Muerte en el Barranco de las Brujas



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TODO SE IBA ARREGLANDO. Serato encontró una habitación barata en una pensión, encima del Todo a Cinco y Diez Centavos de Ballentine. La casa debía de tener lo menos doscientos años, con grifos que goteaban, ruido de cañerías y cagadas de ratones en los rincones. Las habitaciones del piso superior se alquilaban por semanas o por meses. Según oyó decir, también se alquilaban por horas, en algunos casos, si el cliente así lo deseaba. Era un sitio perfecto para alojarse una temporada. Lo que tenía que hacer a continuación era buscarse un trabajo. Para pasar desapercibido. Nada que fuera demasiado agotador. A tiempo parcial. Alquiló un cacharro. Un Volkswagen oxidado. Rondaría con el Lexus de noche, pero utilizaría eI VW para el trabajo y para sus exploraciones de día. Si la gente se farniliarízaba demasiado con él, alquilaría otro distinto. Cuando terminara la misión que tenía que hacer aquí, quemaría el VW. Después, tenía que buscar un lugar reservado. Un terreno de ejecución. Un lugar muy especial, donde pudiera divertirse con ella cuando llegara el moinento. Aquello podría resultar dificil en un pueblo pequeño como aquel. Pero, por otra parte, había graneros abandonados, la ruta de los apalaches, o, quizá, si tenía suerte, alguna que otra cueva. Confiaba en que le aparecería el lugar de ejecución adecuado. Tenía confianza en el universo.

Se sentó en la cama hundida, cuyos muelles rechinaban a cada movimiento que hacía. Había temido que perder más tiempo del necesario en el pueblo, y aquello lo irritaba.Ya debía tener establecida la pauta diaria de los movimientos de ella, observando los matices, preparando el momento ideal. Sin embargo, apenas había empezado. Cierto, había recogido alguna informade las prostitutas y de los drogadictos del pueblo. Siempre había alguien dispuesto a vender el alma de otra persona. Bueno, al final el pago sería exepcional en más de un sentido. Soñaba por las noches con Siren McKay; su piel oscura y juvenil se disolvía en luz roja de sangre.

Pensó en la incursión que había hecho en la casa. Recordaba sus titubeos al verla desde las sombras de lo alto de la escalera, cómo se le llenaba el cráneo del deseo de hacerla suya, cómo le temblaban las manos al visualizar el momento de la ejecución. Por primera vez en su vida había estado a punto de perder el control de la bestia que criaba con tanta atención en su interior. Serato se había descolgado de la ventana del cuarto de baño de la parte trasera de la casa y había dado un rodeo hasta el Lexus que te tenía escondido. Bastaba. Ya había visto lo suficiente de momento.

Pensó en sus instrucciones y se acarició el bigote.

Asustar.


Encontrar.

Terminar.

Fácil.

A LA MANANA SIGUIENTE, Tanner encontró a Nana Loretta en su Iugar habitual, instalada ante la enorme mesa de escritorio deteriorada de la Biblioteca Pública de Cold Springs, rodeada de montones de pliegos de cordel descabalados y de crónicas mohosas. Aquel día llevaba puesta una rebeca blanca como la nieve con botones de nácar. Nana Loretta dirigía desde hacía cincuenta años con mano firme la biblioteca, alojada en el edificio más antiguo de Cold Springs. En los últimos veinte años ejercía este trabajo en calidad de voluntaria, pero parecía que nadie lo advertía. Su autoridad seguía siendo absoluta. Aquel día no constituía ninguna excepción. En el local había un silencio absoluto. Tanner miró a su frágil abuela, que estaba sentada en un gran sillón de madera. Era un enigma: firme y bien conservada por fuera, una viejecita perfecta, al parecer; pero, como bien sabía él, era una mujer cuya mente interior estaba llena a rebosar de un mundo fantástico de mitos y de magia.



