3-el principe azul



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Cariño, sólo la conozco desde hace unos días ―replicó, evasivo.

Ella se sintió molesta, pero sin llegar a explotar. Lentamen­te, Rafe suspiró aliviado.

Con esta respuesta sentía como si hubiese traicionado a Da­niela, y eso le avergonzaba. Sin embargo, sus impulsos adoles­centes se rebelaban contra el sentimiento de culpabilidad.

Después de todo, la sociedad reconocía su derecho como hom­bre sano a mantener amantes si quería. También Daniela sabría seguramente esto. Cualquier hombre moderno que se preciara de serlo debía tener una querida. Sólo la Roca de Ascensión era el marido perfecto, y todo el mundo sabía que Rafe el Libertino no era como su padre.

―Escucha ―dijo, acariciando su muslo de nuevo―, no te­nemos que decidir ahora acerca de nosotros. Quizás deberíamos dejarlo para un poco más adelante.

Con la cabeza baja, volvió sus ojos color zafiro hacia él, con recelo. Rafe vio cómo ella calculaba lo que podría sacar de pro­vecho de esta situación.

Y él seguía acariciándola.

Vuelve a tu casa y relájate unos días. Mímate un poco y frecuenta a algunos amigos mientras yo me ocupo de la boda, ¿de acuerdo? Yo iré a verte pronto.

― ¿Prometido?

Sintiéndose culpable, él asintió.

Chloe suspiró y le miró cariñosa.

Está bien. Sabes que no puedo negarte nada. Pero, pri­mero. .. ―Le rodeó con los brazos, besándole la mejilla―. ¡Ay, Rafe! ―le susurró al oído, produciéndole un escalofrío―. Ha­gamos el amor. Ahora mismo. Te echo de menos, Rafe. Te nece­sito. Nunca pude darte mi regalo de cumpleaños.

Todo su ser protestó cuando ella le besó, partiéndole la boca con su lengua. Tenso, su caballerosidad le impedía rechazarla. Sin embargo, estaba determinado a deshacerse de ella sin pro­vocar ni más rabietas ni más lágrimas.

Ella suspiró, dejando de besarle. Después se recostó sobre los cojines del sofá, jugando con los lazos de su vestido, en una descarada invitación dirigida a él.

—Juega conmigo, Rafie.

Sacudiendo la cabeza sin ser visto, forzó una sonrisa de dis­culpa.

—Podrías tentar a un santo, amor. Desgraciadamente, tengo que atender un par de reuniones más esta tarde. ―Miró el re­loj, pero no se dignó en contarle sobre la promesa que le había hecho a Daniela de acompañarla al muelle a despedir a los her­manos Gabbiano. De hecho, ya iba con retraso.

—Lo haremos rápido.

—Amor, hay algunos placeres que es mejor no hacer con prisas ―susurró.

—Eres un adulador incorregible. Lo que creo es que me es­tás dando largas. ―Ella le miró con adoración―. Siento haberte hecho daño, Rafe.

Él la miró, dándose cuenta de que no se sentía tan herido... lo que era quizás otra prueba de que desde el principio había sa­bido que no debía preocuparse demasiado por la mimada e in­transigente Chloe.

Quizás la había elegido deliberadamente porque no significaba una amenaza, no como ciertas pelirrojas que él conocía. No podía imaginar a Dani diciendo nunca de forma deliberada to­das las crueldades que ella le había dicho hacía un momento. Este pensamiento le reafirmó en su profunda desilusión y le hi­zo desear aún más terminar de una vez con la actriz.

Inclinándose para besar con suavidad su mano, se dispuso a dejar a Chloe y salir del salón.

«Llego tarde, maldita sea», pensó, dándose prisa por el pasi­llo de mármol. Esto era lo último que necesitaba en estos mo­mentos: una esposa que le odiase también.

No mucho después, Rafe esperaba de pie un poco alejado de ella y de sus devotos en el muelle de madera, golpeando rítmi­camente el suelo con la bota, irritado e impaciente con el pro­longado abrazo que ella estaba dando a ese basto gigante a quien llamaba Rocco.

La cortesía fría y distante que le había dispensado Dani al ir a buscarla a su habitación para acompañarla hasta el puerto, le indicó, alto y claro, que sabía que había estado hablando en pri­vado con Chloe. Ella no le había dicho nada al respecto, y se ha­bía limitado a mirarle con desprecio.

