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CUANDO SIREN salió perezosamente de un mundo de sueños agitados y de sábanas revueltas en el suelo, se le agolparon en la cabeza tres cosas: que aquel día le entregarían su cama ,y ya no tendría que soportar dolores de espalda; que alguien había intentado matarla de miedo por teléfono anoche; y, por fin, que alguien intentaba derribar la puerta mosquitera de la entrada principal de la casa. Mareada, confió en que los golpes anunciaran la llegada de sus muebles nuevos.
Los oídos le zumbaban y sacudió la cabeza con furia. Se puso los vaqueros, preguntándose por qué no acudía el tío Jess al estrépito. Le vino a la cabeza un pensamiento terrible: Dios mío, quizás se hubiera muerto por la noche. Ella sabía que aquello era ridículo; pero, a pesar de todo… Dando saltos sobre un pie, intentando meterse los zapatos, miró por la ventana. Un cielo azul y un sol radiante, cegador, le atacaron los ojos. Pestañeó varias veces. Un viento de octubre, de los de antaño, desplazaba hojas de vivos colores por el césped. No había ningún vehículo en el camino de entrada; así pues, sus visitantes debían de haber aparcado justo debajo del alero del porche delantero. El alero de poca pendiente, le impedía ver si se trataba del camión de reparto de muebles o de alguna otra visita. Bajó las escaleras de dos en dos, pidiendo a Dios que Jess siguiera con vida.
Camino de la puerta, se asomó a ver al tío Jess. El catre estaba en hecho, apoyado en la pared del cuarto de estar. Oyó que empezaba a sonar poco a poco el silbido de la tetera, que resonó en la casa vacía cuando ella abrió la puerta de un tirón.
-Oh, no –murmuró-. Han llegado los Ackerman.
Gretchyn Ackerman, vestida con un suéter rosa ajustado y unos pantalones rosa de espuma, se afanaba intentando abrir a tirones la puerta mosquitera, que Siren había tenido la precaución de cerrar con llave la noche anterior.
Siren los contempló con una mirada crítica. A un lado estaban Ronald Ackerman, abogado picapleitos, y su esposa Joyce, mariposón de la alta vida social, vestidos como si fueran a la iglesia. Joyce llevaba un traje sastre especialmente atractivo, de color chocolate, con zapatos a juego. Horace Ackerman, capataz del molino de piensos local y conocido, por otra parte, como el borracho de la familia, se sumó a los esfuerzos de Gretchyn de destrozar la puerta mosquitera de Siren.
-Creo que está atascada, nada más -se quejaba Gretchyn, sin advertir la presencia de Siren al otro lado-. La gente de por aquí nunca cierra las puertas con llave.
Sí, eran los hermanos Ackerman, las birrias que tenía el tío Jess por hijos, y allí estaban sus encantadoras esposas. Siren adoptó sin querer modales de anfitriona, confió en que todo saliera bien y corrió el pestillo de la puerta mosquitera.
-¿Queréis entr... ?
Gretchyn entró dejando atrás a Siren y se adentró en la casa casi vacía.
-¡Jess! Sé que estás aquí, viejo canalla. Hemos venido por tu bien.
Su voz estruendosa hacía la competencia al chillido de la tetera. Los demás entraron en tropel, acompañados de los olores a perfume caro, a colonia para hombres y a cerveza rancia. Siren supuso que el olor a cerveza pertenecía a Horace. Al parecer, la brisa sabrosa y penetrante se había llevado del porche todas las formalidades que dictaba la buena educación.
Siren se quedó sola, temblando y sujetando la puerta, pestañeando como una tonta. Aparcados ante el porche, en el césped, nada menos, estaban un Lexus de cuatro puertas y una camioneta Ford nuevecita, negra como un cuervo, con la silueta de una mujer desnuda en los guardabarros y una inscripción pintada con plantilla en la parte trasera que proclamaba "Azotaculos 100%”. Era fácil adivinar de quién era cada uno de los vehículos. “Por favor, que alguien me diga que esto es un sueño y que me voy a despertar en seguida, pensó ella con desconsuelo. Me traerán los muebles, el incendio habrá formado parte de los vapores de una pesadilla, y en realidad estoy sola."
-¡Je-ss-ss! -chilló Gretchyn.
Siren se encogió.
