3-el principe azul



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Arrebatada, Dani introdujo los dedos en los recovecos de sus hombros, y arañó lentamente sus brazos con las uñas.

Él cerró los ojos, con la cabeza baja mientras ella seguía acariciándole. Las puntas de su cabello se precipitaban sobre las limpias y tersas líneas de su clavícula. Ella se incorporó un poco para colocarle el pelo detrás de los hombros, jugando con los mechones que se le escurrían entre los dedos mientras se incor­poraba para besar la curva de su cuello. Tenía un cierto gusto sa­lado y olía a brandy y a colonia cara.

Ella se quedó así, con los ojos cerrados y las manos enreda­das en el caos glorioso de su pelo. Se prometió que se detendría un segundo después, sólo un segundo después...

No estaba muy segura de que aquello estuviese pasando. El príncipe Raffaele ―en sus brazos, en su cama― su marido, aunque fuera sólo por un tiempo. Dejándose llevar por la sen­sualidad del momento, pegó los labios a la parte de su cuello en la que podía sentir el pulso de sus arterias.

Con los ojos cerrados, Rafe echó atrás la cabeza completa­mente rendido a ella, su nombre en los labios.

Sólo tuvo que seguir su instinto para entornar los labios y besarle en el cuello como él lo había hecho sólo un momento antes, mordisqueando su piel tierna y cálida, chupándosela co­mo si fuera a devorarle.

―Dani. Dios mío, Dani ―suspiró―, qué estúpido he sido.

¿Por qué? ―preguntó ella, rozándole la nuca y buscando otro lugar especial donde morderle.

―Pensaba que sabía lo que era el placer. Pero nada... nada me había preparado para esto, para ti. Tú me haces sentir... todo.

Separándose un poco, Dani levantó los ojos hacia él y supo que nunca había visto nada tan erótico como a él en ese mo­mento. Sentía tanta desesperación como deseo. Cerró los ojos como si así pudiese apartar la necesidad de tenerlo dentro, de abrirse a él, en cuerpo y alma, de ser uno con él y llevarle a su interior para no tener que estar sola nunca más.

La soledad, salvaje y oscura, crecía en ella como una gran ola del océano. La vencía y ella se entregaba, odiándose por no opo­ner resistencia, pero le deseaba demasiado. Volvió a acariciarle el pecho mientras se tumbaba de nuevo, con el cuerpo tembloroso.

Raffaele bajó la barbilla y levantó sus largas pestañas, de­jando ver el fuego que ardía en sus ojos verdes.

—Es mi turno ―susurró. Le acarició la mejilla, y con los de­dos recorrió la cara hasta debajo de su barbilla, debajo de la gar­ganta y así hasta bajar al pecho. Le abrió la camisa ya desabrocha­da y examinó sus pechos. Los sostuvo en la palma de su mano por un momento, presionando después con el pulgar sus pezo­nes, pellizcándolos tan suavemente que el deseo le subió por la garganta hasta hacerla gemir.

Entonces la cubrió con su cuerpo. Sin dejar de besarle en los labios una y otra vez, dejó que las pieles se encontraran, en un amasijo de carne desnuda, cálida y aterciopelada.

Pero al sentir la mano de él descender hacia el interior de sus pantalones, Dani se puso rígida. Pareció recuperar la razón al darse cuenta de que las cosas estaban yendo demasiado lejos. Tenía que salvarle. Tenía que pararle. Aunque iba a enfadarse muchísimo.

Le sostuvo por los hombros.

—Raffaele...

—Bésame ―susurró con autoridad.

Ella sintió algo duro y misterioso que empujaba con fuerza en su abdomen, y cuando se dio cuenta de lo que era, apartó la boca de él, atrapada bajo su cuerpo.

—No, no ―gritó con horror―. No hagas esto, cariño. No podemos.

—Podemos. Es más, debemos ―respondió él, sonriéndole con libertinaje y con un brillo de fervor en los ojos. Reanudó sus besos y con ellos el movimiento de la mano dentro de sus pan­talones.

Ella gimió.

¡No! Por favor, Raffaele...

―Sí, Dani. Dios mío, sí. ―Acarició su vagina y trató de in­troducir un dedo en ella.

