Alejandro dumas



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-¡Ah, ah! El mofletudo rostro de Mayena, y el puntiagudo hocico del cardenal.

-Chist, señor; se tiene mucho adelantado cuando se sabe adonde están nuestros enemigos, y nuestros enemigos ignoran adonde estamos.

-¿Crees que tengo que temer?

-¡Dios mío! de nada se puede responder en una reunión tan con­siderable: puede tener alguno un puñal en el pecho, el puñal puede penetrar insensiblemente en el vien­tre del vecino, sin saber lo que hace, por una equivocación, y el vecino proferir un juramento y espichar. Vámonos a otra parte, señor.

-¿Me han conocido?

-Creo que no, pero indudable­mente os conocerán si estáis aquí mucho tiempo.

-¡Viva la misa! ¡viva la misa! -gritaba un numerosísimo grupo que venía del Mercado y se precipi­taba violentamente en la calle del Árbol Seco.

-¡Viva M. de Guisa! ¡viva el cardenal! ¡viva M. de Mayena! -respondieron los que estaban pa­rados a la puerta de La Huriére, porque acababan de conocer a los dos príncipes de Lorena.

-¡Oh! ¡Qué gritos son esos? -preguntó Enrique III.

-Esos gritos prueban que cada uno está bien en su puesto y que es arriesgado abandonarle: M. de Guisa en las calles, Vuestra Majes­tad en el Louvre; volveos al Louvre, señor, volveos.

-¿Vienes tú con nosotros?

-¿Yo? ¡oh, no! tú no me nece­sitas para nada, hijo mío, bastante tienes con tus guardias. Adiós, Que­lus, adiós, Maugiron; yo quiero dis­frutar de la función hasta el fin porque me parece curiosa y diverti­da.

-¿Adónde vas?

-Voy á estampar mi firma en todos los registros, para que ma­ñana corran por las calles de París mil autógrafos míos; buenas noches, hijo mío, tú te vas por la derecha, yo por la izquierda, cada uno debe seguir su camino; yo voy a Saint-­Merry a oír a un célebre predicador.

-¡Oh, oh! ¿qué nuevo ruido es éste -dijo de repente el rey-, por qué corre la gente hacia el Puente Nuevo?

Empinóse Chicot sobre la punta de los pies, pero no divisó más que una gran masa de gente que grita­ba, aullaba y se atropellaba llevan­do, al parecer, alguna cosa en triun­fo.

Pero de repente se aclararon los grupos al llegar al punto en que el muelle se ensanchaba, frente a la calle de las Lavanderas, la mul­titud se diseminó a derecha e iz­quierda, y de igual manera que las olas arrojaron el monstruo a los pies de Hipólito, aquellas olas hu­manas impelieron hasta los pies del rey a un hombre que era sin duda el principal personaje de aquella có­mica escena.

Era un fraile, caballero en un as­no; el fraile hablaba y accionaba, el asno rebuznaba.

-¡Vive Dios! -dijo Chicot, ape­nas distinguió al hombre y al ani­mal que acababan de aparecer uno encima de otro-; te estaba hablan­do de un célebre predicador de Saint-Merry, pero no necesito ya ir tan lejos; escucha, hijo mío, escu­cha.

-¡Un predicador a borrico! -di­jo Quelus.

-¿Cuál es el predicador? -inte­rrogó Enrique-: hablan los dos a un mismo tiempo.

-El de abajo es el más elocuen­te -contestó Chicot-, pero el de encima es el que habla mejor el francés: escucha, Enrique, escucha.

-¡Silencio! -gritaban por todas partes-, ¡silencio!

-¡Silencio! -exclamó Chicot, con una voz que dominó aquella te­rrible gritería.

Todo el mundo calló; se coloca­ron en círculo alrededor del fraile, y éste empezó su exordio:

-Hermanos míos -dijo-, Pa­rís es una magnífica ciudad; París es el orgullo de todo el reino de Francia, y los parisienses tienen mu­cho ingenio, como dice el cantar.

Y se puso a cantar con toda la fuerza de sus pulmones:

Parisiense, amigo mío,

nada hay que tú no sepas...

Mas al oír aquellos gorgoritos, le vino en gana al asno de hacer el acompañamiento, y se puso a rebuznar en tan buen tono, que no dejó proseguir a su jinete.

El pueblo celebró esta ocurren­cia con grandes carcajadas.

-Calla, Panurgo -gritó el frai­le-, cállate, ya hablarás cuando te llegue el turno, pero déjame ha­blar a mí primero.

