3-el principe azul



Yüklə 1,63 Mb.
səhifə21/29
tarix17.03.2018
ölçüsü1,63 Mb.
#45745
1   ...   17   18   19   20   21   22   23   24   ...   29

Bulbati estaba ya trepando para levantarse de la silla y co­rriendo como un pato hacia la puerta cuando los hombres de la guardia real le cerraron el paso.

—Mantengan a este hombre bajo custodia durante la no­che, y ahora quitádmelo de la vista. Veremos si cambia su testi­monio mañana ―dijo con un gruñido.

—Sí, señor ―respondieron, llevándose al conde. La puerta se cerró detrás de ellos y Rafe cerró los ojos, con las sienes temblando. Después caminó hacia la ventana, desde donde pudo ver las sombras nocturnas que se alargaban a través del cés­ped del jardín. La rabia y la confusión le cegaban. No sabía qué pensar.

Desde que Orlando se mudara hace dos años de Florencia y se estableciera en Ascensión, había sentido a menudo que el hombre no era exactamente lo que parecía. Pero Rafe había sen­tido siempre algo de pena por su extraño, pensativo y solitario primo, que no tenía familia directa ni amigos verdaderos, al me­nos que Rafe supiera. Había supuesto que Orlando estaba sim­plemente un poco celoso de él, como la mayoría de los demás hombres lo estaban, por desgracia. Pero si el rencor de Orlando era más profundo que una superficial envidia, Rafe no estaba seguro de querer descubrirlo.

Desde que había averiguado que Orlando había ido a sus espaldas a hablar con Daniela, se había sentido inevitablemen­te perspicaz. Incluso aunque pudiera parecer que su primo sólo había querido protegerle a él y a su familia, la charla pri­vada de Orlando con Dani era un abuso de confianza. Esto ha­bía sido un asunto personal, pero las acusaciones del conde Bulbati tenían unas implicaciones más profundas y de mayor alcance.

Lo que más le extrañaba era el comentario de Bulbati res­pecto a que Orlando tenía amplios poderes y capacidad para matarle si revelaba su nombre. Rafe arrugó el entrecejo. Estaba seguro de que esa sabandija mentía.

Además, había visto a Orlando esa misma mañana y no ha­bía observado en él nada extraño. El duque había estado pre­sente en las reuniones del nuevo e inexperto gabinete de Rafe. Se había sentido complacido por la presencia de su primo, ya que Orlando era mayor y tenía más experiencia que los hombres a los que había nombrado.

Orlando se había comportado de una forma natural y Rafe había olvidado sus desconfianzas. Al fin y al cabo, si no podía confiar en su propia familia, ¿en quién si no? Reflexionando so­bre ello ahora, ésta le parecía una filosofía bastante ingenua e inútil.

Julia se hubiese reído de él por esto.

Con los brazos cruzados, Rafe se llevó una mano cerrada a la boca, pensativo e inmóvil junto a la ventana.

No le gustaba la dirección que estaban tomando sus pensa­mientos. Se había propuesto no convertirse en un hombre sus­picaz y desconfiado, lo que hubiese supuesto que Julia, con su traición, le había ganado después de todo. Pero esta vez, se es­forzó en imaginar el más diabólico de los escenarios. Al menos no le cogería por sorpresa.

Su padre estaba muriéndose. Cáncer de estómago, decían. Como príncipe heredero, era el sucesor al trono y hasta el mo­mento no tenía hijos. Orlando había convencido a Daniela de que no se acostase con él.

Si los dos, su padre y él, morían, la sucesión del trono iría a parar a Leo, con el rimbombante obispo Justinian como regente.

El obispo desaprobaba de todo corazón a Rafe, pero era un celoso devoto del Rey y de Leo, también. No, pensó, el clérigo no era un traidor. Sin embargo... Si Leo estuviese en el poder, hipo­téticamente, y el obispo Justinian muriese antes de que el niño alcanzase la mayoría de edad, ¿quién sería entonces su regente? La pregunta aterrorizó a Rafe.

Quería pensar que sería Darius Santiago, su valiente cu­ñado. Pero Darius llevaba ya cuatro años viviendo en España, estaba desconectado de lo que pasaba en Ascensión y era, en re­sumidas cuentas, un soldado más que un hombre de Estado.

