Alejandro dumas



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-¡Diablo! -dijo Chicot-, si la comparación es justa, no debéis en­contrar el menor obstáculo.

-Es decir -balbuceó Gorenflot cayéndose ya de borracho-, es de­cir, que para el P. Gorenflot se abren las dos hojas de la puerta.

-¿Y entonces pronunciáis nues­tro discurso?

-Pronuncio mi discurso -dijo Gorenflot-. La cosa sucederá de este modo. Llego, ¿entendéis, Chi­cot?

-¡Vaya si entiendo! adelante.

-Llego; la asamblea es numero­sa y escogida, hay barones, hay con­des, hay duques.

-Y hasta príncipes.

-Y hasta príncipes -repuso el fraile-, tú lo has dicho, Chicot, príncipes, ni más ni menos. Entro humildemente adonde se hallan los fieles de la Unión.

-¡Los fieles de la Unión! -dijo a su vez Chicot-; ¿qué especie de fidelidad es esa?

-Entro adonde es hallan los fie­les de la Unión: llaman al P. Go­renflot y yo me adelanto...

Al decir esto el fraile, se levantó procurando unir la acción a la pa­labra; mas apenas hubo dado un paso, tropezó en la esquina de la mesa y cayó al suelo.

-¡Bravo! -dijo Chicot levantán­dole y volviéndole a sentar en la silla-; os adelantáis, saludáis a la concurrencia y decís...

-No, yo no digo nada, los ami­gos, son los que dicen.

-¿Y qué dicen los amigos?

-Los amigos dicen: ¡P. Goren­flot! ¡El discurso del P. Gorenflot! ¿Eh? ¡Hermoso nombre para un individuo de la Liga! ¡Gorenflot!

Y el fraile repitió su nombre con un tono que demostraba cuán en­greído estaba con él.

-¡De la Liga! -murmuró Chi­cot-; alguna verdad va a salir del vino de este borracho.

-Entonces empiezo yo.

Y el fraile se levantó de nuevo cerrando los 'ojos pues se hallaba deslumbrado, apoyándose en la pa­red, porque no podía tenerse.

-Empezáis, ¿eh? -replicó Chi­cot sosteniéndole contra la pared.

-Empiezo: "Hermanos míos, este es un día grande para la fe; herma­nos míos, este es uno de los días más grandes para la fe."

Chicot comprendió que nada po­día ya sacar del fraile y le soltó.

Gorenflot, que no se sontenía en pie, sino con el apoyo que Chicot le prestaba, luego que le faltó aquél, cayó rozando la pared y dando con los pies en la mesa, de la cual dejó caer varias botellas vacías.

-Amén -exclamó Chicot.

Casi al mismo tiempo un ronqui­do semejante a un trueno hizo tem­blar los vidrios del estrecho gabi­nete.

-Muy bien -añadió Chicot-, las patas de la gallina empiezan a hacer su efecto. El amigo tiene para doce -horas de sueño, y puedo des­nudarle sin inconveniente.

Y en el mismo instante, juzgando indudablemente que no tenía tiem­po que perder, desató los cordones del hábito de Gorenflot, le sacó los brazos, y volviéndole, como pudie­ra haber vuelto un saco de patatas, le cubrió con el mantel, le puso la servilleta por gorro y escondiendo el hábito bajo la capa, pasó a la cocina.

-Maese Bonhomet -dijo dando unas monedas al posadero-, esto por nuestra cena, esto en pago de la de mi caballo, que os recomien­do, y esto para que no despierten al digno P. Gorenflot, que duerme como un bienaventurado.

-Perfectamente -dijo maese Claudio que hallaba bien pagadas las tres cosas-, muy bien, descui­dad, M. Chicot.

Con esta promesa salió Chicot de la hostería, y ligero como un gamo, prudente como un raposo, volvió la esquina de la calle de San Este­ban, donde luego de haber guardado con cuidado la moneda con la efi­gie del Bearnés, se puso el hábito del fraile, y a las diez menos cuarto se presentó, no sin alguna emoción, a la puerta del convento de Santa Genoveva.

