Alejandro dumas



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Bussy aguardó en el corredor que ya sabemos, en el mismo corredor en que la Mole había estado una no­che a pique de ser ahorcado por Carlos 1X, Enrique III, el duque de Aleçon y el duque de Guisa, con el cordón de la reina madre. Este co­rredor y la antesala a que corres­pondía, se hallaban en aquel instan­te llenos de gentileshombres del du­que.

Bussy se detuvo entre ellos y todos se apresuraron a hacerle sitio, tanto por la consideración que personal­mente disfrutaba, como por el favor con que le miraba el duque de An­jou.

Pero él contuvo dentro del pecho sus sensaciones, y sin dejar adivi­nar la terrible angustia que le abru­maba, aguardó el resultado de la conferencia de que toda su felicidad dependía.

La conversación no podía dejar de ser animada: Bussy conocía a Monsoreau lo bastante para estar convencido que no se dejaría des­truir sin oposición; pero le conso­laba la reflexión de que el duque de Anjou no tenía que hacer sino apo­yar sobre él la mano y romperle si no se doblegaba.

De pronto se hizo oír la tan co­nocida voz del príncipe; aquella voz parecía que mandaba.

Bussy se estremeció de gozo.

-¡Ah! -dijo-, el duque me cumple la palabra.

Mas a aquél sonido de voz impe­riosa no sucedió otro, y como todos escuchaban, mirándose mutuamente con inquietud, reinó muy pronto un silencio profundo entre los corte­sanos.

Bussy, inquieto, turbado en su comenzado sueño, sometido ya a la influencia de sus esperanzas y al re­flujo del temor, contaba los minu­tos. De este modo transcurrió un cuarto de hora.

De repente se abrió la puerta del cuarto del duque, y a través de las cortinas se oyó el ruido de voces que amistosamente conversaban.

Bussy sabía que el duque se ha­llaba solo con el montero mayor, y que si su conversación hubiera se­guido el curso ordinario, de todo podía tener menos de amistosa en aquél momento.

Por lo mismo, aquel tono de amis­tad le hizo estremecer.

Pronto se aproximaron las voces: levantóse la cortinilla y Monsoreau salió andando de espaldas y salu­dando. El duque le acompañó hasta la antesala y le dijo:

-Adiós, amigo mío, quedamos en eso.

-¡Su amigo! -exclamó Bussy-. ¡Dios mío! ¿qué quiere decir esto?

-Creo fundado el parecer de Vuestra Alteza -dijo Monsoreau-; en el estado a que han llegado las cosas, el mejor medio es la publi­cidad.

-Sí, sí -dijo el duque-, todos esos misterios son juegos de niños.

-Entonces -repuso el montero mayor-, esta noche misma la pre­sentaré al rey.

-Id sin temor, yo lo dispondré todo.

El duque se inclinó hacia el mon­tero mayor, y le dijo algunas pala­bras al oído.

-Es corriente, monseñor -res­pondió Monsoreau.

Y saludando por vez postrera al duque, que examinaba a los concu­rrentes, sin reparar en Bussy, por hallarse éste oculto entre los pliegues de una cortina a la cual se había agarrado para no caer, se vol­vió hacia los cortesanos que aguar­daban les llegase su turno y que se humillaban ya delante de un favo­rito, destinado, al parecer, a eclip­sar a Bussy.

-Señores -dijo-, permitidme que os dé una noticia: Su Alteza me da permiso para que haga pú­blico mi casamiento con la señorita Diana de Meridor, con quien estoy unido hace un mes, y para que bajo sus auspicios la presente esta noche en la corte.

Bussy vaciló: aunque el golpe no era del todo inesperado, era tan vio­lento que pensó morir al recibirlo.

Entonces sacó la cabeza entre la cortina; y el duque y él, los dos pá­lidos, aunque por opuestas causas, se dirigieron mutuamente una mi­rada de desprecio de parte de Bussy, de terror de parte del duque de Anjou.

Monsoreau cruzó el grupo de cor­tesanos, recibiendo por todas partes cumplimientos y felicitaciones.

Bussy hizo un movimiento para acercarse al duque; mas éste le vio y dejó caer la cortina, cerrando al mismo tiempo la puerta; poco des­pués se oyó el ruido de la llave de la cerradura.