Ni siquiera había tenido el valor de tratar de agradarla de camino al muelle, conformándose con soportar el tenso silencio de rencor. Conforme pasaban los minutos, él se enfadaba más y más consigo mismo por no haber tenido la entereza de romper con Chloe. Su prometida estaba guapísima con su nuevo ves­tido azul de paseo, pensó, mirándola con deseo. Llevaba un en­cantador sombrero con un par de rosas prendidas en él y cubría las manos con unos delicados guantes blancos y cortos.

A continuación, abrazó al hermano de las gafas, al mediano de ellos. Después se inclinó para abrazar al chiquillo de las pe­cas, Gianni, durante un buen rato. Después de él se abrazó a la madre, que había elegido acompañarles en su destierro.

Al ver la tristeza en sus ojos por la despedida, no pudo evi­tar sentirse como un ogro, por sentenciarles a algo así. Sacó su pequeña caja de mentolados del bolsillo y se metió uno en la bo­ca, saboreándolo con detenimiento. Era lo único que podía hacer para no abrir la boca y empezar a gritar « ¡Está bien, está bien. Pueden quedarse!».

Pero este impulso de generosidad se vio pronto frenado al ver a su futura esposa soltar al niño y volverse hacia su mayor devoto, el noble signare Mateo.

Rafe entrecerró los ojos para ver mejor a la pareja, buscando algún signo que evidenciase que entre ellos había algo más que una fraternal amistad. Daniel cogió a Mateo del brazo y juntos se alejaron caminando hasta el final del muelle, al parecer ab­sortos en una importante conversación.

A Rafe le empezaron a palpitar las sienes. Se dio cuenta de que el pequeño Gianni le sonreía y le saludaba con la mano. Trató de retirarse un poco, cerca del carruaje, y esperar allí. Le pareció aterrador descubrir que aún no se había casado con Dani y ya se estaba convirtiendo en un marido celoso.

—Necesito que hagas esto por mí, Mateo ―le pidió Dani, mirando hacia arriba y buscando los ojos oscuros de su ami­go―. Eres el único en el que puedo confiar.

—Sabes que lo haré pero ¿por qué tienes que involucrarte con este tipo de gente? ―le preguntó enfadado, con el viento removiendo sus espesos rizos―. Volveré en cuanto pueda y te sacaré de aquí.

¿Cuántas veces tengo que decirte que sé cuidar de mí misma? ―susurró, mirando por encima del hombro a su pro­metido. Raffaele estaba de espaldas a ella, caminando hacia el carruaje, con el sol de la tarde iluminando su larga cabellera. Se volvió hacia Mateo―. Además, no volverás. ¡Sabes que si te co­gen de nuevo, te colgarán! Utiliza la cabeza. Tu madre y tus her­manos te necesitan.

Él la miró con tristeza, y después dejó caer la cabeza, abatido.

—Te he fallado. ¡Yo tuve la culpa de que te cogieran y ahora te ves forzada a someterte a él! Es una desgracia...

Estaré bien, Mateo. Puedo mantenerle a raya hasta que el Rey y la Reina regresen. Si de verdad quieres ayudarme, haz lo que te pido: ve a Florencia y averigua lo que puedas del duque Orlando di Cambio.

¿Por qué quieres saber cosas de él?

―Dice que quiere ayudarme, y que si coopero, mi matrimonio con Raffaele podría anularse cuando los Reyes regresen. Sin embargo, hay algo en él que no me inspira confianza. Él es tan escurridizo como un renacuajo y anda por el palacio como si fuera suyo. En definitiva, ¿harás esto por mí o vas a seguir terco como una muía?

Él suspiró, sacudiendo la cabeza.

—Sabes que lo haré.

—Estupendo. Pero ten cuidado. No sé hasta dónde llega el poder de Orlando en Florencia. Podría ser peligroso.

—Estaré encantado de espiarle por ti... si es que los guar­dias me quitan los ojos de encima.

—Diles que vas a buscar trabajo ―sugirió.

Él asintió.

En su interior, Daniela se encomendó a los santos, porque aunque parte de su propósito era averiguar cosas sobre el mis­terioso Orlando, quería también dar a Mateo una misión para detenerle en su intento de volver a rescatarla, haciendo uso de su habitual valentía.