En efecto, calló el asno.

-Hermanos míos -continuó el predicador-, la tierra es un valle de lágrimas, donde únicamente con lágrimas podemos apagar nuestra sed la mayor parte de las veces.

-¡Ese hombre está completa­mente borracho! -dijo el rey.

-¡Pardiez! -repuso Chicot.

-Tal como me veis dirigiéndoos la palabra -continuó el fraile-, vuelvo ahora del destierro como los hebreos, y hace ya ocho días que Panurgo y yo sólo vivimos de li­mosnas y de privaciones.

-¿Quién es Panurgo? -pregun­tó el rey.

-Según todas las probabilidades, el superior de su convento -con­testó Chicot-. Déjeme escuchar, porque su elocuencia me conmueve.

-¿Y quién ha tenido la culpa de esto, amigos míos? Herodes; ya sabéis de qué Herodes quiero ha­blar.

-Y tú también, hijo mío -aña­dió Chicot-; yo mismo te he ex­plicado el anagrama.

-¡Pícaro!

-¿Con quién hablas, conmigo, con el fraile o con el asno?

-Con los tres.

-Hermanos míos -continuó el fraile-, aquí está mi asno, a quien amo como a un corderillo; él os dirá que hemos venido desde Villa­nueva del Rey en sólo tres días, para concurrir a la gran solemnidad que se celebra esta noche, y tam­bién os dirá cómo hemos venido:

Con la bolsa vacía,

con el gaznate seco.

Pero nada nos ha costado, no obstante, ni a Panurgo ni a mí.

-¿A quién diablos llama Panur­go? -volvió a preguntar Enrique.

-Nos pusimos, pues, en camino -continuó el fraile-, al cabo he­mos llegado para enterarnos de lo que sucede, y aunque lo estamos viendo no lo comprendemos. ¿Qué sucede, pues, hermanos míos? ¿Se depone hoy a Herodes, o se trata por ventura de meter al hermano Enrique en un convento?

-¡Oh! -dijo Quelus-, ganas me dan de horadar ese tonel; ¿qué te parece, Maugiron?

-¡Bah! -respondió Chicot-, por poco te incomodas, Quelus. Pues qué, ¿no entra el rey todos los días en un convento? Créeme, En­rique, si no te ocurre más que esto, no tienes de qué quejarte; ¿no es verdad, Panurgo?

Interpelado el asno tan directa­mente, enderezó las orejas y contes­tó con un sonoro rebuzno.

-¡Panurgo! -exclamó el mon­je-, ¿también a ti te dominan las pasiones? Señores -continuó-, sa­lí de París con dos compañeros de viaje, Panurgo, que es mi asno, y M. Chicot, el bufón de Su Majes­tad. ¿Podríais decirme, señores, qué ha sido de mi amigo Chicot?

Chicot hizo un mohín.

-¡Hola! -dijo el rey-: ¿con­que es amigo tuyo?

Quelus y Maugiron no pudieron contener la risa.

-Tienes un excelente amigo -agregó el rey-, y sobre todo dig­no de respeto; ¿cómo se llama?

-Es Gorenflot, Enrique, ¿no te acuerdas? El buen Gorenflot de quien te ha hablado ya algo M. de Morvilliers.

-¿El conspirador de Santa Ge­noveva?

-El mismo.

-En ese caso, le voy a hacer ahorcar.

-¡Imposible!

-¿Por qué?

-Porque no tiene pescuezo.

-Hermanos míos -seguía Go­renflot- tenéis delante de vosotros, hermanos míos, a un verdadero már­tir. En este instante, hermanos míos, estáis defendiendo mi causa, o por mejor decir, la de todos los buenos católicos. Vosotros no sabéis lo que pasa en las provincias ni conocéis las tramas de los hugonotes. Noso­tros nos hemos visto obligados en Lyon a matar a uno que andaba predicando la rebelión; y mientras exista un hugonote en todo el reino de Francia, aunque esté todavía en el vientre de su madre, no disfru­tarán las buenas almas de un mo­mento de tranquilidad. Extermine­mos, pues, a los hugonotes. ¡A las armas, hermanos míos, a las armas!

Y la muchedumbre repitió:

-¡A las armas, a las armas!

-¡Vive Dios! -dijo el rey-, haz callar a ese galopín, o vamos a tener un segundo San Bartolomé.

-Espera, espera -dijo Chicot.

Y cogiendo una cerbatana que tenía Quelus en la mano, se situó detrás del fraile, y le sacudió con toda su fuerza un sonora golpe en el omoplato.