Bussy sintió entonces su sangre ardiente y alterada agolpársele a las sienes y al corazón. Su mano, hallando la daga pendiente del cin­turón, la sacó maquinalmente y casi del todo de la vaina, porque en aquel hombre los primeros impulsos eran irresistibles; pero el amor que le arrastraba mitigó su ardor; un do­lor amargo, profundo, agudo, sofocó su cólera.

En el paroxismo de las pasiones que luchaban en su corazón la ener­gía sucumbió, como sucumben juntas por haberse chocado en su as­censión dos olas irritadas, que pa­recen querer escalar el cielo.

Bussy comprendió que si allí se quedaba, iba a descubrir el dolor insensato que le tenía acongojado; siguió, pues, por el corredor ade­lante, tomó la escalera secreta, sa­lió por un postigo al patio del Lou­vre, saltó sobre su caballo y se di­rigió a galope a la calle de San Antonio.

-El barón y Diana, que aguarda­ban la respuesta prometida por Bus­sy, vieron llegar al joven pálido, con el rostro alterado y echando fue­go por los ojos.

Diana adivinó lo que pasaba y lanzó un grito.

-Señora -exclamó Bussy-, des­preciadme, aborrecedme; yo creía ser algo en este mundo y veo que no soy nada; creía poder alguna cosa, y no puedo ni siquiera arran­carme el corazón. Señora, sois la esposa de M. de Monsoreau, la es­posa legítima: reconocida ya y que debe ser presentada esta noche en la corte. Yo soy un infeliz loco; un miserable insensato, o más bien, sí, o más bien como el señor barón me decía, el duque de Anjou es un hom­bre bajo e infame.

Y dejando al padre y a la hija espantados, loco de dolor, ciego de ira, salió del aposento, se precipitó por las escaleras, saltó sobre el ca­ballo, y hundiéndole las espuelas en el vientre, sin saber adonde iba, sol­tando las riendas y no cuidando más que de desahogar su corazón, que latía violentamente bajo su crispada mano, partió al galope, sembrando en torno suyo el vértigo y el terror.

XXXV. LO QUE PASÓ ENTRE EL DUQUE DE ANJOU Y EL MONTERO MAYOR

Ya es tiempo de explicar la re­pentina variación que se verificó en la conducta del duque de Anjou con respecto a Bussy.

El duque, cuando en virtud de las exhortaciones de su gentilhombre re­cibió a M. de Monsoreau, estaba en la disposición de ánimo más favora­ble a los proyectos de aquél. La bilis rebosaba en su corazón ulcerado por las dos pasiones que le domina­ban: el amor propio del príncipe había recibido una profunda herida, v el temor de la publicidad con que Bussy le amenazaba a nombre de M. de Meridor, daba mucho pábulo a su cólera.

En efecto, estas dos sensaciones combinadas producen espantosas ex­plosiones cuando el corazón en que se encierran, semejante a una bom­ba llena de pólvora, está con mucha solidez construido y bastante hermé­ticamente cerrado para que la com­presión doble el estallido.

El duque de Anjou recibió, pues, al montero mayor tomando una de aquellas actitudes severas que hacían temblar en la corte a los más auda­ces, porque todos sabían los recur­sos de Francisco en materia de ven­ganza.

-¿Me ha llamado Vuestra Alte­za? -preguntó Monsoreau en tono tranquilo y mirando los tapices, por­que, como habituado a manejar el alma del príncipe, adivinaba todo el fuego que ocultaba aquella frial­dad aparente.

Quien hubiera visto entonces a Monsoreau habría creído que pre­guntaba al aposento los proyectos de su amo.

-No temáis nada, caballero -ex­clamó el duque observando aquella mirada-, no hay nadie detrás de los tapices; podemos hablar libre­mente y sobre todo con franqueza.

Monsoreau se inclinó.

-Porque sois un buen servidor, señor montero mayor del rey de Francia, y muy adicto a mi persona.

-Ya lo creo.

-Yo estoy convencido de ello; vos sois quien en muchas ocasiones me ha dado parte de los complots urdidos contra mí, vos quien me ha ayudado en todas mis empresas, olvidándoos muchas veces de vues­tros intereses y comprometiendo vuestra existencia.

-Señor...

-Ya lo sé. Últimamente... pre­ciso es que yo le recuerde porque en verdad vos tenéis tanta delica­deza que jamás hacéis una alusión ni aún indirecta a los servicios que me habéis prestado... Últimamente en aquella desgraciada aventura...

-¿Qué aventura, Monseñor?