A su derecha había una vieja máquina lectora de microfilmes cuyo viejo ventilador gruñía. Alrededor de Nana se filtraba la tenue luz del día por las ventanas rectangulares de madera que rodeaban la habitación como un viejo collar de perlas. Entraban y salían motas de polvo de las franjas de luz solar que atravesaban la atmósfera callada. Por lo menos, si hablaba con ella allí, no podría montarle una escena. El sentido que tenía ella del decoro se lo impediría.

A decir verdad, había estado a punto de no venir. Las cosas no marchaban bien entre los dos, sobre todo desde que él había perdido la custodia de sus hijos a favor de los padres de su mujer. Nana se enfadó con él, y él sabía que también estaba desilusionada con él. Nadie está dispuesto a reconocer que ha criado al borracho del pueblo. Daban fe de ello las incontables discusiones que habían temido. Bueno, pero él no estaba borracho en aquel momento. Apretó entre las manos el sombrero de cazador al acercarse al escritorio, sabiendo que las primeras palabras que saldrían de la boca de ella serían un reproche de alguna clase. Nana le había llamado por teléfono varias veces a lo largo de la semana y le había dejado una serie de mensajes en el contestador. Sabía que quería hablar con él de magia. Siempre quería hablarle de lo mismo. Cuando no era de su afición a la bebida, era de asuntos de ocultismo. No, gracias: él estaba intentando arrancar de su vida aquellas dos cuestiones. No estaba de humor para el mundo de fantasía de ella. La realidad ya era bastante mala de suyo.

Tres semanas sin beber. Tragó saliva con fuerza. La verdad era que echaba de menos a Nana, aunque fuera un poco pesada. Sonrió en un intento de dar regularidad a su expresión.

-Hola, Nana -dijo con voz tranquila; y se inclinó para darle un abrazo rápido-. ¿Te están dando mucho la lata los usuarios?

Ella sonrió levemente como respuesta y negó con la cabeza.

-Esta mañana, cuando me llamaste por teléfono, parecías bastante firme. ¿De qué se trata?

-Siéntate -dijo ella, indicándole la silla-, y no hables tan favor. Estamos en la biblioteca, ¿sabes? Intenté llamarte varias veces la semana pasada -añadió con tono de desaprobación-, pero supongo que habrás estado ocupado con tu trabajo. No tengo noticias tuyas desde hace más de un mes. Por lo menos podrías pasarte por aquí de vez en cuando a saludarme.

Respiró hondo y soltó el aire despacio, como expulsando de su cuerpo el descontento que sentía.

-Estoy orgullosa de ti -siguió diciendo-.Ya me he enterado de que rescataste al chico de los Ferguson.

Se apreció en su voz un matiz de admiración que hizo sentirse a Tanner enormemente culpable. Debería haberle devuelto las llamadas.

Nana hizo un movirmento para recoger unos papeles y las gáfas que se ponía para leer se le cayeron de la nariz. Una cadena de cuentas negras que llevaba al cuello impidió que cayeran al suelo.

-En todos estos no hay gran cosa -dijo, señalando con un ,gesto de la mano todos los libros-, pero la verdad es que yo no esperaba que lo hubiera. No obstante, aquí... -añadió, abanicando el aire con las copias que había sacado de la máquina lectora de microfilmes-. Esto sí que es más interesante.

Nana indicó a Tanner con un gesto que tomara asiento. Él dejó su sombrero de cazador gastado sobre el escritorio y tomó los papeles que le presentaba ella. Aunque aquello era una pérdida de tiempo, la anciana se merecía que él le prestase atención. Le llevaría la corriente, y después volvería a ocuparse de sus cosas. ¿Era posible que llevara un mes entero rehuyéndola? La voz se le cargó de culpabilidad.

-¿Qué es esto, pues?

-Son copias de artículos tomados de la revista semanal La Gaceta de Cold Spríngs -dijo ella con un leve asomo de emoción-. La biblioteca posee los ejemplares desde 1820 hasta la actualidad. Señor, he tardado tres semanas en leerlo todo, pero tenía que asegurarme.

Tanner hojeó las copias. En cada una de ellas se hablaba de 9 oleadas de incendios que tenían lugar en el mes de octubre. Las relaciones de pérdidas en ganado, en edificios y en dólares se alternaban con las crónicas de las operaciones para combatir los incendios en la localidad. En aquellos tiempos, un incendio era un incendio, y se investigaba muy poco o nada.