-¡Que me matan! -gritó el frai­le.

-¡Calla, eres tú! -exclamó Chi­cot, pasando la cabeza por debajo del brazo del fraile-; ¿cómo te ha ido, frailuco mío?

-Socorredme, M. de Chicot, so­corredme -dije Gorenflot-; los enemigos de la fe me quieren ase­sinar, mas no he de morir sin ha­ber gritado con todas mis fuerzas: ¡al fuego los hugonotes, a la hogue­ra el Bearnés!

-¿Quieres callar, animal?

-Al diablo los gascones -prosi­guió el fraile.

Otro golpe más fuerte que el pri­mero interrumpió en aquel momen­to al predicador, arrancándole un grito de verdadero dolor, porque es­ta vez no era una cerbatana sino un enorme garrote lo que había caído sobre el otro hombro de Go­renflot.

Asombrado Chicot miró con cui­dado a su alrededor, pero sólo vio el garrote; el que descargó el golpe había desaparecido entre la multi­tud, en cuanto administró aquella corrección volante al hemano Go­renflot.

-¡Oh! -dijo Chicot-; ¿quién nos habrá vengado así? ¿será al­gún paisano? es preciso averiguarlo.

Y apretó a correr detrás del hom­bre del garrote, que se deslizaba a lo largo del muelle, escoltado por un compañero tan solo.

XLI. LA CALLE DE LA FERRONNERIE

Chicot tenía buenas piernas, y ha­bía alcanzado fácilmente al hom­bre que acababa de pegar a Goren­flot; mas el arrojo y el modo de andar de este hombre y de su com­pañero le hicieron sospechar que sería peligroso provocar bruscamen­te un reconocimiento, que el desco­nocido quería evitar evidentemente. Los dos fugitivos procuraban en efecto perderse entre la multitud, y sólo volvían la cara al llegar a las esquinas de las calles para asegu­rarse de que nadie les seguía.

Pensó Chicot que el único medio de seguirles sin que lo observasen era precederles: se dirigieron a la calle de San Honorio por la de la Moneda y la de Tirechappe, y en la esquina de esta última les ade­lantó, sin dejar de correr, para te­ner tiempo de ocultarse en la de la calle de Bourdonnais.

Marchaban los dos hombres a lo largo de las casas, con el sombrero calado hasta las cejas y el embozo de la capa hasta los ojos, dirigién­dose a pasos precipitados en que se notaba cierto aire militar, hacia la calle de la Ferronnerie.

Chicot caminaba siempre delan­te.

Al llegar a la calle de la Ferronne­rie se detuvieron otra vez para ver si les seguían; mientras tanto, con­tinuó Chicot ganando terreno, y lle­gó a la mitad de la calle.

Enfrente de una casuca tan vieja que amenazaba derrumbarse, estaba parada una litera tirada por dos fornidos caballos. Echó Chicot una mirada alrededor y vio al conductor dormido en su asiento, y una mujer inquieta, al parecer, con la cara pe­gada a la rejilla. Sospechó que aque­lla litera estaría aguardando a los dos hombres, pasó por detrás de ella, y protegido por su sombra, combinada con la de la casa, se ten­dió bajo un gran banco de piedra que servía de mostrador a los ven­dedores de legumbres que celebra­ban su mercado en aquel tiempo dos veces a la semana, en la calle de la Ferronnerie.

Apenas se había acurrucado vio aparecer a los dos hombres, los cua­les volvieron a observar si les ha­bían seguido; luego llamó uno de ellos al cochero, y como éste no se despertase bastante pronto, dejó escapar un cap di diou, muy acen­tuado, mientras su compañero, to­davía más impaciente, le pinchaba con la punta de su puñal.

-¡Oh! -exclamó Chicot-, no me había engañado, son compatrio­tas míos; ya no extraño que hayan sacudido de tan buena gana a Go­renflot porque hablaba mal de los gascones.

La joven había conocido a los dos hombres que aguardaba, y se asomó a la portezuela del pesado carrua­je, de modo que Chicot la veía mu­cho mejor que antes: podría tener veinte o veintidós años, era muy hermosa, y si hubiese sido de día, su palidez, el húmedo vapor que mojaba sus cabellos, el blanco mate de sus manos y la languidez de sus movimientos habría dejado conocer que padecía una enfermedad cuyo secreto revelaban por otra parte frecuente vahidos y lo abultado de su talle.