-El rapto de la señorita de Me­ridor: ¡pobre joven!

-¡Ah! -murmuró Monsoreau para que la respuesta no fuese com­pletamente aplicable al sentido de las palabras de Francisco.

-¡La compadecéis! ¿no es ver­dad? -preguntó éste llamándole a un terreno seguro.

-¿No la compadecería Vuestra Alteza?

-¿Yo? ¡oh! ya sabéis cuánto he sentido ese funesto capricho. Y aho­ra que hablamos de ello os diré que únicamente la amistad que os pro­feso y la costumbre de valerme de vuestros buenos servicios han podi­do hacerme olvidar que a no ser por vos no habría yo pensado en robar a esa joven.

Monsoreau sintió el golpe.

-¿Serán remordimientos? -dijo para sí-; Monseñor -agregó en voz alta-, vuestra bondad natural os conduce a exagerar las cosas: ni Vuestra Alteza ni yo hemos causado la muerte de esa joven.

-¡Cómo!

-Seguramente; Vuestra Alteza no tenía intención de llevar la violen­cia hasta el extremo de causar la muerte a la señorita de Meridor.



-¡Oh! no.

-Entonces la intención os absuel­ve, Monseñor, es una desgracia... una desgracia como las que la ca­sualidad origina todos los días.

-Y además -añadió el duque mirando fijamente a Monsoreau como si quisiera penetrar con la vis­ta hasta el fondo de su corazón-, además la muerte lo cubre todo con su eterno manto.

La voz del príncipe vibró dema­siado al pronunciar estas palabras, - de manera que Monsoreau levantó los ojos y dijo para sí:

-No son remordimientos.

-Monseñor -añadió-, ¿quiere Vuestra Alteza que le hable franca­mente?

-¿Por qué no? -repuso el prín­cipe en tono de sorpresa y altivez.

-En efecto -repuso Monso­reau-, no sé por qué no he de ser franco con Vuestra Alteza.

-¿Qué queréis decir?

-Quiero decir que con un prín­cipe tan ilustre por su inteligencia y generosidad, la franqueza debe ser de ahora en adelante como el ele­mento principal de la conversación.

-¿De ahora en adelante ... ? ¿Qué significa. . . ?

-Como Vuestra Alteza no ha creído conveniente usar conmigo desde el principio de esa franque­za...

-¡De veras! -repuso el duque dando una carcajada en que descu­bría la cólera que le agitaba.

-Escuchad, Monseñor -prosi­guió humildemente Monsoreau-, ya sé lo que Vuestra Alteza quería de­cirme.

-Hablad, pues.

-Vuestra Alteza quería darme a entender que acaso la señorita de Meridor no ha muerto, y, por consi­guiente, que los que se creen la causa de su muerte están libres de remordimientos.

-¿Y habéis aguardado hasta este instante para hacerme esa reflexión consoladora? Sois un fiel servidor, por vida mía. ¡Me habéis visto taci­turno, afligido; me habéis oído ha­blar de sueños fúnebres que he te­nido desde la muerte de esa mujer, yo, cuya sensibilidad no es dema­siado, a Dios gracias... y me habéis dejado vivir así, cuando con sólo manifestar esa duda podíais ahorrar­me tantos sufrimientos! ¿Qué nom­bre debo dar a tal conducta, caba­llero?

El duque pronunció estas palabras con un acento en que se advertía la cólera próxima a estallar.

-Monseñor -dijo Monsoreau-, no parece sino que Vuestra Majes­tad dirige contra mí una acusa­ción ...

-¡Traidor! -exclamó de pronto el duque dando un paso hacia el montero mayor-, la dirijo y la apo­yo; ¡me has engañado, me has ro­bado esa mujer a quien yo ama­ba!...

Monsoreau se puso espantosamen­te pálido, mas conservó su actitud tranquila y casi altiva.

-Es verdad -dijo.

-¿Cómo? ¿es verdad? ¡Impuden­te! ¡desvergonzado!

-Tened la bondad de hablar más bajo monseñor -exclamó Monso­reau sin perder su serenidad-; Vuestra Alteza olvida que está ha­blando a un gentilhombre, a un buen servidor.

El duque le contestó con una risa convulsiva.

-A un buen servidor del rey -prosiguió Monsoreau, tan impasi­ble como antes.

El duque se detuvo al oír esta última palabra, y murmuró:

-¿Qué queréis decir?