-Vaya, si aqui no hay ni el más mínimo mueble –susurró Joyce,pasando por la pared los dedos con las uñas pintadas de malva. Su marido, Ronald, se ajustó la corbata y se metió después las manos en los bolsillos, pero no sin que Siren advirtiera el brillo de su Rolex.
Gretchyn merodeó por el piso de abajo. Horace entró pesadamente en el salón y volvió a salir, dejando un leve rastro de polvo en la alfombra azul.
-¿Lo habéis encontrado? -dijo en voz alta Joyce mientras Gretchyn entraba airosamente en la cocina. Debió de apagar el gas, pues cesó el quejido de la tetera. Siren seguía plantada junto a la puerta principal, considerando qué haría a continuación. La cuestión era si debía comportarse con educación o como una perra furiosa.
-No -se oyó responder a Gretchyn. La puerta del porche trasero se abrió y se cerró después de un portazo. Se deslizó una brisa fresca por el cuarto de estar. Siren oyo que Gretchyn abría la puerta de la nevera, la cerraba y revolvía rápidamente los armarios de la cocina. Volvió a aparecer, con una galletita de chocolate entre los labios de color rosa vivo.
-Supongo, Gretchyn -dijo Siren con voz helada-, que ya habrás descubierto que no me he pasado la madrugada picando a Jess en trocitos y metiéndolo en mi nevera, ni en mis armarios de cocina, ni en mi tarro de galletas.
Siren cerró la puerta principal dando tal portazo que tembló el ventanal del cuarto de estar.
-Es curioso, Gretchyn: no recuerdo haberos invitado a tomar el té ni galletas.
Todos se volvieron hacia ella, boquiabiertos. A la porra la actitud de anfitriona agradable.
Siren intentó contener su ira, y las palabras le salieron de la boca con ritmo tranquilo pero firme. Al fin y al cabo, estaba en su casa y lo único que haría sería confirmar su autoridad.
-¿Qué os habéis creído que estáis haciendo?
Gretchyn se movió hacia la escalera, masticando rápidamente la galletita.
-Quieta ahí mismo, Gretchyn. Si vuelves a mover una de esas zapatillas rosas hacia la escalera, yo te prometo que vas a ser la Ackerman más arrepentida de todo el planeta. Esta es mi casa.
Gretchyn levantó la barbilla en son de desafío, pero no dio un paso más.
Ronald hizo sonar las monedas en su bolsillo.
-Ve por el viejo y nosotros te dejaremos en paz.
-No tengo idea de dónde está -dijo.Y era verdad. Confiaba en que no se hubiera vuelto a su granja a pie sin avisarla.
-¡Te exigimos que nos enseñes a nuestro padre! -gruñó Horace.
-Yo no me andaría con exigencias si estuviera en tu lugar -dijo Siren, sacudiendo la cabeza para apartarse de los ojos el pelo revuelto y mirando a Ronald-. Ahora soy mayor y sé más, y te lo advierto: no consiento que abusen de mí.
A Ronald se le puso la cara roja como una remolacha.
-Vamos, querida -dijo Joyce, adelantándose sin prestar atención a Ronald. Su traje caro de color chocolate crujía con sus movimientos-. Hemos estado groserísimos. No es que no estemos encantados de verte...
Horace soltó un bufido.
Joyce le echó una mirada de desaprobación.
-Pero comprendemos que Jess está decaído de salud -siguió diciendo-. Hemos venido a recogerlo, nada más, y nos marcharemos.
Se sacó un pañuelo de encaje de la manga de la blusa color crema y se tocó con él la comisura de cada ojo.
-Ronald no tiene mala intención. Estoy segura de que podremos arreglar esto de manera civilizada.
Ronald se retiró a un rincón, haciendo resonar desenfrenadamente las monedas de su bolsillo, apretando los dientes con tanta fuerza que podrían quebrar piedras.
Joyce aventuro una sonrisa.
-Estamos buscando al tío Jess, cielo. El pueblo es pequeño, todo el mundo sabe que lo trajeron aquí -se dio unos golpecitos con la mano en el pelo rubio, perfectamente peinado, a la altura del cogote-. Dennis... ¿lo conoces? Es el agente de policía al mando de la investigación de anoche, y está casado con una sobrina nuestra. Estábamos muy preocupados por el estado del padre de Ronald.
Sonrió inexpresivamente, como si Jess no fuera más que un minusculo tornillo flojo en su mundo, que era perfecto en todos los demás sentidos.
