Alejandro dumas



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-Cuatro -dijo Chicot.

Esta respuesta hizo soltar la car­cajada a los amigos del rey, mien­tras el duque de Guisa fruncía el ceño y los gentileshombres de la an­tecámara murmuraban en voz alta contra la osadía del gascón.

El rey volvió lentamente la cabe­za hacia la puerta y como Enrique tenía cuando quería una mirada lle­na -de dignidad, los murmullos ce­saron.

Luego, mirando al duque sin va­riar la expresión de su mirada, le dijo:

-Vamos, duque, ¿qué pedís? Al grano, al grano.

-Pido, señor, porque la popula­ridad de mi rey me es, acaso, más querida que la mía, pido que Vues­tra Majestad manifieste claramente que es tan superior a nosotros en el celo por la religión católica como en todas las demás cosas; de esta manera Vuestra Majestad quitará a los descontentos todo pretexto para comenzar las guerras.

-¡Ah! si no se trata más que de guerra, primo -dijo Enrique-, yo tengo tropas: sólo a vuestras ór­denes en el campamento que habéis abandonado para venir a darme tan excelentes consejos, tengo más de veinticinco mil hombres.

-¡Señor! cuando he hablado de guerra, hubiera tal vez debido ex­plicarme.

-Explicaos, primo, sois un gran capitán y tendré gran placer, no lo dudéis, en oíros discurrir sobre tales materias.

-Señor, quise decir que en los tiempos que corren, los reyes tienen que sostener dos guerras, la guerra moral, si puedo expresarme así, y la guerra política; la guerra contra los hombres.

-¡Pardiez! -exclamó Chicot-, perfectamente dicho.

-¡Silencio, bufón! -dijo el rey.

-Los hombres -continuó el du­que de Guisa-, son visibles, palpa­bles, mortales; se les alcanza al fin, se les ataca, se les vence y después se les forma causa y se les ahorca, más bien...

-Sí -dijo Chicot-, o más bien se les ahorca sin información de causa: esto es más corto y más pro­pio de la autoridad real.

-Pero a las ideas -prosiguió el duque de Guisa-, no se les puede dar alcance como a los hombres; las ideas cunden de una manera in­visible y se ocultan, sobre todo, de la vista de los que quieren destruir­las; ocultas en el fondo de las al­mas, echan en ellas profundas raíces, y cuanto más se cortan las ramas imprudentes que se manifiestan en lo exterior, más poderosas e impo­sibles de extirpar se hacen las raí­ces interiores. Una idea, señor, es un enano gigante a quien es nece­sario vigilar noche y día, pues la que ayer se arrastraba a vuestros pies, mañana puede dominar vues­tra cabeza: una idea es la centella que cae en la paja: se necesitan bue­nos ojos v día claro para adivinar el comienzo del incendio; por esto, señor, son necesarios millones de vigilantes.

-Con esto los cuatro hugonotes de Francia -dijo Chicot-, no po­drán menos de irse con todos los diablos: ¡pobre gente! les tengo lás­tima.

-Propongo, pues, a Vuestra Ma­jestad -continuó el de Guisa-, que nombre un jefe de esta santa asocia­ción, el cual tenga a su cargo el cuidado de que ejerza esta vigilan­cia.

-¿Habéis dicho ya cuanto te­níais que decir? -interrogó Enri­que.

-Sí señor, y sin rodeos, como ha podido verlo Vuestra Majestad.

Chicot dio un suspiro espantoso, mientras el duque de Anjou, reco­brado ya de su miedo, se sonreía con el lorenés.

-¿Qué pensáis de esto, señores? -dijo el rey a los que le rodeaban. Chicot, sin responder, tomó el sombrero y los guantes y cogiendo luego por un extremo una piel de león se la llevó arrastrando hasta el rincón más apartado del aposento y se echó sobre ella.

-¿Qué hacéis, Chicot? -pregun­tó el rey.

-Señor -contestó Chicot-, di­cen que la noche es buena conseje­ra, ¿Y por qué lo dicen? Porque de noche se duerme; pues bien, yo voy a dormir, y mañana, con la cabeza más descansada, daré contes­tación a mi primo el de Guisa.

Y volvió a tenderse cuan largo era sobre la piel del animal.

El duque de Guisa lanzó al gas­cón una furiosa mirada, a la cual éste respondió abriendo un ojo y dando un ronquido parecido a un trueno.

-Y bien, señor -preguntó el duque-, ¿qué piensa Vuestra Ma­jestad?