-Quiero decir -contestó Mon­soreau en tono obsequioso y meli­fluo-, que si Vuestra Alteza quisie­ra tomarse el trabajo de oírme, co­nocería que el desear Vuestra Alteza a esa mujer, era una razón para que yo la tomase.

El duque, estupefacto, no supo qué contestar a tan atrevidas pa­labras.

-Esta es mi excusa -dijo humil­demente el montero mayor-; yo amaba apasionadamente a la seño­rita de Meridor.

-¡Yo también! -exclamó Fran­cisco con dignidad.

-Es verdad, Monseñor, vos sois primero que yo; pero la señorita de Meridor no os amaba.

-¿Y te amaba a ti?

-Tal vez -murmuró Monso­reau.

-¡Mientes, mientes! Has puesto en juego los medios violentos que puse yo, con la diferencia de que yo, el amo, he visto frustrados mis planes; y tú, el criado, los has lle­vado a cabo; porque yo no tenía en mi favor más que la autoridad al paso que tú tenías la traición.

-Monseñor, yo la amaba.

-¿Y qué me importa a mí?

-¡Monseñor!. . .

-¿Me amenazas, serpiente?

-Cuidado, Monseñor -repuso Monsoreau bajando la cabeza, como el tigre que espera el momento fa­vorable para lanzarse sobre su pre­sa-; os digo que yo la amaba y yo no soy criado vuestro como decís. Mi mujer es mía como mí tierra, y nadie puede arrebatármela, ni el mismo rey. Yo he querido esa mu­jer y la he tomado.

-Es verdad -dijo Francisco, co­rriendo hacia la plancha de plata que estaba sobre la mesa y que ser­vía para llamar-, la has tomado, pero la devolverás.

-Os engañáis, Monseñor -exclamó Monsoreau precipitándose hacia la mesa para impedir al príncipe que llamase-. Desechad ese mal pensa­miento que os ha ocurrido de per­judicarme, porque si una vez llama­seis, si me hicieseis un ultraje pú­blico...

-Te digo que devolverás esa mu­jer.

-¿Devolverla? ¿y cómo? Es mi mujer: me he casado con ella de­lante de Dios.

Monsoreau contaba con el efecto de esta palabra, mas el príncipe no dejó su actitud colérica.

-Si es tu mujer delante de Dios -dijo-, la devolverás a los hom­bres.

-¿Qué es esto? ¿lo sabe todo? -murmuró Monsoreau.

-Lo sé todo: romperás ese ma­trimonio o lo romperé yo, aunque estuvieses cien veces casado delante de todos los dioses que han reinado en el cielo.

-¡Ah! Monseñor, no blasfeméis -exclamó Monsoreau.

-Mañana será entregada la seño­rita de Meridor a su padre; mañana saldrás para el destierro que voy a imponerte. Dentro de una hora venderás tu empleo de montero ma­yor; he aquí mis condiciones; si no obedeces, vasallo, te destruiré como destruyo este vaso.

Y tomando una copa de cristal esmaltada, regalo del archiduque de Austria la lanzó con furia contra Monsoreau y la hizo añicos.

-No devolveré esa mujer, no de­jaré mi empleo ni saldré de Francia -contestó Monsoreau corriendo ha­cia Francisco, el cual quedó estupe­facto.

-¿Por qué? ¡maldito!

-Porque pediré indulto al rey de Francia, al rey elegido en la abadía de Santa Genoveva, y porque este nuevo soberano, tan bondadoso, tan noble, tan favorecido con la divina gracia, no se negará a oír la prime­ra súplica que se le presente.

Monsoreau pronunció estas terri­bles palabras muy despacio y mar­cando bien todas las sílabas: mien­tras las pronunciaba, el fuego de sus ojos iba pasando poco a poco a su voz y ésta se iba elevando cada vez más.

Francisco palideció: dio un paso atrás, corrió la espesa cortina de la puerta de entrada, y asiendo a Mon­soreau por la mano le dijo con voz tan conmovida como si le faltasen las fuerzas:

-Muy bien... muy bien... con­de... hacedme esa súplica en tono más bajo... ya os escucho.

-Hablaré humildemente -dijo Monsoreau volviendo a su calma ordinaria-, humildemente como conviene al más humilde servidor de Vuestra Alteza.

Francisco recorrió con lentitud la vasta habitación, mirando detrás de los tapices, pues le parecía imposi­ble que no hubiesen sido oídas las palabras de Monsoreau.