A Siren le dio vueltas la cabeza un momento, confundida por lo de "Dennis, el agente de policía al mando".
-Jess está perfectamente, os lo aseguro.
-Entonces, ¿dónde está? -preguntó Gretchyn, acercándose a Siren y asiéndole la manga de la camisa-. ¡Queremos largarnos de aquí y ocuparnos de nuestros asuntos?
Siren se quitó de la manga de un manotazo los dedos de Grechyn que la sujetaban.
Joyce parecía horrorizada.
Ronald hizo tintinear las monedas en su bolsillo.
Horace soltó un escupitajo en las baldosas del zaguán.
Joyce dijo "¡Ay, Dios mío!" y sacudió su pañuelo.
"Todo esto antes de desayunar", pensó Siren. El estómago se le revolvió.
Joyce se llevó el pañuelo a los labios, levantó al cielo los ojos, pintados con tanta precisión, y dio la espalda a Horace, como si solo mirar a aquel hombre pudiera contaminar la delicada sensibilidad de ella. No era de extrañar que hubieran venido en dos vehículos.
-Lo siento -dijoSiren-, pero Jess no quiere irse con vosotros.
-Lo que quiera no nos importa -dijo Ronald-. Tú no tienes ningún derecho legal a impedírnoslo.
Ah, la jerga jurídica. Siren se preguntó cuándo habían llegado a esa etapa. No habían tardado mucho, ¿verdad? Debían de estar nerviosos. Debido, seguramente, a algo que les había comunicado el Agente Al Mando Dennis.Y, en todo caso, ¿dónde estaba el tío Jess? " Ya le arreglaré yo las cuentas por haberme dejado con esta manada de carroñeros fámiliares, pensó. Le estaría bien empleado que les dejase registrar toda la casa hasta que lo encontraran".
-Ve por él -le exigió Gretchyn, llevándose el bolso de plástico rosa al amplio pecho.
-No.
-Entra en razón -dijo Joyce-. Dennis nos dijo lo mal que estaba. Ni siquiera sabe cómo se llama, y cree que lo persigue un monstruo. Vaya, no podemos consentir que vaya diciendo esas cosas por el pueblo. ¡Piensa en nuestra reputación!
Siren negó con la cabeza tercamente.
A Gretchyn se le hinchó el pecho rosado.
-¡Cómo te atreves a impedir que el viejo reciba atención médica especializada! Dennis nos dijo que te negaste a dejarlo ir a un médico. Por otra parte, está en juego la felicidad de un anciano. Tú no tienes derecho a entrometerte. ¡No eres pariente próximo suyo!
-Así que, lo que estás diciendo -dijo Siren-, y te ruego que me corrijas si me equivoco, es que crees que lo que está en juego es el dinero que te permitirá ampliar tu casa, y no la salud de Jess.
Horace carraspeó, incómodo.
-Escuche, señorita -anunció Ronald con su mejor voz de abogado, avanzando un paso hacia Siren-. Nadie nos lo va a impedir. ¡Se viene con nosotros y va a ingresar en esa residencia!
Siren arqueó la ceja derecha. Sintió que se le torcía en la frente como un cable eléctrico.
-Que te lo has creído -dijo entre dientes.
-¡Esto es increíble! -exclamó Joyce.
-Ya he aguantado demasiados golpes de tu parte, Ronald. No estaría dispuesta a dejar en tus manos a un animal, ni mucho menos a una persona, aunque esa persona fuera tu padre. De chico eras un monstruo, y ahora sigues siendo un monstruo.
-¿De qué está hablando? -preguntó Joyce.
-Está intentando cambiar de conversación, nada más -farfulló Ronald. Extendió ante sí las manos temblorosas como para calmar a Siren y para protegerse de ella al rmismo tiempo-. Entra en razón, Siren. Tiene setenta y ocho años. Es inestable mentalmente. Ha perdido su casa. No tiene dónde ir. Horace no puede alojarlo, y yo tampoco. La residencia que hemos elegido para él es respetable.
Siren soltó un bufido.
-Tu padre opina que es un basurero; y, naturalmente, tú no quieres tenerlo en tu casa porque no encajaría en vuestro ambiente social, y no te atreves a consentir que viva con Horace porque Gretchyn le dejaría todas las cuentas corrientes a cero y después lo echaría a la calle.
-¡Esto es increíble! -gritó Gretchyn con voz llorosa.