El primer ministro Arturo di Sansevero podría ser elegi­do... pero entonces, Rafe sabía muy bien quién era el favorito de don Arturo. Orlando.

«Y si Orlando controlase a Leo, ¿quién podría asegurar que el niño llegase a la edad de los dieciocho años, momento en el que el poder le sería concedido?»

El rumbo de sus pensamientos le estaba poniendo enfermo. Con toda seguridad, no podía ser de otro modo, estaba distor­sionándolo todo y desfigurándolo de sus proporciones razona­bles. Después de todo, no tenía evidencias aún de que la enfer­medad de su padre fuera algo distinto al cáncer de estómago que le habían diagnosticado, y en cuanto a él, nadie había aten­tado contra su vida. Ni una vez.

Se sintió de repente incapaz de quedarse quieto, por lo que se dio la vuelta y dejó la habitación, y se dirigió con grandes zan­cadas hasta el vestíbulo y con la firme resolución de tener una charla con el superior de Orlando, el viejo y venerado don Fran­cisco, responsable del Ministerio de Economía durante los últi­mos veinte años.

Rafe tenía un presentimiento, aunque trató de moverse con precaución, no queriendo tampoco imaginarse cómo po­dría cambiar la ecuación si Dani se quedaba embarazada. Si ella le daba un hijo, Leo no sería el sucesor al trono, sino el hijo de Rafe.

Trató de contener la rabia que fluía por sus venas al ver el peligro en el que había puesto a Dani al casarse con ella. ¿Acaso no la había visto ya Orlando en privado una vez?

De camino a los establos reales, ordenó que pusiesen más guardias para vigilarla, especificando que no la dejasen alejarse de su vista ni un minuto.

No dijo nada sobre su primo, decidido a no seguir aún la pista a Orlando, por la sencilla razón de que si su astuto primo era en realidad culpable de algo, no quería dar a Orlando nin­gún aviso de que el estúpido de Rafe el Libertino le había por fin descubierto.

Como no quería que su visita a don Francisco fuese conocida por todos, se subió a un carruaje sin insignias reales para des­plazarse al palacio del viejo y elegante ministro.

Rafe envió a su mayordomo a la puerta mientras él esperaba en el vehículo, pero el sirviente regresó diciendo que el hombre no estaba en casa. Al parecer, aprovechando que Rafe había des­pedido en su ataque de rabia a todos los viejos miembros del Consejo, el hombre se había tomado un descanso y había ido a pescar unos días.

Reprimió un suspiro y se rascó la frente.

Entonces tuvo una idea. Ordenó al cochero que le llevase a la gran tienda de carruajes donde había llevado a reparar su coche.

Estaban a punto de cerrar, pero cuando llegaron, el carretero y sus aprendices se volcaron en él tratando todos de servir a su soberano. El maestro le condujo hasta su coche, que estaba sien­do sometido a una limpieza final antes de serle entregado, ya completamente reparado.

Cuando Rafe pidió ver el eje roto que le habían cambiado, el rostro alegre del hombre pareció confundido.

-Desde luego, alteza ―dijo, mirándole extrañado. Ordenó a una pareja de aprendices que lo sacaran de una pila de ruedas rotas y otros componentes que había en una esquina del alma­cén de detrás del taller.

Rafe esperó impaciente, revisando su lustroso vehículo. Era sólo una especie de corazonada, pero quería examinar el eje, só­lo para asegurarse de que nadie lo había forzado.

Había sido un milagro que hubiese salido ileso del acciden­te, pero si hubiese sido sólo un conductor menos diestro y no hubiese saltado del carro en el último minuto, sin duda habría salido despedido del vehículo o partido en dos bajo las ruedas mientras los caballos seguían corriendo.

En su momento, se había limitado a recoger los cincuenta mil de la apuesta, riéndose del contratiempo, y se había tran­quilizado con un trago de whisky. Ahora, sin embargo, saber lo que podía haberle pasado le ponía los pelos de punta.

Los chicos volvieron unos minutos más tarde diciendo que las piezas rotas del eje habían desaparecido. Él se volvió, pálido. Se habían evaporado. Desvanecido.

El constructor de carruajes pareció sorprendido de oír la noticia, avergonzado ante su señor soberano, y lo pagó con los aprendices.

¿Acaso estáis ciegos? Perdóneme, alteza. Yo mismo las en­contraré.

