3-el principe azul



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« ¿Dónde está mi marido?»

Eran las once y media y nadie parecía haberle visto desde hacía horas una especie de presentimiento de lo que podía ha­berle ocurrido no dejaba a Dani conciliar el sueño. Para distraer sus airadas sospechas, había empezado a explorar el palacio.

En ese momento caminaba sola por la galería real de la fa­milia, una habitación larga y rectangular con paredes tapizadas de seda roja. Los mayordomos debieron pensar que se había vuelto loca cuando les ordenó que encendieran todas las velas para que ella pudiera estudiar los cuadros, pero no le importa­ba en absoluto. El largo de su nuevo vestido de paseo azul se arrastraba al caminar por el suelo de parqué pulido, con las ma­nos en la espalda, mientras estudiaba los ancestros de su mari­do y preguntándose si podría memorizarlos todos en orden cronológico.

Parecía una pérdida de tiempo, ya que al fin y al cabo tenía que anular su matrimonio. Pero no había mucho más que hacer para llenar sus horas de confinamiento en palacio, ahora que cada uno de sus movimientos era seguido por una unidad de seis guardias reales armados. No sabía el motivo, pero al princi­pio sólo habían sido dos.

La galería de retratos tenía entradas a los lados. Sus poco sonrientes amigos vigilaban con sus uniformes desde cada una de ellas. Se preguntaba si el resto de su vida transcurriría de esta manera, tan vigilada de cerca en su propia casa... Si es que ésta iba a ser su casa.

Al final de la galería había un espacio sin ventanas. Allí se detuvo a admirar una gran pintura que había encima de la chi­menea con un resplandeciente marco dorado.

Era el retrato de la familia real, encargado por la ocasión de la boda de la princesa Serafina y el conde Darius Santiago, hacía diez años. La novia, hermana de Raffaele, era la mujer más impresionante y hermosa que Dani había visto nunca, una ver­dadera Helena de Troya.

«Ella sí ―pensó con tristeza― es una princesa.»

En el cuadro se apreciaba el blanco rosáceo de la piel de Se­rafina, en contraste con el negro jade de sus rizos y el violeta de sus alegres ojos. Junto a ella, su uniformado marido era casi tan guapo como ella, pero su intensa mirada felina y su rostro de halcón no dejaban escapar ni por asomo una sonrisa. Aun así, la manera cariñosa con la que cogía de la mano a su esposa deno­taba que el fiero español había sucumbido irremediablemente a los encantos de esa diosa.

A la derecha de la novia estaba el moreno y apuesto, aunque severo, padre de Raffaele: el rey Lazar, con su pelo negro ya pla­teado en la parte de las sienes. Vestía de forma modesta, algo sorprendente para un hombre que era una gran leyenda y del que todos los habitantes de Ascensión pensaban que podía ca­minar sobre las aguas.

Al otro lado de los recién casados se sentaba sobre un trono de terciopelo rojo la reina Allegra, con el pelo claro y su aire ma­ternal, y el entonces recién nacido príncipe Leo en brazos. La Reina era conocida por sus esfuerzos humanitarios y parecía la encarnación de la madre sabia y abnegada.

Dani pensó en ella misma y se preguntó cómo hubiese sido su vida si su madre hubiese sobrevivido.

Su padre no se hubiese echado a perder, no hubiese lapi­dado la fortuna de la familia, ni bebido hasta acabar en el ce­menterio, pensó. Ella habría sido criada como una verdadera dama, y no como un niño salvaje. Quizás, si hubiese tenido una madre, su propia feminidad no le hubiese resultado tan ex­traña y amenazadora. Pero las cosas habían sido muy diferen­tes para ella. Entonces, ¿cómo iba a poder ser una buena madre para los hijos de Raffaele si ella misma no había conocido el ca­lor de una madre?

Su mirada recorrió pensativa la pintura. Acunado por los bra­zos de la Reina, el pequeño príncipe Leo miraba más allá del cua­dro. Tenía unas mejillas rosas de querubín y un remolino de ri­zos negros sobresaliendo, cómicamente, de su cabeza.

