-¡Ah, ah! El mofletudo rostro de Mayena, y el puntiagudo hocico del cardenal.
-Chist, señor; se tiene mucho adelantado cuando se sabe adonde están nuestros enemigos, y nuestros enemigos ignoran adonde estamos.
-¿Crees que tengo que temer?
-¡Dios mío! de nada se puede responder en una reunión tan considerable: puede tener alguno un puñal en el pecho, el puñal puede penetrar insensiblemente en el vientre del vecino, sin saber lo que hace, por una equivocación, y el vecino proferir un juramento y espichar. Vámonos a otra parte, señor.
-¿Me han conocido?
-Creo que no, pero indudablemente os conocerán si estáis aquí mucho tiempo.
-¡Viva la misa! ¡viva la misa! -gritaba un numerosísimo grupo que venía del Mercado y se precipitaba violentamente en la calle del Árbol Seco.
-¡Viva M. de Guisa! ¡viva el cardenal! ¡viva M. de Mayena! -respondieron los que estaban parados a la puerta de La Huriére, porque acababan de conocer a los dos príncipes de Lorena.
-¡Oh! ¡Qué gritos son esos? -preguntó Enrique III.
-Esos gritos prueban que cada uno está bien en su puesto y que es arriesgado abandonarle: M. de Guisa en las calles, Vuestra Majestad en el Louvre; volveos al Louvre, señor, volveos.
-¿Vienes tú con nosotros?
-¿Yo? ¡oh, no! tú no me necesitas para nada, hijo mío, bastante tienes con tus guardias. Adiós, Quelus, adiós, Maugiron; yo quiero disfrutar de la función hasta el fin porque me parece curiosa y divertida.
-¿Adónde vas?
-Voy á estampar mi firma en todos los registros, para que mañana corran por las calles de París mil autógrafos míos; buenas noches, hijo mío, tú te vas por la derecha, yo por la izquierda, cada uno debe seguir su camino; yo voy a Saint-Merry a oír a un célebre predicador.
-¡Oh, oh! ¿qué nuevo ruido es éste -dijo de repente el rey-, por qué corre la gente hacia el Puente Nuevo?
Empinóse Chicot sobre la punta de los pies, pero no divisó más que una gran masa de gente que gritaba, aullaba y se atropellaba llevando, al parecer, alguna cosa en triunfo.
Pero de repente se aclararon los grupos al llegar al punto en que el muelle se ensanchaba, frente a la calle de las Lavanderas, la multitud se diseminó a derecha e izquierda, y de igual manera que las olas arrojaron el monstruo a los pies de Hipólito, aquellas olas humanas impelieron hasta los pies del rey a un hombre que era sin duda el principal personaje de aquella cómica escena.
Era un fraile, caballero en un asno; el fraile hablaba y accionaba, el asno rebuznaba.
-¡Vive Dios! -dijo Chicot, apenas distinguió al hombre y al animal que acababan de aparecer uno encima de otro-; te estaba hablando de un célebre predicador de Saint-Merry, pero no necesito ya ir tan lejos; escucha, hijo mío, escucha.
-¡Un predicador a borrico! -dijo Quelus.
-¿Cuál es el predicador? -interrogó Enrique-: hablan los dos a un mismo tiempo.
-El de abajo es el más elocuente -contestó Chicot-, pero el de encima es el que habla mejor el francés: escucha, Enrique, escucha.
-¡Silencio! -gritaban por todas partes-, ¡silencio!
-¡Silencio! -exclamó Chicot, con una voz que dominó aquella terrible gritería.
Todo el mundo calló; se colocaron en círculo alrededor del fraile, y éste empezó su exordio:
-Hermanos míos -dijo-, París es una magnífica ciudad; París es el orgullo de todo el reino de Francia, y los parisienses tienen mucho ingenio, como dice el cantar.
Y se puso a cantar con toda la fuerza de sus pulmones:
Parisiense, amigo mío,
nada hay que tú no sepas...
Mas al oír aquellos gorgoritos, le vino en gana al asno de hacer el acompañamiento, y se puso a rebuznar en tan buen tono, que no dejó proseguir a su jinete.
El pueblo celebró esta ocurrencia con grandes carcajadas.
-Calla, Panurgo -gritó el fraile-, cállate, ya hablarás cuando te llegue el turno, pero déjame hablar a mí primero.