Ella gritó horrorizada, y sin saber cómo, encontró la forta­leza para resistirse a sus caricias.

i Dani, cálmate! No voy a hacerte daño, amor... Pero no lo escuchaba, revolviéndose tan violentamente co­mo aquella noche en el Camino Real, cuando él la capturó en el bosque. El podía con ella con tanta facilidad como entonces. Con su mano izquierda le sujetaba las dos muñecas como si fueran unas esposas, clavándole las manos por encima de la cabeza y so­bre la cama. Con rapidez, inmovilizó sus piernas poniendo sus muslos sobre los de ella, adelantándose así a un posible golpe de entrepierna ya conocido.

―Tranquilízate ―le ordenó con suavidad. Jadeaba levemen­te―. Dani, cariño, nunca te haría daño, ¿no lo entiendes? Aho­ra me perteneces. ―Le besó cariñosamente en la frente, y ella hubiese deseado llorar, porque quería que fuese cierto―. Eres mía para protegerte, para tomarte. ¿Acaso no estoy siendo cui­dadoso?

¡Eres un bruto y quiero que te alejes de mí! ―dijo con los dientes apretados, para deshacerse de él. Luchando contra las lá­grimas de frustración, empezó a forcejear de nuevo, aunque sin resultado.

―Dani, para ya ―dijo enfadado, sujetándola con más fuer­za―. Sabes que tengo todo el derecho.

¡Pero yo no quiero! ―gritó. El rio suavemente, rozándole el cuello.

Prometiste que nunca me mentirías, ma chére. Dani, amor, es nuestra noche de bodas y esto fue parte del trato. Una parte importante, como sabes muy bien. Entrégate a mí, cariño. Túmbate y deja que te ame ―respiró.

¡No me hagas esto, Raffaele!

Su risa era baja y perversa.

—Me gusta cuando gimoteas mi nombre de esa manera ―murmuró mientras empezaba a besarle el lóbulo de la ore­ja―. No intentes engañarme, Dani. Puedo sentir tu humedad bajo mi mano y puedo hacerme una idea bastante clara de lo mucho que estás disfrutando.

Ella cerró los ojos, mareada por la pasión de sus besos.

—Te odio.

El rio suavemente, con un sonido perverso y seductor.

—No dirás lo mismo por la mañana. Ahora, voy a decirte lo que vamos a hacer. Primero, voy a terminar de desvestirte. Y después voy a hacerte el amor lenta y maravillosamente, Dani ―dijo, mientras empezaba a quitarle la camisa―. Lenta y ma­ravillosamente para mi virginal esposa. Sólo te dolerá un poco la primera vez, mi amor, pero después, te prometo que se abrirá ante ti un mundo lleno de placeres desconocidos.

—Por favor, no ―dijo, con un gemido callado.

—Calla ―susurró―. Es normal que estés nerviosa la pri­mera vez, porque no sabes lo que va a pasar, pero debes confiar en mí, querida. Puedo hacer que tus miedos desaparezcan si te dejas llevar...

¡Deja de tocarme!

Una expresión de enfado apareció en sus gruesas y doradas cejas.

¡Maldita sea, te debes a Ascensión y a mi persona! Deja de jugar conmigo.

―No estoy jugando, ¡no estoy jugando! ―replicó, pero él no prestó atención, bajándole los pantalones hasta los tobillos. Ella dejó caer la cabeza sobre la almohada, impotente.

Rafe empezó y fue tan cuidadoso como había prometido. Ella no podía pararlo, o quizás era ese oscuro y oculto deseo el que le impedía luchar contra él como debiese.

Con las dos muñecas inmovilizadas por su mano izquierda, Rafe le quitaba el pantalón con la derecha, acariciándole todo el cuerpo al hacerlo. Sus finas y fuertes manos se movían cálida­mente sobre su sensible piel, con un toque suave y firme. Se in­clinó para besarla en la boca, pero tuvo al menos la fuerza mo­ral de negarse a aceptarlo, apartando la cara. Después pronunció un gemido provocado mitad por la desesperación mitad por el placer, al sentir sus dedos explorando el pequeño y denso me­chón de cabello que guardaba su feminidad.

¿Y si Orlando estaba equivocado después de todo?, pensó desesperada. ¿Y si al Rey no le importase este matrimonio? Tal vez pudiese entregarse a Raffaele en alegre abandono y mante­nerle sin ninguna consecuencia.