Raffaele estaba de pie, junto a su madre en el cuadro, con una mano protectora, enguantada de blanco, encima de su hombro. Aunque el artista había captado el brillo de rebeldía en sus ojos y los trazos de una mueca engreída, su orgullosa y dura cara mostraba el mismo aire de autoridad innata del Rey, pero con el color de su madre y algo de su carácter reflexivo.

Dani dedicó un buen rato a examinar el cuadro. Cuanto más lo miraba, más se desesperaba al saber que una extravagante como ella nunca podría encajar en una familia tan amorosa y cálida como la que la imagen reflejaba.

En ese momento oyó voces en la entrada de la izquierda. Se dio la vuelta y vio que sus guardas permitían la entrada al du­que Orlando.

Se acercaba a ella con una sonrisa seductora y oscura en la cara. Reprimió un suspiro de cansancio para no parecer maleducada.

¡Ah, Daniela, por fin te encuentro! ―dijo con un tono de lo más amigable. No contento con la familiaridad que suponía dirigirse a ella por su nombre de pila, le cogió las manos y la sa­ludó como si fueran grandes amigos. Bajó su mandíbula cua­drada y le sonrió.

Supuso que debía estarle agradecida. Era la primera persona que se dirigía a ella con amabilidad desde hacía días.

—Te he estado buscando por todos lados ―dijo.

¿En serio?

―Sí. Estaba preocupado por ti.

Ella movió la cabeza sin saber qué decir. Sin dejar de sonreír, le cogió la mano derecha y se la puso en el hueco del brazo iz­quierdo para obligarla a andar junto a él.

—Quería asegurarme de que todo te iba bien ―murmuró, bajando la voz.

—Estoy bastante bien ―admitió―. Gracias por preocuparte.

La miró con desaprobación.

¿Has tenido en mente todas las cosas de las que hablamos?

―No puedo pensar en otra cosa.

—Mmm ―pareció dudar.

Ella le miró confundida. Orlando no apartaba los ojos de ella.

¿Qué pasa? ―preguntó. Se mordió su atractiva boca, como reflexionando.

―Perdóname por decirlo con tan poca delicadeza, señora mía, pero... en fin, yo mismo acabo de inspeccionar las sábanas de vuestra noche de bodas. Sin embargo, sé que eres una mujer astuta, y que no tienen por qué ser auténticas. Tenía que asegu­rarme de que nos habíamos entendido en ese aspecto.

Vaya, así que me está vigilando. ―Retiró la mano de su brazo y se alejó de él. Entonces, su mirada recayó en un cuadro cercano del rey Lazar cuando era joven. De repente pensó que el parecido entre el Rey y el duque florentino era sorprendente. « ¡En realidad, Orlando se parecía más al Rey que el propio Raffaele¡», pensó. Era extraño que el parecido entre familiares fuera tan grande siendo un primo lejano.

El la alcanzó entonces y se puso a su altura, interrogándola con una mirada de preocupación.

¿Qué ocurre, Daniela?

Ella le miró sin saber qué decir durante un segundo y re­cordó repentinamente algo que le había dicho en su anterior encuentro: «No hay nada más triste que un bastardo real no de­seado».

Abrió mucho los ojos por la revelación.

« ¡No! ―pensó conmocionada. Con toda rapidez trató de esconder sus pensamientos. El corazón le latía a toda prisa―. ¿Podía ser cierto? ¿Podía Orlando ser el hijo bastardo del rey Lazar?»

Quizás fuese un secreto de familia que se suponía nadie de­bía saber, pensó, acelerada.

«Es mayor que Raffaele... el verdadero primogénito del Rey.» Había desconfiado del duque por instinto, lo suficiente co­mo para enviar a Mateo a que le investigase. Y eso que todas las recomendaciones de Orlando habían sido hasta la fecha bastan­te lógicas y sensatas... Debía ser duro para cualquier hombre ver que el legado real que debería haberle correspondido fuese a parar en cambio a su adorado y popular hermano. Fue entonces cuando empezó a dudar de que la preocupación de Orlando por el futuro de Raffaele fuera auténtica. Él era el único, después de todo, que había querido que su matrimonio se anulase. Quizás tenía algo que ganar con su separación.