―Los nobles de Florencia deben de conocer a Orlando. De­berías tratar de hablar con sus sirvientes. Me han dicho que di­rige una empresa de barcos en el muelle y que tiene almacenes en la desembocadura del río Arno, en Pisa.

En ese momento sonaron las bocinas del barco, anunciando su salida. Unos cuantos soldados de la guardia real se acercaron para escoltarle hasta la embarcación. Dani y Mateo se miraron con dolor.

―Mateo ―dijo con una mueca de dolor―, te echaré de me­nos. ―Abatida por el dolor de la dura despedida, se dispuso a abrazarle, pero él le dio la mano, mirando hacia otro lado.

—No. Si te abrazo, nunca podré dejarte ir. Además, él me cortaría la cabeza ―murmuró, haciendo un gesto hacia el sitio en el que Raffaele esperaba, intranquilo, con la cabeza baja.

—Lo siento ―susurró, sin saber qué decir.

¿Por qué? ¿Por haber nacido siendo la hija de un duque? No es culpa tuya. ―Apretando el gorro que llevaba en la mano, escudriñó el horizonte―. Ve con tu príncipe, Dani, pero no ol­vides nunca que no te merece mucho más que yo. Dudo mucho que vaya a haber una anulación.

―Mateo, él sólo está utilizándome.

Él la miró.

—No lo creo ―sentenció, le dio un beso en la frente y se dio media vuelta caminando lentamente hacia la plataforma de em­barque, con los hombros erguidos.

Los marineros levantaron la pasarela después de que él en­trase, y pronto el barco empezó a moverse.

Dani seguía aún en el muelle, sola después de que la fragata hubo desaparecido de su vista. Se abrazó a la toquilla que cubría sus hombros, a pesar de que el aire de la noche era cálido. No se había sentido tan sola desde que era niña.

Oyó el sonido de unas botas que se acercaban. La madera del muelle crepitaba bajo los pasos de Raffaele.

No se volvió para mirarle. Él se acercó a ella y permaneció a su lado, ofreciéndole la calidez de su cuerpo y abrazándola por detrás para reconfortarla. No hubiese deseado otra cosa que volverse y abrazarle para llorar en sus brazos. En vez de eso, su cuerpo se tensó al recordar todo lo que Orlando le había dicho esa tarde.

El que iba a ser su marido de forma temporal era un canalla, pero ella no estaba dispuesta a destrozar su vida por él. Tampoco dejaría que la ablandase con sus bien aprendidas galanterías.

Nunca había necesitado a nadie. Y nunca lo necesitaría.

Raffaele apretó aún más su abrazo y bajó la barbilla encima de su hombro.

¿Cómo estás? ―murmuró.

―Estoy bien ―dijo con un hilo de voz, deseando que no fue­ra tan amable con ella.

—Estarán bien ―le susurró con dulzura, apretándola cari­ñosamente por la cintura―. Nosotros nos encargaremos de que así sea.

Tratando de recuperar la compostura, se dio la vuelta y miró esos ojos verdes cargados de preocupación que la miraban con ternura.

—Ese Mateo... ―dijo con un deje de nerviosismo, la man­díbula ligeramente tensa, como si se estuviera esforzando por admitirlo―. Parece un buen hombre.

Ella le miró estupefacta. Rafe se aclaró la garganta y apartó la mirada, tratando de ajustarse la corbata como si estuviera aver­gonzado. Esta afirmación la cogió por sorpresa. Era una genero­sidad que nunca hubiese imaginado. Le llegó directamente al corazón, y le odió por ser capaz de ablandarla de esa manera.

Sí. ―Y se esforzó en reprochárselo―. Es un auténtico príncipe de los hombres. ―Le rozó al pasar junto a él en dirección al carruaje. Tomando asiento en el interior del carruaje, Dani le vio allí de pie, inmóvil, como si su cortante respuesta le hubiese herido de muerte.

Con un movimiento de cabeza, le dirigió una mirada llena de dolor y dudas. Ella bajó la suya, levantando los hombros como a la defensiva. Se sintió la mujer más despreciable del mundo, porque sabía que le había hecho daño a propósito. Ella no era así, pero él la hacía sentirse tan vulnerable, tan perdida y confundida...