Estúpida.

Su contacto era suave y delicado, lleno de experimentada fi­nura. Trató de apartarse, pero sus dedos sólo se introdujeron aún más profundamente mientras murmuraba.

—Calla, pequeña, calla.

Ella gimió enfadada al ver el placer que le proporcionaba, loca por dejarse hacer, pero a la vez desesperada por no fallarle. Su caricia era lenta, lenta, y rítmica. Sus dedos danzaban acom­pasadamente sobre sus terminaciones nerviosas hasta condu­cirla a la cima del placer. El corazón iba a salírsele del pecho en cualquier momento.

Respiró como el buceador que sale a tomar aire a la superfi­cie, atrapada por el deseo, y él reclamó su boca con un beso arre­batador. ..

Entregado por completo, Rafe la besó, temblando de pies a cabe/a de deseo. Se movió un poco hacia abajo para alcanzar sus pechos, bajándole aún más los pantalones. Podía sentirla delirar bajo sus manos, y parecía que iba a tocarla entera. Tenía que te­nerla. No podía esperar mucho más. Nunca había experimen­tado una necesidad de posesión tan bárbara por ninguna mujer, una necesidad tan total, urgente y desconcertante.

Tocándola tan profundamente como sus dedos pudieron al­canzar, quería hacerla llegar hasta el final al menos otras sete­cientas veces más. Quería tomarla, poseerla, amarla hasta estar vacío, y mientras la penetraba con los dedos, probándola, supo con temor que nunca podría verse saciado de ella. Supo que ella podría esclavizarle con el deseo que había en él de ser purificado y quemado en el fuego eterno de su amor.

Entonces ella tembló al ser acariciada con otro rabioso ge­mido de placer y trató de morder su lengua como reproche por lo que estaba haciéndola sentir. Era demasiado rápido para ella, rio por lo bajo, pero su resistencia no hacía sino encender aún más sus deseos más primarios.

¿Qué pasa, querida? ¿Te gusta más fuerte? ―preguntó con un deje salvaje en la voz―. Puedo hacerlo tan fuerte como quieras.

¡Deja que me vaya! Te odio ―gruñó ella, arañándole la espalda con una rabia que dejaba bien claro cuál era su opinión respecto a él. Su gato de pelo rojo había sacado las uñas.

―Ya me he dado cuenta ―dijo con una media sonrisa mien­tras rozaba el centro de su vagina con su dedo mediano, como si fuera una pluma, una y otra vez―. ¿Puedo besarte aquí?

Ella protestó con un gemido, revolviéndose, sus esbeltas ca­deras elevándose por sus caricias, incluso cuando le rechazaba.

—Tienes razón. Debería dejar de perder el tiempo. ―Se co­locó encima de ella y se abrazó con las manos de ella, presionan­do la pelvis lentamente entre sus muslos. El éxtasis.

¿Sientes lo que me haces? ―susurró, rozando su erección, como una gran columna de piedra, sobre su vagina con un rítmi­co movimiento de cadera.

Ella ahogó un grito, gimiendo al sentir el contacto.

—Por favor.

Posesivo, se arqueó sobre su pequeño cuerpo, sabiendo que su envergadura le procuraría finalmente la victoria. La caballe­rosidad y el honor no tenían cabida entre las violentas leyes del instinto. Nada importaba salvo hacerla suya de la manera más física posible, una y otra vez, una y otra vez.

—Te deseo. ―Le soltó las muñecas, sin preocuparse de si ella le golpeaba, porque ningún golpe podría desviarle. Bajó las manos y liberó su dolorido miembro que temblaba, inmenso, bajo sus pantalones. Hasta que no estuviese dentro de ella, el tiempo pasaría como una eternidad de sufrimiento.

—No, no ―gemía ella mientras él trataba de ponerse entre sus piernas y acunarla en sus brazos.

Trató de calmarla, acariciándole el pelo.

—Respira, amor, mi dulce esposa. Si luchas conmigo, te do­lerá más ―le susurró, pasándole la mano por la cabeza―. No quiero que te duela, cariño. Ah, Dios, deja que entre.

Su temor y su deseo, los dos sentimientos mezclados, hicie­ron que cerrara los ojos con fuerza, en una mueca de dolor.