Nana volvió a calarse en la nariz las gafas de lectura.

-Hasta el momento no se han producido muertes de seres humanos a consecuencia de los incendios -explicó-. Ah, sí que ha habido muertes, naturalmente, pero tuvieron lugar después del suceso. Por ejemplo, en 1847, Henry Black perdió una pierna al hundirse su granero y murió poco después. En este caso -siguió diciendo, tomando los papeles y eligiendo uno-, un joven se ahogó en el lago Cold Springs por un accidente al bombear agua para combatir el incendio del juzgado en 1967.

-Es interesante, pero no sé dónde quieres ir a parar -dijo él.

-Eso no es todo -matizó ella. Las gafas de lectura se le deslizaron hasta la punta de la nariz, y los ojos le bailaban sobre el borde superior. Él comprendió que se estaba guardando algo que a él, probablemente, no le gustaría oír. Estaba seguro de que sería algo que olería a ocultismo. Suspiró para sus adentros cuando ella se inclinó hacia él.

-La primera serie de incendios, al menos que yo sepa, empezó en el año de la matanza de la Cabeza de la Vieja.

"Lo sabía", pensó Tanner. "Ya ha tenido que sacar los cuentos de cocos". Nana Loretta se arrellanó en su sillón y cruzó los brazos sobre su rebeca blanca con una sonrisa de satisfacción. Ahora le diría que había algún planeta en conjunción con el la casa celestial central del pueblo, y que aquella era la explicación natural de los incendios. Tanner sonrió levemente, dejando los papeles en el escritorio. Podía llevar aquello de dos maneras: cortar con esas tonterías de una vez para todas, en cuyo caso ella no volvería a dirigirle la palabra en su vida, o bien consentirle que siguiera aferrada a sus locas teorías. Aunque a primera vista no le resultaba nada dificil elegir entre esas dos opciones, teniendo en cuenta que él quería a aquella mujer que lo había criado, por otra parte Nana siempre era un factor imprevisible. Si dejaba que Nana jugara a los investigadores, las consecuencias podrían ser peligrosísimas para la salud de la carrera profesional del propio Tanner, aunque también era verdad que esta ya estaba por los suelos, en cualquier caso. Con todo, él prefería conservar su trabajo todo el tiempo que fuera posible. Inclinó la cabeza, observando su cuerpo anciano, sus manos, que temblaban al revolver los papeles. Al rrienos podía escucharla, qué diablos.

-Yo creía que lo de la matanza era un cuento. Que no era más que un truco para vender periódicos y visitas turísticas en octubre.

Nana frunció el ceño.

-Los relatos transmitidos por la familia dicen que la matanza tuvo lugar en 1789, mucho antes de que se fundara La Gaceta de Cold Spríngs -dijo ella, volviendo a calarse las gafas en la nariz-. Pero aquí -dijo, revolviendo más papeles y extrayendo una hoja que contenía un párrafo señalado con un círculo de tinta roja- hay una relación de una serie de incendios otoñales en 1820. ¿Lo ves? Dice que es la peor oleada de incendios de la temporada de la cosecha desde 1789, que fue el año de la matanza de la Cabeza de la Vieja, y todos sabemos que eso pasó en el mes de octubre.

-¿Lo sabemos? -preguntó Tanner.

Ella miraba el papel bizqueando y acercándoselo y alejándoselo alternativamente de la nariz. Suspiró y se volvió a poner las gafas, dedicando un momento a colocárselas bien en el puente de la nariz.

-Ah, mira este. La última oleada de incendios notable se produjo en 1965. Fue el otono en que nació Siren McKay, esa chica a la que acusaron de asesinar a su novio, ¿sabes quién es? -dijo, asomándose sobre su nariz para mirarlo, con aire de interrogación; pero él no reaccionó.

Estaba, sondeándolo, él lo notaba.

-¿La recuerdas?

-No.