-Pienso que tenéis razón como siempre, primo: reunid a los princi­pales individuos de la Liga, venid con ellos y elegiré el jefe que nece­sita la religión.

-¿Y cuándo, señor? -dijo el du­que.

-Mañana.


Al pronunciar el rey esta palabra saludó con una sonrisa primero al de Lorena y luego al duque de An­jou.

Este último iba a retirarse con la corte; pero apenas había dado un paso, le dijo Enrique:

-Quedaos, hermano, tengo que hablaros.

El duque de Guisa se llevó la mano a la frente como para com­primir un mundo de ideas y salió con todo su séquito, perdiéndose bajo las bóvedas del palacio.

Un momento después se oyeron los gritos de la multitud que le sa­ludaba al salir del Louvre, como le había saludado a la entrada.

Chicot seguía roncando; pero no nos atrevemos a afirmar que dormía.

XXXVIII. CASTOR Y POLUX

El rey despidió a sus favoritos al mismo tiempo que detuvo a su her­mano.

El duque de Anjou, que durante la escena precedente había logrado conservar una actitud indiferente, ex­cepto a los ojos de Chicot y del du­que de Guisa, aceptó sin desconfian­za la invitación de Enrique. No ha­bía notado la mirada que a insti­gación de Chicot le había dirigido el monarca, mirada que sorprendió a su dedo indiscreto muy cerca de sus labios.

-Hermano -dijo el rey paseán­dose a largos pasos por la estancia, y luego de haberse convencido de que nadie, a excepción de Chicot, podía oír lo que tenía que decir al duque-, ¿sabéis que soy un prín­cipe muy feliz?

-Señor -repuso el duque-, la felicidad de Vuestra Majestad si en efecto Vuestra Majestad se conside­ra feliz, es una recompensa que el cielo debe a sus méritos.

Enrique contempló a su hermano y dijo:

-¡Oh! muy feliz, porque cuando a mí no se me ocurren las grandes ideas, se les ocurre a los que tengo a mi lado. La que me ha manifes­tado mi primo el de Guisa es una gran idea.

El duque se inclinó en prueba de asentimiento.

Chicot abrió un ojo como si no pudiera oír bien con los dos cerra­dos v tuviese necesidad de ver el semblante del rey para entender sus palabras.

-En efecto -continuó Enri­que-, reunir bajo una misma ban­dera a todos los católicos, hacer del reino la Iglesia, armar de esta ma­nera sin excitar sospechas toda la Francia desde Calais hasta el Lan­guedoc, desde Bretaña hasta Borgo­ña, teniendo por este medio un ejér­cito pronto a marchar contra el in­glés, el flamenco o el español, sin que ninguno de ellos pueda sospe­char nada, ¿sabéis, Francisco, que es un gran pensamiento?

-Magnífico -contestó el duque de Anjou gozoso al ver que su her­mano abundaba en las ideas del du­que de Guisa su aliado.

-Declaro -añadió el rey-, que me siento inclinado a recompensar generosamente al autor de tan exce­lente proyecto.

Chicot abrió los ojos, pero los cerró al instante, porque sorprendió en el rostro del rey una de aquellas sonrisas imperceptibles, excepto para él solo, y aquella sonrisa le dejó satisfecho.

-Sí -prosiguió el rey-, lo re­pito, semejante proyecto merece re­compensa y yo recompensaré al que lo ha concebido: ¿es verdaderamen­te el duque de Guisa el autor de esa idea, o más bien de esa obra, por­que sin duda estará ya comenzada?

El duque de Anjou hizo seña de que en efecto se estaba poniendo la idea en ejecución.

-Tanto mejor -repuso el rey­-. He dicho que era un príncipe muy feliz; pero debí decir hasta el últi­mo extremo, pues que no tan sólo se les ocurren a los que me rodean las grandes ideas, sino que en su celo por ser útiles a su rey y pa­riente las pone al momento en eje­cución.

-Mas os he preguntado, querido Francisco -continuó Enrique po­niendo la mano en el hombro de su hermano-, si era efectivamente mi primo el de Guisa el autor de este grandioso pensamiento.

-No, señor, el cardenal de Lo­rena le concibió hace más de veinte años: la jornada de San Bartolomé impidió su ejecución, o más bien la hizo inútil por entonces.