-La cuestión, Siren, es que es nuestro padre y que va a ingresar en una residencia, te guste a ti o no -dijo Ronald, tocándose la corbata-. Somos sus hijos y sabemos lo que más le conviene. Tal como ya he dicho, no tienes ningún derecho legal en esta cuestión.
-¡Vamos a registrar la casa! -dijo Gretchyn, levantando al aire un brazo grueso enfundado en la manga de su suéter rosado-. ¡Seguramente lo tendrá escondido en alguna parte, drogado, para que no pueda vernos!
Puso el pie, con su zapatilla rosada, en el primer peldaño de la escalera.
-Si os movéis un centímetro más en mi casa sin mi permiso, seré yo la que tome medidas legales -dijo Siren con voz tranquila-. Como recordaréis, tengo un buen abogado.
Se hizo un silencio incómodo en el grupo.
Gretchyn miró a Ronald, que movía las manos desesperadamente, indicándole que retrocediera. Retiró despacio el pie del escalón. Joyce se tocó los ojos con el pañuelo otra vez mientras el rubor le subía desde el cuello de volantes color crema y le iba avanzando por las mejillas morenas de lámpara. Horace se metió los pulgares bajo los rústicos tirantes y se apoyó en la pared.
-Tiene la cabeza perfectamente y tiene dónde vivir -aseguró Siren, sin dar crédito a las palabras que salían de su boca-. Se queda aquí todo el tiempo que quiera, o hasta que reconstruya su casa -concluyó, cruzando los brazos sobre el pecho en actitud de desafío.
-Podríamos quemarle la casa -dijo Horace-. Así, ninguno de los dos tendría donde vivir. Dennis dice que el viejo está loco. Hasta podríamos echarle la culpa a él, nadie se enteraría. No hay testigos. Lo que quiero decir es ¿qué importa un incendio más? Son una plaga en todo el condado.
-Ay de mí -murmuró Joyce, agitando el pañuelo.
Ronald dirigió una dura mirada a Horace.
Gretchyn, por su parte, sonrió.
-Fuera de mi casa ahora mismo, todos -ordenó Siren, despacio y con firmeza.
-Pero, Siren -protestó Joyce-, Ronald solo quiere lo mejor para su padre. Y, Horace... -prosiguió, ahora con tono acerado-. No lo has dicho en serio.
Era una afirmación, no una pregunta. A diferencia de Gretchyn, que se había criado en una granja, Joyce procedía de una familia de dinero. Estaba acostumbrada a echar a la gente comprándoles la casa, no quemándosela.
-Sí que lo ha dicho en serio -aseguró Gretchyn-. De principio a fin, y yo le ayudaré. Tú no eres más que una puta asesina. Todo el mundo lo sabe. ¡Lo sabemos desde siempre! Es por esa sangre mestiza que tienes. ¡Dennis Platt dijo que prácticamente habías confesado en el juicio! Anoche llamó a Ronald para contárselo todo. ¡Es verdad que mataste a ese novio tuyo! Dijo que sabía de muy buena tinta que estás metida en una secta.
-Ay, mierda -exclamó Ronald, dándose una palmada en la frente.
Joyce se revolvió incómoda sobre sus zapatos de tacón de color chocolate, dirigiéndose hacia Ronald.
-Tú imismo dijiste que lo que alegaba Dennis era ridículo, que siempre que los medios de comunicación inundan al público general de información acerca de un juicio salen a relucir cuentos locos de todo tipo. ¿Por qué demonios tienes que repetir esas cosas? Sabes que no estoy de acuerdo con las ideas raras, políticas y religiosas, de Dennis.
-Creo que debéis marcharos todos -repitió Siren con voz tranquila.
Joyce suspiró, echando una mirada de desagrado a Gretchyn.
-¡Mira lo que has conseguido! -murmuró.
Siren, con la cara tan tensa de emoción que casi era incapaz hablar, retrocedió, abrió la puerta de dos segmentos y la sujetó con firmeza.
-Fuera de aquí, todos.
No se movieron.
-¡AHORA MISMO!
Joyce fue la primera en moverse, con elegancia, claro está. Pasó ante ella remilgadamente Siren vio con satisfacción en sus ojos una expresión de vergüenza.
La siguió Gretchyn, mirando fijamente a Siren con aire de desafio.
-¡Ya te arreglaré las cuentas, perra entrometida! -dijo entre dientes.