-¿No recuerdas que la tía Jayne la traía a la montafia?



-No; y ¿por qué la llamas siempre así? No era parienta nuestra.

-Porque todos la llamaban así.

Tanner consultó su reloj ostensiblemente.

-Nana, tengo cosas que hacer. ¿Podríamos abreviar?

-¿Lo ves? -siguió diciendo ella-. Aquí está la notificación de su nacimiento, justo al lado del artículo titulado "¿Ha terminado la oleada de incendios?".

-¿La notificación del nacimiento de quién?

-De Margaret McKay Ackerman. Todos la llamábamos Siren, y ella se cambió más tarde el nombre para llamarse Siren McKay. ¿No lo recuerdas? Dicen que si lees el periódico local que se publicó el día que naciste, los titulares te dan una idea de tu futuro, ¿sabes? Lo he leído en alguna parte, hace poco. Tendré que buscar el mío.

Dejó que las gafas de lectura le bajaran deslizándose por la nariz.

-Recuerdo aquel octubre -siguió diciendo-. ¡Fue precioso! Había unos colores tan vivos que se notaba que había magia en el ambiente. Todos los de las familias del Arte de por aquí hablaban de ello. La tía abuela Jayne estaba segura de que era un buen augurio y todo eso…

Los ojos azules le bailaban como siguiendo escenas en una pantalla de cine invisible para Tanner.

-Y, entonces, empezaron los incendios. Aquel año solo hubo seis: dos cobertizos, un granero, un taller de tornero y un granero vacío. Los suficientes para producirnos algunas sospechas, pero no tanto como para que nadie se inquietara de verdad. La gente pensó que la estación había sido demasiado seca, nada más. El peor fue la noche de Halloween; pero, naturalmente, todos lo achacamos a que los niños habían hecho demasiadas travesuras, ya sabes. Los Richards perdieron la mitad de su granja. Qué lástima -dijo, señalando otro artículo-. Jayne juraba a diestro y siniestro que los incendios eran mágicos y que debíamos hacer algo al respecto. Pero a partir de entonces no hubo más. No volví a pensar en ello hasta que empecé a revolver estos periódicos antiguos. No dejaba de pensar que había algo que debía recordar. Estos artículos me lo han vuelto a traer a la memoria -añadió Nana, con una sonrisa-. Recuerdo que nadie hacía caso a Jayne. Por entonces era vieja, ¿sabes? Hasta... sí, ahora lo recuerdo hasta preguntó a mi padre por los incendios. Él le dijo que era una vieja tonta. Ella creía que los fuegos podían ser una advertencia de alguna clase.

-¿Una advertencia de qué, a quién?

-No tengo ni la menor idea -dijo ella, encogiéndose de hombros-. Creímos que lo que decía no eran mas que cuentos. Pensamos que eran tonterías de la antigua patria. Ojalá le hubiera prestado más atención yo.

Tanner cambió la postura de su cuerpo enjuto sobre el incómodo sillón de madera.

-Recuerdo los cuentos que contaba Jayne a todos los pequeños, sobre todo lo de la matanza de la Cabeza de la Vieja.Yo, personalmente, creía que eran todo ficciones.

Tanner hizo caso omiso de las alusiones a Siren McKay. La tía Jayne había sido otra loca de la familia. Parecía que los Thorn producían por lo menos una en cada generación. Se preguntó vagamente si él rnismo podría ser considerado como tal. La idea no era agradable. No le gustaba la manera en que lo miraba Nana, como si quisiera extraerle algún secreto que él guardase en lo más profundo de su mente. Se pasó distraídamente los dedos por la cicatriz irregular que tenía en la mejilla.

-¿Has descubierto algo más?

