

-Qué idea más agradable -respondió Siren-. Si no recuerdo mal, a aquellas mujeres del cuento las mataron.

EL AlRE ESTABA FRESCO, el día era soleado. Serato vio que Siren McKay salía al sol y se subía al Pontiac. El motor arrancó después de varios intentos y el coche salió pesadamente por el camino.

Perfecto.

Apenas tardó un momento en entrar en la casa. Sin desordenar nada. Sin revolver nada. Se dio una rápida vuelta por el piso de abajo y subió después rápidamente al piso superior. Aquello sería fácil: no había muebles. Se agachó y olió las sábanas en las que dormía ella, cerrando los ojos, absorbiendo su olor. Sus escasas posesiones estaban en barreños de plástico. Uno estaba boca abajo y servía de mesilla de noche; encima había un reloj digital, pañuelos de papel... las cosas de una mujer.

Un ruido.

Fue junto a la ventana del dormitorio, separando levemente las cortinas, asomándose sobre el tejadillo del porche.

¡El Pontiac!

Salía vapor, silbando, de debajo del capó.

Los pasos airados de ella en los escalones del porche.

El portazo de la puerta principal.

Salió rápidamente de la habitación de ella, pisando silenciosamente con sus Nikes negras sobre la moqueta nueva, hasta lo alto de las escaleras, donde se quedó entre las sombras y sacó el cuchillo de caza con dientes de sierra. No debía matarla hasta haberse enterado de los números, y aun entonces solo debía hacerlo cuando se lo mandara el que lo había contratado. Asustarla, encontrarlos, y esperar después para matar. La sangre le palpitaba en las sienes; tenía la respiración agitada. Podía caer sobre ella ahora mismo, sin hacer caso al jefe. Podía pasarse la noche entera divirtiéndose con ella, más tiempo quizá. Ella no recibía visitas, prácticamente. Podían pasar días enteros sin que se enterara nadie.Volvió a pensar en las órdenes que había recibido. No matarla en la casa. Tendría que buscarse otro sitio para enviarla a la tumba despacio.

Piensa en el dinero. Siren le haría ganar un dineral. Levantó en silencio el pie del escalón superior.Volvió a guardar despacio el cuchillo en su funda.

Tragó saliva con fuerza.

Sonó el timbre de la puerta y lo reafirmó en su decisión.

"Ya te atraparé otra vez, guapa", pensó.

SIREN CONTEMPLÓ a la secretaria y sintió que se le erizaban los pelillos de la nuca. Venía a medir una cabeza menos que Siren, con lo que la mujer tenía casi la talla de un enanito. Tenía las mejillas regordetas y el pelo fino, como de recién nacido. La mujer iba vestida de un modo atroz, con ropa de saldo, a la moda de seis años atrás, de colores mal conjuntados y que además no le venía bien. Síren apartó la mirada de los ojos huecos de la joven y la invitó educadamente a pasar. La secretaria no avanzó más que un paso por delante del umbral y se quedó allí clavada, de modo que Siren no pudo cerrar la puerta a su espalda. La cara de la secretaria recordaba a Siren a una margarita que se desmaya al borde de una carretera en una ola de calor. Aquella mujer no le producía buena sensación.

-Siento mucho que no haya dónde sentarse -dijo Siren educadamente-. Es que todavía no me han traído los muebles.

Un ruido en lo alto de las escaleras.

Debía de ser un crujido de la casa.

La secretaria encogió los hombros redondos sin molestarse en mirar el interior de la casa. Sus dedos, pequeños y regordetes, jugaban con un legajo de carpetas unidas por una goma roja y ancha.

-¿Se le ha recalentado el coche? -preguntó la secretaria, con una voz tan aguda que cabría pensar que había hablado una niña.

-Sí, llamaré al taller dentro de un rato.

-Tengo suerte de haberla encontrado -dijo la secretaria-. Ya sé que me he adelantado. Lo siento. Angela dice que las dos fueron amigas íntimas en el instituto. ¿Es usted india? -le preguntó.