Pero de todo esto no reparó Chi­cot sino en tres cosas: que era jo­ven, rubia y que estaba descolorida.

Los dos hombres se aproximaron a la litera, colocándose naturalmen­te entre el carruaje y el banco que ocultaba a Chicot. El más alto tomó entre sus manos la de la dama, y apoyando el pie en el estribo y los brazos en la portezuela:

-Amiga mía -le preguntó-, ¿cómo estáis, corazón mío?

Meneó la dama la cabeza con una triste sonrisa y le mostró un pomito de esencias.

-Siempre lo mismo, ¡sangre de Cristo! ¡Cuánto sentiría, amor mío, veros con esa enfermedad, si no fue­se yo la causa!

-¿Y por qué diablos traéis tam­bién a madame a París? -dijo el otro hombre ásperamente-; es una desgracia a fe mía, que no podáis pasar sin tener siempre alguna falda cosida a vuestro jubón..

-Querido Agripa -dijo el que había hablado primero, que parecía marido o amante de la dama-, ¡es tan penoso separarse de lo que se quiere!

Y cambió con ella una mirada de amor.

-Me desesperáis, por vida mía -repuso el compañero-, ¿habéis venido por ventura a París para enamorar, hermoso galán? Me pa­rece que bastante grande es el Bearn para que deis paseos sentimentales, sin extenderlos hasta esta Babilonia, donde nos hemos expuesto veinte veces a ser deslomados esta misma tarde. Regresemos allá, pardiez, si queréis galantear a las portezuelas de las literas, pero aquí, señor, no penséis en más intrigas que en las intrigas políticas.

Al oír señor, hubiera querido Chi­cot levantar la cabeza, mas no podía hacer el menor movimiento sin ex­ponerse a ser visto.

-Dejadle gruñir, amiga mía, no hagáis caso de lo que dice, porque creo que se pondría malo, y que su­friría también vahídos si no pudiese hacerlo.

-Subid al menos en la litera, ¡sangre de Cristo! como vos decís -prosiguió el regañón-, si queréis decir ternezas a madame, y os ha­llaréis menos expuesto a que os conozcan que en medio de la calle.

-Tienes razón, Agripa -dijo el enamorado gascón-. Ya veis que no es tan mal consejo como parece; hacedme pues, lugar, querida mía, si me permitís que ya que no pueda estar de rodillas a vuestros pies me siente junto a vos.

-No sólo lo permito, señor -res­pondió la joven-, sino que lo deseo ardientemente.

-¡Señor! -exclamó Chicot sin poder reprimir un movimiento irre­flexivo que le hizo pegarse un fuer­te golpe en el banco de piedra al levantar la cabeza-: ¿qué es lo que dice?

Al mismo tiempo se aprovechaba el dichoso amante del permiso que le acababan de conceder, v se oyó rechinar el carruaje bajo el peso del enamorado caballero: a este ruido sucedió el de un prolongado y tier­no beso.

-¡Pardiez! -exclamó el compa­ñero que quedaba fuera de la lite­ra-, ¡qué animal tan estúpido es el hombre!

-Que me ahorquen si lo entien­do -murmuró Chicot-; pero pa­ciencia, que el que sabe aguardar se sale con la suya.

-¡Qué feliz soy, sangre de Cris­to! -continuó el que había subido a la litera sin hacer caso de la im­paciencia de su compañero, a la cual parecía que se hallaba bastante acostumbrado-: ¡qué día tan her­moso! Mis buenos parisienses me detestan de todo corazón, y me ma­tarían sin misericordia si supiesen dónde estoy; y esos mismos parisien­ses están trabajando con ardor en facilitarme el camino del trono, ín­terin estrecho entre mis brazos la mujer que adoro. ¿Dónde estamos, d'Aubigné? Cuando sea rey he de hacer levantar una estatua al genio del Bearnés en este mismo sitio.

Del Bear...

Chicot se interrumpió porque aca­baba de hacerse otro chichón al la­do del primero.

-Nos hallamos en la calle de la Ferronnerie, señor, y no huele muy bien -dijo d'Aubigné que renegaba de las cosas, cansado ya de rene­gar de las personas.

-Me parece -prosiguió Enrique. porque ya habrán conocido nues­tros lectores al rey de Navarra-, me parece que distingo claramente toda mi vida futura, que me veo rey, sentado en el trono de Francia, fuerte y poderoso, aunque acaso me­nos amado que ahora, y que mi vis­ta penetra el porvenir hasta la hora de mi muerte. ¡Oh! amor mío, re­petidme que me amáis, porque mi corazón necesita oír vuestra queri­da voz.