Metiéndose las manos en los bolsillos, Raffaele trató de ol­vidar lo que había pasado, como si fuese un hombre acostum­brado a tratar con mujeres de humor variable. Ella le observó a hurtadillas en su camino de regreso al carruaje.

Sin duda, era el hombre más guapo y apuesto que había co­nocido nunca, pensó con amargura. Recorrió con la mirada sus musculosas piernas cubiertas por unos pantalones oscuros y lle­gó hasta su cintura y sus anchos hombros. Al inspeccionar sus facciones clásicas y sus magníficos labios por debajo del ala de su sombrero, recordó el sabor exacto de sus besos de menta. Su cuerpo se tensó y tuvo que apartar la mirada. Rafe se sentó frente a ella en el carruaje e hizo una seña al conductor golpeando la puerta de la cabina con los nudillos. El cochero arreó los caballos aflojando las riendas y el vehículo se puso en movimiento.

Un silencio tenso se instaló entre ellos.

¿Hay algo que te preocupe? ―Su tono era cuidadoso.

Ella miró por la ventana.

—No.

—Dani ―dijo, reprimiéndola con dulzura.



—Quiero irme a mi casa ―dijo con un tono de voz lastimo­so. Podía sentir su mirada, pero ella se negaba a devolvérsela.

—Tú casa está ahora conmigo.

¡No, no lo está! ―le espetó―. ¡Hay gente que me nece­sita! Tengo la obligación de cuidarles. No he ido a verles desde hace días, no he visto a mi abuelo, ni a María...

―Dani ―le murmuró débilmente. Se echó hacia delante, con los codos en las rodillas. Le cogió las manos y se las sostuvo―. Vas a ser mi esposa, la princesa heredera. Tu obligación ahora es estar conmigo y con Ascensión. Ya he enviado al mejor grupo de enfermeras del reino para que ayuden a María con tu abuelo.

¿Ah, sí?

―Sí.


¡Bueno, pero él me necesita!

―Cariño, escúchame, todo va a salir bien. Me parece que es­tás pasando por los nervios lógicos de antes de una boda.

Ella apartó los ojos de su amable aunque preocupada mirada, dándose cuenta de que estaba siendo una maleducada. Por alguna razón ―orgullo, quizás― no podía preguntarle sobre Chloe Sin­clair. Raffaele ni siquiera pensaba que estuviese haciendo algo mal; como Orlando le había dicho, era como un niño caprichoso y encantador. No tenía sentido hacer que estos días fueran aún más desagradables de lo que sin duda iban a ser.

Superaremos esto ―le dijo―. No te estarás arrepintiendo, ¿verdad?

―Es una locura, Raffaele. Lo sabes, ¿verdad? No deberías casarte conmigo. ¿Qué van a decir tus padres?

—«Enhorabuena», espero.

Ella entornó los ojos al ver su sonrisa despreocupada. Su mi­rada era extraña, misteriosa, y sus ojos verdes estaban llenos de una inteligencia que ella jamás había visto, y no era precisamen­te la mirada de un niño inocente.

Como había dicho Orlando, este hombre ocultaba algo, pen­só. Decidió que los dos eran igual de horribles.

—Mi padre no controla mi vida, Dani ―apuntó, mientras le soltaba la mano y volvía a sentarse, cruzando las piernas y re­costándose sobre los cojines de piel marroquí. Apoyó el codo en el borde de la ventana y observó el paisaje. Su tono era medita­tivo―. Bueno, puede ser un poco molesto al principio, te lo ase­guro, pero cuando sepa que el futuro de Ascensión está a salvo, olvidará todo su genio. No olvides le que te digo.

¿Y cómo pretendes hacerle ver eso?

―Dándole un hijo, desde luego.

Ella ahogó un gemido y le miró fijamente, sin decir una palabra. No se atrevía. Como no se atrevía a pensar en cómo iba; poder resistirse en la noche de bodas, para la que quedaban menos de veinticuatro horas, cuando este malvado ángel caído viniese a su cama... y le ofreciese tocar el cielo con las manos.


Capítulo diez
Has perdido la cabeza. Lo sabes, ¿verdad?

Horas antes de la boda, Rafe se encontraba de pie frente al espejo, mirándose mientras se hacía el nudo de la corbata. Des­pués, revisó el corte de su chaleco a rayas.