Siren, que pensaba todavía en el coche y no prestaba mucha atención a la conversación, se volvió.

-¿Qué? -dijo.

La secretaria se sonrojó e hizo sonar la goma.

-Quiero decir que tiene la tez oscura, los ojos grandes y los pómulos marcados. Había pensado que podría ser india americana.

Otro ruido en lo alto de la escalera. ¿Qué sería aquello? Siren intentó concentrarse en la mujercita que tenía delante.

-Supongo que podrá decir que soy una tonta completa.

Se tragó su irritación.

-Angela me dijo que me traía unos documentos para que los leyera -dijo, mirando significativamente las carpetas que se agitaban en las manos de la mujer.

-En la oficina todos hablan de usted -dijo la secretaria, sonrojándose de nuevo y haciendo chascar la goma con una precisión irritante-. Ah, por cierto, me llamo Rachel Anderson -dijo, presentando una mano insegura. Siren la tomó. La mano de la mujer hizo pensar a Siren en un pájaro tembloroso, liviano y asustado-. Mi amiga Heather, que trabaja conmigo, no se creía que yo fuera a venir aquí.

-¿Y por qué?

Rachel abrió mucho los ojos.

-Ah, por nada, la verdad.

-Parece que últimamente he recibido más atención pública de la necesaria -replicó Siren. Vio que los dedos de Rachel se dirigían nerviosos a las carpetas y que volvían a esa condenada goma.

Una sonrisa minúscula hizo subir las comisuras de los labios de Rachel.

-Todos nos hemos enterado de lo mal que lo pasó en Nueva York... (chas) debió de ser terrible... (chas) soportar ese juicio y todo lo demás... (chas-chas) tuvo suerte de que se presentara aquel hombre en el último momento y contara a todos que usted estaba en su restaurante en el momento del asesinato y que se quedó después para darle una sesión de hipnoterapla... ¡y hasta tenía una lista de gente importante que la vio aquella noche! ¡Igual que en las películas!

Se recogió el pelo castaño, que le llegaba hasta los hombros, con unos dedos cuyas uñas estaban mordidas.

-¡Lo que quiero decir es que no es posible que usted matara a su novio si estaba con todas esas personas!

Siren parpadeó. ¿Iba a ser siempre así? ¿Tendría que repasar la experiencia más terrible de su vida solo para llevar adelante una conversación vulgar?

-Sí, supongo que... tengo suerte.

Todavía veía mentalmente la cara del señor Domley, con expresión como de pedirle disculpas. "Lo siento mucho, señora McKay. ¡He venido de Atenas en el primer avión! ¿Cómo han sido capaces de acusar de una cosa tan terrible a una muchacha tan agradable?" Le había dado unas palmaditas en la mano. "No se preocupe. Sé que no es culpable. Yo tengo amigos. Amigos importantes. Me creerán. No se preocupe, pequeña... Saldrá de aquí dentro de poco.Ya le dije que ese novio suyo la metería en un lío. Un hombre malo. La verdad es que le ha hecho un favor a usted al dejarse asesinar. Pero usted, encanto, no sería capaz de hacer una cosa así. Usted, que ha sido siempre tan amable y tan servicial conmigo. Usted me ha cambiado la vida, pequeña, y yo no voy a consentir que nadie destruya la de usted... "

Un chasquido fuerte de la goma la hizo volver de golpe al momento presente.

-Sí, fue una suerte que el propietario del restaurante volviera para testificar -dijo con educación. Después, intentó de nuevo cambiar el tema de conversación-. ¿Dio Angela alguna instrucción relacionada con esto? -preguntó a Rachel, a la vez que tomaba de sus manos las carpetas unidas, sintiéndose aliviada por haberle quitado la goma monstruosa. No le gustaba nada adoptar una actitud dominante, pero las cosas tenían un límite.

