Alejandro dumas



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-¡Oh! si estuviese en ayunas -exclamó éste haciendo al mismo tiempo un movimiento de cólera.

-Me pegarías, ¿no es esto, ingra­to? siendo tu mejor amigo.

-Decís que sois mi amigo, M. Chicot, y no obstante me castigáis.

-Quien bien te quiere, te hará llorar.

-Quitadme la vida -exclamó Gorenflot.

-Debería hacerlo.

-¡Oh! si estuviese en ayunas -contestó el fraile lanzando un pro­fundo gemido.

-Ya lo has dicho otra vez -con­testó Chicot.

Y empezó a dar nuevas pruebas de amistad al pobre frailuco, y éste a berrear con todas sus fuerzas.

-Vamos -dijo el gascón-, des­pués de la tormenta sale el sol, aho­ra agárrate bien a Panurgo y a dor­mir alegremente al Cuerno de la Abundancia.

-No veo el camino -repuso el fraile derramando gruesas lágrimas.

-Si llorases el vino que has be­bido puede que esto te aligerase algo la cabeza; pero va a ser preciso que te guíe yo todavía.

Y cogió al asno del ramal, y el fraile se agarró lo mejor que pudo a la albarda para no perder el equi­librio; pasaron la calle de San Bar­tolomé, y subieron por la calle de Santiago, el fraile sin dejar de llo­rar, Chicot sin dejar de tirar.

Los dos criados de maese Bon­homet bajaron al fraile del asno por mandato de Chicot y le lleva­ron al gabinete que conocen ya nues­tros lectores.

-Ya está -dijo maese Bonho­met, cuando bajó de la habitación.

-¿Queda acostado? -preguntó Chicot.

-Y roncando.

-Perfectamente: mas como es in­evitable que llegue a despertar, te­ned presente que no quiero que sepa cómo ha vuelto: y no sería malo -añadió- hacerle creer que no ha salido de aquí desde aquella célebre noche en que dio tanto es­cándalo en su convento, y que ha sido un sueño todo lo que ha pasa­do después.

-Está bien, señor Chicot -res­pondió el hostelero-; pero, ¿qué le ha ocurrido a este pobre fraile?

-Una gran desgracia; parece que ha matado en Lyon de resultas de una disputa a un emisario de M. de Mayena.

-¡Dios mío! -exclamó el hués­ped-; ¿de modo que?...

-De modo que M. de Mayena ha jurado -añadió Chicot- que le ha de hacer enrodar vivo, o ha de perder el nombre que tiene.

-Pues id descuidado -dijo Bon­homet-, que no saldrá de aquí.

-Bueno -dijo el gascón-. Y ahora que no me da ya cuidado Go­renflot, necesito encontrar al duque de Guisa; vamos a buscarle -aña­dió encaminándose al palacio de Su Majestad Francisco III.

XLII. DONDE ESTABA EL PRINCIPE

En vano había buscado Chicot al duque de Anjou por las calles de París, mientras firmaban la Liga los vecinos de la capital.

El duque de Guisa había propues­to al príncipe que saliese, proposi­ción que hizo reflexionar a Su Al­teza, y cuando Francisco se tomaba el trabajo de reflexionar, tenía más prudencia que la serpiente.

No obstante, como exigía su in­terés que viese por sus propios ojos lo que pasaba aquella noche, se de­cidió a aceptar la invitación, aunque tomando a la par la resolución de no dar un paso fuera de palacio, sin ir bien y debidamente acompañado; y como todo el que teme se pre­viene a la defensa con su arma fa­vorita, también fue a buscar el du­que su espada favorita, que era Bussy d'Amboise.

Mucho le debió hostigar el mie­do cuando se resolvió a dar seme­jante paso, porque Bussy estaba muy enfadado desde que le había faltado a lo prometido con respecto á M. de Monsoreau; y el mismo Francisco pensaba, que si él fuese Bussy, y suponiendo que al tomar su nom­bre adquiriese también su valor, no se habría contenido con demostrar su disgusto al príncipe que tan cruel­mente le hubiera engañado.

Bussy, como todas las naturalezas privilegiadas, sentía más intensamen­te el dolor que el placer; un hom­bre intrépido delante del peligro, tranquilo y frío ante el hierro y el fuego, pocas veces deja de sucum­bir, más fácilmente que un cobar­de, a las emociones de un gran pe­sar. Los hombres a quienes las mu­jeres hacen llorar más fácilmente son los más temibles para los de­más hombres.