―Daniela, te estoy preguntando qué ocurre ―repitió con los dientes apretados.

Ella robó otra mirada al retrato del Rey y después a él, asom­brada nuevamente del parecido.

¿Qué cree que pasa, excelencia?

Sus ojos verde hielo se entrecerraron bajo sus largas pesta­ñas negras. Le tomó la barbilla con sus dedos anular y meñique y le levantó la cara con un movimiento duro.

―No creas que puedes jugar conmigo, chica.

¡Señor! ―Uno de los guardias le interceptó. Una pareja de hombres uniformados se acercaba deprisa hacia ellos.

Orlando la soltó.

¿Alteza? ―preguntó uno de ellos.

―Está bien, caballeros. Puedo cuidar de mí misma ―dijo Da-ni, moviendo su mirada del guardia a Orlando, que estaba allí de pie a punto de estallar.

—Quiero una respuesta.

¡No es asunto suyo! ―replicó ella mientras los guardias hacían una reverencia y se retiraban―. Y no vuelva a tocarme otra vez.

¡Desde luego que es asunto mío! ―siseó él―. ¿Te has en­tregado a él?

Ella no dijo nada, roja de bochorno por el tema, temblando de rabia por su insolencia.

El duque mantuvo su mirada penetrante y después le sonrió con crueldad.

—No ―susurró―. Sigues siendo pura. Puedo olerlo. Dios, cómo me gustas.

Ella ahogó un grito, avergonzada, y se dio media vuelta para alejarse de él lo antes posible.

Él la siguió con una risa suave y cruel.

¿Adonde vas, Daniela? ¿No quieres quedarte y hablar un rato con tu primo político?

¡Aléjate de mí! ―A cada paso que daba, se convencía más de que era el hermano de su marido y de que la deseaba sólo porque pertenecía a Raffaele.

Llegó al recibidor principal de mármol blanco con Orlando pisándole los talones. Los guardias la siguieron con rapidez, mar­chando en formación a una respetuosa distancia.

Justo entonces, Adriano di Tadzio dobló la esquina ante ella y vino caminando por el pasillo con su habitual mirada de arro­gancia. Aunque sabía que ese hombre la despreciaba, corrió ha­cia él.

¡Señor, perdóneme! ―llamó bastante desesperada―. ¿Ha visto a mi marido?

Él se detuvo, alto y magnífico, y bajó su bien esculpida nariz hacia ella.

—Desde luego ―dijo con prepotencia―. Desde luego que le he visto.

¿Dónde está, por favor?

―Hola, Adriano ―murmuró Orlando con un gruñido bur­lón, pavoneándose lentamente al acercarse a Dani.

Adriano le miró con aversión.

—Excelencia.

¿Ha visto a Raffaele? ―repitió Dani. Aunque Raffaele hubiese estado evitándola durante días, sabía que Orlando se mantendría alejado si el príncipe estaba cerca.

Adriano apartó su mirada hostil de Orlando y se dirigió a Dani.

—Sí, en realidad, sí que le he visto.

¿Dónde está?

―No creo que quiera saberlo, alteza. ―Utilizó su título con desdén.

No sea grosero conmigo, di Tadzio. ¡Simplemente dígame dónde está! ―le suplicó.

―Está bien, si insiste. ―Miró de soslayo a Orlando y des­pués a ella―. Raffaele está en la cama de su amante. ―Sonrió fríamente―. Lo siento.

Dani no podía creerlo. Abrió la boca, como si le hubiesen da­do un golpe en el estómago.

Adriano la estudió con una leve sonrisa, y Orlando empezó a reír otra vez.

¿Estás seguro? ―preguntó en voz baja, con un nudo en la garganta por el dolor.

―Totalmente. Si me disculpa...

Ella se dio media vuelta, dolida, abochornada, distinguiendo apenas las palabras que se intercambiaban en voz baja los dos hombres.

¿Adonde vas? ―murmuró Orlando.

El se encogió de hombros.

—A ningún sitio. A mis habitaciones.

—Iré contigo.

