Muerte en el Barranco de las Brujas



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LA LUZ TENUE del Bar y Restaurante El Atadero se reflejaba en una barra de ébano que recorría el establecimiento en toda su longitud. Siren miró a su alrededor, nerviosa. Todas las cabezas de los presentes se volvieron hacia ella. Todas las cabezas de los presentes eran masculinas. "Una equivocación", pensó. Gracias a Dios que solo había siete u ocho cabezas. Tres volvieron a girar hacia la mesa de billar que estaba al fondo, a la derecha. Siren no supo si sentirse injuriada o aliviada. Titubeó. Quizá fuera mejor que se diera la vuelta y se marchara. El estómago le protestó a gritos. De acuerdo: se arriesgaría.

Había cerca de la puerta un letrero que decía: siéntense ustedes mísmos. Se filtraba una luz débil por la ventana grande, redonda, de las puertas de acero inoxidable que separaban el restaurante de la cocina. No había nadie tras la barra, pero había tres hombres, los tres de vaqueros, botas de mozo de cuadra y camisa de franela, sentados en taburetes del lado de los clientes. Uno tenía el pelo largo, recogido con una tira de cuero crudo en una coleta que le caía por el centro de la ancha espalda, y llevaba puesto un sombrero de cazador, ladeado con descaro. De vez en cuando hacía saltar en la mano y recogía de nuevo un objeto plano y dorado. Había a su lado un tipo grueso que lo llamaba “jefe". El tercero era un sujeto pequeño y delgado, pelirrojo, que hacía gestos desaforados mientras contaba un chiste o algo así. Los tres se rieron, olvidándose por fin de la presencia de Siren, cosa que a esta no le molestó ni mucho menos.

Entre Siren y la barra había un laberinto formado por varias mesas de madera con manteles de cuadros azules. En cada mesa se exhibía una rosa roja de plástico, cubierta de polvo, en un florero azul también de plástico. A la izquierda de Siren había varios reservados nuevos, en uno de los cuales se sentaban dos caballeros de traje oscuro y con corbatas de colores vivos.

Siren optó por sentarse en uno de los reservados tapizados de piel azul. No tuvo que esperar mucho tiempo. Se presentó una mujer ioven, con aspecto de universitaria, que le puso delante un vaso de agua, un servicio de mesa y un menú que llevaba el título de El Nuevo Restaurante Famíliar El Atadero. La muchacha no iba vestida de camarera; llevaba, más bien, un vestido estampado largo, de algodón, con cuello blanco inmaculado y un delantal brillante de limpio. Siren pidió un bistec poco hecho y un pilaf de arroz y se puso a esperar que le sirvieran la cormida. Llegaban a su mesa, procedentes de los tipos que estaban a dos reservados de distancia, fragmentos de noticias locales y de chismorreos del pueblo, entremezclados con charlas apasionadas sobre la Bolsa. Siren apoyó la cabeza en el respaldo de piel suave y se relajó.

Sus pensamientos vagaban, apoyados en lo que escuchaba sin querer. Los tres caballeros de la barra formaban parte de la Compañía de Bomberos Ciudadana Número 2. Siren recordaba vagamente que la Número 1 se había quemado cuando ella era nifia. Observaba las espaldas de los hombres, que se agitaban a veces por el calor de su conversación y que estaban absolutamente quietas en otros momentos. El que llevaba el sombrero de cazador sujetaba una botella de ginger ale, cosa que a Siren le pareció extraña, teniendo en cuenta que estaban en un bar. Calculó que tendría más de cuarenta años; pero en un pueblo pequeño como aquel podían ser unos treinta y muchos muy mal llevados. Siren se encogió de hombros. ¿Qué le importaba a ella?

No se dio cuenta de cuándo había empezado a advertir las llamas, pero el caso era que estaban allí. Saltaban, se retorcían, eran como una pared ardiente interpuesta entre los hombres y ella. Solo que... no eran auténticas. No había sonido; había solo una película diáfana y móvil.

Abrió un poco más los ojos, con el cuerpo paralizado. Al pensar en ello se dio cuenta de que aquello había empezado como una transparencia roja como la sangre que había ido adquirido un color más intenso. Saltaban de la pared llamas de color rojo dorado que se bifurcaban y formaban halos que ondulaban alrededor de las cabezas de los hombres que estaban ante la barra. El fuego, seductor y desazonador, no producía humo.

Parpadeó. Las llamas se retorcían formando zarcillos eróticos. ¿Debía gritar? ¿Debía exclamar que el local estaba en llamas? El corazón le palpitaba con fuerza en el pecho, que amenazaba estallar con la presión de su miedo. Cerró los ojos con fuerza y los volvió a abrir despacio, dirigiéndolos de derecha a izquierda, recorriendo la sala con la vista. Las llamas seguían allí. Nadie más se había fijado en ellas. La camarera atravesó tranquilamente el voraz incendio, sonrió a un cliente y siguió adelante.

¡No lo veían! Debía de estar volviéndose loca. Se obligó a sí misma a respirar, a contemplar aquel espectáculo, a aplastar su miedo. El fuego no era verdadero, pero ella lo veía de todos modos. Producía una sensación... bueno, femenina. Los zarcillos de las llamas acariciaban al hombre del sombrero de cazador, jugaban con sus largos cabellos, enviaban lenguas de fuego que le subían y le bajaban por la espalda, se le enroscaban a la cintura esbelta, le volvían a subir hasta la cabeza, le besaban las orejas...