—Sin lugar a dudas ―convino.

Se sentía optimista. Era un día soleado y perfecto, y pronto se casaría con la mujer que él, y no su padre, había elegido.

Había tomado las riendas de su vida.

Con los brazos cruzados, Adriano lo observaba desde atrás, inclinado junto al espejo.

—Rafe...

Rafe lo ignoró e hizo una señal a su ayudante de cámara. El hombre le acercó una impecable chaqueta blanca y le ayudó a meter los brazos por las mangas. Raffaele se encogió para poder ponérsela.

—Excelente, alteza ―murmuró el mayordomo, alisándole la prenda.

Rafe asintió, se observó en el espejo y echó un vistazo a sus galones.

—Su sable de gala, señor.

Rafe aceptó la larga espada de plata y la introdujo en la vai­na lujosamente engalanada que pendía de su cadera.

Según los informes que le hacían llegar cada media hora, los progresos de su prometida iban más despacio de lo habitual por­que a todo tenía que poner inconvenientes y obstáculos. Al pa­recer, su transformación final de bandida a novia estaba resultando ser una empresa difícil y traumática para todos.

¡Rafe! ―dijo Adriano una vez más, sacándole de su ensimismamiento―. Dime de verdad que no vas a seguir adelante ron todo esto.

Rafe le lanzó una mirada de fastidio.

Adriano no se dejó amedrentar.

¿Y qué pasa con Chloe?

Rafe le dio una palmada repentina en el brazo, descubriendo en ese momento que no iba a necesitar a Chloe después de todo. Dani era todo lo que quería.

―Se me ha ocurrido una idea, di Tadzio. Puedes quedártela.

Adriano se puso lívido.

¿Qué?

―Pareces tener un desmesurado interés por ella. Así que es toda tuya. Eso sí, no dejes que te venza con sus lágrimas. Esa mu­jer llora por cualquier cosa. Por eso le pagan en el teatro. Y ade­más, creo que se siente atraída por Orlando, así que ten cuidado.

—No hay nada de eso entre Chloe y yo ―dijo rotundo.

Eligiendo una colonia de su exquisita colección, Rafe le re­prendió riendo.

—Vamos, te he visto tonteando con ella. No me malinterpretes, no me importa lo más mínimo. Tienes mi bendición. Sincera­mente, pensaba que ya te habías rendido a ella, aunque no es cul­pa tuya, desde luego. Sé lo difícil que puede ser resistirse a Chloe ―dijo, apartando con la mano las protestas de Adriano. De re­pente, sintió miedo por su inocente y pequeña futura esposa―. Sabes que Chloe está enfadada por mi matrimonio.

—Desde luego. Acabo de venir de su casa. Está destrozada.

La mirada de Rafe se endureció.

—Mantenía alejada, di Tadzio, ¿lo harás? Lo digo en serio. No quiero que importune a Daniela.

—Rafe. ―Adriano se levantó y se enfrentó a él cara a ca­ra―. No sigas con esto. Dios, ¿qué te está pasando? Solías ser divertido. Pero desde hace unas semanas, resultas insoportable.

—Dime cómo te sientes en realidad, di Tadzio ―dijo, rién­dose por lo bajo mientras se alejaba.

¡Chloe te quiere! ―exclamó Adriano, siguiéndole―. Cásate con una de las mujeres que tu padre eligió si tienes que ha­cerlo, pero es a ella a quien perteneces. Sí, ella y yo pasamos mucho tiempo juntos, pero ella sólo me habla de ti. «Háblame de Rafe cuando era niño» « ¿Le gustará a Rafe este vestido?» Si la llevo a algún café: « ¡Debemos traer aquí a Rafe!» « ¿Crees que a Rafe le importo de verdad?»

Rafe entornó los ojos.

—Sinceramente, creo que estás cometiendo un gran error.

¿Un error? ―Cogió a Adriano por el brazo y le empujó hacia el balcón, abriendo las puertas francesas de par en par―.

Mira.

Bajo ellos, a la luz del sol, la multitud vociferante llegaba hasta más allá de donde la vista podía alcanzar.



―Una boda real. ¡Ni más ni menos que con el Jinete En­mascarado! No entiendes lo principal, di Tadzio. Mírales allí abajo. ¡Están disfrutando de lo lindo con esto!