-¡Eso será si antes no te las arreglo yo a ti! -le susurró Siren a su vez. Gretchyn retrocedió visiblemente, llevándose la mano a la boca.
Horace se incorporó despacio y dio una patada en la pared con sus pesadas botas de trabajo, dejando no solo una abolladura sino una horrible mancha negra. Se detuvo en la puerta.
-Te vas a quemar en el infierno -dijo, con un olor a alcohol en el aliento que estuvo a punto de tirar de espaldas a Siren.
-Si es así, te llevaré commigo, Horace. Dicen que el demonio conoce a los suyos -replicó Siren.
Ronald salió en retaguardia.
-Eres una horrmiga en un avispero, Siren -le dijo-. ¿Por qué tienes que resistirte? El viejo no significa nada para ti. Ni siquiera le caes bien.
Era verdad aquello de que a Jess no le caía bien Siren. Ella no caía bien a nadie de la familia, pero lo que intentaban hacer estaba mal. Era una cuestión de principios. Siren se apoyó en la puerta.
-Pues bien, Ronald, tal como lo veo yo, lo único que significa para vosotros el viejo es el dinero; y, personalmente, mi postura me parece mucho mejor que la vuestra.
Él se metió las manos en los bolsillos.
-Ya nos advirtió Gemma que te resistirías. Pero haz cuenta que no eres más que una molestia secundaria y nada más -dijo, dejándola atrás.
De manera que su hermana desempeñaba un papel en todo aquello, en efecto.
-Tú piensa que mi intrornisión en vuestros planes no tan bien trazados no es más que el principio de un pago muy retrasado por todas las cosas asquerosas que me hicisteis cuando éramos pequenos.
-No te engañes -dijo Ronald con rabia, cuando llegó a los escalones del porche-. Puedo ocuparme de ti cualquier día -añadió, bajando por los peldaños que crujían. Se volvió-: Así -dijo, chascando los dedos.
Siren salió al porche.
-Hoy no, Ronald. Ni ningún otro día. Ni nunca.
Cruzó el porche y se quedó en el escalón superior.
-¡Sigo diciendo que debemos quemarle la casa! -vociferó Horace, dando patadas en el suelo junto a su camioneta, agitando al aire con desgana los puños encallecidos. Gretchyn, haciendo oscilar desenfrenadamente el bolso rosa hacia Siren, asentía.
-¡Ay, por favor! -exclamó Joyce-. ¡Vámonos, sin más! ¡Ya te dije que no trajésemos a tu hermano, Ronald! ¿Qué mosca os ha picado? Podemos arreglar esto en los tribunales -dijo, abriendo la puerta del pasajero del Lexus-. ¿Me oyes, Ronald?
-¡Si le parto el cuello, no hará falta que vayamos a los tribunales! -gritó Horace.
-¡Eso es, Horace! -le animó Gretchyn-. ¡Pártele el cuello maldito!
Siren irguió los hombros y cruzó los brazos.
-Adelante, Horace: irás a la cárcel -dijo-. Ronald se hará cargo de tu padre, y él se llevará todo el dinero. En este estado no se permite tener bienes a los criminales, y apuesto a que Ronald no será muy generoso con tu mujer.
-¡Mentira todo! Si acabo contigo, ellos no dirán nada -dijo Horace, y empezó a caminar hacia los peldaños.
-¡Ella tiene razón! ¡No la toques! -gritó Gretchyn, y pasó corriendo por delante del camión, dejando caer el bolso en la gravilla, resbalando y patinando para alcanzar a Horace.
"Luchar o huir", pensó Siren, dando un paso atrás hacia la seguridad de la puerta principal. Dudaba que fueran a caer todos sobre ella, pero si Horace era tan tonto como para atacarla, nocabe duda de que los demás no la auxiliarían. Siren vio por encima de la cabeza de Horace la mole del monte de la Cabeza de la Vieja, que ardía con los tonos arrobados del otoño. Era como si la montaña estuviera viva, como si le hablara, como si alimentara su fuerza.
-No me creo lo que estoy viendo -dijo Joyce-. ¡Dejaos de tonterías ahora mismo!
Siren dio otro paso atrás.
Gretchyn colgaba precariamente del brazo de Horace, esforzándose por impedirle avanzar más. Horace hizo pensar a Siren en un juguete mecánico que chocara una y otra vez con un objeto sólido. La expresión de Horace no cambió en ningún instante.