¡Raffaele!

Mientras guiaba su miembro hasta su dulce destino, perci­bió que ella había empezado a llorar.

La miró, con el pulso acelerado.

No había llorado cuando había sido arrestada, encarcelada, interrogada, forzada a despedir a sus amigos de toda la vida, ni cuando el primer ministro le había gritado. Ni siquiera había llo­rado en su propia boda y, sin embargo, lloraba ahora. Su pequeña y brava forajida estaba llorando y temblando debajo de él.

De miedo.

Se detuvo durante sólo dos segundos, mirándola asombrado. Sin saber muy bien cómo, recobró su buen juicio, como si las mismas Erinias vinieran a castigarle. Dios mío, la había sencilla­mente sobreestimado y estaba a sólo unos segundos de...

El deseo le abrasaba todo el cuerpo.

« ¡No!», se reprendió en silencio, apretando furioso los ojos al proferir la negación. Con una maldición en los labios, se apartó de ella y se retiró de la cama, luchando por mantener su deseo bajo control. Era como si no se reconociese a sí mismo. ¿Qué era lo que le había hecho? ¡Maldita sea! ¿Qué le estaba pasando?

―Sal ―le dijo ella con voz temblorosa, un momento después.

Con los brazos caídos y el pecho tembloroso, Rafe dirigió hacia ella la mirada. Se había levantado de la cama y permane­cía ahora de pie contra la pared más alejada, blandiendo su es­pada de gala, cubriendo sus pechos con la camisa negra abierta y los pantalones cayéndole bajos por la cintura, dejando a la vis­ta su plano vientre.

Una sacudida de deseo le hizo querer arriesgarse al acero, pero en vez de eso, se limitó a mirarla. Si es que le quedaba algo de orgullo, esperaba no reflejar en su cara la vergüenza que sen­tía en esos momentos, aunque todavía estaba demasiado enfa­dado para arrepentirse.

No tenía ni idea de lo que le había pasado. Nunca había for­zado a una mujer en su vida. De hecho, había matado a dos hom­bres en duelo por algo así en el pasado. No obstante, ninguna pa­labra de disculpa parecía querer salir por su boca.

¿Cómo podía haberla interpretado tan mal? Había escucha­do su rechazo pero sabía que era simple timidez, y hubiese ju­rado que su cuerpo le había reclamado a gritos. Se sentía descon­certado, perdido. ¿Por qué no le quería? Era su esposa.

―He dicho fuera de aquí.

Se volvió hacia ella.

—No me voy a ningún sitio.

Era lo último que necesitaba: tener a toda la corte hablando de cómo su nueva mujer le había echado de la cama en la no­che de bodas. No podía imaginar qué era lo que había pasado. Sencillamente, las mujeres no le decían no. Ella era legalmente de su propiedad, prácticamente su posesión. La había salvado de la horca y no tenía derecho a rechazarle. No se saldría con la suya esta noche.

No en el dormitorio. Nunca aquí.

¡Lo digo de verdad! ¡Sal de aquí! ―Con los ojos echando fuego, se acercó a él, blandiendo la espada peligrosamente con ambas manos. Se subió a la cama y caminó sobre ella lentamen­te, bajando por el otro lado, hasta llegar a una distancia de él don­de pudo ponerle la hoja bajo la barbilla.

Sonrió con suficiencia primero a la espada y después a ella.

¿Qué vas a hacer, Dani? ¿Matarme?

Ella temblaba ligeramente.

—Debería. Debería matarte ahora y hacer un favor a este reino y a todas las mujeres del mundo.

No hables por las mujeres del mundo hasta que no te conviertas en una de ellas, pequeña Dani ―le dijo con un tono suave.

-¿Qué se supone que significa eso? ―gritó ella, con las me­jillas coloradas.

Él miró despectivamente su aspecto de chico.

Significa que sólo eres una muchacha asustada que no sabe lo que se está perdiendo. Pero no te preocupes ―susurró―, yo haré de ti una mujer. ¿Cómo te atreves a rechazarme des­pués de todo lo que he hecho por ti?

¡Estoy tratando de ayudarte! ―le espetó.

¿Ayudarme? ¿Qué demonios significa eso?