La vista de Adriano recorrió la multitud pausadamente.

—Veo que has aprendido algo de los años que has estado persiguiendo a actrices ―dijo suavemente―. Te has convertido en un exhibicionista.

¡No entiendes nada, estúpido florero! ―Enfadado, Rafe se volvió hacia Adriano para mirarle de frente, sacudiéndole el hombro―. Si Chloe pensó alguna vez que iba a casarme con ella, entonces es ella la que está loca. Daniela Chiaramonte na­ció y creció para ser Reina, y puedes decirle a Chloe que lo he di­cho yo.

Adriano le miró con prepotencia un instante.

—Lo haré, alteza.

Había algo en la mirada insolente de Adriano que lo enfu­recía.

—De verdad, tendrías que probarla, di Tadzio. Es incluso mejor entre bambalinas que en el escenario ―siguió cami­nando―. ¿Qué ocurre? ¿Tienes miedo a que sea demasiada mu­jer para ti?

Adriano murmuró algún epíteto insultante y dejó la habita­ción. Rafe se quedó con la vista fija en el lugar donde él había estado, enfurecido, y después descubrió que Elan movía los ojos desde la puerta cerrada hasta él.

¿Qué? ―le espetó.

Elan, como siempre, utilizó la diplomacia.

Alteza, Adriano es... ¿cómo decirlo? En fin, no importa.

¿Crees que tiene razón? ¿Es eso? ―preguntó, apartando un vago e incómodo pensamiento. Algunas cosas era mejor ig­norarlas. Aun así, se sentía enfadado consigo mismo por haber gritado a una criatura tan frágil. Pedía a Dios que la discusión no fuera el detonante de una de sus amenazas de suicidio.

―No, nada de eso. ―Elan se acercó a él con una copa de vi­no que le tendió―. En lo que a mí respecta, te diré que has he­cho lo mejor.

Algo más tranquilo, Rafe tomó un sorbo y después asintió.

—Demonios que sí. Es a ella a quien elijo. Ella es lo que As­censión necesita. Es fuerte. Es hermosa y buena, y sobre todo, es leal. ―Estaba determinado a creer en ella. Al menos, lo es­taba intentando―. Ella es lo que necesito, y si a mi padre no le gusta, puede dejarle el trono a Leo, a mí ha dejado de impor­tarme.

Elan levantó la copa, mirando a Rafe divertido.

—Por la novia.

—Por el Jinete Enmascarado. Recemos para que su virgini­dad sea lo único que se pierda esta noche ―murmuró. Juntaron las copas y bebieron.

«Dios mío ―rezaba mentalmente Dani, con la cara blanca bajo el velo―, por favor, no dejes que me tropiece y caiga al salir del carruaje. No dejes que haga el ridículo, es todo lo que pido.»

El espléndido carruaje real, tirado por seis caballos blancos, se detuvo frente a la catedral. Un mar de súbditos se extendía en todas direcciones hasta donde la vista alcanzaba. La guardia real, uniformada para la ocasión, trataba de contener a la multitud vociferante para que dejasen libre los grandes escalones que da­ban a la iglesia. Dani se agarraba al brazo de su abuelo como si en ello le fuera la vida. Su excelencia, el duque de Chiaramonte, había recuperado su noble apariencia de antaño con un gran bigote blanco y un bien remozad^ uniforme militar. Iba cantu­rreando de forma desafinada por lo bajo, pero parecía estar lo suficientemente lúcido.

¿No te dije yo que deberías dejar que el príncipe Raffaele te cortejara? ―dijo el anciano con una mueca de complicidad.

¡Abuelo!

―Debes agradecerme que yo le hablara de tus talentos, Dan i, haz caso de lo que te digo ―dijo con un guiño―. ¿Cuántas jóve­nes hay por ahí que puedan montar a caballo de espaldas?

¡Ay, abuelo!

Su paciencia estaba bajo mínimos, después de pasar el día entre metros, pinchazos y reprimendas de las costureras reales, peluqueras y otros expertos en protocolo. Se había enfrentado a sus torturadoras todo lo posible, pero tenía que admitir su buen hacer, porque el resultado no desmerecía en lo más mínimo a su futuro marido temporal.


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