-En los periódicos, no -respondió ella, negando con la cabeza-. En todas las ocasiones, la oleada de incendios terminó de manera tan inexplicable como había comenzado. Por lo que yo veo, el peor es siempre en Halloween, y, después... nada. No hay ningún incendio en absoluto; al menos, ninguno que parezca cosa sistemática. Tampoco existe una pauta significativa en cuanto al tiempo, ni se repite el número de incendios. A veces son solo cuatro o cinco. Otras veces se han producido hasta quince. Entre las oleadas se han dado intervalos de hasta cincuenta y un años -añadió, agitando la mano en el aire-, o de solo dos años. Suelen empezar hacia el equinoccio de otoño, hacia el 21 ó el 22 de septiembre, y van cobrando intensidad hasta el 31 de octubre, cuando culminan en el peor incendio de la serie, ya se trate de una serie pequeña o grande. He comprobado también las cartas astrales de varios incendios. De momento, no encuentro ningún indicio de un denominador común. Como ya he dicho, la unima serie ce incendios se produjo en octubre de 1965. Pero creo firmemente que los fuegos tienen un carácter mágico. Me ha venido a la cabeza que puede que se trate de uno o más elementales del fuego. Como los del agua, ¿los recuerdas? ¿Te acuerdas de los elementales del agua?

Tanner no dijo nada. Podía dejar que ella se entretuviera con sus cartas astrales y sus artículos de periódicos viejos. ¿Qué daño podía hacer? Comprendía que lo que ella pretendía era, sobre todo, ayudarle a él, y un poco de ayuda de Nana podía servir de mucho. Se metió la mano en el bolsillo, extrajo la moneda de oro e hizo girar sobre sus dedos el metal terso. La luz suave de la biblioteca se reflejó en el canto de la moneda. Nana le dirigió una mirada significativa. El volvió a guardarse la moneda en el bolsillo

Nana se inclinó y apagó la máquina lectora de microfilmes. Después, se quitó las gafas y las dejó cuidadosamente colgadas sobre su pecho hundido.

-Veo que no te crees nada de lo que te cuento.

Él se revolvió, incómodo.

-No tienes nada que sea definitivo. Por otra parte, solo tres de los incendios recientes carecen de explicación. Con el tiempo acabaremos por descubrir sus causas.

-No las descubriréis si las buscáis a vuestra manera.

Él inclinó la cabeza.

-Es verdad que no tenemos idea de cómo se inician los incendios, pero yo encontraré una explicación lógica. En un incendio hay cuatro elementos que nos pueden indicar si el incendio es accidental o provocado: la fuente de combustible, la fuente de oxígeno, la fuente de encendido y la reacción quirnica entre estas tres. Esto se llama el triángulo del fuego.

-¿Y si la reacción química es mágica? -preguntó Nana.

-Ya hemos hablado de todo esto, Nana. En la mayoría de los casos, podemos encontrar una causa razonable. Reconozco que la causa no siempre salta a la vista, pero así son las cosas. Un incendio solo puede tener dos causas. Quiero decir que solo puede ser accidental o provocado. Dicho de otro modo, un incendio se produce o por error o a propósito.

-¿Y la combustión espontéa?

-¡Nana! No estamos hablando de que haya personas que empiezan a arder. Se trata de incendios de estructuras, sin pérdida de vidas humanas.

-Me pregunto si un animal podrá arder por combustión espontánea -murmuró ella.

Tanner levantó los ojos al cielo. Senil. Se estaba volviendo senil.

-¿Y no observaste nada extraño en los fuegos de ahora? ¿Nada en absoluto? -le preguntó ella, enarcando las cejas.

Un temblor de miedo le hizo cosquillas en la garganta. Si le contaba a ella las impresiones que le habían producido los incendios, sobre todo el de casa de los Ferguson, ella lo presentaría de manera triunfal y se lo repetiría una y otra vez como prueba de que él era, en efecto, una persona mágica, como siempre había sabido ella. Se apoyaría en ello para obligarle a creer que él tenía poder para cambiar las cosas, un poder que no poseía, desde luego. ¡Daban buena fe de ello las pésimas decisiones que había tomado a lo largo de su vida! Él no estaba dispuesto a tragárselo, y ella no podía obligarlo. El mundo de ella estaba lleno de trampas y de miedos psicológicos en los que no caía la gente corriente, ni tampoco caía él. El que él se hubiera servido para salir del incendio de los Ferguson de una de las fórmulas que le había enseñado ella de niño había sido una casualidad, ideas raras que le habían venido a la cabeza en un momento de terror, nada más. Por lo menos, aquello era lo que él llevaba tres semanas diciéndose a sí mismo.