-¡Ah! ¡qué lástima que haya muerto el cardenal de Lorena! -exclamó Enrique-; le habría hecho nombrar Papa a la muerte de Su Santidad Gregorio XIII; pero a bien -continuó con aquel acento admi­rable de candidez que le distinguía entre todos los cómicos de su tiem­po-, a bien que su sobrino ha he­redado la idea y la hará fructificar. Por desgracia no puedo hacerle Papa, mas le haré... ¿qué podré hacerle que no sea, Francisco?

-Señor -dijo el duque de Anjou completamente engañado con las pa­labras de su hermano-, vos exa­geráis los méritos de vuestro primo, la idea no es suya, como os he di­cho, y existe un hombre que le ha ayudado mucho a cultivarla.

-¿Su hermano el cardenal?

-Su hermano el cardenal ha he­cho algo, mas no es él de quien yo hablo.

-¿Será Mayena?

-¡Oh! le hacéis demasiado ho­nor.

-Es verdad: ¡cómo es posible que semejante animal tuviese una idea política! ¿Pero a quién debo estar agradecido de esta ayuda pres­tada a mi primo el de Guisa?

-A mí, señor -dijo el duque.

-¿A vos? -exclamó Enrique fin­giendo la mayor sorpresa.

Chicot volvió a abrir un ojo.

El duque se inclinó.

-¡Cómo! -prosiguió el rey-, cuando yo veía todo el mundo de­sencadenado contra mí, los poetas contra mis vicios, y los folletistas contra mis ridiculeces, lo doctores en política contra mis faltas; mien­tras mis amigos se reían de mi im­potencia; mientras mi situación se había hecho tan difícil, que yo iba adelgazando sensiblemente y mis ca­bellos iban encaneciendo, ¿habéis concebido semejante idea, 'vos Fran­cisco, vos a quien (debo confesar­lo; el hombre es débil y los reyes muchas veces somos ciegos) a quien no he mirado siempre como amigo mío? ¡Ah, Francisco, qué culpable soy!

Y Enrique, enternecido hasta el extremo de derramar lágrimas, ten­dió la mano a su hermano.

Chicot abrió los dos ojos.

-¡Oh! -prosiguió Enrique-, esa es una idea magnífica. Yo no podía crear nuevos impuestos ni le­vantar tropas sin exponerme a au­mentar el descontento; no podía pa­searme, dormir ni amar sin dar mo­tivo a que se burlasen de mí, y ahora la idea del duque de Guisa o mejor dicho la vuestra, hermano mío, me proporciona a un mismo tiempo ejército, dinero, amigos y reposo. Para que este reposo sea duradero ya sólo falta una cosa.

-¿Cuál?


-Mi primo me ha hablado de nombrar un jefe para que dirija todo este gran movimiento.

-Sin duda.

-Este jefe, ya conocéis, Francis­co, que no puede ser ninguno de mis favoritos, puesto que ninguno reúne el valor y el talento necesa­rio para tan alto empleo. Quelus es valiente, pero no piensa más que en sus amoríos; Maugiron es va­liente, pero no sueña más que en engalanar su persona; Schomberg es valiente, pero hasta sus mejores amigos se ven obligados a confesar que no tiene aquella profundidad de espíritu que en estos casos se requiere; d'Epernon es valiente, pero aunque le ponga buen semblante, le tengo por un hipócrita de quien no debe uno fiarse un solo instante. Ya sabéis, Francisco -agregó con acento de cordial confianza-, ya sabéis que una de las cargas más pesadas de los reyes es verse obliga­dos a disimular a todas horas. Así es que cuando puedo hablar con toda franqueza, como en este ins­tante, ¡ah! entonces respiro.

Chicot volvió a cerrar los dos ojos.

-Decía, pues -continuó Enri­que-, que si mi primo el de Guisa ha concebido esta idea, en cuyo des­arrollo vos, Francisco, habéis tenido tanta parte, él es quien debe encar­garse de ponerla en práctica.

-¿Qué decís, señor? -exclamó Francisco con inquietud.

-Digo que para dirigir semejan­te movimiento se necesita un gran príncipe.

-Meditad, señor...

-Un buen capitán, un hábil un ­príncipe.

-Un hábil negociador sobre todo -repitió el duque.

-¿No opináis, Francisco, que por todos conceptos el empleo de jefe conviene al duque de Guisa?

-Hermano -dijo Francisco-, el duque de Guisa es ya por sí bastante poderoso.

-Sin duda, mas su -poder es el que constituye mi fuerza.