Los dos hombres, siniestros e igualmente atractivos, se in­clinaron en una reverencia hacia ella con elegancia, y ella si­guió caminando lastimeramente por el pasillo, apesadumbrada y herida. Encaminándose un poco a ciegas a sus estancias, vio cómo sus emociones fluctuaban de la desesperación al miedo, iban y venían, pero al entrar en su habitación, cerró con cui­dado la puerta y avanzó hasta el balcón para dejar que el aire fresco de la noche la acariciara. Estaba furiosa... pero con ella misma.

Había sido ella la que había preferido creer a Orlando en vez de a Raffaele.

Sólo ella había empujado a su marido a los brazos de Chloe Sinclair.

Y ella sola iba a perderlo si no se enfrentaba a sus miedos y admitía una verdad muy simple, pensó abrazándose sobre la ba­randilla y dejando caer la cabeza. Estaba completamente ena­morada de su marido.

Apartó con brusquedad una lágrima que le caía por la meji­lla y contuvo un sollozo. Nunca había necesitado a nadie antes, pero la idea de perder a Raffaele, o de dejar que ese maravilloso hombre se le escurriese entre las manos, hacía que quisiera mo­rir. Miró la parte del tejado de donde él la había salvado.

«Tendrás que pedírmelo, si me quieres», se había burlado entonces, aunque ahora sabía que lo había dicho muy en serio.

«No ―pensó, levantando la barbilla con resolución y orgu­llo―. ¡No le perderé por esa mujer del teatro. Es mi hombre y lucharé por él!»

Si él perdía su reino por casarse con ella, bueno, sería sólo responsabilidad suya. Ella lo había intentado. Y además, nunca había parecido demasiado preocupado por esa posibilidad.

Orlando podía habérselo inventado todo. Entre Raffaele y el príncipe Leo y los seis hijos de la princesa Serafina, no había nin­guna posibilidad de que Orlando esperase obtener el trono, deci­dió, pero algunos sencillamente no podían soportar que los de­más fueran felices. Quizás Orlando fuera uno de ellos. ¡Y pensar que casi le había dejado arruinar su matrimonio con el hombre de sus sueños! No le importaba, Orlando y Chloe Sinclair podían hacer todo lo que quisieran, pero ella no estaba dispuesta a perder a su príncipe por nada del mundo.

Levantando los hombros, se dio media vuelta y entró a la ha­bitación, mirando la cama donde había dormido sola desde la no­che de bodas. Sabía que el dormitorio donde estaba pasando las noches ahora Raffaele se encontraba en el ala oeste del palacio, pero comprendió, con una punzada en el pecho, que no tenía sen­tido ir allí esta noche.

Mañana, se prometió, seduciría a su marido. Pero ¿estaría todavía dispuesto a aceptar a alguien tan rara y poco femenina como ella cuando había tenido comiendo de su mano a la mara­villosa Chloe Sinclair?

Se acercó al espejo de la vanidad y se miró en él un momen­to, lo suficiente para descubrir que... era guapa... a su manera, extraña pero sencilla. Se tocó la cara, mirando el reflejo de sus ojos en el espejo, los mismos ojos que él había encontrado her­mosos. Después, dejó el espejo y se metió en la cama.

Se tumbó boca abajo, con la cabeza en dirección al balcón. Las cortinas se mecían con la suave brisa de la noche. Cerró los ojos, determinada a dormirse para que la mañana llegase lo an­tes posible.

«Perdóname, Raffaele ―pensó―. Cometí un error. Debí creer más en ti. Y tal vez debí creer también un poco más en mí misma.»

—Deberías aprender a no sonrojarte como un escolar cada vez que me ves ―observó Orlando mientras caminaba junto a Adriano por el pasillo.

El joven le miró por debajo de su flequillo negro, y después apartó con rapidez los ojos.

—Creo que te odio ―murmuró.

Orlando sonrió.

—Seguro que sí. Tienes que recuperarte, chico. Tú eres el úni­co que sufre esos paroxismos de culpabilidad. Chloe lo encontró divertido, y yo desde luego no pienso perder mis energías con re­proches. Pensé que Chloe había dicho que habías estado con un hombre y una mujer antes ―añadió fríamente.

—No de esa forma.