-¿Qué decíais? -interrogó.

-Decía, Monseñor, que mi fatal pasión es la que lo ha hecho todo: el amor, noble señor, es la más im­periosa de las pasiones... Para ha­cerme olvidar que Vuestra Alteza había puesto los ojos en Diana, era preciso que yo no fuese dueño de mí mismo.

-Ya os lo he dicho, conde, es una traición.

-No me confundáis, Monseñor; yo os diré el pensamiento que me ocurrió. Yo veía a V. A. rico, joven, dichoso, el primer príncipe del mun­do cristiano...

El duque hizo un movimiento.

-Porque Vuestra Alteza lo es ... -murmuró Monsoreau al oído del príncipe-, entre ese puesto supremo y vos no hay más que una sombra fácil de aniquilar... Os veía, pues, en todo el esplendor de vuestro por­venir, y comparando esa inmensa fortuna a lo poco que yo ambicionaba, deslumbrado con los rayos de vuestra gloria futura, que casi me impedían ver la pobre florecilla que ambicionaba; yo, humilde criatura en comparación vuestra, dije para mí: dejemos al príncipe en sus sue­ños brillantes, sus magníficos pro­yectos: ese es su destino; yo busco mi objeto en la sombra... Apenas notará mi retirada, apenas obser­vará la falta de la pequeña perla que quito de su manto real.

-¡Conde, conde! -dijo el duque embriagado a pesar suyo con la ma­gia de aquellas palabras.

-Me perdonaréis, ¿no es verdad, Monseñor?

En aquel instante levantó el du­que los ojos y vio pendiente del ta­piz de cuero dorado que cubría la pared, el retrato de Bussy, retrato que gustaba de contemplar algunas veces, como en otro tiempo había gustado de contemplar el de La Mole.

Aquel retrato tenía tal expresión de orgullo en los ojos, y de altivez en el rostro; el brazo que figuraba apoyado en la cadera, le daba una actitud tan soberbia, que el duque se figuró ver al mismo Bussy que se desprendía de la pared para ex­citar sus fuerzas.

-No -dijo-, no puedo perdo­naros: bien sabe Dios que si soy riguroso con vos, no es por mí, sino porque un padre desconsolado, un padre indignamente engañado, recla­ma su hija, porque una mujer obli­gada a casarse con vos, clama contra vos venganza; en una palabra, por­que el primer deber de un príncipe es la justicia.

-Monseñor.....

-Digo que la justicia es el primer deber de un príncipe y yo he de hacer justicia.

-Si la justicia -repuso Monso­reau- es el primer deber de un príncipe, la gratitud es el primer deber de un rey.

-¿Qué decis?

-Digo que un rey jamás debe olvidar a aquellos a quienes debe la corona.

-¿Y qué?

-Que vos me debéis la corona, señor.

-¡Monsoreau! -exclamó el du­que con más espanto que al princi­pio-; ¡Monsoreau! -repitió con voz trémula-, ¿queréis ser traidor al rey como lo habéis sido al prín­cipe?

-Yo soy adicto a la persona de quien me sostiene, señor, dijo Mon­soreau alzando más la voz.

-¡Desventurado!

Y el duque miró por segunda vez el retrato de Bussy.

-No puedo... -dijo- Sois un caballero, Monsoreau, y por lo mis­mo debéis comprender que no pue­do aprobar lo que habéis hecho.

-¿Por qué, Monseñor?

-Porque es una acción indigna de vos y de mí... Renunciad a esa mujer... Querido conde, haced por mí ese nuevo sacrificio y os indem­nizaré otorgándoos todo lo que me pidáis.

-¿Acaso Vuestra Alteza ama to­davía a Diana de Meridor?- dijo Monsoreau pálido de celos.

-¡No, no! lo juro.

-Pues bien, entonces, ¿qué in­conveniente tiene Vuestra Alteza en perdonarme? Diana es mi esposa: ¿no soy yo buen caballero? ¿hay al­guno que se atreva a mezclarse en los secretos de mi vida?

-Pero ella no os ama.

-¿Qué importa?

-Hacedlo por mí, Monsoreau.

-No puedo.

-Entonces. . . -replicó el duque sumergido en la más horrible per­plejidad- entonces...

-Reflexione Vuestra Majestad, señor.

El duque se enjugó el sudor de que se bañó su frente al pronunciar Monsoreau estas palabras.

-¿Me denunciaréis? -preguntó.