-El duque de Guisa es dueño del ejército y de la clase media; el cardenal de Lorena tiene de su parte al Clero y Mayena es un instrumen­to en las manos de los dos: vais a juntar mucho poder en una sola casa.

-Es verdad -dijo Enrique-, ya había pensado en ello, Francisco.

-Si los Guisas fuesen príncipes franceses, importaría poco; porque tendrían interés en engrandecer la casa de Francia.

-Indudablemente, pero son prín­cipes de Lorena.

-De una casa que siempre ha sido rival de la nuestra.

-Francisco, acabáis de poner el dedo en la llaga ¡vive Dios! no os creía tan político: y ya que habéis dado en el hito os diré que justa­mente lo que me tiene flaco y lo que me encanece los cabellos es esa elevación de la casa Lorena al lado de la nuestra. No pasa día, Fran­cisco, sin que estos tres Guisas, que como habéis dicho muy bien son dueños de todo; no pasa día sin que ya el duque, ya el cardenal o ya Mayena, por astucia, arrebaten algún despojo de mi poder, me qui­ten alguna de mis prerrogativas, y yo pobre, débil, aislado, no puedo vengarme de ellos. ¡Ah, Francisco! si hubiéramos tenido antes esa ex­plicación, si yo hubiese podido leer en vuestro corazón como leo en este instante, seguramente que habiendo hallado en vos apoyo habría sabido resistir mejor; pero ahora, ya lo veis, es demasiado tarde.

-¿Por qué?

-Porque habría que emprender una lucha y os declaro que me can­sa toda clase de combate; por con­siguiente le nombraré jefe de la Liga.

-Haréis mal, hermano mío -re­puso el duque de Anjou.

-¿Pues a quien queréis que nom­bre, Francisco? ¿Quién aceptará este puesto peligroso? Sí, peligroso: ¿no veis que lo que él quiere es que le nombre jefe?

-¿Y qué?


-Que aquél a quien yo nombra­se en su puesto sería su enemigo. -Nombrad a un hombre bastan­te poderoso para que su fuerza uni­da a la vuestra pueda oponerse con ventaja a la de los tres loreneses reunidos.

-¡Ah, Hermano! -exclamó En­rique en tono de desaliento-, no conozco a nadie que reuna las con­diciones que decís.

-Mirad alrededor de vos, Señor.

-¿Alrededor de mí? Los únicos amigos sinceros que veo aquí sois vos y Chicot.

-¿Qué es esto? -murmuró Chi­cot- ¿me querrá jugar alguna mala pasada?

Y cerró los ojos.

-Y bien -dijo el duque-, ¿no me comprendéis?

Enrique miró al duque de Anjou ­como si en aquel momento se le acabase de caer un velo que hubie­ra tenido delante de los ojos.

-¡Cómo! -exclamó.

Francisco movió la cabeza.

-Pero no -continuó Enrique-, vos no consentiríais jamás; el em­pleo es demasiado penoso. ¿Cómo os habíais de habituar a mandar el ejercicio a los paisanos, a revisar los discursos de los predicadores, a presentaros en caso de batalla haciendo el carnicero por las calles de París, transformadas en matadero? Para esto es necesario ser triple como el de Guisa y tener un brazo derecho que se llame Carlos y un brazo izquierdo que se llame Luis. Ahora bien, el día de San Bartolo­mé el duque se dio buena prisa a matar; ¿qué opináis, Francisco?

-Demasiada prisa.

-Sí, tal vez; pero no me habéis respondido a mi pregunta. ¿Con­sentiríais vos en hacer el oficio que acabo de decir, en rozaros con las falsas corazas de esos fanfarrones, y con las cacerolas que se colocan en la cabeza a guisa de cascos? ¿Os haríais popular, vos que sois el más elevado personaje de nuestra Corte? ¡Válgame Dios, hermano, y cómo cambia uno con la edad!

-Quizá no sería capaz de hacer nada de eso por mí, señor, pero se­guramente lo haría por vos.

-¡Buen hermano, excelente her­mano! -exclamó Enrique enjugan­dose con la punta del dedo una la­grima que no existía ni había exis­tido.

-¿Es decir -preguntó Francis­co-, que no os desagradaría que yo me encargase de esa comisión que pensabais confiar al duque?

-¡Desagradarme! No en verdad, no me desagrada, al contrario, me sirve de satisfacción. ¿Conque vos también habíais pensado en la Liga? ¡pardiez! tanto mejor. También ha­béis contribuido en algo a la rea­lización de la idea; ¡qué digo en algo! En mucho, ¡vive Dios que no ceso de admirarme! todos los que me rodean son hombres superiores, y yo soy el burro mayor de mi reino.