XIX. CHICOT OBSERVA QUE ES MÁS FÁCIL LA ENTRADA QUE LA SALIDA DEL CONVENTO DE SANTA GENOVEVA

Chicot, al vestirse el hábito del fraile, tomó una precaución impor­tante, que fue de doblar el espesor de sus hombros por medio de la hábil colocación de su capa y de las otras prendas de ropa que el há­bito frailesco hacía inútiles. Tenía igual color de barba que Gorenflot; y aunque el uno había nacido en las orillas del Saona y el otro en las del Garona, se había divertido nues­tro gascón tantas veces en imitar la voz de su amigo, que había lle­gado a imitarla con extrema perfec­ción.

Iba a cerrarse la puerta cuando Chicot llegó; el hermano portero no esperaba más que a los últimos frai­les. El gascón presentó su moneda agujereada y fue admitido sin obs­táculo. Dos frailes le precedían; si­guióles y penetró con ellos en la ca­pilla del convento, sitio que cono­cía por haber acompañado muchas veces al rey en sus visitas, el cual siempre había concedido singular protección al monasterio de Santa Genoveva.

La capilla era de construcción ro­mana, o lo que es lo mismo, había sido construida en el siglo XI o en el XII y que, como todas las capillas de aquella época, tenía debajo del coro una cripta o iglesia subterrá­nea. De aquí resultaba que el coro estaba ocho o diez pies más alto que la nave; subíase a él por dos escaleras laterales, entre las cuales había una puerta de hierro que daba de la nave a la cripta, adonde se entraba bajando tantos escalones como las dos escaleras laterales te­nían.

En aquel coro y a ambos lados del altar (sobre el cual se veía un cuadro de Santa Genoveva que se atribuía al maestro Rosso), estaban colocadas las estatuas de Clodoveo y de Clotilde.

Tres lámparas tan sólo ilumina­ban la capilla, una colgada en me­dio del coro y las otras dos suspen­didas a igual distancia en la nave.

La luz que despedían, bastante apenas para iluminar los objetos, daba mayor solemnidad a la capilla, cuyas proporciones doblaba, pues la imaginación podía extender hasta lo infinito las partes que en la som­bra se perdían.

Necesitó Chicot al principio acos­tumbrar los ojos a la obscuridad, y para ello se entretuvo en contar los frailes que había. Ciento veinte con­tó en la nave y doce en el coro, que entre todos componían el nú­mero de ciento treinta y dos: los doce del coro se hallaban formados en una sola línea delante del altar y parecían centinelas colocados en fila para defender el tabernáculo.

Chicot vio con placer que no era el último en llegar a la asamblea de los que el P. Gorenflot denomina­ba hermanos de la Unión. Detrás de él entraron todavía tres frailes con anchos hábitos grises, los cuales fue­ron a colocarse delante de la línea que hemos comparado con una fila de centinelas.

Un fraile al que hasta entonces no había visto Chicot, y que parecía monacillo del convento, dio la vuel­ta a la capilla para ver si todos es­taban en sus puestos, y luego que terminó su inspección, fue a hablar a uno de los tres frailes que habían llegado los últimos y a quien sus dos compañeros tenían en medio.

-Somos ciento treinta y seis -dijo el fraile con voz fuerte-, que es el número de fieles.

Al instante los ciento veinte frai­les que estaban arrodillados en la nave, se levantaron y tomaron asien­to. Después un gran ruido de goznes y cerrojos anunció que se cerraban las macizas puertas.

No sin cierta emoción oyó Chi­cot, a pesar de su valor, el chirrido de las llaves en las cerraduras, y para reponerse se fue a sentar a la sombra del púlpito, desde donde sus miradas se dirigían naturalmente a los tres frailes, que parecían los per­sonajes principales de la asamblea.

Habíanles llevado sillones, en los cuales se sentaron cual si fueran tres jueces: detrás de ellos se mantenían de pie los doce frailes del coro.

Cuando cesó el tumulto, produ­cido por las puertas que se cerraban y por los concurrentes que mudaban de postura, se oyeron tres golpes de campana.

Eran, evidentemente, la señal del silencio, pues los murmullos que al oir los dos primeros toques se le­vantaron en la asamblea, cesaron apenas sonó el tercero.

-Hermano Monsoreau -dijo el mismo fraile que había hablado ya-, ¿qué noticias traéis de la Unión de la provincia de Anjou?

Dos cosas llamaron entonces la atención de Chicot. La primera fue aquella voz vibrante y sonora, que parecía más a propósito para salir de debajo de la visera de un casco en el campo de batalla que para ha­cerse oír en una iglesia saliendo de entre la capucha de un fraile. La segunda fue el nombre de hermano Monsoreau, conocido muy pocos días antes en la corte, donde, según dijimos había causado cierta sensa­ción.