Bussy estaba, por decirlo así, ani­quilado por el dolor; vio presentar a Diana en la corte, estuvo delante cuando la reina Luisa la admiró entre sus damas de honor, y la vio reconocer públicamente como condesa de Monsoreau; mil curiosas miradas habían devorado aquella sin par belleza, descubierta por él, que la había labrado la tumba en donde estaba enterrada viva. No apartó la vista en toda la noche de la joven dama, que permaneció to­da con los ojos bajos; y olvidando lo pasado y destruyendo él mismo todos los fantasmas que había for­jado en su imaginación, injusto ade­más como todo el que está realmen­te enamorado, ni siquiera pensó una vez en lo mucho que debía costar a Diana no levantar la vista, pudiendo ver enfrente de ella, entre el brillo de la función, y en medio de todas aquellas cabezas indiferen­tes o estúpidamente curiosas, un semblante velado por la tristeza simpática que ella misma experi­mentaba.

-¡Oh! -pensó Bussy, viendo que esperaba inútilmente una mira­da-; las mujeres sólo son astutas y audaces cuando se trata de en­gañar a un tutor, a un marido o a una madre; pero si se trata de pagar una deuda de reconocimiento, son torpes y tímidas; tienen tanto miedo de que se sepa que aman, ponen un precio tan exagerado a sus más pequeños favores, que no les impor­ta nada, cuando éste es su capri­cho, destrozar el corazón del que les ama para quitarle la esperanza. Podría decirme francamente: Os doy las gracias por todo lo que ha­béis hecho por mí, M. de Bussy, pero no os amo. Me hubiera matado de una vez, o me habría curado, mas no... me prefiere, me deja que la ame, y que la ame inútilmente; pues no ha conseguido nada, porque yo no la amo, la desprecio.

Y abandonó la real cámara con la rabia en el corazón.

No tenía en aquel momento el hermoso semblante que todas las mujeres miraban con amor, y todos los hombres con terror; estaba lívi­da su frente, miraba de soslayo, y se sonreía con desesperación.

Se vio al paso en un gran espejo de Venecia y se halló muy demuda­do.

-¡Qué loco soy! -exclamó-; ¿por una que no me ama me he de hacer odioso a ciento que me quie­ren?... Pero ¿por qué me despre­cia, o más bien, por quién?

¿Es tal vez por ese larguirucho esqueleto de lívida faz, que clavado a diez pasos de ella la cubre sin cesar con su celosa mirada, y que tan bien finge no verme? Y pensar que, si yo quisiera, le tendría dentro de un cuarto de hora mudo y frío debajo de mi rodilla con la punta de mi espada dentro del corazón; pensar que si quisiera teñir ese blan­quísimo vestido con la sangre del que ha prendido en él esas flo­res; que si quisiese, ya que no puedo ser amado, sería por lo menos terri­ble y aborrecido.

-¡Oh! su odio, su odio es pre­ferible con mucho a su indiferencia Sí, pero eso sería vil y mezquino; así obrarían Quelus y Maugiron, si Quelus y Maugiron supiesen lo que es amar. Más vale asemejarse al héroe de Plutarco a quien tanto he admirado, al joven Antioco que mu­rió de amor sin arriesgar una decla­ración, sin exhalar un suspiro.

Sí, callaré, callaré, yo que he com­batido cuerpo a cuerpo con todos los hombres temibles de este siglo; yo que he visto a Crillon, al valiente Crillon, desarmado delante de mí, y que he podido disponer de su vida; sí, esconderé mi dolor, le aho­garé dentro de mi alma, lo mismo que Hércules ahogó al gigante An­teo, sin dejarle tocar una sola vez con el pie la Esperanza, su madre. No, nada es imposible para Bussy; me han llamado el valiente como a Crillon, y soy capaz de hacer todo lo que han hecho los héroes.

Y al decir esto, extendió la mano con que desgarraba convulsivamente su pecho, enjugó el sudor de su frente, y se encaminó lentamente a la puerta; iba a levantar de un vio­lento puñetazo los tapices, más reu­niendo toda su paciencia, salió con frente tranquila y la sonrisa en los labios aunque llevaba un volcán en el pecho.

Verdad es que halló al salir al duque de Anjou y volvió la cabeza, porque conoció que no bastaba la energía de su alma ni la fuerza de su carácter para hacerle sonreír, ni siquiera saludar al príncipe que le llamaba su amigo y le había vendi­do tan cruelmente.