-¡Basta! -gritó.Todos los presentes en el bar se volvieron a mirarla, entre ellos el que era presa de las llamas junto a la barra, cuyos ojos (sí, esos ojos plateados) se clavaron con atención en la cara de ella, cautivando su vista asustada con una mirada fría. ¿Cómo era posible que un ser humano tuviera ojos de color plateado? Tenía una larga cicatriz que le bajaba desde la sien por la barbilla. Casi le resultaba familiar. ¿Lo conocía del instituto de secundaria? No. Aquel era un pueblo pequeño. Si él hubiera vivido allí toda la vida, lo más probable es que ella lo hubiera conocido en alguna ocasión.

-Debo de haberme quedado dormida -dijo, avergonzada y apurada, y tomó un trago de agua con mano temblorosa. La camarera apareció a su lado con el bistec. Las llamas habían desaparecido. Habían desaparecido por completo. Las conversaciones prosiguieron, en tono más bajo que antes, aunque el hombre de los ojos plateados se había sentado de lado en el taburete para poder dirigirle una mirada de vez en cuando. Siren se puso a comer en silencio, intentando evitar sus miradas. Intentó recordar la visión que habían tenido de las llamas, pero no era capaz de evocar nada. Cuando estaba terminando de comer, el restaurante estaba muy animado, lleno de clientes, y ella ya no veía al hombre del sombrero de cazador y los ojos plateados. Entraban por la puerta a intervalos regulares diversos adultos acompañados de niños de distintas edades y más o menos bulliciosos, con lo que el ambiente alcanzó un nivel de ruido rayano en el estrépito. Alguien echó unas monedas en la máquina tocadiscos.

Siren pagó su cuenta y se apresuró a atravesar aquella algarabía y a salir al crepúsculo otoñal, silencioso y frío. Una leve niebla flotaba sobre el suelo. Pensó en volver a su casa antes de que la niebla decidiera envolver el pueblo para toda la noche.

SERATO se acarició el bigote, observándola con atención. Se había asegurado de que el restaurante estuviera lleno de público antes de entrar y de tomar una mesa en la que ella no pudiera observarlo con facilidad. La había mirado de reojo en la medida de lo posible para mantener el anonimato. Ella había comido en silencio, sin rmirar a la derecha ni a la izquierda. Él pasó la lengua por el borde de su vaso de agua. Se sentía fuerte, poderoso, cazador. Era una sombra. Ella estaba sentada sola, con la cabeza apartada de la mayor parte de los clientes, como si no quisiera que la reconocieran, como si temiera ser objeto de atención. Serato reconoció en el hombre que estaba junto a la barra al que había hablado con la anciana en la biblioteca aquel mismo día. Escuchó con atención y confirmó con agrado lo que había deducido antes. El hombre de la coleta morena era el jefe de bomberos, y los que estaban con él eran bomberos voluntarios.

Husmeó disimuladamente el aire cuando ella pasó rozando su mesa. Recordaría aquel olor. La miró con atención, observando su manera de moverse mientras pagaba la cuenta y salía por la puerta. Había cambiado desde que había estado en la cárcel. No es que estuviera más mansa... era otra cosa. Tenía algo... de felino. Esto le agradó enormemente. ¡Sería un desafío excelente!

Serato terminó de comer. No tenía por qué darse prisa: ella no tenía dónde ir salvo a su casa. Si él hubiera tenido dónde llevarla, su cita con la muerte se habría llevado a cabo aquella noche. Debía esperar. Valdría la pena. Mientras tanto, la observaría y se imaginaria cosas. Sí: las imaginaciones formaban parte de la diversión.

Cuando él salía, entró un poli flacucho seguido de dos amigos. Un tipo de poco peso, con pinta de memo, vestido con traje, y un bajito con aire de bonachón que daba la impresión de no haberse bañado desde hacía una semana.

Serato arrugó la nariz con desagrado.

SIREN SE QUEDÓ de pie un momento en el aparcarmiento, dejando que sus pulmones absorbieran a fondo el aire sabroso del otoño. ¿No olía algo a quemado? Pasó a su lado deprisa una moto de todo terreno que arrojó polvo y gravilla hacia sus pies y entró en la carretera ruidosamente. Vio alejarse al motorista hacia la montaña, con los flecos de cuero de su traje al viento.

-Me está pasando por fin -murmuró mientras conducía su coche, camino de su casa-. Estoy perdiendo la razón. Ya era malo de suyo no poderme quitar de la cabeza el juicio. Sueño todas las noches con el cadáver de Max, desmadejado y desangrándose en la alfombra. Ahora veo incendios imaginarios. Ayer creí que había alguien en la casa. Puede que mi mente intente liberarse de los recuerdos.

Esta última explicación le pareció insuficiente.

La carretera de Lambs Gap tenía varias curvas cerradas al salir del pueblo, pero al abrirse el paisaje entre terrenos cultivados, la carretera se volvía más recta y más regular. Tomó la última curva, y, cuando enfiló la recta y pisó el acelerador, el Volkswagen Rabbit tosió y se ahogó.

Faros de un vehículo en el retrovisor.

Cerca.


Demasiado cerca.

Todo lo demás tan oscuro como el interior de un ataúd. En aquel tramo de carretera rural no había farolas ni viviendas. Pisó el acelerador, confiando en distanciarse un poco del conductor impaciente que tenía detrás. Aquello era lo único malo que tenían las carreteras rurales de Pensilvania por la noche: los conductores más prudentes siempre conseguían convertirse en unos imanes idiotas.

El coche que tenía detrás igualó su velocidad.

Más cerca.