-¡Detenlo, Ronald! -gritó Joyce.
Ronald hizo tintinear las monedas en su bolsillo, como indeciso. ¿Debía escuchar a su esposa o debía consentir que Horace hiciera algún daño?
Siren retrocedió, apoyando la columna vertebral en la puerta mosquitera, buscando con los dedos la manilla de la puerta. Sabía que, si se volvía, Horace le caería encima.
-¡No lo hagas! -chilló Gretchyn. Horace hizo un último esfuerzo y consiguió por fin quitarse de encima a su mujer. Esta rodó por la grava como una rosquilla cubierta de azúcar rosado.
-Vamos, Horace -suspiró Ronald-; vámonos de aquí. Joyce tiene razón: ya lo arreglaremos ante los tribunales.
Ronald indicó los vehículos con el brazo y se volvió hacia Joyce. Pero parecía como si Horace estuviera funcionando por un control remoto interior.
"Donde los hombres son animales... “, pensó Siren nebulosamente.
-¿Cuánta cerveza te ha hecho tragar antes de traerte aqui esta mañana? -preguntó Siren a Horace. Este se detuvo un instante y dirigió una mirada penetrante a Ronald.
-¿Alcohol? ¿Por la mañana? ¿Ronald? -dijo Joyce.
Gretchyn, que ya estaba de pie otra vez, se arrojó sobre Horace, pero no lo alcanzó, pues este la esquivó con torpeza de borracho. Gretchyn resbaló y soltó un quejido, pues se había doblado un tobillo
-¿No lo sabías, Joyce? Así es como se las arregla Ronald para que Horace le haga todo el trabajo sucio. Siempre ha sido así.
Siren echó una mirada a su izquierda y vio una hoja de color rojo brillante y dorado. La hoja flotó en el aire y bailó sobre el mango de la horca del tío Jess, que estaba tirada en el suelo bajo unas cuantas hojas. Debía de haberse caído en algún momento de la noche, o cuando Gretchyn y Horace intentaban abrir a la fuerza la puerta mosquitera. Entonces, ¿dónde estaba el tío Jess? Él no iba a ninguna parte sin la horca. Hasta aquel momento, Siren había creído sinceramente que no estaba en casa.
Había cinco peldaños desde el suelo hasta el porche. Horace cargó su peso sobre el peldaño inferior. Siren, llevándose a la espalda la mano derecha, intentó abrir la puerta mosquitera con su manija, pero no la encontró. Le humedeció la frente un sudor frío.
Horace dio otro paso.
Ronald caminaba hacia su coche, dando la espalda a la escena, sin hacer caso de Gretchyn, que anunciaba que se había hecho un esguince en el tobillo.
-ÍVámonos, Horace! -gritó con voz imperiosa, volviendo la cabeza-. Gretchyn, levántate del suelo de una maldita vez.
Gretchyn soltó un gemido.
Siren sabía que, si daba la espalda a Horace, este subiría los tres últimos peldaños y la agarraría por la espalda antes de que a ella le diera tiempo de abrir aquella condenada puerta.
Horace dio otro paso.
Siren se apartó levemente hacia la izquierda.
"Donde los hombres son animales... ", le repetía dentro de su cabeza la voz de su tía.
-¡Ronald! ¡Haz algo! -chilló Joyce, señalando enloquecidamente a Siren.
Roland se volvió.
-¿Qué demonios... ?
Horace, soltando un gruñido, subió de un salto los dos últimos peldaños e intentó agarrarla. Siren se desvió hacia la izquierda, cayó al suelo y se encontró con la horca en las manos.
Se puso de pie rápidamente, haciencio que Horace perdiera eli equilibrio. Horace cayó a la derecha de Siren, sorprendido por la energía con que se había levantado el cuerpo de ella. Al mismo tiempo, llegó por el aire un zapato de tacón de color chocolate y le dio en la nuca. Se le dobló bruscamente el cuello hacia delante y se volvió para ver a su asaltante descalza, con lo que otorgó a Siren los momentos que necesitaba esta para cargar el peso en el pie derecho, girarse y adelantar el pie izquierdo, echando hacia atrás la horca para clavarla en caso necesario, con el peso perfectamente equilibrado para el golpe. Se le tensaron los músculos del brazo derecho, preparados para la defensa a ultranza, mientras la mano izquierda sostenía el mango tembloroso.