En efecto, calló el asno.
-Hermanos míos -continuó el predicador-, la tierra es un valle de lágrimas, donde únicamente con lágrimas podemos apagar nuestra sed la mayor parte de las veces.
-¡Ese hombre está completamente borracho! -dijo el rey.
-¡Pardiez! -repuso Chicot.
-Tal como me veis dirigiéndoos la palabra -continuó el fraile-, vuelvo ahora del destierro como los hebreos, y hace ya ocho días que Panurgo y yo sólo vivimos de limosnas y de privaciones.
-¿Quién es Panurgo? -preguntó el rey.
-Según todas las probabilidades, el superior de su convento -contestó Chicot-. Déjeme escuchar, porque su elocuencia me conmueve.
-¿Y quién ha tenido la culpa de esto, amigos míos? Herodes; ya sabéis de qué Herodes quiero hablar.
-Y tú también, hijo mío -añadió Chicot-; yo mismo te he explicado el anagrama.
-¡Pícaro!
-¿Con quién hablas, conmigo, con el fraile o con el asno?
-Con los tres.
-Hermanos míos -continuó el fraile-, aquí está mi asno, a quien amo como a un corderillo; él os dirá que hemos venido desde Villanueva del Rey en sólo tres días, para concurrir a la gran solemnidad que se celebra esta noche, y también os dirá cómo hemos venido:
Con la bolsa vacía,
con el gaznate seco.
Pero nada nos ha costado, no obstante, ni a Panurgo ni a mí.
-¿A quién diablos llama Panurgo? -volvió a preguntar Enrique.
-Nos pusimos, pues, en camino -continuó el fraile-, al cabo hemos llegado para enterarnos de lo que sucede, y aunque lo estamos viendo no lo comprendemos. ¿Qué sucede, pues, hermanos míos? ¿Se depone hoy a Herodes, o se trata por ventura de meter al hermano Enrique en un convento?
-¡Oh! -dijo Quelus-, ganas me dan de horadar ese tonel; ¿qué te parece, Maugiron?
-¡Bah! -respondió Chicot-, por poco te incomodas, Quelus. Pues qué, ¿no entra el rey todos los días en un convento? Créeme, Enrique, si no te ocurre más que esto, no tienes de qué quejarte; ¿no es verdad, Panurgo?
Interpelado el asno tan directamente, enderezó las orejas y contestó con un sonoro rebuzno.
-¡Panurgo! -exclamó el monje-, ¿también a ti te dominan las pasiones? Señores -continuó-, salí de París con dos compañeros de viaje, Panurgo, que es mi asno, y M. Chicot, el bufón de Su Majestad. ¿Podríais decirme, señores, qué ha sido de mi amigo Chicot?
Chicot hizo un mohín.
-¡Hola! -dijo el rey-: ¿conque es amigo tuyo?
Quelus y Maugiron no pudieron contener la risa.
-Tienes un excelente amigo -agregó el rey-, y sobre todo digno de respeto; ¿cómo se llama?
-Es Gorenflot, Enrique, ¿no te acuerdas? El buen Gorenflot de quien te ha hablado ya algo M. de Morvilliers.
-¿El conspirador de Santa Genoveva?
-El mismo.
-En ese caso, le voy a hacer ahorcar.
-¡Imposible!
-¿Por qué?
-Porque no tiene pescuezo.
-Hermanos míos -seguía Gorenflot- tenéis delante de vosotros, hermanos míos, a un verdadero mártir. En este instante, hermanos míos, estáis defendiendo mi causa, o por mejor decir, la de todos los buenos católicos. Vosotros no sabéis lo que pasa en las provincias ni conocéis las tramas de los hugonotes. Nosotros nos hemos visto obligados en Lyon a matar a uno que andaba predicando la rebelión; y mientras exista un hugonote en todo el reino de Francia, aunque esté todavía en el vientre de su madre, no disfrutarán las buenas almas de un momento de tranquilidad. Exterminemos, pues, a los hugonotes. ¡A las armas, hermanos míos, a las armas!
Y la muchedumbre repitió:
-¡A las armas, a las armas!
-¡Vive Dios! -dijo el rey-, haz callar a ese galopín, o vamos a tener un segundo San Bartolomé.
-Espera, espera -dijo Chicot.
Y cogiendo una cerbatana que tenía Quelus en la mano, se situó detrás del fraile, y le sacudió con toda su fuerza un sonora golpe en el omoplato.