Intentó dar más gas al Rabbit, pero el cochecito no quiso colaborar. Era como si el acelerador dijera: íré a ochenta y no pasaré de ahí. Puede que si aflojaba, el conductor impaciente no tuviese inconveniente en adelantarla.

Redujo la velocidad.

El coche de atrás redujo la velocidad.

Siren pisó el acelerador. Ah, a noventa, nada menos.

¡Bam!

Aquello le parecía increíble: el tipo que tenía detrás había dado un golpe en la parte trasera del Rabbit. Ella se desvió hacia la derecha.



El otro se puso en el carril de la izquierda y avanzó hasta su altura. ¡Tenía las ventanillas de vidrio ahumado! Se adelantó, irrumplo en el carril de ella y aceleró. Dos segundos más tarde, pisó los frenos bruscamente. Siren, con los ojos muy abiertos, dio un volantazo y patinó por la carretera. El pequeño Rabbit rodó entre los rastrojos de un maizal. Se detuvo violentamente, apuntando en el sentido opuesto al camino que llevaba. A Siren le latía locamente el corazón en el pecho. Se volvió para mirar atrás.

El coche había desaparecido.

La carretera estaba vacía, a oscuras y cubierta a intervalos por franjas espesas de niebla.

Hizo el resto del camino conduciendo con cuidado. Debía de tratarse de algún chico que queria presumir de coche nuevo a costa de ella, nada más. Se aferraba nerviosamente al volante con los dedos. Una vez más, estuvo a punto de chocar con la farola semicaída del final del carmno de acceso a su casa. "Tengo que arreglar de una vez esta farola", pensó, demasiado tarde.

La niebla, que ya era tan turbia como el agua de una alcantarilla, le llenó los pulmones mientras subía trabajosamente al porche de la parte delantera de la casa. Se quedó en el último escalón. Este rechinó bajo su peso. Se detuvo a olfatear el aire. ¿Por qué no dejaba de oler a quemado? Echó una rápida ojeada por el patio, pero solo percibió las franjas anchas de aire gris húniedo. Sintió un picor en el cuello como si hubiera alguien espiándola desde más allá de sus cinco sentidos. "¡Verdaderamente, Siren, te estás dejando dominar por tu imaginación!", se riñó a sí misma.

A pesar de todo, la invadió una sensación de alivio cuando cerró la puerta de dos segmentos sin haber recibido ningún ataque y encendió la luz, llenando el zaguán de un brillo intenso. En aquellos momentos sentía la necesidad de ver espacios vacíos limpios, ordenados y luminosos; lo cual no le costaba gran trabajo, teniendo en cuenta que no tenía muebles. Se los entregaban el día siguiente, a primera hora, según el vendedor optimista con el que había hablado en el transcurso de su larga serie de compras de aquel día. Comprobó el contestador automático, que estaba como desamparado en el suelo de roble brillante del salón, que pronto sería su despacho. No había ningún mensaje.

Se duchó; se puso sus calzones largos de color azul claro, se preparó un té y se dispuso a repasar una última vez los contratos de Ángela. Aullaba a lo lejos una sirena, pero su mente apenas percibió el sonido. En la ciudad se oían sirenas constantemente. A falta de muebles, se veía obligada a poner un montón de almohadas en el rincón del salón y sentarse en el suelo con las piernas cruzadas. Dispuso los papeles en el suelo, delante de ella, y releyó todos los documentos mientras se tomaba el té. Tenían buen aspecto.

La subcontrata no representaba ningún gasto para el condado de Webster. El condado no le pagaría directamente a ella; por lo tanto, ya podía olvidarse de aspirar a planes de pensiones, seguros médicos y a las demás ventajas, pocas más, que tenían los empleados de la administración del condado. Ella lo aceptó de buena gana. Tendría éxito o fracasaría por sus propios medios.

Firmó los contratos rubricándolos airosamente. Sonó el teléfono, atacándole los nervios. Se puso de pie, entumecida, y dio una patada a la taza vacía, que rodó por el suelo pulido. Cogió el teléfono antes de que hubieran terminado de sonar los dos timbrazos que daba de plazo el contestador automático antes de empezar a repetir el mensaje. Al mismo tiempo, arqueó la espalda para quitarse de encima el entumecimiento.

-Margaret McKay -dijo, adoptando ese tonillo profesional ,que acostumbramos a usar al responder a llamadas profesionales, y dando su nombre oficial.

-Señora McKay, soy Rachel. ¿Me recuerda? Nos conocimos ayer por la tarde.

Siren se dio cuenta, avergonzada, de que se había olvidado de la muchacha por completo.

-Desde luego, Rachel. De hecho, acababa de firmar los contratos. ¿Quiere que se los lleve a la oficina, o prefiere pasarse a recogerlos mañana por la mañana?

-Si, bien, lamento molestarla, pero no la llamaba por eso. Déjelos en su porche y ya los recogeré camino del trabajo. En realidad, le llamaba por lo otro.

Siren no estaba segura de qué le estaba hablando aquella mujer. Guardó silencio.

-Creo que he cambiado de opinión -dijo Rachel, con voz inestable e insegura, con un leve matiz de susto. Siren creyó percibir el llanto de un mño al fondo-. Lo de la sesión. No me interesa.

-No debe tener rmedo a la hipnosis, Rachel. No hay nada que temer, y usted será consciente de todo lo que pase, todo el tiempo. No hará nada en contra de su voluntad, y verá que es capaz de salir del estado de inducción en cualquier momento que lo desee -dijo ella con voz tranquila. Torció la cabeza, consciente del largo aullido de varias sirenas en las cercanías de su casa: un ulular largo, seguido de un honk-honk gutural. Las sirenas volvieron a sonar, pasaron quejumbrosas por delante de la casa y se detuvieron por fin, callando repentinamente a la mitad de uno de sus quejidos electrónicos.