Horace volvió la cabeza y miró con los ojos muy abiertos los dientes de la horca. Soltó un chillido y cayó de rodillas en el porche. Siren apuntó con la horca a su garganta, que se agitaba por su lloriqueo.
"Y las mujeres superan en valor a los hombres... "
"Tiene gracia de lo que se acuerda una en los momentos más raros" -pensó Siren.
Se hizo el silencio en el patio delantero de la casa. No se oía ni el canto de un pajaro, ni el rumor de una hoja.
Siren se sintió como un fuego devorador.
Dispuesta a matar.
Ella era la cazadora.
Ella tenía el poder.
Como antes.
-No lo hagas, Siren: no lo merece, aunque sea una birria de hijo.
Era el tío Jess, que estaba de pie ante la puerta mosquitera.
Siren aflojó levemente los brazos, al liberarse de la tensión, pero la horca siguió apuntada con precisión, dispuesta a atravesar la garganta de Horace.
-¿Dónde demonios estabas?
Las palabras de Siren, tersas y lacónicas, cortaron el aire.
-En el cagadero.
-¿Todo este rato?
-Los viejos lo tenemos que hacer con calma, ¿qué quieres que te diga? Creía que ya los habías echado. El cuarto de baño da a la parte trasera. Menos mal que abrí la ventana para que se aireara un poco aquello; si no, no habría oído nada.
-Eso digo yo.
-Levántate, chico.
Siren apartó despacio la horca lo suficiente para que Horace se pudiera poner de pie trabajosamente, pero no tanto como para que se creyera que aquello no iba en serio. Horace vaciló un momento, frotándose la nuca, echando una rmirada malévola a Joyce. Siren seguía apuntándolo con la horca. Le había bajado la adrenalina y se sentía temblorosa, pero no quiso consentir que ninguno lo notara.
Ronald avanzó, ajustándose afanosamente la corbata. Gretchyn se retiró hasta el camión, sujetando con fuerza el bolso de plástico rosa que había recuperado, con la cara tan rosada como su ropa. Joyce, con un zapato menos, estaba de pie con aire decidido junto a la puerta del asiento del pasajero del Lexus.
El tío Jess sacudió la cabeza, mirando primero a Horace y después a Ronald.
-Vuestra madre murió demasiado joven.
-Ha sido todo culpa de ella -lloriqueó Horace, señalando a Siren-. ¡Empezó ella!
-Y vosotros tampoco os habéis hecho personas mayores -dijo el tío Jess, volviendo la gran cabeza hacia Siren.
Siren no dijo nada. Estaban reviviendo su pasado colectivo.
-¿Qué ibais a hacer si os borrara de mi testamento?
Ronald retrocedió.
-Me... me alegro mucho de ver que estás bien... papá -dijo.
-Se abalanzó sobre ella -se oyó decir a Joyce, que cerró de golpe la puerta del coche y caminó, con un pie calzado y el otro descalzo, hasta el lado del conductor del Lexus. Abrió la puerta y levantó la vista hacia ellos-. Yo lo vi. Hay que reconocer que Ronald intentó decirle que lo dejara. ¡Aunque tardó lo suyo en decírselo!
Apretó los labios con decisión. Cerró los ojos un instante y respiró hondo como si estuviera a punto de tirarse de cabeza al mar. En vez de ello, dijo:
-Puedes enviarme mi zapato por correo.
Y se sentó, deslizándose alrosamente en el asiento del conductor del Lexus. El motor del vehículo sonó a los pocos instantes. Siren oyó el sonido apagado del cierre centralizado de las puertas. Joyce dio marcha atrás y empezó a moverse hacia la carretera.
Ronald se volvió y la persiguió a la carrera. Se colgó de la manilla de la puerta del Lexus. Joyce dio un volantazo malévolo para quitarse de encima a Ronald y después metió la primera. No miró a izquierda ni a derecha mientras Ronald se ladeaba, se soltaba y rodaba sobre la hierba. El vehículo osciló levemente al acelerar ella, entró rápidamente en la carretera, casi rozando el algarrobo, levantando gravilla y restos de vegetación seca. Siren supuso que Ronald iba a tener un mal día.
-Te toca a ti -dijo el tío Jess, mirando a Horace.
-Sí, señor.
Horace bajó los peldaños a buen paso y corrió hasta su camioneta, seguido de cerca por Gretchyn. Se marcharon un poco más despacio, como niños malos que se movían con cuidado por miedo a hacer algo desagradable a la vista de su padre enfadado.