Pero el atardecer refrescaba ya el sofocante taller cuando el maestro de los carruajes volvió sin haber podido encontrar el eje.

Rafe salió de la tienda entre una profusión de disculpas. El atardecer avanzaba con una luz rosada, pero él se quedó de pie en la acera, con un nudo en el estómago. Miraba primero a un lado de la calle y luego al otro, aturdido, tratando de man­tener la compostura. Con las manos en la cadera, intentaba or­denar sus pensamientos. Estaba claro que había elegido el peor momento para salir de su largo sueño.

Empezó a caminar sin rumbo fijo. Se despidió del cochero con la mano, sin prestar atención a las miradas de la gente de la calle. ¿Es que no podía, aunque fuera sólo por una vez, caminar tranquilamente por la calle como cualquier otro hasta decidir a dónde demonios ir?

Apenas prestó atención a los viandantes que le llamaban, se inclinaban hacia él y le reverenciaban por todos lados. Todas esas personas confiaban en su protección. ¡Y él ni siquiera estaba se­guro de poder proteger a su esposa!

No podía pensar. Estaba demasiado furioso. Con la cabeza baja y las manos en los bolsillos de los pantalones, caminó hasta que el crepúsculo bañó la ciudad de un color gris perla, sin ni si­quiera darse cuenta del camino que seguía.

Cuando por fin consiguió aplacar un poco su ira, lo que le quedó fue una especie de desesperación. Había fracasado. Tan pronto, y había fracasado.

Comprendió que tendría que enviar a alguien para pedir a su padre que volviese, porque él no sabía qué hacer. Dios no de­jaría que hiciese las cosas mal. No tenía miedo de Orlando, pero sí le paralizaba volver a meter la pata como aquella vez. La cons­piración era demasiado complicada como para ser dejada en sus manos, un estúpido adolescente grande.

Rafe el Libertino, pensó, odiándose. No era más que una lla­mativa pieza de exhibición.

Pero maldita sea, incluso su padre tendría dudas de qué ha­cer en este momento, de eso estaba seguro. Aun así, ¿qué es lo que haría su padre?, se preguntó.

«Enfrentarse a él directamente ―pensó de repente―. Aplas­tarle como un ariete.»

Pero eso no funcionaría. Si Orlando había estado sentado allí sonriéndoles durante los últimos dos años, no valdría de nada enfrentarse a él cara a cara. Era obvio que el hombre era un consumado mentiroso. Así que, ¿de qué valdría?

Diablos, incluso Darius sabría mejor que él lo que hacer. Darius hubiese jugado tan sucio como Orlando hasta obtener pruebas de su culpabilidad, y después le hubiese... ¿qué? Rafe dudó, estrujándose el cerebro. Conociendo a Santiago, se habría tomado la justicia por su mano, le habría cortado el cuello y hu­biese acabado así, de raíz, con el problema. Pero Rafe no había sido criado para ser un mercenario, como su cuñado.

Además, su madre le había enseñado a utilizar la violencia sólo como último recurso. Por su condición de príncipe herede­ro, su madre le había enseñado a utilizar la fuerza con cuidado, para que no se convirtiese en un Rey tirano y dañase a aquellos a los que por mandato divino debía proteger.

El farolero, con la escalera bajo el brazo, pasó cerca de él sin reconocerle, algo que le alegró sobremanera. El hombre unifor­mado de negro siguió centrado en su trabajo, encendiendo las velas del acomodado barrio en el que había terminado sin pro­ponérselo.

Rafe deambulaba por la acera disfrutando de la tranquilidad y el aire fresco de la noche. Sacó un mentolado de su cajita y se lo metió en la boca. Después bajó la cabeza y siguió caminando con las manos en los bolsillos.

Al pasar por el círculo de luz que la farola dibujaba en la ace­ra, oyó de repente el freno de un carruaje deteniéndose junto a él. Una risa melodiosa provenía del interior, y otra voz familiar masculina ordenó al cochero que esperase.

¡Eh!

¿Rafe? ¿Querido, eres tú?

Con un suspiro de tristeza, se volvió y levantó los ojos len­tamente. Chloe y Adriano iban sentados juntos en un despam­panante carruaje. El vehículo llevaba la capota de piel negra le­vantada.

—Vaya, ¿acaso no es éste el hombre casado? ―rio Chloe.