Y dominado por la tristeza que se apoderaba de él algunas veces, dejó caer la cabeza sobre el hom­bro de su querida.

-¡Dios mío! -dijo la joven ate­rrada-; ¿os ponéis malo, señor?

-No faltaría más que eso -ex­clamó d'Aubigné-; buen soldado, buen general, buen rey, que se des­mayara.

-No, vida mía -contestó En­rique-, si alguna vez me desmaya­ra a vuestro lado, sería de felicidad,

-Verdaderamente, señor -dijo d'Aubigné-, no sé por qué firmáis Enrique de Navarra, debiendo fir­mar Ronsard o Clemente Marot. ¡Pardiez! ¿cómo os lleváis tan mal con madame Margarita, siendo los dos tan aficionados a la poesía?

-Por favor, d'Aubigné, no nom­bres a mi mujer, ¡sangre de Cristo! no sea que se cumpla el refrán: si la encontrásemos ahora...

-¿Aunque está en Navarra, no es cierto? -prosiguió d'Aubigné.

-¿Pues no estoy yo también en Navarra, ¡sangre de Cristo! o no creen por lo menos que estoy allí? Me has hecho temblar, Agripa, sube y vámonos.

-No tal -repuso d'Aubigné-, yo os seguiré a poca distancia; os estorbaría, y lo que es todavía peor, me incomodaríais a mí.

-Pues cierra la portezuela, oso del Bearn, y haz lo que quieras -re­puso Enrique.

Y dirigiéndose al cochero.

-Lavarenne, adonde sabes -le dijo.

Alejóse lentamente la litera y de­trás de ella d'Aubigné que regañaba al amigo pero velaba por el rey.

Su marcha libró a Chicot de un terrible miedo; porque d'Aubigné no era hombre que hubiese dejado vivir al imprudente que acababa de oír su conversación con Enrique.

-Veamos -dijo Chicot saliendo a gatas de debajo del banco-, ¿de­be saber Enrique lo que acaba de pasar?

Y al mismo tiempo se puso de pie para que sus largas piernas, ador­mecidas por los calambres, recobra­sen la elasticidad.

-¿Por qué se lo he de decir? -continuó el gascón hablando con­sigo mismo-: dos hombres que se ocultan, y una mujer embarazada: sería una villanía. No, no diré na­da, y ya que lo sé yo, tampoco es necesario, porque al cabo no hay más rey que yo.

Y al decir esto dio Chicot un sal­to de contento.

-Es muy divertido el oír a los enamorados -continuó Chicot-; pero tiene razón d'Aubigné, ama' de­masiado para un rey in partibus el buen Enrique de Navarra. Hace un año venía a París por madame de Sauves; ahora hace que le siga esa preciosa criatura que sufre vahídos: ¿Quién diablo será? Probablemente la Fosseuse. Además, si Enrique de Navarra piensa seriamente en el tro­no, no tiene poco que hacer el pobre joven si ha de destruir antes a su enemigo el de la cara cortada, su enemigo el cardenal de Guisa, y su enemigo el buen duque de Ma­yena. De cualquier modo, yo quiero al Bearnés, y estoy seguro que ha de jugar algún día una mala pasada a ese odiado carnicero de Lorena. Decididamente, no diré una palabra de lo que he visto y oído.

En aquel momento pasaba por allí un grupo de partidarios de la Liga embriagados gritando: ¡viva la misa, muera el Bearnés! ¡al fuego los hugonotes! ¡a la hoguera los he­rejes! y desapareció.

La litera salvó la esquina del ce­menterio de los Santos Inocentes y desapareció por la calle de San Dio­nisio.

-Recapitulemos -murmuró Chi­cot-: he visto al cardenal de Gui­sa, he visto al duque de Guisa, he visto al duque de Mayena, he visto al rey Enrique de Valois, y al rey Enrique de Navarra; sólo me falta un príncipe que ver para completar la colección, el duque de Anjou; vamos, pues, a buscarle hasta que le hallemos. ¿Adónde estará mi buen Francisco III? Tengo, ¡pardiez!, ga­nas de ver a este digno monarca.

-Y se dirigió a la iglesia de Saint-Germain-l'Auxerrois.

No era Chicot el único que bus­caba el duque de Anjou, y que se impacientaba por su ausencia; tam­bién los Guisa le buscaban por to­das partes y no eran más afortuna­dos que Chicot. M. de Anjou no era hombre que se arriesgase impru­dentemente a recorrer las calles de París en día semejante, y más tarde veremos las precauciones que había creído oportuno tomar, que no le permitían reunirse con sus amigos.