-¡Que me matan! -gritó el fraile.
-¡Calla, eres tú! -exclamó Chicot, pasando la cabeza por debajo del brazo del fraile-; ¿cómo te ha ido, frailuco mío?
-Socorredme, M. de Chicot, socorredme -dije Gorenflot-; los enemigos de la fe me quieren asesinar, mas no he de morir sin haber gritado con todas mis fuerzas: ¡al fuego los hugonotes, a la hoguera el Bearnés!
-¿Quieres callar, animal?
-Al diablo los gascones -prosiguió el fraile.
Otro golpe más fuerte que el primero interrumpió en aquel momento al predicador, arrancándole un grito de verdadero dolor, porque esta vez no era una cerbatana sino un enorme garrote lo que había caído sobre el otro hombro de Gorenflot.
Asombrado Chicot miró con cuidado a su alrededor, pero sólo vio el garrote; el que descargó el golpe había desaparecido entre la multitud, en cuanto administró aquella corrección volante al hemano Gorenflot.
-¡Oh! -dijo Chicot-; ¿quién nos habrá vengado así? ¿será algún paisano? es preciso averiguarlo.
Y apretó a correr detrás del hombre del garrote, que se deslizaba a lo largo del muelle, escoltado por un compañero tan solo.
XLI. LA CALLE DE LA FERRONNERIE
Chicot tenía buenas piernas, y había alcanzado fácilmente al hombre que acababa de pegar a Gorenflot; mas el arrojo y el modo de andar de este hombre y de su compañero le hicieron sospechar que sería peligroso provocar bruscamente un reconocimiento, que el desconocido quería evitar evidentemente. Los dos fugitivos procuraban en efecto perderse entre la multitud, y sólo volvían la cara al llegar a las esquinas de las calles para asegurarse de que nadie les seguía.
Pensó Chicot que el único medio de seguirles sin que lo observasen era precederles: se dirigieron a la calle de San Honorio por la de la Moneda y la de Tirechappe, y en la esquina de esta última les adelantó, sin dejar de correr, para tener tiempo de ocultarse en la de la calle de Bourdonnais.
Marchaban los dos hombres a lo largo de las casas, con el sombrero calado hasta las cejas y el embozo de la capa hasta los ojos, dirigiéndose a pasos precipitados en que se notaba cierto aire militar, hacia la calle de la Ferronnerie.
Chicot caminaba siempre delante.
Al llegar a la calle de la Ferronnerie se detuvieron otra vez para ver si les seguían; mientras tanto, continuó Chicot ganando terreno, y llegó a la mitad de la calle.
Enfrente de una casuca tan vieja que amenazaba derrumbarse, estaba parada una litera tirada por dos fornidos caballos. Echó Chicot una mirada alrededor y vio al conductor dormido en su asiento, y una mujer inquieta, al parecer, con la cara pegada a la rejilla. Sospechó que aquella litera estaría aguardando a los dos hombres, pasó por detrás de ella, y protegido por su sombra, combinada con la de la casa, se tendió bajo un gran banco de piedra que servía de mostrador a los vendedores de legumbres que celebraban su mercado en aquel tiempo dos veces a la semana, en la calle de la Ferronnerie.
Apenas se había acurrucado vio aparecer a los dos hombres, los cuales volvieron a observar si les habían seguido; luego llamó uno de ellos al cochero, y como éste no se despertase bastante pronto, dejó escapar un cap di diou, muy acentuado, mientras su compañero, todavía más impaciente, le pinchaba con la punta de su puñal.
-¡Oh! -exclamó Chicot-, no me había engañado, son compatriotas míos; ya no extraño que hayan sacudido de tan buena gana a Gorenflot porque hablaba mal de los gascones.
La joven había conocido a los dos hombres que aguardaba, y se asomó a la portezuela del pesado carruaje, de modo que Chicot la veía mucho mejor que antes: podría tener veinte o veintidós años, era muy hermosa, y si hubiese sido de día, su palidez, el húmedo vapor que mojaba sus cabellos, el blanco mate de sus manos y la languidez de sus movimientos habría dejado conocer que padecía una enfermedad cuyo secreto revelaban por otra parte frecuente vahidos y lo abultado de su talle.
Pero de todo esto no reparó Chicot sino en tres cosas: que era joven, rubia y que estaba descolorida.