-¿Tanner? -insistió Nana, con una mirada de inocencia fuera de lo común, y él se preparó para lo peor. Evidentemente, quería decirle más cosas.

-¿Sabes? -dijo Nana despacio, como si quisiera recalcar especialmente en el cerebro de él cada una de sus palabras-. Ayer me llamó un periodista de La Gaceta de Cold Spríngs. Se han interesado por mis investigaciones sobre los incendios -añadió, con una sonrisa de inocencia-. El personal de la biblioteca me ha ayudado mucho, y supongo que alguno habrá comentado rmi análisis a los del periódico...

Sonó un timbre de alarma en la cabeza de Tanner.

-Pero yo he querido hablar antes contigo para conocer tu opinión -siguió diciendo ella con una dulce sonrisa-. Por eso te he llamado esta mañana. Puede que haya llegado el momento de que salga del armarlo, por así decirlo. De hablar a la comunidad de la brujería. De que salga y diga sin más: "Escuchad: soy bruja". Sería como si les sacara la lengua, después de tantos años. ¿Verdad que sería un titular estupendo? Bruja local opina sobre los incendíos. Al fin y al cabo, no me queda mucha vida por delante...

A Tanner se le hizo un nudo en la garganta y tardó un momento en poder hablar. Aquella era la baza secreta de Nana. Si ella hablaba a los periódicos de sus teorías sobre los incendios y de la práctica de la brujería en la familia, él perdería su trabajo con toda seguridad. ¿Por qué se empeñaría ahora con tanto ahínco en fastidiar las cosas? En aquel momento se imponía una maniobra de distracción.

-Si eres capaz de presentarme algo más que lo que tienes aquí -dijo, dando un golpecito sobre los papeles que estaban en el escritorio-, pensaré muy en serio en lo que me cuentas. Pero será mejor que no digamos nada a la prensa de momento. ¿De acuerdo, Nana?

-¡Entonces es que has visto algo! -exclamó Nana.

Tanner suspiró para sus adentros, preguntándose si toda aquella conversación no habría sido más que una trampa que le había tendido ella para sonsacarle lo que quería.

-No, no he visto nada, y por eso desconfío. Al fin y al cabo, si hubiera visto algo, estaría de acuerdo contigo, ¿no? -dijo, intentando devolverle la pelota a ella-. Pongamos las cosas claras, Nana: el resto de la gente no cree en una buena parte de las cosas en las que crees tú, ¿sabes? Si te pusieras a hablar al periódico de tus teorías ahora mismo, sin pruebas, quedarías por tonta.

Nana estrechó los labios y frunció las cejas delicadas con un gesto de desánimo.

Tanner se recostó en su asiento, comprendiendo la impresión que habían producido en ella sus palabras y sintiéndose un farsante de primera, pues acababa de mentirle a ella y, evidentemente, de mentirse a sí mismo también. Probablemente le haría creerse loca. Pues bien, maldita sea, ya era hora de que Nana saliera de Nanalandia y entrara en el mundo donde vivía el resto de la gente.

Nana se puso a recoger todos sus papeles.

-Tienes razón –dijo en voz baja-. No sé en qué estaría pensando.

Tanner se frotó el cuello, abrió la boca y volvió a cerrarla.

-Vale –dijo por fin-. Mira. ¿No me dijiste una vez que Jayne tenía unos diarios en alguna parte?

No se creía que le estuviera concediendo esta última oportunidad. Pero el sentimiento de culpabilidad de Tanner lo impulsó a seguir delante.

-¿Por qué no investigas un poco y los buscas? Puede que allí encuentres algo más cocnreto; pero, Nana, no digas nada a los periódicos sin consultar antes conmigo cualquier cosa que descubras. Te lo pido nor favor. ¿De acuerdo? –dijo Tanner. Apoyó los codos en la mesa y se frotó los ojos con los dedos.