¿Rafe? ¿Qué estás haciendo ahí fuera? ―preguntó Adria­no sorprendido.

¡Qué extraño! Parece perdido.

¿Estás bien?

Rafe se limitó a levantar la mirada hacia su amigo y después miró a Chloe.

Bajo su sombrilla con volantes y su elaborado sombrero, el delicado rostro de su antigua amante relucía a la luz de la farola, pero su sonrisa artificial se desvaneció al ver la expresión de Rafe.

—Dios mío, querido, ¿qué te ocurre?

Adriano le miró preocupado, también.

¿Ha ocurrido algo?

―Sube al carruaje ahora mismo ―ordenó Chloe, movién­dose en el asiento para hacerle un sitio mientras la expresión de burla se esfumaba de su cara.

Él no se movió.

No había visitado a Chloe desde que conoció a Daniela, pero sabía que podría tenerla de nuevo con sólo chasquear los dedos. Desde luego no estaba de humor para soportar más reproches después de todo lo que había sucedido. La sociedad reconocía su derecho de hombre sano a mantener a las amantes que quisiese, y si las sensibilidades, inseguridades y temores de su esposa no le permitían satisfacer sus necesidades, ¿por qué no iba a poder buscar placer en otro sitio?

Pero al mirar a la despampanante rubia de ojos azules, supo que no debía subir al carruaje. Sabía exactamente adonde le conduciría.

Aun así, sintió la nostalgia de los tiempos en los que se per­mitía ese tipo de evasiones, la misma que encontraba en la os­curidad en la noche.

Sin decir una palabra, subió al coche con ellos.
Capítulo trece
Las manos se rozaron de forma accidental y los ojos de Chloe le dieron la bienvenida con sensual reconocimiento. Ella le aga­sajó con su mirada cuando él se sentó junto a ella. No había de­masiado sitio.

Estrujada entre los dos, Chloe se colocó un poco en el regazo de Rafe y les rodeó a los dos con los brazos, a Adriano y a él.

¿No es estupendo? ―ronroneó―. Mis dos chicos favori­tos. ―Besó a Adriano en la mejilla y después a Raffaele, susu­rrando―. Sea lo que sea lo que te preocupa, sabes que Chloe siempre estará aquí para hacerte sonreír.

Él la miró, dirigiéndole una mirada hambrienta en la que se adivinaba el deseo insatisfecho. Chloe le sonrió, con un brillo de triunfo en los ojos, pero él apartó la mirada. Ella se inclinó ha­cia él y le rozó con los labios el lóbulo de la oreja.

¿Me has echado de menos? ―susurró.

El se apartó, odiándose y despreciando a Daniela por obli­garle a esto. Ella debía haberse rendido a él, era su esposa.

Los largos dedos de Chloe empezaron a jugar con su pelo, acariciándole la nuca, mientras Adriano daba rienda a los caba­llos para que se pusieran en marcha.

Cabalgaron unos minutos en silencio. Entonces, vio que Chloe sonreía para sí como un gato ante un cuenco de crema. Su mi­rada ansiosa le hizo darse cuenta de que debía haber sabido por Adriano que no pasaba las noches en la cama de su mujer, sino en sus habitaciones de la infancia, en el ala oeste. Sin embargo, era demasiado orgullosa para mencionarlo.

Se limitó a seguir jugando con su pelo, haciéndole cosquillas en la nuca hasta que le hizo olvidar todas sus necesidades. Siguió sin mirarla, con la vista fija en la fila de casas que se suce­dían de forma impecable.

La calesa pasó por las puertas de madera sólida y siguió ro­dando por el oscuro callejón privado de la casa de Chloe que conducía a las pintorescas cocheras de la parte de atrás. En cuanto el vehículo paró, Chloe se quitó el sombrero y, ponién­dolo a un lado, se echó hacia atrás en el asiento, tirando a Rafe con ella.

Con un gemido bajo y hambriento, Rafe se dejó hacer de bue­na gana, reclamando su boca en un ansioso y violento beso. La desesperación corría por sus venas, por su corazón, pero él trató de ignorarlo. Alcanzó con su mano la grandeza y redondez de sus pechos, su piel pálida en la oscuridad. Ella suspiró, acaricián­dole la entrepierna con una de sus manos enguantadas. Con la otra, hizo lo mismo con Adriano.