Los dos hombres se aproximaron a la litera, colocándose naturalmente entre el carruaje y el banco que ocultaba a Chicot. El más alto tomó entre sus manos la de la dama, y apoyando el pie en el estribo y los brazos en la portezuela:
-Amiga mía -le preguntó-, ¿cómo estáis, corazón mío?
Meneó la dama la cabeza con una triste sonrisa y le mostró un pomito de esencias.
-Siempre lo mismo, ¡sangre de Cristo! ¡Cuánto sentiría, amor mío, veros con esa enfermedad, si no fuese yo la causa!
-¿Y por qué diablos traéis también a madame a París? -dijo el otro hombre ásperamente-; es una desgracia a fe mía, que no podáis pasar sin tener siempre alguna falda cosida a vuestro jubón..
-Querido Agripa -dijo el que había hablado primero, que parecía marido o amante de la dama-, ¡es tan penoso separarse de lo que se quiere!
Y cambió con ella una mirada de amor.
-Me desesperáis, por vida mía -repuso el compañero-, ¿habéis venido por ventura a París para enamorar, hermoso galán? Me parece que bastante grande es el Bearn para que deis paseos sentimentales, sin extenderlos hasta esta Babilonia, donde nos hemos expuesto veinte veces a ser deslomados esta misma tarde. Regresemos allá, pardiez, si queréis galantear a las portezuelas de las literas, pero aquí, señor, no penséis en más intrigas que en las intrigas políticas.
Al oír señor, hubiera querido Chicot levantar la cabeza, mas no podía hacer el menor movimiento sin exponerse a ser visto.
-Dejadle gruñir, amiga mía, no hagáis caso de lo que dice, porque creo que se pondría malo, y que sufriría también vahídos si no pudiese hacerlo.
-Subid al menos en la litera, ¡sangre de Cristo! como vos decís -prosiguió el regañón-, si queréis decir ternezas a madame, y os hallaréis menos expuesto a que os conozcan que en medio de la calle.
-Tienes razón, Agripa -dijo el enamorado gascón-. Ya veis que no es tan mal consejo como parece; hacedme pues, lugar, querida mía, si me permitís que ya que no pueda estar de rodillas a vuestros pies me siente junto a vos.
-No sólo lo permito, señor -respondió la joven-, sino que lo deseo ardientemente.
-¡Señor! -exclamó Chicot sin poder reprimir un movimiento irreflexivo que le hizo pegarse un fuerte golpe en el banco de piedra al levantar la cabeza-: ¿qué es lo que dice?
Al mismo tiempo se aprovechaba el dichoso amante del permiso que le acababan de conceder, v se oyó rechinar el carruaje bajo el peso del enamorado caballero: a este ruido sucedió el de un prolongado y tierno beso.
-¡Pardiez! -exclamó el compañero que quedaba fuera de la litera-, ¡qué animal tan estúpido es el hombre!
-Que me ahorquen si lo entiendo -murmuró Chicot-; pero paciencia, que el que sabe aguardar se sale con la suya.
-¡Qué feliz soy, sangre de Cristo! -continuó el que había subido a la litera sin hacer caso de la impaciencia de su compañero, a la cual parecía que se hallaba bastante acostumbrado-: ¡qué día tan hermoso! Mis buenos parisienses me detestan de todo corazón, y me matarían sin misericordia si supiesen dónde estoy; y esos mismos parisienses están trabajando con ardor en facilitarme el camino del trono, ínterin estrecho entre mis brazos la mujer que adoro. ¿Dónde estamos, d'Aubigné? Cuando sea rey he de hacer levantar una estatua al genio del Bearnés en este mismo sitio.
Del Bear...
Chicot se interrumpió porque acababa de hacerse otro chichón al lado del primero.
-Nos hallamos en la calle de la Ferronnerie, señor, y no huele muy bien -dijo d'Aubigné que renegaba de las cosas, cansado ya de renegar de las personas.
-Me parece -prosiguió Enrique. porque ya habrán conocido nuestros lectores al rey de Navarra-, me parece que distingo claramente toda mi vida futura, que me veo rey, sentado en el trono de Francia, fuerte y poderoso, aunque acaso menos amado que ahora, y que mi vista penetra el porvenir hasta la hora de mi muerte. ¡Oh! amor mío, repetidme que me amáis, porque mi corazón necesita oír vuestra querida voz.