-Janey escondió todas las notas de su rama de la familia antes de morir -dijo Nana despacio, animándose con la idea-. Ninguno hemos sido capaces de encontrar su diario personal. Yo tengo las notas de nuestra rama de la familia, sí. Los otros... bueno, sus familiares solían nuemarlo todo cuando morían. En aquellos tiempos no éramos unos grandes historiadores. A lo largo de los años he llamado por teléfono a docenas de personas, pero parece que nadie tiene ninguna información. Por desgracia, ya no tengo una memoria excepcional. Si recordara algo más de lo que decía ella…

A Tanner empezaron a sudarle las palmas de las manos. Puede que el personal de la biblioteca aceptara a Nana con buen humor, pero las familias antiguas de la comarca pondrían el gritoen el cielo si esta empezaba a desenterrar huesos viejos que más valía dejar en sus tumbas. La expulsarían de la biblioteca al instante. Había oído decir a Nana desde hací muchos años que eran las familias más poderosas del condado las que subvencionaban la biblioteca.

-¿Qué clase de llamadas de teléfono has hecho, Nana? No te habrás puesto en contacto con nadie últimamente, ¿no?

Ella hizo caso omiso de su pregunta.

-¡Tengo una idea estupenda! -exclamó-. Creo que debería hablar con Lexi Riddlehoff.

-¡Debes de estar de broma! -dijo Tanner, aterrorizado.

-En absoluto. Creo que puede ayudarnos. Tiene una colección de datos y de leyendas locales superior a cualquier cosa que podamos encontrar aquí. Estoy segura de que se guarda cosas a las que nosotros no podemos acceder de ninguna otra manera.

-Lexi es el último con quien debemos hablar, Nana. Es aficionado a aparecer en la prensa, y acabamos de decidir que no ibamos a meter a la prensa en esto, ¿no es así?

Nana hojeó los papeles con una expresión que era casi de terquedad.

-Lleva diez años intentando hacerte hablar de las brujas de por aquí, desde que heredó las fincas de los Riddlehoff. Si se pone a investigar, va a levantar un avispero.

Nana lo miró con gesto inexpresivo.

Tanner decidió jugar su baza más arriesgada con tal de tranquilizar a Nana y evitar que hablara con la prensa, lo cual era inevitable siempre que intervenía Lexi.

-Lexi no es de los nuestros. No es una persona mágica. ¡Tú lo sabes!

Muy bien. Le tiraba a la cara el honor de la familia, el linaje en el que él no creía y que odiaba al mismo tiempo. Se sintió como un verdadero canalla.

En los ojos envejecidos de Nana se advirtió que reflexionaba sobre ello.

-Supongo que cuando hable con la prensa preferiré hablar directamente. Después de haberlo comentado contigo, naturalmente -se apresuró a añadir.

Tanner la dejó sintiéndose como un farsante, pero satisfecho al saber que ella seguiría ocupándose de sus cosas sin meter en ello a la prensa... ni a Lexi. Naturalmente, tratándose de Nana, nunca se sabía en qué líos era capaz de meterse.

NANA LORETTA se recostó en su sillón, pasándose los dedos por la montura de alambre de sus gafas, observando la ancha espalda de Tanner, que se alejaba por la biblioteca pisando fuerte con sus botas de marcha sobre el suelo de linóleo reluciente. Tanner llevaba el pelo largo, el último vestigio de pagano que le quedaba, recogido en la nuca con una tira de cuero. Se puso de golpe en la cabeza el sombrero de cazador mientras se cerraban a su espalda las puertas de la biblioteca.

Nana se sentía culpable, en parte, por manipularlo. Comprendía perfectamente el miedo de Tanner a la vergüenza pública; pero, oponiendose a su propio buen juicio y a la compasión humana, había aprovechado ese miedo de Tanner en contra de él. Dejó caer las gafas hasta su pecho y se frotó una articulación de la mano que le dolía por la artritis. Echó hacia atrás la cabeza y levantó la vista hasta la franja de ventanas que rodeaban la sala y por las que entraba la luz del sol. ¿De cuántos otoños más disfrutaría? ¿Podría ser aquel el último? Era muy posible.