-¡Oh, señor! Vuestra Majestad bromea.

-Dios me libre; la situación es demasiado grave. Lo digo como lo siento, Francisco; me sacáis de una gran dificultad, tanto mayor cuanto que desde hace algún tiempo a esta parte no me siento bueno, mis fa­cultades van declinando de día en día. Miron me ha explicado con frecuencia la causa de esto; pero volvamos al punto principal, pues por lo demás, ya no tengo tanta ne­cesidad de poseer un claro discerni­miento, pudiendo iluminarse con los fulgores del vuestro. Decíamos, pues, que os nombraré jefe de la Liga, ¿eh?

Francisco se estremeció de gozo.

-¡Oh! -exclamó-, si Vuestra Majestad me creyese digno de esa confianza...

-¡Confianza! ¡ah, Francisco! ¡confianza! No siendo ya M. de Guisa el jefe, ¿de quién queréis que desconfíe? ¿de la Liga misma? ¿Por ventura la Liga puede ponerme en peligro? Hablad, mi querido Fran­cisco, decídmelo todo,

-¡Oh, señor! -exclamó el du­que.

-¡Pero cuán loco soy! si hubiese peligro para mí, mi hermano no se­ría jefe, o por mejor decir, desde el instante en que mi hermano es jefe ya no hay peligro para mí. Digo, me parece que esto es lógico, ¿eh? y ya veo que nuestro pedagogo no nos robó el dinero: ¡pardiez! no, no tengo desconfianza; prescindien­do de que aún hay muchos caba­lleros en Francia, que desenvaina­rían su espada contra la Liga el día que la Liga me llegase a inco­modar demasiado.

-Es cierto, señor, el rey siempre es rey -dijo el duque con un acen­to de sencillez casi tan bien fingido como el de su hermano.

Chicot abrió un ojo.

-¡Pardiez! -dijo Enrique-; mas por desgracia a mí también me ocurre una idea; es increíble cómo ocurren ideas hoy a todos: hay días en que está uno para ello.

-¿Y cuál es esa idea, hermano? -interrogó el duque alarmado, por­que no podía creer que tanta feli­cidad, sin obstáculo alguno, se le entrase por las puertas.

-Que nuestro primo el de Gui­sa, padre, o por mejor decir, que se cree padre de la invención, se empeñará indudablemente en ser el jefe y también querrá mandar. -¡Mandar!

-Sin duda, sin duda ninguna; acaso no habrá dado su apoyo al proyecto sino para que redunde en provecho suyo, y el de Guisa, Fran­cisco, no es hombre que se resigne a ser víctima del Sic vos, non vo­bis. Ya sabéis lo que dice Virgilio: nidificates aves.

-¡Oh, señor!

-Francisco, yo apostaría a que ha pensado en que le nombre jefe; sabe que soy tan indolente...

-Sí, pero tan pronto como le hagáis entender vuestra voluntad, cederá.

-Fingirá que cede, pero no cede­rá; mirad Francisco que tiene el bra­zo largo, y aun mejor diría los bra­zos, y que en toda Francia no hay una persona, ni siquiera el rey, que extendiéndolos pueda tocar como él, por un lado a las Españas, por otro a Inglaterra, a don Juan de Austria y a Isabel. Borbón tenía la espada menos larga que mi primo el de Guisa tiene el brazo, y no obstante, hizo mucho daño a Francisco 1 nues­tro abuelo.

-Pero -dijo el duque de An­jou-, si Vuestra Majestad le cree tan peligroso, ese es un motivo más para darme a mí el mando de la Liga, a fin de poderle coger entre vuestro poder y el mío y hacerle formar causa el día en que imagine una nueva traición.

Chicot abrió el otro ojo.

-¡Formarle causa, Francisco! Eso era bueno para Luis XI, rey podero­so y rico: Luis XI podía formar causas y alzar patíbulos; pero yo ... ni aun tengo el dinero suficiente para comprar todo el terciopelo ne­gro que en semejante caso necesi­taría.

Enrique, no obstante el poder que tenía sobre sí mismo, se fue animan­do sordamente al pronunciar estas últimas palabras y sus miradas ad­quirieron una expresión que hizo bajar los ojos a Francisco.

Hubo un instante de silencio entre los dos príncipes.