Y dominado por la tristeza que se apoderaba de él algunas veces, dejó caer la cabeza sobre el hombro de su querida.
-¡Dios mío! -dijo la joven aterrada-; ¿os ponéis malo, señor?
-No faltaría más que eso -exclamó d'Aubigné-; buen soldado, buen general, buen rey, que se desmayara.
-No, vida mía -contestó Enrique-, si alguna vez me desmayara a vuestro lado, sería de felicidad,
-Verdaderamente, señor -dijo d'Aubigné-, no sé por qué firmáis Enrique de Navarra, debiendo firmar Ronsard o Clemente Marot. ¡Pardiez! ¿cómo os lleváis tan mal con madame Margarita, siendo los dos tan aficionados a la poesía?
-Por favor, d'Aubigné, no nombres a mi mujer, ¡sangre de Cristo! no sea que se cumpla el refrán: si la encontrásemos ahora...
-¿Aunque está en Navarra, no es cierto? -prosiguió d'Aubigné.
-¿Pues no estoy yo también en Navarra, ¡sangre de Cristo! o no creen por lo menos que estoy allí? Me has hecho temblar, Agripa, sube y vámonos.
-No tal -repuso d'Aubigné-, yo os seguiré a poca distancia; os estorbaría, y lo que es todavía peor, me incomodaríais a mí.
-Pues cierra la portezuela, oso del Bearn, y haz lo que quieras -repuso Enrique.
Y dirigiéndose al cochero.
-Lavarenne, adonde sabes -le dijo.
Alejóse lentamente la litera y detrás de ella d'Aubigné que regañaba al amigo pero velaba por el rey.
Su marcha libró a Chicot de un terrible miedo; porque d'Aubigné no era hombre que hubiese dejado vivir al imprudente que acababa de oír su conversación con Enrique.
-Veamos -dijo Chicot saliendo a gatas de debajo del banco-, ¿debe saber Enrique lo que acaba de pasar?
Y al mismo tiempo se puso de pie para que sus largas piernas, adormecidas por los calambres, recobrasen la elasticidad.
-¿Por qué se lo he de decir? -continuó el gascón hablando consigo mismo-: dos hombres que se ocultan, y una mujer embarazada: sería una villanía. No, no diré nada, y ya que lo sé yo, tampoco es necesario, porque al cabo no hay más rey que yo.
Y al decir esto dio Chicot un salto de contento.
-Es muy divertido el oír a los enamorados -continuó Chicot-; pero tiene razón d'Aubigné, ama' demasiado para un rey in partibus el buen Enrique de Navarra. Hace un año venía a París por madame de Sauves; ahora hace que le siga esa preciosa criatura que sufre vahídos: ¿Quién diablo será? Probablemente la Fosseuse. Además, si Enrique de Navarra piensa seriamente en el trono, no tiene poco que hacer el pobre joven si ha de destruir antes a su enemigo el de la cara cortada, su enemigo el cardenal de Guisa, y su enemigo el buen duque de Mayena. De cualquier modo, yo quiero al Bearnés, y estoy seguro que ha de jugar algún día una mala pasada a ese odiado carnicero de Lorena. Decididamente, no diré una palabra de lo que he visto y oído.
En aquel momento pasaba por allí un grupo de partidarios de la Liga embriagados gritando: ¡viva la misa, muera el Bearnés! ¡al fuego los hugonotes! ¡a la hoguera los herejes! y desapareció.
La litera salvó la esquina del cementerio de los Santos Inocentes y desapareció por la calle de San Dionisio.
-Recapitulemos -murmuró Chicot-: he visto al cardenal de Guisa, he visto al duque de Guisa, he visto al duque de Mayena, he visto al rey Enrique de Valois, y al rey Enrique de Navarra; sólo me falta un príncipe que ver para completar la colección, el duque de Anjou; vamos, pues, a buscarle hasta que le hallemos. ¿Adónde estará mi buen Francisco III? Tengo, ¡pardiez!, ganas de ver a este digno monarca.
-Y se dirigió a la iglesia de Saint-Germain-l'Auxerrois.
No era Chicot el único que buscaba el duque de Anjou, y que se impacientaba por su ausencia; también los Guisa le buscaban por todas partes y no eran más afortunados que Chicot. M. de Anjou no era hombre que se arriesgase imprudentemente a recorrer las calles de París en día semejante, y más tarde veremos las precauciones que había creído oportuno tomar, que no le permitían reunirse con sus amigos.