-¿Qué ha sido eso? -le preguntó Rachel-. ¿Hay un incendio cerca de su casa?

-No tengo idea.

Rachel parecía asustada.

-Vaya a mirar. Con tantos incendios como ha habido últimamente... ¡Qué miedo! La espero al teléfono.

-Ah, no creo que...

Pero Rachel no se avenía a razones. Siren, obediente, salió al zaguán y encendió la luz del porche. La luz no respondió. Accionó el interruptor varias veces. Nada. Maldiciendo entre dientes, separó los visillos y miró por la ventana de la parte delantera. No parecía que pasara nada malo entre la niebla espesa.

-No veo nada -dijo Siren, volviendo a llevarse el auricular al oído.

-Dispense, señora McKay, tengo que dejarla.

RACHEL ANDERSON colgó el teléfono de golpe, enfadada consigo misma.

-¡Callad! -gritó a sus hijos, cerrando con fuerza las manos pequeñas, clavándose las uñas en las palmas-. ¡Callaos e id a dormir!

Los niños huyeron corriendo hacia su dormitorio.

Chuck, su marido, terminó de beberse su cerveza, eructó y aplastó la lata contra su pierna.

-Quita el culo gordo de delante, no me dej as ver la televisión -le dijo-. ¿Con quién demonios hablabas por teléfono?

-Era una cosa del trabajo -respondió ella, pasando por el cuarto de estar de la caravana grande en que vivían.

-Sí, bueno. Dame otra cerveza.

-Cógela tú.

El le tiró la lata a la cabeza. Ella se agachó para esquivarla. Pasó silbando por encima de ella y se coló en la cocina, golpeando la cazuela grande de hierro fundido que estaba en el escurreplatos.

Rachel terminó despacio de guardar los cacharros. Nadie la valoraba nunca. Nadie. Se acarició la nuca. Lo sentía venir. Ese dolor horrendo, el dolor que le hacía puré el cerebro. Rachel echó un poco de aceite en el centro de la cazuela de hierro fundido y lo esparció con una servilleta de papel, para que no se oxidara la cazuela. La secó con un paño y la guardó bajo la pila.

Abrió la nevera, suspirando, cogiendo con dedos temblorosos la fría lata de cerveza. Algún día todo aquello habría termindo.

Se frotó las sienes, deseando que se le pasara el dolor. Algún día.

SIREN se quedó sentada, percibiendo un peligro, sujetando en la mano el auricular del teléfono, que emitía un zumbido. Colgó el auricular y, cuando estaba buscando la taza vacía, sonó el timbre de la puerta principal, haciendo que casi le saltara el corazón del pecho del susto.

Siren se acercó descalza a la puerta principal e intentó mirar por la mirilla. Pero entonces recordó que ya no estaba en Nueva York y que no había mirilla. Su ojo no veía más que madera. Alguien aporreaba la puerta por el otro lado, y la puerta, que vibraba con los golpes, le dio un buen empujón en la ceja en el tiempo que tardó en darse cuenta de que no había mirilla. "Puede que me convenga poner una mirilla", pensó, frotándose la ceja.

-¿Quién es? -preguntó, intentando disimular el miedo en su voz. Hacía un instante, el porche y el patio estaban desiertos, según creía ella. La puerta, resto de una época en que había buenos artesanos, amortiguó la respuesta, haciéndola incomprensible. Abrió prudentemente la mitad superior de la puerta de dos segmentos. La prudencia que había adquirido con los años de vivir en Nueva York le reprochó vivamente aquella estupidez; pero al fin y al cabo solo había abierto ligeramente la mitad superior de la puerta. Por la rendija entre la puerta y la jamba vio a un agente del Cuerpo Regional de Webster. Al ver el uniforme empezó a formársele una sensación desagradable en la boca del estómago. Tragó saliva con fuerza.

-¿Señora Margaret McKay?

El timbre de la voz del agente le hizo pensar en una charla agradable junto al fuego, pero tenía un deje que indicaba a gritos un carácter dictatorial y eficiente. La fama que tenía el Cuerpo Regional de Webster por el nivel olímpico del entrenamiento de sus hombres siempre suscitaba comentarios de admiración por parte de todos, desde los granjeros hasta los tenderos. Cada agente era un clon del anterior y podría servir de modelo para un anuncio de material deportivo o un calendario de Chippendale, en función del gusto de cada uno, claro está. Eso sí que no había cambiado en los últimos diez años. Aquel ejemplar no era ninguna excepción. Superaba con mucho el metro ochenta y llevaba un sombrero Stetson marrón de ala baja, las insignias oficiales y una media sonrisa de autoridad que dejaba al descubierto una dentadura perfectamente blanca y regular. A ella se le puso rígida la columna vertebral, como para quitarse de encima una circunstancia desagradable. Algunos policías de Nueva York eran iguales que aquel hombre en su aspecto y en su conducta, pero después la habían tratado terriblemente mal en privado.

-Sí, soy Margaret McKay -dijo con inseguridad. Había muy poca gente que la llamara por su nombre oficial. Abrió un poco más la puerta. El aire frío del otoño, cargado de neblina oscura, entró a hurtadillas en el zaguán. Sintió frío en los dedos de los pies, sobre el suelo de baldosas blancas y negras.