-Sí, señor, porque si mi nuevo rey me ofendiese en mi honra o en mi felicidad, me acogería a la pro­tección del antiguo.

-¡Eso sería infame!

-Es cierto, señor, pero yo amo lo bastante para ser infame.

-¡Esa sería una acción villana!

-Tiene razón Vuestra Majestad; pero yo amo lo bastante para ser villano.

El duque dio un paso hacia Mon­soreau; mas éste le detuvo con una sola mirada, con una sola sonrisa.

-Nada ganaríais con matarme, Monseñor, porque hay secretos que no mueren con- el hombre. Seamos, pues, vos un rey clemente, yo el más humilde de vuestros vasallos.

El duque se deshacía los dedos con las uñas.

-Vamos, mi buen señor, haced alguna cosa por el hombre que me­jor os ha servido en todo.

Francisco se puso de pie.

-¿Qué pedís? -dijo.

-Que Vuestra Majestad...

-¡Miserable! ¿quieres todavía que te suplique?...

-¡Oh, Monseñor!

Y Monsoreau hizo una profunda reverencia.

-Decid -tartamudeó Francisco.

-Monseñor, ¿me perdonaréis?

-Sí.


-¿Firmaréis mi contrato de ma­trimonio con la señorita de Meridor?

-Sí -repitió el duque con voz ahogada.

-¿Y honraréis a mi mujer con una sonrisa el día en que aparezca de ceremonia entre las damas de la reina, a quien voy a tener el honor de presentarla?

-Sí -volvió a decir Francis­co-: ¿hay más?

-Nada más, Monseñor.

-Id con Dios; tenéis mi palabra.

-Y vos -dijo Monsoreau acer­cándose al oído del duque-, con­servaréis el trono adonde os he he­cho subir.

Estas palabras fueron dichas en voz tan baja, que su armonía pare­cía admirablemente suave al prín­cipe.

-Sólo me falta saber cómo ha llegado todo esto a noticia del du­que -dijo para sí Monsoreau.

XXXVI. LA POLICÍA EN TIEMPO DEL REY ENRIQUE

M. de Monsoreau, aprovechándose de la autorización que le había dado el duque de Anjou, presentó aquel mismo día a su mujer a la reina madre y a la reina.

Enrique se había acostado medi­tabundo como de ordinario, pues M. de Morvilliers le había anuncia­do que al día siguiente sería preciso celebrar un gran consejo.

Enrique no hizo pregunta ningu­na al canciller; era tarde y Su Ma­jestad tenía ganas de dormir. Se­ñalóse para el consejo la hora más cómoda a fin de no turbar el des­canso ni el sueño del rey.

El digno magistrado conocía per­fectamente a su amo y sabía que le sucedería lo contrario que a Fi­lipo de Macedonia, es decir, que me­dio dormido o en ayunas no oiría con la lucidez suficiente las comu­nicaciones que tenía qué hacerle.

Sabía también que Enrique, cuyos insomnios eran frecuentes, pues el no dormir es peculiar del hombre que tiene que velar por el sueño de otros, en el silencio de la noche pen­saría en la audiencia que le había pedido y se la otorgaría de tanta mejor gana cuanto que la gravedad de las circunstancias excitaría su cu­riosidad.

Todo aconteció como M. de Mor­villiers lo había previsto.

Después de tres o cuatro horas de sueño, despertó Enrique, recordó la petición del canciller, se sentó en la cama y se puso a reflexionar. A poco rato, fatigado de pensar solo, se bajó del lecho, se puso unos cal­zoncillos de seda, se calzó unas ba­buchas y sin variar en nada su traje de noche, que le hacía parecer un fantasma, a la luz de la lámpa­ra, la cual no había vuelto a apa­garse desde la ausencia de San Lu­cas, se dirigió al aposento de Chicot, que era el mismo en que tan feliz­mente se habían celebrado las nup­cias de la señorita de Brissac.

El gascón dormía profundamente v exhalaba unos resoplidos seme­jantes a los del fuelle de una fragua.

Enrique le tiró tres veces del bra­zo sin lograr despertarle.

Sin embargo, a la tercera vez, ha­biendo acompañado la acción con la palabra y llamado Chicot a gritos, el gascón abrió un ojo.

-¡Chicot! -repitió Enrique.

-¿Qué hay? -preguntó Chicot.

-Amigo mío -exclamó el Rey-, ¿cómo puedes dormir así cuando tu rey vela?


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