Un fraile de alta estatura, y cuyo hábito formaba pliegues angulosos, atravesó parte de la capilla y subió al púlpito con paso firme y seguro.

Chicot procuró verle la cara, pero le fue imposible.

-Bueno -dijo-, si yo no puedo ver el rostro de los demás, tampoco los demás verán el mío.

-Hermanos -dijo entonces una voz, que al momento conoció ser la del montero mayor-, las noticias de la provincia de Anjou no son sa­tisfactorias; no porque allí carezca­mos de simpatía, sino porque no tenemos representantes.

El barón de Meridor es el encar­gado de propagar la Unión en la provincia; pero este anciano, deses­perado por la reciente muerte de su hija, atendiendo solo a su dolor, ha descuidado los intereses de la santa Liga, y hasta que se consuele de la pérdida que ha sufrido no po­demos contar con él. Por mi parte traigo a la asamblea tres solicitudes de admisión, que según prescribe el reglamento he depositado en el ce­pillo del convento. El Consejo resol­verá si estos tres nuevos hermanos, de quienes yo respondo como de mí mismo, merecen ser admitidos a for­mar parte de la santa Unión.

Un murmullo de aprobación aco­gió estas palabras, murmullo que no había cesado aun cuando Mon­soreau volvió a ocupar su asiento.

-¡Hermano La Huriére! -repu­so el mismo fraile, que parecía des­tinado a llamar a los fieles según su gusto- decidnos lo que habéis he­cho en la ciudad de París.

Un hombre con la capucha sobre la cabeza se presentó en el púlpito que acababa de dejar vacante mon­sieur-de Monsoreau.

-Hermanos -comenzó-, todos sabéis cuán devoto soy de la fe ca­tólica y las pruebas que de serlo di el día que triunfó. Sí, hermanos, en aquella época yo era uno de los fie­les que seguían a nuestro gran En­rique de Guisa, y las órdenes que le plugo darme, y que seguí hasta el extremo de querer matar a mis pro­pios huéspedes, las recibí de la boca de B. Besme, a quien Dios conceda todas sus bendiciones. Mi adhesión a tan santa causa me ha hecho al­canzar el nombre de cuartenero (es­pecie de comisario de policía de aquel tiempo), lo cual me atrevo a decir que es un bien para la religión, pues así puedo notar y designar a mis amigos quiénes son los herejes que habitan el barrio de Saint-Ger­main-l'Auxerrois, donde tengo aún a vuestro servicio mi posada de la Hermosa Estrella, en la calle del Árbol Seco. No tengo, en verdad, sed de sangre de hugonotes como en otro tiempo; más no puedo me­nos de hacerme cargo del verdadero objeto de la santa Unión que vamos a fundar.

-Escuchemos -dijo Chicot-; este La Huriére ha sido, si mal no me acuerdo, un furioso matador de herejes, y debe saber mucho respeto de la Liga, si sus individuos miden la confianza por el mérito.

-Hablad, hablad -dijeron mu­chas voces a un tiempo.

La Huriére, viendo aquella oca­sión de desplegar sus facultades ora­torias, que pocas veces tenía ocasión de manifestar, aunque él las creía innatas en sí, recapacitó un instante, tosió, y prosiguió de esta manera:

-Si no me engaño, hermanos, la extinción de las herejías particulares no es lo único a que aspiramos. Lo que queremos es que los buenos franceses tengan la seguridad de que no se verán jamás gobernados por príncipes herejes. Ahora bien, her­manos míos, ¿qué situación es la nuestra? Francisco II, que prometía ser un príncipe celoso, murió sin hi­jos; Carlos IX que lo era, ha muer­to sin hijos; el rey Enrique III, cu­yos actos y creencias no me toca a mí investigar ni calificar, morirá pro­bablemente sin hijos; queda el du­que de Anjou, que no solamente no tiene hijos, sino que se manifiesta tibio partidario de la santa Liga.

Aquí el orador se vio interrumpi­do por muchas voces, entre las cua­les sobresalía la del montero mayor.

-¿Por qué tibio? -exclamó M. de Monsoreau-, ¿qué motivos te­néis para proferir semejante acusa­ción contra el príncipe?