Puede que él tuviera razón. Se estremeció al pensarlo. Podía ser que las teorías de ella no fueran más que los delirios de una mente senil... pero ella no se sentía senil.Y siempre que aullaba la sirena del parque de bomberos, ella olía la amenaza que estaba en el aire. Era espesa y empalagosa. Se escapó un suspiro de sus labios marchitos. ¿Cuántos incendios se habían producido desde el 22 de septiembre? Eran demasiados para poder contarlos, tres de ellos misteriosos, y todavía faltaba bastante para que terminara el mes de octubre. Pero aquello podía ser normal, sobre todo después de un verano tan seco. No. No. Se avecinaba algo malo, muy malo. Ella lo sentía. Todas las prácticas adivinatorias que había consultado lo confirmaban.

Dio una palmada sobre el escritorio con su mano vieja, sintiéndose frustrada por no ser capaz de poner fin a los incendios. Ah, no era por falta de intentarlo. Había realizado varios ritos, pero la magia era el acto de equilibrar las cosas. Si las cosas estaban muy desequilibradas, tardaría tiempo, un tiempo del que quizá no dispusieran. Lo que le hacía falta era un grupo numeroso; pero la mayoría de los viejos habían muerto, se habían marchado al País del Verano hacía mucho tiempo, y los nuevos no tenían la experiencia suficiente. ¡Cuánto más fácil sería si Tanner volviera a creer! Pero se negaba a creer. Nana sacudió la cabeza con tristeza: despues de tantos años de formación, cuando era niño, había renegado de un plumazo de todo su pasado. Le había dado la espalda, tan grande como la tenía. Se había vuelto hombre. Nana arrugó la nariz, enfadada. Le había mentido cuando había dicho que no había notado nada en el incendio. No hace falta ser vidente para interpretar la expresión de una persona a la que has criado desde niño.

Y también estaba lo de Siren McKay.

Tanner no había movido ni una pestaña cuando Nana había pronunciado el nombre de Siren. ¿Era posible que se hubiera olvidado de ella?

SERATO SALIÓ FURTIVAMENTE de la sección de libros de referencia, desde donde había escuchado, oculto, la conversación del hombre y la anciana. Les había oído citar el nombre de Siren y aquello había suscitado su interés. Si había ido a la biblioteca era por otros motivos. Era fundamental documentarse, y había demasiados como él que no llegaban a dominar los recursos complicados necesarios para sobrevivir a largo plazo y para alcanzar éxitos repetidos. El que lo había contratado, por otra parte, le pedía también otras informaciones, pero estas las conseguiría en su mayor parte en el juzgado local. Sonrió, acariciándose el bigote. Aquella conversación podía resultar útil. Consultó su reloj: todavía le quedaba una hora libre antes de presentarse en su puesto de trabajo a tiempo parcial.

De momento, la McKay salía poco de su casa, salvo para hacer visitas al pueblo, donde iba sobre todo a la ferretería y a los supermercados. Los informantes de Serato habían estado en lo cierto: hablaba con pocas personas, y no mantenía conversaciones íntimas con nadie. Por eso se sorprendió al leer en el tablero de anuncios de la biblioteca una nota que anunciaba un programa de hipnoterapla patrocinado por el condado. La última línea decía: "Siren McKay, Hipnoterapeuta Diplomada". Serato sabía que ella se había dedicado a esto en NuevaYork, el dato figuraba en la documentación que le había entregado generosamente la persona que lo había contratado. Pero le sorprendió enterarse de se proponía establecer allí una consulta, teniendo en cuenta o la mancha que había caído sobre su reputación.

Una mujer con valor.

Hasta el momento, la mayoría de los movimientos de Siren habían sido irregulares. Esta había alquilado un Volkswagen Rabbit, un cacharro de color azul cerceta al que le faltaban los tapacubos, mientras tenía el coche en el taller. Estaba tan estropeado como su propio coche y hacía un "put, put" en las rectas. Lo cual dio a Serato una idea excelente.




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