El agente hizo ademán de quitarse el sombrero.

-Buenas noches, señora. Supongo que no me recuerda. Fuimos juntos al instituto. Me llamo Billy Stouffer.

Siren no recordó nada durante un instante y hubo uno de esos silencios vergonzosos que se producen mientras nos esforzamos desesperadamente por que las neuronas de nuestro cerebro recuerden a la persona que tienen delante. Casi había esperado que vinieran a detenerla, lo cual era ridículo. Los recuerdos dolorosos eran difíciles de eliminar.

-¿Billy? ¿Billy el Grande? -se le escapó, y se llevó inmediatamente la mano a la boca, consternada, mientras lo miraba a los ojos oscuros.

-No te preocupes -dijo él, riéndose levemente-. Yo he perdido kilos, y parece que tú has cambiado algo de aspecto también. He crecido mucho desde entonces. ¿Y tú?

Ella se tocó con la mano el pelo semimojado y recordó de pronto que llevaba unos calzones largos. Se daba cuenta de que no estaba desnuda, por supuesto, pero ¿a quién le agrada que lo vean con su ropa interior de invierno?

-Escucha, Billy, me gustaría mucho hablar contigo, pero no estoy vestida. ¿Has venido en visita oficial o extraoficial?

Ella se aferró al tirador de la puerta entras los nervios le chirriaban. Sintió una opresión en el pecho. Ya estaba. Ahora le leería sus derechos y le pondría las esposas. Era un mal sueño que se hacía realidad una vez más. Casi había esperado que sucedería aquello, una pesadilla de la que ella no se podría despertar jamás.

-¿Eres pariente de Jess Ackerman?

Siren inclinó la cabeza, despacio.

-Sí, es mi tío.

Tragó saliva con fuerza. Billy Stouffer no había vernido a llevársela, después de todo. Le temblaron los párpados y respiró hondo, apoyándose levemente en la mitad superior de la puerta de dos segmentos, apartándose de la cara una masa de pelo húmedo. La puerta osciló un poco con su peso. Billy extendió el brazo como para sujetarla, pero vio que se ponía tensa y retrocedió rápidamente.

-Ha habido un incendio grave... en casa de tu tío.

A Siren le saltó el corazón a la garganta. Aunque su tío Jess y ella no se entendieran bien, ella no quería que le pasara nada malo.

Dos siluetas caminaban torpemente por el camino hacia el porche. Ella extendió el brazo y tomó un chal largo de lana gris de uno de los percheros de bronce de la pared del zaguán, y abrió un poco más el panel superior de la puerta, llevándose al pecho el chal voluíminoso. Salió luz amarilla y cálida del zaguán al porche, lleno de grietas y con la pintura deteriorada, e iluminó a un hombre que estaba en el escalón superior y que parecía un oso.

-¿Tío Jess?

Siren quitó el pestillo de la mitad inferior de la puerta de dos segmentos, la abrió y la rodeó corriendo, aplastando con los pies los fragmentos de pintura despegada. El tío Jess se tambaleaba en el escalón superior del porche. Un joven agente, que tenía la camisa tan planchada que los pliegues le arrojaban sombras propias, lo cogió del brazo y le ayudó a salvar el escalón y a entrar en la casa.

El tío Jess, vestido de pies a cabeza con ropa rasgada y manchada de hollín, recorrió con la vista la vivienda vacía, consternado.

-¿No tienes muebles todavía, nena? -murmuró, rmientras cruzaba el zaguán arrastrando los pies y entraba en el cuarto de estar desnudo. El olor a madera quemada y a Dios sabe qué otras cosas impregnó la habitación-. Aquí no hay dónde sentarse -se quejó-. ¿Es que también se ha comído ella todas tus cosas? -dijo, echando una ojeada inquieta a la chimenea apagada que estaba al fondo del cuarto de estar, a la derecha.

Siren miró a Billy, que se encogió de hombros. El otro polícía se había quedado atrás. La boca le formaba una línea estrecha y apretada, y sus ojos, tiernos, rmiraban con aire imperioso por encima de una nariz aguíleña. Desde luego, no daba el tipo de agente del Cuerpo Regional de Webster al que estaba acostumbrada ella. Su aspecto le resultaba familiar, en cierto modo, pero ella estaba segura de que él era demasiado joven para que ella se acordara concretamente de él.

-¿Lo conozco? -preguntó al agente delgado.

-Lo dudo mucho -respondió este con voz tensa, con un tono que daba a entender que él no se trataría de ninguna manera con gente como ella.

-Perdone mi error. Me temo que estoy mal de muebles hasta mañana -dijo ella, con un cierto matiz nervioso en su voz-.Todavía no los han traído.

-Ella se levantó y se comió los míos -murmuró el tío Jess, con la vista perdida. Siren observó que tenía las pupilas dilatadas-. Míra cómo tienes el pelo, nena -murmuró-. Así pareces una bruja: lo que eres, Margaret McKay, con el pelo volando por la habitación. Esto es obra tuya, probablemente -le dijo, amenazándola con un dedo-. Recordabas la manera de llamarla... sé que la recordabas. Tu tía Jayne, que en paz descanse, decía que sabrías hacerlo. Decía que tenías el poder. Es verdad. Tenía razón. Supongo que así pago yo el infierno que he creado... las cosas malas que he hecho. Supongo que me lo tengo merecido... Supongo...

Siren lo miró fijamente, llena de confusión. Billy también parecia desconcertado.