Una vez creyó no obstante Chicot que le había encontrado en la calle de Bethisy; se había formado un grupo numeroso a la puerta de un mercader de vinos, en el cual divisó a M. de Monsoreau y al de la cara cortada.

-Bueno -exclamó-: ya he en­contrado lo que buscaba.

Pero Chicot se engañaba, porque M. de Monsoreau y el duque de Gui­sa estaban ocupados en hacer beber estupendos tragos a la puerta de una taberna que estaba atestada de bo­rrachos, a un orador cuya elocuencia excitaban de esta manera.

El tal orador no era otro que el buen Gorenflot completamente em­briagado contando su viaje a Lyon, y su desafío en una posada con un terrible secuaz de Calvino.

M. de Guisa escuchaba esta re­lacíón atentamente, porque le pare­cía hallar alguna coincidencia con el silencio de Nicolás David.

La calle de Bethisy estaba obstrui­da por la multitud y muchos caba­lleros partidarios de la Liga habían atado sus caballos a una especie de medio punto muy común en las ca­lles de aquel tiempo. Paróse Chicot al lado de un grupo y se puso a escuchar.

Voceaba en él el buen Gorenflot dando tumbos incesantemente y tan pronto cayendo como levantando sin poder guardar cinco minutos el equi­librio sobre su púlpito animado, el pobre Panurgo. Hablaba a trompi­cones, pero por desgracia hablaba; la insistencia del duque de Guisa y la destreza de M. de Monsoreau sacaban de él algunas palabras in­teligibles, y conseguían que hiciese algunas revelaciones.

Mucho más miedo causó esto al gascón que la estancia del rey de Navarra en París, porque veía que Gorenflot iba a revelar su nombre, el cual podía aclarar funestamente todo el misterio. Trató, pues, de evi­tarlo sin demora, desató las bridas de algunos caballos que estaban su­jetos a las puertas de las tiendas del medio punto, y pegándoles fuertes golpes con los mismos estribos, los echó en dirección del grupo, que al oír los relinchos y el galope de los caballos, se separó, se abrió y se dispersó.

Gorenflot temió por Panurgo, los caballeros temieron ser atropellados y todos echaron a correr dando al mismo tiempo la voz de ¡fuego! Pasó Chicot como una flecha por en medio de la multitud, se acercó a Gorenflot, mirándole con ojos ai­rados, cogió a Panurgo de la brida y en lugar de seguir a todo el mun­do, comenzó a caminar, en dirección opuesta, de modo que pronto que­dó un espacio considerable entre el predicador y el duque de Guisa, es­pacio que no tardó en llenar entera­mente la multitud, cada vez mayor, de curiosos que llegaban demasiado tarde para averiguar la causa de aquel barullo.

Llevó entonces Chicot al monje, que iba tambaleándose, a la calle­juela sin salida que formaba uno de los lados de la iglesia de Saint­-Germain-l'Auxerrois y arrinconando­le contra el muro como hubiera he­cho un estatuario que tratase de incrustar un bajo relieve en la pie­dra, le dijo:

-¡Ah, borracho, pagano, traidor, renegado! ¡que has de preferir siem­pre un jarro de vino a mi amistad!

-¡Ah! M. Chicot -tartamudeó el fraile.

-¡Cómo! infame -continuó Chi­cot-; yo te alimento, yo te harto de bebida, te lleno los bolsillos y el estómago, y tú haces traición a tu señor.

-¡M. Chicot! -repuso el fraile enternecido.

-¡Y cuentas mis secretos, misera­ble!

-¡Querido amigo!

-Calla; eres un delator, y me­reces un terrible castigo.

El fraile, fornido, enorme, con más fuerza que un toro, pero domi­nado por el arrepentimiento y más que nada por el vino, se dejaba se­ducir sin resistencia por Chicot que le manejaba como a un globo lleno de aire.

Solamente Panurgo era el que pro­testaba contra los malos tratamien­tos que sufría su amigo, tirando pa­tadas que no daban a nadie, y que le volvía Chicot a bastonazos.

-¡Un castigo -balbuceó el frai­le-, un cruel castigo a vuestro ami­go, querido M. Chicot!

-Sí, sí, un castigo, y vas a reci­birle.

El palo pasó entonces de las ancas del asno a los anchos y carnudos hombros del fraile.


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