Orlando le miró, comprendiendo.

¿Acaso no fue estupendo hacerlo finalmente de la forma en la que necesitabas?

¿Podrías cerrar la boca antes de que alguien nos oiga?

Orlando se detuvo, levantando una ceja al oír el rencor en su tono. Adriano le miró una vez más y después siguió cami­nando.

El duque sacudió la cabeza, divertido: el muchacho estaba hecho polvo.

Había sucedido la noche de la boda de Raffaele. Orlando ha­bía ido a consolar a Chloe y sacar así provecho de la situación. Al llegar a la casa de la actriz, había encontrado a Adriano ya allí, los dos igual de angustiados. Así que les había reconfortado a los dos. Todo aquel que estuviera cerca del príncipe, podía convertirse en un arma contra él, después de todo.

Orlando se puso en movimiento, alcanzando rápidamente a Adriano. Al llegar junto a él, Adriano miró con ansiedad el os­curo y vacío corredor. Después, le miró a él.

—Estás loco bromeando con una cosa así. ¿Qué pasaría si al­guien se enterase?

—Quieres decir Raffaele.

¡Cualquiera!

Orlando le sonrió con suficiencia.

—Siento informarte, Adriano, que Rafe lo sabe. Confía en mí.

Adriano se volvió para mirarle, bastante conmocionado.

¿Qué quieres decir?

Se llama hacer la vista gorda. Podría haberte echado a los perros hace mucho tiempo si hubiese querido. En vez de eso, lo que ha hecho es ponerte bajo su protección. ―Estudió la reacción de Adriano un momento, casi apiadándose de su tormen­to―. Creo que es acertado decir que siempre y cuando no le in­comodes demasiado, estás a salvo.

―Te equivocas. Él no lo sabe. No podría soportar que lo su­piera ―susurró.

Orlando supuso que era cierto. Adriano di Tadzio era tan frá­gil por dentro como hermoso por fuera.

Había oído historias en palacio sobre tres episodios diferen­tes de su pasado, en los que Adriano había sido rescatado de co­meter suicidio por nada menos que el radiante y poderoso, glo­rioso Rafe, quien era, además la causa de su sufrimiento.

Yo no me preocuparía si fuera tú ―dijo Orlando casi con amabilidad―. Todo el mundo aquí tiene algo que esconder. ¿Me vas a invitar a entrar o no?

Habían llegado a las habitaciones de Adriano. Adriano se metió las manos en los bolsillos y se sonrojó, mirando el suelo. Orlando esperó con frialdad, observando con interés la batalla interna que libraba el joven.

—No creo que sea apropiado ―dijo finalmente, aunque sus ojos eran más los de un hombre hambriento―. No aquí. Orlando se encogió de hombros con una media sonrisa.

—Como quieras. Estoy seguro de que volveremos a encon­trarnos ―empezó a alejarse.

—Tú... no vas a decírselo a nadie, ¿verdad?

Vete a dormir, di Tadzio. Te preocupas demasiado. Por otro lado, ¿estaba de verdad Rafe con Chloe esta noche, o sólo lo di­jiste para atormentar a Daniela? ―preguntó Orlando, paseando tranquilamente por el pasillo. Adriano soltó una carcajada.

―Está con ella.

—No todo el día, ¿verdad? Nadie le ha visto desde hace horas. Adriano retiró el pelo de su cara.

—Lo último que oí es que había desaparecido en la ciudad después de tener una cita con alguien de tu departamento. Orlando se detuvo. Se dio la vuelta.

¿En el Ministerio de Economía?

―Sí.

¿Sabes con quién?



―Un gordo corrupto. No sé su nombre, pero parece que es­tá metido en un lío. Se le acusa de malversación, creo.

¿Ha sido arrestado?

―Rafe le interrogó, pero el tipo no cooperó. Elan me dijo que le pusieron en una de las celdas preventivas del palacio para pasar la noche. Supongo que mañana intentarán otra vez hacer­le hablar.

El corazón de Orlando empezó a latir con fuerza.

¿Rafe le interrogó personalmente?

Adriano asintió.