El policía más joven atravesó el cuarto de estar con arrogancia, echó una ojeada a la cocina, volvió y mió escaleras arriba al segundo piso. Después entró descuidadamente en el salón, con los pulgares metidos en el cinturón. A Siren le dio la impresión de que estaba registrando la casa, y esto le produjo una sensación vulnerabilidad y de incomodidad. Pero el tío Jess era más importante en aquellos momentos. Allí, de pie, parecía un niño perdido. Siren dirigió a Billy una mirada interrogadora. Él abrió ligeramente los ojos mientras negaba con la cabeza, pero Siren advirtió, por la contracción de su mandíbula, que no estaba a gusto con su companero, pues sus ojos castanos seguían todos los movimientos del otro agente.

-Tío Jess... -dijo Siren con voz suave. El tío Jess parecía muy... bueno, muy viejo, allí de pie, en el centro de la habitación desnuda, con los dedos manchados de tabaco que le temblaban, tirándose de los bigotes con aire ausente. Los ojos, que solía tener claros, los tenía ahora turbios y de color gris oscuro.

No respondió.

-Hemos intentado llevarlo al hospital para que le hicieran un chequeo rutinario, pero él se negó -dijo Bffly-. Podríamos haberle obligado...

El otro policía volvió al cuarto de estar y soltó un bufido. En la placa que llevaba en el pecho se leía "Agente Dennis Platt".

-Yo no solo diría que "se negó". Le hicimos unas recomendaciones muy competentes...

Billy le hizo callar levantando la mano y frunció el ceño.

Dennis puso mala cara.

-En Información siguen intentando ponerse en contacto con alguno de sus hijos -dijo Billy-, pero de momento no han tenido suerte. Al parecer, se han ido todos juntos de acampada al monte para toda la semana. Ya los encontraremos. Nos ha pedido que los hagamos venir aquí.

Siren echó una mirada por su casa vacía. ¿Qué iba a hacer con el tío Jess?

-Tío Jess, podría pagarte una habitación en el pueblo -le dijo con prudencia-. Aquí no tengo sitio para que duermas tú. Ni siquiera tendré cama para mí hasta mañana.

"Además (pensó ella), lo último que quiero es tener que andar a la greña con los hermanos Ackerman. En cuanto se enterasen de que su padre se alojaba aquí, se me echarían encima". Había habido mucha mala sangre entre los chicos Ackerman y ella, y Siren dudaba de que se hubieran vuelto más abiertos con el paso del tiempo. Sus mujeres eran igual de malévolas. No. Era imposible. El tío Jess no se podía alojar allí.

-No me voy al pueblo. Ella se ha comido mi casa. Tú me puedes alojar -dijo, frunciendo los labios con un gesto de terquedad.

Siren suspiró. Si se presentaban allí los chicos Ackerman a recoger a su padre, lo más probable era que salieran a relucir cosas feas que habían quedado pendientes. Por otra parte, tampoco podía meter a Jess solo en una habitación, sin que nadie cuidara de él de algún modo. Era evidente que Jess estaba sufriendo una crisis mental.

-Ya te dije que no había seguridad de noche -dijo Jess, dando un pisotón en el suelo-. Y ¿me hiciste caso? ¡No! ¡La nena, la señoritinga listilla de NuevaYork, no sabe nada!

Se le acumulaban espumarajos en la comisura de los labios agrietados.

-Has sido tú quien has invocado a la perra. Sé que has sido tú. -dijo. Se volvió y se acercó con paso vacilante al ventanal del cuarto de estar, y puso una mano llena de hollín sobre las cortinas nuevas para apartarlas. Se quedó mirando al exterior oscuro y lleno de niebla. Siren hizo a Billy el gesto de beber en un vaso, pero este negó con la cabeza: el tío Jess no había bebido. El otro agente se cruzó de brazos y se recostó sobre la pared, recién pintada de color crema, contrayendo el delgado labio superior con un gesto de puro desdén.

Billy se dirigió al joven agente y le dijo:

-Dennis, vigila a Jess un rato. Yo voy a hablar con Siren en la cocina.

-No creo que me pagen para hacer de niñera -replicó Dennis.

Se produjo un momento de tensión entre los dos agentes. Siren hizo como que no lo notaba. Billy la llevó del brazo por el cuarto de estar hasta la cocina.

-¿Podrías hacer algo de té o de café? -le pidió Billy.

-Claro -dijo ella; y se puso a llenar la tetera, dando un golpe un poco más fuerte de lo normal con esta contra la pila de acero inoxidable-. ¿Qué ha pasado?

-No lo sabemos. Habíamos tenido bastantes incendios en el condado de Webster en las últimas semanas. Algunos no tenían explicación. El alcalde ha hecho venir a peritos de otro estado, pero tampoco ellos han sido capaces de explicar nada. También los haremos venir para que vengan a ver este caso, antes de que los chicos de aquí se metan con ello. Nuestro jefe de bomberos no es precisamente una persona de toda confianza.

Se frotó la frente con la mano y se ajustó el sombrero en la cabeza.

-¿Cómo ha sido de grave? Lo de su granja, quiero decir.

-La casa ha quedado destruida. El granero no ha sufrido daños de importancia. El ganado está intacto, a excepción de un cerdo negro histérico al que atropelló un coche de bomberos.

Siren puso la tetera en el fogón y encendió el gas.

-¿Y el tío Jess?