-No. Simplemente, que lea toda la propuesta y firme los contratos. Puede llamar por teléfono a Angela y vendrá alguien a recogerlos, o puede traerlos usted misma. Quiere una respuesta lo más pronto posible.

-¿Conque sí, eh?

Aquello era muy propio de Angela. En cuanto metía la nariz en algo, se sumergía por completo en ello.

Un golpe fuerte al fondo de la casa. Siren volvió bruscamente la cabeza.

-¿Hay alguien más aquí? -preguntó Rachel, con los ojos azules muy abiertos, Siren no sabía si de curiosidad o de miedo.

-No, debe de ser el viento -respondió Siren, sin terminar de creérselo ella misma.

Rachel no pareció convencida, pero siguió adelante.

-Angela dice también que tendrá que firmar los contratos con su nombre oficial -dijo, señalando la carpeta superior-. Margaret McKay Ackerman.

-Hace años que me quité oficialmente el Ackerman -respondió ella-. Nunca me gustó cómo sonaba. ¿Planteará eso alguna dificultad?

Rachel se quedó desconcertada.

-No se preocupe.Ya lo solucionaré -dijo Siren, saliendo al porche delantero detrás de Rachel. Una furgoneta roja, destartalada, con las ventanillas bajadas, entraba por el camino reduciendo la velocidad. El intermitente se le encendía esporádicamente. El vehículo avanzaba lentamente hacia la casa.

-Es mi marido... fue a recoger unas piezas de repuesto para su furgoneta mientras yo le traía sus papeles.

Siren vio girar algo extraño en los ojos de Rachel, de color azul verano. Se le erizó el vello de los antebrazos, como una ola en miniatura.Aquello era demasiado raro.

-Mi marido cree que usted mató de verdad a ese tipo, Max Dalton -dijo Rachel-. No quería que yo viniera aquí, pero un sueldo es un sueldo, ¿sabe? A decir verdad, me gustaría pedirle hora para tener una sesión con usted.

Síren pensó, por algún motivo extraño, que aquello no sería buena idea. Puede que fuera por la actitud de Rachel, por su aura de desesperación fingida. Aparentaba inocencia, pero detrás de aquellos Ojos azules había algo espeluznante.

Rachel miró a su espalda.

-¡Tengo que marcharme!

Siren, aun pensando que hacía mal, la sujetó por el brazo.

-Llámeme y ya veré lo que puedo hacer por usted -dijo, metiéndose la mano en el bolsillo de la camisa, sacando una de sus tarjetas de visita nuevas. Rachel se la arrancó de la mano, asintió con la cabeza y bajó corriendo los escalones desvencijados del porche. "Tengo que arreglar esos escalones antes de que alguien se rompa una pierna y me ponga un pleito", pensó Siren. "sería lo que me faltaba: más publicidad negativa."

Siren avanzó hasta el escalón superior y dio la bienvenida al sol del otoño que le dio en la cara mientras veía cómo salía precipitadamente la furgoneta por el camino, marcha atrás, casi rozando el algarrobo. Llegó hasta la carretera asfaltada y se puso en camino a toda velocidad hacia Cold Springs. Siren no había tenido la oportunidad de echar una buena ojeada al marido de Rachel. Al cabo de unos instantes llegó a toda marcha por el lecho del arroyo una moto de todo terreno, subió a la carretera trazando un arco grácil, tomó una curva cerrada para enfilar el puente de metal, que atravesó ruidosamente, y subió por la ladera de la montaña con un quejido del motor.

¿Quién era ese?

Volvió la cabeza levemente... ¿y qué demonios era ese olor a quemado? Rodeó la casa por fuera hasta la parte posterior, mirando el lago, el embarcadero y el patio trasero.

Nada.

Levantó la vista hasta el segundo piso. La ventana del baño estaba abierta, las cortinas se agitaban al viento. Qué raro: recordaba claramente haber cerrado aquella ventana hacía menos de una hora.



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