¡Sé lo de tus cinco princesas! ―bramó―. Si me resisto, entonces nuestro matrimonio podrá ser anulado cuando tu pa­dre regrese. Podrás casarte con alguna de esas princesas y no tendrás que perder el trono. ¡Perderás el trono sólo por mi culpa, Raffaele! ¡No dejaré que eso suceda! ¡Ascensión te necesita! Él la observó con una ira oscura e incrédula.

¿Quién ha estado hablando contigo? ―preguntó como si fuera a matar al culpable.

―No importa quién me lo haya dicho. De verdad no quiero ser un problema para ti. ¡Lo que importa es que tú salvaste mi vida y la de mis amigos y ahora es mi deber protegerte a cambio!

¿Tu deber...? ¡Diablos, Daniela, eres mi esposa! ¡Obedecerme, acostarte conmigo, ése es tu deber! ―explotó, dando un paso hacia ella, con una expresión severa―. ¡Por una vez en tu estúpida vida harás lo que yo diga! Y ahora, te ordeno como so­berano y señor, ¡que me digas quién ha estado hablando contigo!

¡Orlando! ―gritó, y se echó hacia atrás, estremecida por su furia.

Él se quedó helado.

— ¿Orlando?

—Dijo que no quería que hubiese otra disputa en el seno de la familia real. Me habló de la amenaza del Rey de ceder el tro­no de Ascensión al príncipe Leo si no hacías lo que él te pedía. Raffaele, si no te casas con una de esas mujeres, serás deshereda­do. No quiero que lo pierdas todo por salvarme a mí y a mis ami­gos. ¡No quiero ser la responsable de que arruines tu vida!

—Espera un momento. ―Visto su historial con las mujeres, no estaba seguro de poder creer sus nobles excusas. Era ella, después de todo, la que había dicho que no se casaría nunca―. ¿Cuándo te dijo Orlando todo esto? Ella tragó fuerte.

—Ayer.

—Ayer ―repitió al ver que sus temores se hacían realidad―. ¿Y ya sabías lo que ibas a hacer, rechazarme? ¿Lo sabes desde ayer? ¿Preparaste este plan con mi primo?



Ella le miró en silencio.

—Vamos, Dani. Échalo fuera. ―El corazón le latía con fuerza y tenía un agujero en el estómago―. ¿Me estás diciendo que te presentaste ante Dios hoy y le diste tu palabra en la iglesia y de­lante de todo el mundo? ¿Me estás diciendo que me hiciste una promesa sabiendo que era mentira? ¿Fue todo una mentira?

¡No lo entiendes! ―gritó, con lágrimas en los ojos.

―Creo que sí lo entiendo. ―La miró fijamente.

Quizás el deseo y el orgullo le cegasen, pero todo en lo que podía pensar era en Julia una y otra vez. Había caído en la tram­pa urdida por una mujer sin corazón.

Pero ella parecía tan inocente, tan joven.

Había sido un estúpido.

¿La anulación, eh? Estabas decidida a rechazarme incluso antes de poner un pie en la iglesia ―dijo amargamente―. Qui­zás me has estado mintiendo desde el principio. Desde luego que sí. Desde la cárcel. Hubieses dicho cualquier cosa con tal de salvar tu bonito cuello, ¿verdad? Y el de Mateo ―la espetó.

¡Eso no es cierto! ¡Hablaba en serio! ¡Estoy tratando de protegerte, Raffaele!

¡Estás protegiéndote a ti misma, pequeña ladrona menti­rosa! ―gruñó―. Me diste tu palabra. Todo el mundo me advir­tió que no debía confiar en ti.

¡Me importas!

¿Ah, sí? ―Levantó la barbilla, mirándola con furia. Su to­no, sin embargo, era educado y tranquilo―. Entonces vuelve a esa cama y ábrete de piernas si quieres probar que no eres una mentirosa.

―No te atrevas a hablarme de ese modo ―le advirtió―. Yo no soy una de tus prostitutas del teatro.

—Maldita seas ―susurró con los hombros caídos―. Me has utilizado.

¿Que yo te he utilizado? ―repitió ella asombrada―. ¡Tú eres el que me utiliza! Me lo dejaste bien claro. Me dijiste a la cara que la única razón por la que te casabas conmigo era para servirte de mi popularidad entre la gente. Ahora he averiguado que también me utilizas para rebelarte contra tu padre... Un hombre a quien yo de verdad admiro.