-Cuando llegamos, seguía entrando y saliendo a todo correr de la casa en llamas. Gritaba que había algo que se lo estaba comiendo. No tiene quemaduras y ha conseguido salvar algunas de sus cosas. El departamento de bomberos tiene una asociación de damas auxiliares. Ellas se encargarán de embalar lo que salvó Jess, en cuanto dé el visto bueno el jefe de bomberos. Lo que sea aprovechable lo guardaremos en el granero de Jess. Cuando pueda buscar algo más entre los restos del incendio, las damas le ayudarán, pero no creo que encuentre gran cosa. En todo caso, todavía no puede tocar nada hasta que se pasen los peritos mañana por la mañana y hasta que nosotros estemos convencidos de que el incendio ha quedado extinguido por completo. Cuando se encuentre mejor, tendré que tomarle declaración, y estoy seguro de que las autoridades de control de incendios querrán hablar con él también.

-¿Estás seguro de que no tiene quemaduras? ¿No le habrá caído nada en la cabeza? Lo que quiero decir es que parece que está muy alterado, y no cabe duda de que la cabeza no le funciona bien.

Billy se encogió de hombros. Sus anchos hombros se movieron con soltura bajo su carruisa azul marino, bien planchada. La insignia que llevaba en el bolsillo del pecho lanzó un destello a la luz del techo de la cocina.

-Los de nuestro equipo médico de emergencias dicen que aspiró algo de humo, pero que, aparte de eso, está bien. Puede que no sea más que una conmoción. Vieron que tenía la tensión arterial un poco alta, pero dentro de lo normal, teniendo en cuenta por lo que ha pasado. Pero si no se normaliza mañana por la mañana, sería mejor que lo llevases a ver a su médico de cabecera. No ha estado lo que se dice colaborador.

Siren dispuso cuatro tazones de infusión de hierbas sobre una bandeja de plástico anaranjada que tenía forma de calabaza.

-Lo que me quieres decir es que lo que te parece más indicado es que se quede aquí.

-Si no hay inconvemiente.

Siren suspiró. Si madrugaba lo suficiente, quizá pudiera sacar de allí a Jess, pasarse por el médico si era necesario y buscarle algún alojamiento, evitando a los hermanos Ackerman, y a las esposas de estos si se las traían también. No: eso no podía ser. Iban a traerle los muebles por la mañana.

-¿Debo enterarme de algo más? -preguntó, sin atender del todo, dando vueltas todavía al problema de qué haría con el tío Jess.

-De momento, no. Cuando tengamos más información, te la comunicaremos. Pero, para ser sincero contigo, si este incendio es como todos los demás, creo que no habrá mucha más información. Mientras tanto, deberás enterarte de cuál es su compañía de seguros e intentar resolverle ese trárm'te. La noticia de que está aquí alojado correrá por el pueblo, así que es posible que te suene el timbre de la puerta sin parar. La mayoría de las personas mayores se ayudan entre sí.Vendrán a verlo todos los que puedan.

Estupendo: primero los hijos del tío Jess, y después la asociación local de ancianos. Era precisamente lo que menos falta le hacía a ella y lo que menos deseaba. El agente Dennis Platt puso mala cara y miró ostensiblemente su reloj al entrar en el cuarto de estar.

-Más vale que nos pongamos en canimo -dijo.

Billy miró para otro lado, con expresión cautelosa.

-Creo que podemos tomarnos una taza de te, Dennis. Al fin y al cabo, ya es casi la hora de nuestro rato de descanso.

Dennis se irguió y apretó la mandíbula bajo la nariz ganchuda.

-Yo paso.

El tío Jess no se apartó de su puesto, junto a la ventana, ni siquiera cuando Dennis cerró la puerta principal dando un sonoro portazo.

-¿Algún problema? -preguntó Siren mientras dejaba la bandeja en el suelo y entregaba a Bílly una taza humeante.

-Ah, está algo mosqueado, nada más.Ya se le pasará.

Siren no quiso curiosear y cambió de tema.

-¿Crees que hay un incendiario suelto?

-Si lo hay, es tan bueno que no sabemos cómo provoca los incendios.

-Eso no tiene sentido. O son incendios accidentales, por la electricidad, por problemas con la calefacción, estufas de queroseno, chimeneas atascadas, rayos, lo que sea, o bien los está provocando alguien. Los incendios no se producen sin una causa concreta -dijo ella.

-Eso dice todo el mundo. Nos enfrentamos a un verdadero misterio de Cold Springs -dijo él con una mueca, y tomó un trago de la infusión caliente-. ¿Por qué cree tu tío que fuiste tú quien provocaste el fuego? -preguntó, bajando la voz. Jess oscilaba delante de la ventana, dándoles la espalda a los dos.

Aunque Billy tenía una expresión inocente perfecta y bien ensayada, Siren se dio cuenta de que la estaba interrogando discretamente. Le miró directamente a los ojos.

-No tengo ni idea -respondió, hablando con firmeza pero con voz tranquila-. Solo había hablado una vez con Jess desde que volví al pueblo, y aquella conversación no fue de las mejores. En esencia, él tenía la opinión de que yo no debía volver a Cold Springs. Estoy segura de que muchos comparten ese punto de vista. Si me estás preguntando por su estado mental en ese momento, estaba bien. Parecía que estaba en su sano juicio. Ahora, bueno... ya no estoy tan segura -concluyó, echando una mirada a su tío.

-Está comiendo -murmuró Jess.

Billy y Siren miraron a Jess, que tení la cara cubierta por un pliegue del visillo del cuarto de estar.

-¿Has dicho algo, tío Jess? -preguntó Siren.

-Está conmocionado -murmuró Billy.

Jess no respondió. Apoyó la frente en el vidrio rmientras sujetaba el visillo con la mano, cuya piel estaba cubierta de manchas. Siren se acercó hacia él por detrás y le tocó suavemente el hombro.