A la mitad del camino particular, Ronald corrió hasta la carmoneta, con la corbata colgada sobre el hombro, dio un golpe en el capó y les suplicó que lo llevaran. La ventanilla del lado de Horace bajó unos centímetros. Hubo unos instantes de viva discusión, pero Gretchyn abrió por fin su puerta y dejó subir a Ronald. Horace aceleró, llegó al bache de la entrada de la carretera con un feo ruido de amortiguadores, y después giró rápidamente hacia el pueblo.
Siren se apoyó en la fachada de la casa. El tío Jess hizo el gesto de tomar de sus manos la horca. Ella seguía aferrada con fuerza al mango.
-Resulta útil a veces, ¿verdad? -dijo él, sonriendo y acariciando el mango como si tuviera vida-. Devuélveme mi horca, ya te buscaré otra para ti.
-Por lo menos, ya sé por qué la llevas a todas partes -dijo ella. La soltó, relajando los dedos, y después se inclinó hacia delante y apoyó las manos en las rodillas, respirando hondo-. Ah, por cierto -dijo al cabo de unos instantes-: cuenta con que ya vives aquí, vejestorio.
JOHN SERATO había presenciado el altercado, confuso, divertido, y levemente enfadado. En aquellos breves instantes se había enterado de tres cosas: de que Siren McKay sabía defenderse, de que tenía instinto para matar y de que, al parecer, Jess Ackermann se quedaba allí.
Aquel día iba a pie. Había elegido bien su escondrijo, al alcance del oído pero oculto por los pinos próximos al arroyo. Pero el viejo representaba ahora un problema. No obstante, él tenía mucho tiempo. Podía esperar acontecimientos.
Serato se enorgullecía de su experiencia. Era la máquina de matar más desarrollada. Un experto en control de plagas humanas. Al principio, había debatido la cuestión con la persona que lo había contratado. ¿Debía presentarse allí, llevársela y marcharse? Tardaría pocas horas. ¿O bien, debía andar a la sombra de su vida, cosa que a él le agradaba más, y organizar poco a poco el momento de su muerte? Después de mucho pensarlo, la persona que lo había contratado había elegido la segunda opción, y Serato estaba dispuesto a ceñirse a ella mientras siguiera siendo aplicable. La decisión le agradaba. Prefería pasarse varias semanas observando a sus presas antes de la hora final, si era posible. Quería conocer sus hábitos, lo que les gustaba y lo que no les gustaba, su grado de valor y cómo reaccionaban ante los peligros. En muchos casos organizaba un simulacro para ver cómo reaccionaban. No, nada que pareciera demasiado peligroso, solo una prueba. Una pequeña prueba. Puede que en este caso no fuera necesario un ejercicio de esa clase, en vista del altercado de aquella mañana; no obstante, parecía que aquellas personas eran adversarios familiares, y quizá aquello no había sido indicativo del verdadero valor de ella. Se acarició el bigote. ¿Debería traer el equipo? Abrió y cerró los dedos estudiando los huesos finos de sus manos. Para traer las cámaras y demás aparatos tendría que servirse de la furgoneta, y en una carretera de campo era mucho más complicado ocultar una furgoneta que el Volkswagen o que el Lexus. No es que no pudiera llevar el equipo en el coche, pero sería incomodísimo y quedaría muy poco sitio para cualquier otra cosa. Si segula aumentando el grado de actividad dentro de la casa, podía sentirse tentado de aplicar vigilancia auditiva. Una sola batería de nueve voltios bastaría para transmitir durante una semana entera, y el aparato receptor no ocupaba mucho espacio.
Se frotó los nudillos de la mano derecha. A él le gustaba matar de la manera desnuda, sin juguetes técnicos, solo su mente y su cuerpo contra los de su presa. El asesinato era un antiguo arte y había que respetarlo. Él tenía en parte la sensación de que el empleo de material de vigilancia (de cámaras, imicrófonos y otros chismes) era hacer trampa. Las pistolas no tenían refinarmiento. Cualquier imbécil era capaz de servirse de esas cosas. Solo un verdadero profesional era capaz de trabajar sin ellas. Solo un hombre de verdad era capaz de mirar a los ojos a su víctima y de sentir su aliento en la cara cuando moría. Aquella era la comunión honrosa y definitiva.
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