Una vez creyó no obstante Chicot que le había encontrado en la calle de Bethisy; se había formado un grupo numeroso a la puerta de un mercader de vinos, en el cual divisó a M. de Monsoreau y al de la cara cortada.
-Bueno -exclamó-: ya he encontrado lo que buscaba.
Pero Chicot se engañaba, porque M. de Monsoreau y el duque de Guisa estaban ocupados en hacer beber estupendos tragos a la puerta de una taberna que estaba atestada de borrachos, a un orador cuya elocuencia excitaban de esta manera.
El tal orador no era otro que el buen Gorenflot completamente embriagado contando su viaje a Lyon, y su desafío en una posada con un terrible secuaz de Calvino.
M. de Guisa escuchaba esta relacíón atentamente, porque le parecía hallar alguna coincidencia con el silencio de Nicolás David.
La calle de Bethisy estaba obstruida por la multitud y muchos caballeros partidarios de la Liga habían atado sus caballos a una especie de medio punto muy común en las calles de aquel tiempo. Paróse Chicot al lado de un grupo y se puso a escuchar.
Voceaba en él el buen Gorenflot dando tumbos incesantemente y tan pronto cayendo como levantando sin poder guardar cinco minutos el equilibrio sobre su púlpito animado, el pobre Panurgo. Hablaba a trompicones, pero por desgracia hablaba; la insistencia del duque de Guisa y la destreza de M. de Monsoreau sacaban de él algunas palabras inteligibles, y conseguían que hiciese algunas revelaciones.
Mucho más miedo causó esto al gascón que la estancia del rey de Navarra en París, porque veía que Gorenflot iba a revelar su nombre, el cual podía aclarar funestamente todo el misterio. Trató, pues, de evitarlo sin demora, desató las bridas de algunos caballos que estaban sujetos a las puertas de las tiendas del medio punto, y pegándoles fuertes golpes con los mismos estribos, los echó en dirección del grupo, que al oír los relinchos y el galope de los caballos, se separó, se abrió y se dispersó.
Gorenflot temió por Panurgo, los caballeros temieron ser atropellados y todos echaron a correr dando al mismo tiempo la voz de ¡fuego! Pasó Chicot como una flecha por en medio de la multitud, se acercó a Gorenflot, mirándole con ojos airados, cogió a Panurgo de la brida y en lugar de seguir a todo el mundo, comenzó a caminar, en dirección opuesta, de modo que pronto quedó un espacio considerable entre el predicador y el duque de Guisa, espacio que no tardó en llenar enteramente la multitud, cada vez mayor, de curiosos que llegaban demasiado tarde para averiguar la causa de aquel barullo.
Llevó entonces Chicot al monje, que iba tambaleándose, a la callejuela sin salida que formaba uno de los lados de la iglesia de Saint-Germain-l'Auxerrois y arrinconandole contra el muro como hubiera hecho un estatuario que tratase de incrustar un bajo relieve en la piedra, le dijo:
-¡Ah, borracho, pagano, traidor, renegado! ¡que has de preferir siempre un jarro de vino a mi amistad!
-¡Ah! M. Chicot -tartamudeó el fraile.
-¡Cómo! infame -continuó Chicot-; yo te alimento, yo te harto de bebida, te lleno los bolsillos y el estómago, y tú haces traición a tu señor.
-¡M. Chicot! -repuso el fraile enternecido.
-¡Y cuentas mis secretos, miserable!
-¡Querido amigo!
-Calla; eres un delator, y mereces un terrible castigo.
El fraile, fornido, enorme, con más fuerza que un toro, pero dominado por el arrepentimiento y más que nada por el vino, se dejaba seducir sin resistencia por Chicot que le manejaba como a un globo lleno de aire.
Solamente Panurgo era el que protestaba contra los malos tratamientos que sufría su amigo, tirando patadas que no daban a nadie, y que le volvía Chicot a bastonazos.
-¡Un castigo -balbuceó el fraile-, un cruel castigo a vuestro amigo, querido M. Chicot!
-Sí, sí, un castigo, y vas a recibirle.
El palo pasó entonces de las ancas del asno a los anchos y carnudos hombros del fraile.
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