Chicot cerró los ojos.

El rey fue el primero que lo rom­pió.

-Es preciso contemporizar, que­rido Enrique, no quiero guerras ci­viles; no quiero reyertas entre mis súbditos. Soy hijo de Enrique el Ba­tallador y de Catalina la Artificiosa, y algo se me alcanza de la astucia de mi buena madre. Voy a llamar al duque de Guisa y le haré tantas y tan bellas promesas, que arreglare­mos este asunto amistosamente.

-Señor -exclamó el duque de Anjou-, me concedéis el mando de la Liga, ¿no es cierto?

-Ya lo creo.

-¿Deseáis que sea yo el jefe?

-Muchísimo.

-¿Esa es vuestra voluntad?

-Es mi mayor deseo; mas no quiero descontentar demasiado a mi primo el de Guisa.

-Pues bien, tranquilizaos -dijo el duque de Anjou-; si no veis más obstáculo que ese para mi nom­bramiento, yo me encargo de arre­glar la cosa con el duque.

-¿Y cuándo?

-Ahora mismo.

-¿Vais a verle, vais a visitarle a su casa? ¡Oh, hermano! pensad que le hacéis demasiado honor.

-No pienso verle en su casa.

-Pues entonces... ¿Dónde?

-En mi aposento.

-¿En vuestro cuarto? ¿cómo, si he oído los gritos que le saludaban a su salida del Louvre?

-En efecto, salió por la puerta principal pero ha entrado por el postigo. El rey tenía derecho a la primera visita del duque de Guisa, mas yo tengo derecho a la segunda.

-¡Ah! cuánto os agradezco, her­mano, que sostengáis nuestras pre­rrogativas, no obstante que yo ten­go la debilidad de olvidarlas algu­nas veces. Id. Francisco, id y po­neos de acuerdo.

El duque tomó la mano del rey y se inclinó para besársela.

-¿Qué hacéis, Francisco? en mis brazos, sobre mi corazón; éste es vuestro verdadero sitio.

Y los dos hermanos se dieron una serie de abrazos a cual más estre­cho. Luego que el duque de Anjou quedó en libertad salió del gabinete, atravesó rápidamente las galerías y corrió a su cuarto.

Necesario era que su corazón, como el del primer navegante, estu­viese circundado de encina y acero para no saltar de gozo.

El rey, luego que salió su herma­no, rechinó los dientes de cólera, y lanzándose por el corredor secreto que daba al aposento del duque, se acercó a una especie de tambor, des­de donde podía oirse fácilmente el diálogo entre los duques de Anjou y de Guisa, así como Dionisio oía des­de su escondrijo la conversación de sus prisioneros.

-¡Diablo! -murmuró Chicot abriendo los ojos y sentándose-; he creido estar en el Olimpo asistiendo a la reunión de Cástor y Pólux des­pués de sus seis meses de separación.

XXXIX. EL MEJOR MEDIO DE ESCUCHAR ES OIR

El duque de Anjou halló al de Guisa en el mismo cuarto de la rei­na de Navarra, donde en otro tiem­po el Bearnés y Mouy habían con­certado en voz baja sus planes de evasión, porque el prudente Enri­que de Bearn sabía que casi todos los aposentos del Louvre estaban dis­puestos de modo, que las palabras que en ellos se dijesen, aun pronun­ciadas a media voz, llegaran a los oídos de quien estuviese interesado en escucharlas. El duque de Anjou no ignoraba esta circunstancia; pero completamente seducido por la fin­gida benevolencia de su hermano, o la olvidó o no le dio importancia alguna.

Enrique III entro en su observa­torio en el instante mismo en que el duque de Anjou entraba en su aposento, de suerte que el rey no perdió ninguna de las palabras que pronunciaron los dos interlocutores.

-¿Qué hay, monseñor? -pregun­tó impaciente el duque de Guisa.

-Se levantó la sesión, duque.

-Muy pálido estáis, monseñor.

-¿Visiblemente? -preguntó el duque de Anjou sobresaltado.

-Para mí, sí, monseñor.

-¿Pero el rey no ha visto nada?

-Nada, a lo que creo: Su Majes­tad habrá detenido a Vuestra Alte­za...

-¿Lo habéis visto, duque?

-Indudablemente, para hablarle de la proposición que yo he venido a hacer.

-En efecto.

Hubo un momento de silencio har­to embarazoso para ambos duques, silencio cuyo significado compren­dió Enrique.


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