Rafe se agarró a ella, endureciéndose de manera instantánea al sentir su mano. Adriano puso el freno, ató las riendas y des­pués se giró hacia ellos, tocando el pelo de Chloe un momento mientras Rafe la besaba. Ella se soltó de su boca, sin respiración, con una sonrisa de deseo en sus labios amoratados mientras acariciaba a Raffaele y acercaba a Adriano.

—Mis chicos favoritos ―susurró.

Rafe levantó los ojos, jadeante de deseo, y vio que Adriano se sentaba frente a ellos, en el pequeño compartimento. Incli­nándose para acariciarle la cara, Adriano empezó a besar a Chloe y a quitarle una de sus horquillas.

Rafe parecía hipnotizado por el arco que dibujaba su sinuo­so cuerpo. Tiró del escote de su vestido y se lo bajó aún más, li­berando sus gloriosos pechos. Bajándose del asiento, se arrodi­lló en el suelo entre sus piernas abiertas.

No había mucho sitio, pero a él ya no le importaba. Tampoco le importaba que ella estuviese desabrochando los pantalones negros a di Tadzio y relamiéndose la boca con la idea.

No sería la primera vez que compartían a una mujer, pero había pasado mucho tiempo y Rafe se preguntaba si no estaría demasiado sobrio para algo así esta noche.

—Quizás interrumpo ―murmuró en la oscuridad, jadeando. Después de todo, se la había cedido a Adriano el día de su boda.

Chloe bajó la cabeza, mirándole mientras acariciaba la cade­ra de Adriano.

No digas tonterías, cariño. ―Estiró la mano y le acarició el pelo―. ¿Por qué no vamos todos adentro y tomamos algo?

―No, id vosotros dos ―dijo Rafe, mirando inseguro a su amigo―. Yo tomaré prestado tu coche para volver a casa, si no te importa.

—Tú no vas a ningún sitio ―le regañó Chloe, levantando uno de sus exquisitos pies y rozando con él la entrepierna de Raffaele.

—Ve con él, Chloe. Te necesita. No te preocupes ―oyó que decía Adriano en un susurro. Rafe abrió los ojos y vio que le daba un beso en la frente―. Debería marcharme de todas formas.

—Pero ¿por qué? Querido, quédate ―hizo un puchero―. A Rafe no le importa.

Rafe miró para otro lado, rascándose el entrecejo. «De ver­dad, debería irme», pensó.

—No, corazón. Trátalo bien. ―Adriano susurró con delica­deza, acariciándole la curva de la cara con la punta del dedo.

Rafe no sabía qué era lo que había entre ellos. Si Adriano es­taba enamorado de ella, no tenía más que decírselo y Rafe desa­parecería. Pero cuando Chloe se levantó y le puso sus grandes pe­chos en la cara, la boca le salivó y supo muy bien lo que quería. Si no tenía sexo muy, muy pronto, sabía que iba a volverse loco.

Chloe salió del carruaje como una gata en celo, coqueta co­rno era, rozando su erección con la cadera. Rafe la siguió sin pestañear, bajando del vehículo y dedicándole a su amigo una señal de agradecimiento sobre el hombro.

―Gracias, di Tadzio. Te debo una.

—No se merecen ―dijo con una risa breve aunque cargada de melancolía.

Colocándose la chaqueta, Rafe subió los escalones de la puer­ta trasera, vislumbrando sólo la falda de Chloe que ya había gi­rado la esquina delante de él en el iluminado vestíbulo de su elegante casa. Ignoró al mayordomo para no perderla, pero ella salió corriendo con una risita. Por fin la alcanzó a mitad de la es­calera, abrazándola por detrás a la altura de las caderas.

Acalorada y sin aliento, se dio la vuelta para caer en sus brazos, mirándole con adoración. Rafe dobló la cabeza y observó có­mo liberaba los broches de su vestido con los dedos.

Desde el jardín oyeron el chirrido de las ruedas sobre el pa­vimento. Era Adriano que hacía virar los caballos para partir. Rafe movió la cabeza en dirección al sonido.

Has sido muy cruel espantándole de ese modo ―susurró Chloe.

Sobrevivirá.

―Él te adora, y es maravilloso.

—Eres demasiado avariciosa, Chloe ―dijo con una sonrisa siniestra―. Pero no te apures, yo me encargaré de ti esta noche sin ayuda de nadie.