—Qué extraño ―observó Orlando con un cuidadoso tono casual―. Bueno, buenas noches, di Tadzio.

Ciao ―murmuró Adriano, mientras entraba en la habi­tación.

Orlando se quedó allí de pie, sin reaccionar durante unos se­gundos, tratando de absorberlo todo.

«Se me acaba el tiempo.»

Era el momento de actuar. Ahora.

«Esta noche.»

El corazón le dio un brinco, la sangre empezó a correr por sus venas. Si el príncipe estaba tras la pista, no había tiempo que perder. Empezó a caminar con rapidez hacia las escaleras.

Tenía que averiguar de una vez, qué era lo que Bulbati le ha­bía contado a Rafe. Estaba seguro de que Bulbati le temía dema­siado para decir nada, pero tenía que estar seguro. Siempre le gustaba estar preparado para lo peor.

Sin perder un minuto, Orlando fue a los sótanos del palacio donde habían encerrado a Bulbati.

Pasó la barrera incondicional que formaban los guardias rea­les explicando que, como superior directo de Bulbati en el Mi­nisterio de Economía, tenía todo el derecho a preguntar al hom­bre acerca de sus actividades. Por tanto, ¿qué más daba si lo hacía a media noche? Los guardias dudaron. Pero él empleó su habi­tual mezcla de encanto, manipulación y arrogancia.

Quizás viesen un poco de su padre en él, pensó con amar­ga diversión, cuando por fin accedieron a dar un paso atrás y admitirle.

El aire estaba enrarecido aunque más frío en los interiores del palacio, las calderas de la tierra. Las luces de las antorchas parpadeaban en los bastos muros de piedra del hueco de la esca­lera. Orlando desató la cinta de piel que llevaba en el pelo y dejó que éste cayera suelto por los hombros mientras descendía a la celda en la que Bulbati había sido encerrado.

¿Hay alguien ahí? ―llamó el conde―. ¡No pueden dejar que muera de hambre aquí! ¡Exijo que me ofrezcan algunas viandas!

La gran sombra de Orlando se abrió paso por el pasillo, lenta y silenciosa. Todas las celdas estaban vacías, excepto una.

¿Príncipe Raffaele? Se... señor, ¿es usted? ―Bulbati ape­nas balbucía, al notar cómo la sombra se acercaba.

Orlando vio las manos rechonchas y pálidas del conde aga­rradas a los barrotes de hierro de la entrada de la celda.

¡Ay, Dios! ―susurró el conde al ver la figura del hombre.

Orlando le sonrió con tranquilidad.

Bulbati empezó a retroceder.

¡No les he dicho nada, señor! ¡Ni una palabra, señor!

¿Les diste mi nombre? ―preguntó amablemente mien­tras sacaba la llave del bolsillo de su pecho y la balanceaba con los dedos en una silenciosa amenaza.

No era la llave de la celda de Bulbati, desde luego, pero Bul­bati no lo sabía.

¡No! ―El hombre estaba a punto de ahogarse del horror, apretujado en la esquina más lejana de la celda―. ¡No les he di­cho nada!

―No sé por qué, pero no puedo creerte, Bulbati. ―Sacó el cuchillo de su vaina.

—No lo hice, no lo hice, ah, por favor, por favor, señor ―su­plicaba Bulbati al ver que Orlando levantaba la llave hacia la ce­rradura, mirándole fijamente.

Con una expresión desencajada por el pánico, la mandíbula de Bulbati trabajaba sin poder articular ningún sonido. El sudor le caía por el rostro. Se sujetó el pecho, jadeando como si no pu­diese respirar.

¿Les diste mi nombre, vieja sabandija? ―le volvió a pre­guntar Orlando―. Dímelo ahora antes de que pierda la paciencia.

-¡Socorro! ―gritó Bulbati. De repente se cayó al suelo, con la cara roja.

Orlando levantó una ceja y le miró con curiosidad, después movió la cabeza para sí mismo.

-¿Se lo dijiste, Bulbati? ―preguntó una vez más, incómo­do con la farsa.

Pero Bulbati no respondió. Se limitó a balbucir y jadear, con la mole de su cuerpo retorciéndose violentamente sobre el suelo.


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