―No te estoy utilizando para enfrentarme a mi padre. Es­toy harto y cansado de que me controlen. ¡Y tú tampoco vas a hacerlo, maldita sea! ―le dijo angustiado―. Se suponía que tú debías estar de mi parte.

Ella abrió la boca para responder, pero no consiguió emitir ningún sonido.

—Veo que tú también me consideras un bufón, como todos los demás ―dijo en voz baja―. Se suponía que tú eras la única que creía en mí.

—Yo creo en ti, Raffaele. Por eso es por lo que te detuve esta noche. ―Las lágrimas llenaron sus ojos―. Si consumas nues­tro matrimonio, nunca serás Rey. Soy yo o Ascensión. No per­mitiré que te equivoques en la elección.

¿En serio? ―dijo con cinismo―. Bueno, todo lo que sé es que hice un juramento de honor ante mi Dios y mi país, y no pienso romperlo por ti.

¡Vuelve atrás! ―le gritó al ver que él daba un paso hacia adelante.

―No voy a tocarte, esposa ―murmuró con desprecio―. Solamente necesito utilizar la punta de la espada.

¿Para qué?

El no respondió. Mirándola con precaución, cogió la punta de la hoja con los dedos índice y pulgar. Sujetándola firme­mente, levantó la mano izquierda y se pinchó el pulgar antes de que ella pudiera detenerle.

¿Por qué has hecho eso? ―preguntó Dani.

Hizo una mueca al ver que la sangre salía de la pequeña he­rida. Apretando aún más la hoja para que sangrara más, caminó hacia la cama, levantó las mantas y roció con su sangre la sá­bana bajera.

Lentamente volvió a bajar la espada, mientras ella le miraba asombrada.

¿Te gustó? ―preguntó irónicamente mientras cogió las sábanas de la cama y las llevaba hacia la puerta.

Ella se limitó a mirarle, con la frente fruncida.

Con una mirada victoriosa, Rafe se fue a la otra habitación, abrió la puerta y entregó la sábana manchada al mayordomo de palacio que esperaba discretamente detrás de la puerta.

Dándose cuenta demasiado tarde de lo que estaba haciendo, Daniela corrió hacia él para detenerle.

¡Raffaele! ¡Detente!

Cerró rápidamente la puerta y la bloqueó con su cuerpo, cruzándose de brazos con una sonrisa irónica en la cara.

Ella le miró aturdida.

¡Eres un orgulloso y un necio! ¿Qué es lo que has hecho?

―Ahora no habrá anulación, amor mío. ¿Creías que iba a dejar que te rieras de mí ante toda Ascensión? Ahora no tienes escapatoria, querida. Todos sabrán que te he desvirgado, por lo que propongo que volvamos a la cama y continuemos con lo que habíamos empezado.

Ella ahogó un grito de asombro.

¡Eres un sinvergüenza arrogante y sin escrúpulos! ¡Se­rías capaz de hacerte daño a ti mismo por vengarte de tu ene­migo!

Él arqueó una ceja.

Sin poder creérselo, sacudió la cabeza con desesperación.

—Eres un crío.

—Es cierto que tengo un encanto infantil ―replicó, satisfe­cho al ver que había conseguido exasperarla tanto como ella a él.

Dani entornó los ojos.

—Esa prueba tuya no significa nada. Cualquier doctor po­dría probar que sigo siendo casta y pura cuando tus padres re­gresen, y la boda puede todavía anularse. ¡No pienso ceder! Si me quieres, tendrás que forzarme... y sé muy bien que no lo harás.

No, no lo haría.

Molesto por el giro que había dado la situación aunque sin dejar de sonreír, Rafe consideró con cuidado su próximo movi­miento. Al parecer, sólo le quedaba una alternativa.

Lentamente, caminó hacia ella, apartando con delicadeza la hoja de la espada.

Dani lo observaba, con unos ojos que se vieron grandes en la oscuridad, y dejó que se acercara, demasiado orgullosa para retroceder, supuso Rafe. Él le cogió la cara con dulzura entre sus manos y bajó su boca hacia la de ella, dándole un lento, ligero y seductor beso.


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