-Digo tibio, porque aún no se ha adherido a la santa Liga, aunque el ilustre hermano que acaba de interrumpirme nos lo ha prometido en su nombre.

-¿Quién os dice que no se ha adherido -dijo Monsoreau-, cuan­do hay nuevas solicitudes de admi­sión? Me parece que no tenéis de­recho a sospechar de nadie hasta que se vea de quiénes son esas soli­citudes.

-Es verdad -dijo La Huriére-, aguardaré a que sean examinadas. Pero, como iba diciendo, después del duque de Anjou, que es mortal y que no tiene hijos (y nótese que todos los individuos de la familia del príncipe han muerto jóvenes), ¿en quién recaerá la corona? En el más feroz hugonote que imaginarse pueda, en un renegado, en un re­lapso, en un Nabucodonosor...

Al llegar aquí en vez de murmu­llos, interrumpieron a La Huriére frenéticos aplausos.

-En Enrique de Bearn, en fin, contra el cual se ha formado princi­palmente esta asociación, en Enri­que de Bearn, a quien muchos creen en Pau o en Tarbes, ocupado en cuestiones de amores, y a quien otros, sin embargo, han encontrado en París.

-¡En París! -exclamaron mu­chas voces-, ¡en París! ¡Es impo­sible!

-En París ha estado -insistió La Huriére-, la noche en que ma­dame de Sauves fue asesinada, y en París se halla tal vez en este mo­mento.

-¡Muera el Bearnés! -gritaron muchas voces.

-Sí, sin duda, ¡muera! -prosi­guió La Huriére-, y si por casua­lidad viniere a hospedarse en la Hermosa Estrella, yo respondo de él; pero no vendrá; no se atrapa dos veces a la zorra en un mismo sitio; se hospedará en otra parte, en casa de cualquier amigo, porque el he­reje cuenta con amigos. Pues bien, nosotros debemos disminuir el nú­mero de sus amigos o al menos co­nocerlos a todos. Nuestra unión es santa, nuestra liga es legal, consa­grada, bendita y aprobada por nues­tro Santo Padre Gregorio III. Pido, pues, que abandonemos ya el mis­terio de que estamos rodeados, que se formen listas y se entreguen a los cuarteneros y a los decuriones, y que éstos recorran todas las ca­sas invitando a los buenos ciudada­nos a firmar. Los que firmen serán nuestros amigos; los que se nieguen a firmar serán nuestros enemigos, y entonces, si llega la ocasión de un segundo día de San Bartolomé, día que los fieles empiezan a juzgar cada vez más necesario, haremos lo que hicimos la vez primera, aho­rraremos a Dios el trabajo de sepa­rar por sí mismo los buenos de los malos.

Esta peroración fue acogida con una prolongada salva de aplausos; luego que éstos se hubieron calma­do, hízose oír la voz grave del fraile que ya otras veces había hablado, y dijo:

-La proposición del hermano La Huriére, a quien la Santa Unión agradece su celo, queda tomada en consideración, y será discutida en consejo superior.

Redobláronse los aplausos. La Hu­riére se inclinó diversas veces para dar las gracias a la asamblea, y ba­jando los escalones del púlpito, vol­vió a su sitio abrumado bajo el peso de los laureles.

-¡Hola! -dijo Chicot-, que ya voy entendiéndolo. Estos fieles cató­licos tienen menos confianza en mi hijo Enrique que en su hermano Car­los IX y en M. de Guisa; es pro­bable que así sea, pues Mayena está complicado en el asunto. Los Guisa quieren formar dentro del Estado una sociedad, de que ellos serán los amos; así el gran Enrique, que es general; será dueño de las armas; el panzudo Mayena será dueño de la clase media, y el ilustre cardenal lo será de la Iglesia, con esto mi hijo Enrique se despertará un día sin otra cosa que su rosario, con el cual le invitarán cortésmente a re­tirarse a un monasterio. ¡Perfecta­mente imaginado! ¡Muy bien! pero falta el duque de Anjou, ¡diablo! ¿el duque de Anjou! ¿qué pensarán hacer de él?

-¡Hermano Gorenflot! -excla­mó la voz del fraile que había ya llamado al montero mayor y a La Huriére.

Chicot no respondió, tanto porque estaba abismado en las reflexiones que acabamos de comunicar al lec­tor, cuanto porque no se había aún acostumbrado a contestar por el nue­vo nombre, que con el hábito de Gorenflot se había puesto.