Está bien ―susurró, sonriendo juguetona―. Inténtalo. Vamos. ―Capturó sus manos y empezó a guiarle por las esca­leras. Sin embargo, cuando Rafe contempló el recorrido que le quedaba, comprendió de repente que no podía hacerlo.

Dani llenaba su mente. Dani, a quien necesitaba tanto que casi le hacía llorar de anhelo insatisfecho. Dani, su esposa, a quien amaba con tanta pasión que le aterrorizaba. El miedo era la úni­ca razón de que estuviera aquí. Adulterio. No habría más juegos frívolos.

«Esto está mal.» Incluso aunque estuviese en su derecho, estaba mal. Se suponía que debía dar ejemplo a su pueblo, y no bajar hasta un nivel al que cualquiera podía llegar. No quería oír el murmullo de su conciencia, pero lo oía, alto y claro.

«Vete a casa, Rafe. No puedes hacer esto por más tiempo.» Si alguna vez había habido un día para trazar los límites de la lealtad, éste era ese día. Y si quería crecer y ser un hombre al­gún día, este era el momento.

Date prisa, cariño. ¡No te quedes ahí parado! ―Chloe le presionó con un susurro de deseo.

De pie en la escalera, cerró los ojos y dejó caer la cabeza, odiándose a sí mismo. En ese momento, era incapaz de alejarse de Chloe del mismo modo que era incapaz de dar otro paso ha­cia su dormitorio.

Ella volvió a su lado, desconcertada. Le acarició el pecho. ― ¿Estás bien? Ven arriba, Rafe. Esta noche te tengo reser­vado un trato especial.

Tratando de poner en orden su cabeza, se deshizo de su abra­zo de malas maneras.

¿Qué ocurre, amor? ―Ella le presionaba sin piedad, aca­riciándole el miembro a través de la ropa―. Haré que te sientas mejor.

Él le sujetó con fuerza la muñeca, aunque apenas tenía valor para contenerla.

―Para ―dijo, con los dientes apretados―. Vamos a parar los dos. Sabes que no debería estar aquí, ni siquiera quiero estar aquí.

—Pero lo necesitas ―susurró―. Nadie puede satisfacerte como yo lo hago.

«Te equivocas ―pensó―, tú me dejas vacío.» Para su deses­peración, sabía que ninguna otra mujer podría satisfacerle de nuevo excepto Dani. La necesidad hacia ella le atormentaba con un deseo que traspasaba lo físico. Ella era la única mujer que lle­naba sus sueños... la única mujer a la que no tendría.

«Desde luego que sí», pensó de repente, decidiéndolo en ese momento.

No dejaría que le hiciese esto. No se rebajaría a este desho­nor. Se había presentado ante Dios y había prometido fidelidad. Iba a cumplirlo.

Dio un paso atrás para alejarse de Chloe, con el corazón a cien por hora.

—Lo siento, Chloe. No va a pasar. Sabes tan bien como yo que esto está mal. No volveré, buenas noches.

La mujer le miró con rabia. Sin decir una palabra, Rafe le dio la espalda.

¡Rafe, eres un cretino! ¡Vuelve aquí! ―gritó furiosa tras él―. ¡No te atrevas a darme la espalda! ¿Dónde diablos te crees que vas?

Caminó con determinación y entonces se paró, aunque sin darse la vuelta.

—A casa ―dijo―, con mi esposa.

Porque sería su esposa antes del amanecer, su esposa de ple­no derecho.

Estaba harto de esperar, harto de tener paciencia con sus ab­surdas negativas. Harto de jugar a ser un caballero.

Dejando a Chloe con una sarta de insolencias en la boca, Ra­fe se pasó una mano temblorosa por el pelo y salió a la fría os­curidad de la noche. Al emprender el camino que le llevaba al Palacio Real, sintió un fuerte alivio en sus venas por haber sido capaz de escapar de allí.


Yüklə 1,63 Mb.

Dostları ilə paylaş:
1   ...   17   18   19   20   21   22   23   24   ...   29




Verilənlər bazası müəlliflik hüququ ilə müdafiə olunur ©muhaz.org 2024
rəhbərliyinə müraciət

gir | qeydiyyatdan keç
    Ana səhifə


yükləyin