-¿Te apetece una infusión, tío Jess? Así te sentirás un poco mejor.

-No. Me voy a quedar aquí. Estando contigo estaré más protegido que si salgo por ahí, sobre todo si vigilo.

-No puedes quedarte aquí de pie toda la noche. Tendrás que lavarte y dormir un poco -dijo Siren, empeñada en convencerlo.

-No hay nada que hacer, y no pienso marcharme de esta casa.

Siren se metió las manos bajo los pliegues del chal y echó una mirada a Bill. Este levantó los ojos al cielo, acariciando suavemente con los dedos la hebilla de su cinturón. Siren suspiró.

-Está bien entonces. Pero nada de mascar tabaco en mi casa -dijo con firmeza-. ¿Está claro, tío Jess? Nada de escupir en mi casa.

Él no le hizo caso.

-Mi hermana tiene un catre de sobra -propuso Bill, después de apurar su taza-. Lo tiene para cuando se quedan a dormir los amigos de sus chicos. Déjame que llame a mi cuñado, a ver si no le importa traerlo en un momento. Pediré a mi hermana un par de sábanas y una manta. Si no tienes muebles, doy por supuesto que no tienes ropa de cama suficiente. ¿Me equivoco?

-La verdad es que tengo la suficiente para mí, pero no tengo nada adecuado para Jess. Gracias, acepto la oferta.

-Entonces, ¿lo pasaste muy mal en Nueva York? -le preguntó Billy.

Siren saltó levemente por dentro.

-Imagínate tu peor pesadilla, y multiplícala por tres -respondió.

-Seguí tu juicio. Menos mal que te exculpó ese griego.

Siren sonrió incómoda.

Dennis Platt volvió a entrar en la casa, de nuevo con los pulgares bien metidos en el cinturón. Era tan delgado que los huesos de los dedos doblados le asomaban de una manera extraña. Siren le ofreció una taza de infusión, pero él la rechazó torciendo la boca delgada con expresión de disgusto. Billy se volvió y echó una larga mirada a Dennis. Siren percibió claramente que allí había un problema más profundo que un simple mal entendimiento entre compañeros. Billy llamó por teléfono desde el salón. Dennis Platt no dijo nada y se pasó todo el rato mirándola fijamente, como deseando que ella hiciera algo raro.

-Si necesitas algo, Siren, no dudes en llamarme -dijo Billy al volver del salón, y le entregó una tarjeta con el número de la Regional-. Pregunta por mí o deja el recado, lo atenderé. Mi cuñado no tardará en venir con el catre.

-Te agradecemos mucho tu ayuda -dijo ella cuando los dos se dirigían hacia la puerta-. ¿Verdad que sí, tío Jess? -afiadió, volviendo la cabeza.

El tío Jess seguía mirando por la ventana.

-Vas a estar muy ocupada -dijo Billy en voz baja, indicando a su tío con un gesto de la cabeza.

Siren les abrió la puerta principal. Dennis pasó ante ella transmitiéndole con los ojos claros una frialdad que ella percibió perfectamente.

Se produjo una pausa incómoda cuando Billy se volvió hacia la puerta y de nuevo hacia Siren, sin hacer caso de Dennis, que, impaciente, daba pisotones en el escalón superior del porche.

-Me gustaría quedarme por aquí hasta que llegara mi cuñado -dijo, bajando la voz-. Pero Dennis es un culo inquieto. Mi cuñado se llama Chuck. Es un tipo bastante agradable. No habla demasiado. Deja hablar a mi hermana para casi todo. No sé si la recuerdas a ella o no. Era unos años más joven que nosotros.

-No, lo siento -dijo Siren, negando con la cabeza.

-Si, bueno, cómo pasa el tiempo. Quizá pudiéramos salir a cenar alguna vez, cuando tengas controladas las cosas por aquí, ya sabes, y te hayas puesto al día.

Los ojos oscuros de él recorrieron la figura de Siren más tiempo de la cuenta.

El aire hizo entrar unas hojas secas por la puerta abierta. Sus bordes retorcidos y marchitos rascaron ásperamente el linóleo. Elviento vivo ahuyentaba la niebla. Siren sujetaba la puerta, procurando que no se le reflejara en el rostro su lucha interior, mientras intentaba evitar, con la otra mano, que la brisa se le metiera por debajo del chal de lana.

-Lo pensaré -dijo despacio, procurando no ofenderle-. Puede que cuando se arreglen las cosas -añadió, volviendo la cabeza para mirar a Jess-. Pero tardará su tiempo. En cierto modo, estoy recuperándome de una escena dificil.

Él frunció el ceño, y después asintió con la cabeza.

-¿Te importa que te llame por teléfono? ¿Que me mantenga en contacto?

Siren no supo si sentirse irritada, halagada o asustada. Después de pasar por todo aquello, no le cuadraba mucho la idea que un policía interviniera estrechamente en su vida.

Mientras Billy subió al asiento del conductor del coche patrulla, la mente de Siren percibía el suspiro impaciente de aguas del lago. Sonaban mucho más cerca de lo que estaban en realidad. Es extraño cómo los ruidos normales dejan un susurro obsesionante en los oídos cuando todo está a oscuras...

Recorrió con la vista los campos oscuros que estaban al o lado de la carretera. Aunque sabía que no podía ser, juraría había alguien allí.

Esperando.

Vigilando.

Tembló nuientras una sensación oscura, de miedo, le oprimía la garganta.

6



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