-¡Hermano Gorenflot! -repuso la voz del frailecillo, voz tan clara y aguda que hizo estremecer a Chi­cot.

-¿Qué es esto? -murmuró-, no parece sino que es una voz de mujer la que ha llamado al herma­no Gorenflot. ¿Será que en esta ilustre asamblea estén confundidos los sexos, así como lo están las ca­tegorías?

-¡Hermano Gorenflot! –insistió la misma voz femenina-, ¿no está aquí el hermano Gorenflot?

-¡Ah! -dijo Chicot-, el herma­no Gorenflot soy yo; vamos allá.

Luego, alzando la voz e imitando la del fraile su amigo, dijo:

-Sí, sí, aquí estoy: me hallaba abismado en las meditaciones que ha hecho nacer en mí el discurso del hermano La Huriére, y por eso no oí que me llamaban.

Diéronle a Chicot tiempo para prepararse algunos murmullos de aprobación en favor de La Huriére, cuyas palabras resonaban todavía en todos los corazones.

Se dirá que Chicot podía no con­testar al oír llamar a Gorenflot, pues que nadie hubiera ido a bajarle la capucha; mas es preciso recordar que habían sido contados los concu­rrentes, que se conocían mutuamen­te y se esperaban, y que si se hubie­ra procedido a examinar los rostros, lo cual no habría dejado de hacerse al observar la ausencia de un hom­bre a quien se creía presente, se ha­bría descubierto el fraude, y enton­ces Chicot se hubiera visto com­prometido.

Este, pues, no vaciló un momento, se levantó, hizo cuanto pudo por parecer más ancho de espaldas, su­bió la escalera del púlpito, y al su­birla se cubrió todo lo posible con la capucha.

-Hermanos míos -dijo imitan­do la voz del fraile con admirable perfección-, yo soy el padre limos­nero del convento; y ya sabéis que este empleo me da derecho para pe­netrar en todas las casas. De este derecho uso para el servicio del Señor.

-Hermanos -continuó recordan­do el exordio de Gorenflot, tan im­pensadamente interrumpido por el sueño en que el verdadero fraile se hallaba en aquel instante sumergi­do-, hermanos, gran día para la fe es éste en que estamos reunidos. Hablemos francamente, pues que nos encontramos en la casa del Se­ñor. ¿Qué es el reino de Francia? Un cuerpo. San Agustín lo ha dicho: "omnis vivitas corpus est, toda ciu­dad es un cuerpo". ¿Qué necesita el cuerpo para ejercer sus funciones? Tener buena salud. ¿Y cómo se con­serva la salud del cuerpo? Reali­zando prudentes sangrías cuando hay exceso de fuerzas. Ahora bien; es evidente que los enemigos de la religión católica son demasiado fuer­tes, pues que les tememos; luego es necesario sangrar otra vez este gran cuerpo que se llama la sociedad. Esto es lo que todos los días me repiten los fieles al darme para el convento huevos, jamón y dinero.

Esta parte del discurso de Chicot causó viva impresión en el auditorio. El orador dio tiempo a que se manifestase el murmullo de aproba­ción que acababa de excitar, y des­pués que hubo cesado, continuó en esta forma:

-Se me dirá tal vez que la Igle­sia detesta la sangre: Ecclesia ab­horret a sanguine: pero notad, ama­dos hermanos, que los teólogos no han dicho qué clase de sangre es la que la Iglesia detesta, y yo os apos­taría doble contra sencillo a que no es de la sangre de los herejes de la que ha querido hablar. En efecto: Fons malus corruptorum sanguis he­reticorum autem pessimus. Y sobre todo, existe otro argumento que no tiene réplica. He hablado de la Igle­sia, pero nosotros no componemos tan sólo la Iglesia: el hermano Mon­soreau, que con tanta elocuencia ha hablado hace poco, tiene, estoy se­guro, su cuchillo de montero mayor pendiente de la cintura; el hermano La Huriére maneja el asador hábil­mente: verum agreste, lethiferum ta­men instrumentum: yo mismo que os hablo, hermanos míos; yo, Juan Nepomuceno Gorenflot, he maneja­do el mosquete en Champaña y he quemado hugonotes en sus guaridas.

Este honor habría sido bastante para mí, y con él hubiera ganado el Paraíso, yo, al menos, así lo creía; mas de pronto se ha suscitado en mi conciencia un escrúpulo, y es que las hugonotes, antes de ser quema­das, fueron un tanto violadas, y pienso que esto quitaba un poco de su mérito a la buena acción, al me­nos según mi director espiritual me dijo... Por eso me apresuré a re­tirarme al claustro, y para borrar la mancha que los herejes habían de­jado en mí, hice desde aquél instan­te voto de pasar el resto de mis días en la abstinencia, y de no frecuen­tar más casas que las de las buenas católicas.

No produjo menos efecto que la primera esta segunda parte del dis­curso del orador, y todos se admi­raban de los medios de que el Señor se había valido para la conversión del P. Gorenflot.

Así fue que, a los murmullos de aprobación, sucedieron algunos aplausos. Chicot saludó modestamen­te a la asamblea, y prosiguió:

-Fáltame hablar de los jefes que nos hemos dado, y acerca de los cuales me parece a mí, pobre e in­digno religioso, que hay algo qué decir: Cierto que es bueno, y sobre todo prudente, introducirse aquí de noche, bajo un hábito, para oír pre­dicar al hermano Gorenflot; pero creo que la obligación de semejan­tes mandatarios no debe estar a esto limitada. Tan excesiva prudencia da que reír a esos endiablados hugo­notes, que al fin y al cabo son unos diablos cuando se trata de dar es­tocadas. Propongo, pues, que adop­temos una conducta más digna de hombres valientes, cual somos, o me­jor dicho, cual queremos parecerlo. ¿Qué es lo que deseamos todos? La extinción de la herejía. . . Pues bien, me parece que este deseo podemos manifestarle públicamente. Marche­mos por las calles de París como una santa procesión, haciendo gala de nuestra firme actitud y mostran­do nuestras buenas partesanas, mas no como ladrones nocturnos que necesitan tener espías en todas las encrucijadas. Se me preguntará: ¿quién es el hombre que ha de dar el ejemplo? Pues bien, ese hombre seré yo, yo, Juan Nepomuceno Go­renflot; yo, indigno religioso de la orden de Santa Genoveva, humilde y pobre limosnero, yo seré quien con la coraza al pecho, la celada en la cabeza y el mosquete al hombro, marche, si es preciso, al frente de los buenos católicos que quieran se­guirme, y esto lo haré aunque no fuera más que por avergonzar a je­fes que se ocultan, como si en vez de defender la Iglesia, sólo se tra­tase de defender a una mozuela eno­jada.

Este discurso inflamó el fuego sa­grado en todos los corazones, pues se hallaba acorde con la opinión de muchos individuos de la Liga, que no creían en la necesidad de diri­girse a su objeto por camino dife­rente de aquél que seis años antes había abierto la jornada de San Bartolomé, y que, por consecuencia, estaban desesperados con la lentitud de sus jefes. Así, a excepción de tres frailes que continuaron silencio­sos, toda la asamblea se puso a gri­tar a una voz:

-¡Viva la misa! ¡Viva el valiente hermano Gorenflot! ¡la procesión, la procesión!

El entusiasmo fue tanto mayor, cuanto que aquella era la primera vez que el celo del digno fraile se había manifestado bajo tal aspecto. Hasta entonces sus amigos más ín­timos le habían tenido por un celo­so defensor de la fe, pero de aque­llos a quienes el deseo de la propia conservación contiene en los límites de la prudencia. Grande, pues, fue la extrañeza de todos cuando vieron al hermano Gorenflot abandonar su sistema de términos medios, de que hasta aquél momento le habían creí­do partidario, y lanzarse a la arena de improviso, armado en guerra y pidiendo el combate. La decisión que en él notaban, le rehabilitaba a sus ojos, y algunos, en su admira­ción, tanto mayor cuanto menos esperada, colocaban en su ánimo al hermano Gorenflot, que acababa de predicar la primera procesión, a la altura de Pedro el Ermitaño, que Predicó la primera cruzada. Desgraciadamente, o acaso afortu­nadamente para quien esta exalta­ción había producido, no entraba en el Plan de los jefes dejarla tomar vuelo. Uno de los tres frailes silen­ciosos se inclinó hacia el frailecillo y le dijo algunas palabras al oído: al instante resonó bajo las bóvedas la voz aflautada del niño, gritando tres veces:


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