Pronunció el príncipe el nombre de Bussy al pasar a su lado, pero Bussy no volvió la cabeza.

Cuando entró en su aposento, de­jó la espada sobre la mesa, sacó el puñal de la vaina, se quitó él mismo la capa y el jubón, y se sentó en un sillón, apoyando la cabeza en el es­cudo de sus armas esculpido en el respaldo.

Contempláronle absortos sus cria­dos; creyeron que quería descansar y le dejaron solo. Bussy no dormía, deliraba.

Muchas horas pasaron de este modo sin notar que al otro extremo de la habitación estaba sentado un hombre que le espiaba con curiosi­dad, el cual, sin hacer un ademán, sin pronunciar una palabra, espera­ba, según todas las probabilidades, ocasión de entrar en conversación con M. de Bussy. Un estremecimien­to glacial agitó los hombros de Bus­sy, y cerró los ojos sin que se mo­viese el observador, ni pronunciase una palabra.

Los dientes del conde chocaron luego unos con otros, tendió los brazos, se deslizó su cabeza por el respaldo del sitial, y cayó sobre un hombro.

El que le observaba se levantó entonces dando un suspiro y se acer­có a él.

-¿Tenéis fiebre, señor conde? -le dijo.

Levantó el conde la frente, encen­dida con el ardor de la fiebre, y contestó:

-¡Ah! eres tú, Remigio.

-Sí, conde, os estaba aguardan­do aquí.

-¡Aquí! ¿por qué?

-Porque donde se sufre, no se puede estar mucho tiempo.

-Gracias, amigo mío -dijo Bus­sy alargando la mano al joven.

Tomó Remigio entre las suyas aquella terrible mano, más débil ahora que la de un niño, y estre­chándola con cariño y respeto con­tra su corazón:

-Veamos -dijo-, se trata de saber, señor conde, si queréis con­tinuar así. Sí queréis dejaros domi­nar y abatir por la fiebre, seguíd así: si queréis vencerla, meteos en la cama, oíd leer algún buen libro de que podáis sacar fuerzas y ejem­plo.

No teniendo el conde otra cosa mejor que hacer, obedeció; los ami­gos que le vinieron a visitar, le en­contraron pues, en el lecho.

Todo el día siguiente estuvo Re­migio sin separarse un momento de la cama del conde; desempeñaba las nobles funciones de médico del cuerno y del alma, curando el uno con brebajes refrigerantes, y con pa­labras cariñosas la otra.

Pero al día siguiente, que era el mismo en que M. de Guisa fue al Louvre, miró Bussy a su alrededor y no vio a Remigio.

-Se habrá cansado -pensó-; era muy natural. El pobre joven de­be tener necesidad de respirar el aire puro, de ver el sol y el campo, y tal vez le estaría aguardando Ger­trudis, que no es más que una cria­da, pero le ama... Una criada que ama vale más que una reina que no ama.

Transcurrió todo el día sin que pareciese Remigio; Bussy le echaba de menos por lo mismo que estaba ausente, y sentía contra el pobre joven terribles movimientos de im­paciencia.

-¡Oh! -murmuró una o dos ve­ces-, ¡todavía creía en la gratitud y en la amistad! No, en adelante no quiero creer en nada.

A la caída de la tarde, cuando empezaban las calles a llenarse de gente, cuando empezaba el ruido, y no se distinguían ya los objetos en la habitación, oyó Bussy muchas vo­ces en la antecámara.

Entró un criado todo azorado, di­ciendo:

-Monseñor el duque de Anjou.

-Que entre -contestó Bussy frunciendo las cejas, al pensar que se había acordado de él su amo, aquel amo a quien tanto desprecia­ba.

Entró pues, el duque. No había luz en el aposento de Bussy, porque los corazones oprimidos aman la obscuridad para poblarla a su an­tojo de fantasmas.

-Muy obscura está tu casa, Bus­sy -dijo el duque-; esto te debe entristecer.

No respondió Bussy una palabra, porque el disgusto le cerraba la bo­ca.

-¿Cómo no me respondes? -continuó el duque-, ¿estás en­fermo de mucha gravedad?

-En efecto, estoy malo, monse­ñor -repuso Bussy.

-¿Y es ese el motivo por el cual no te he visto en mi habitación hace ya dos días?

-Sí, monseñor.

Picado el príncipe de que le res­pondiese tan lacónicamente, dio dos o tres vueltas por el aposento, mi­rando las esculturas y manoseando las colgaduras.

-Estás bien alojado, Bussy.

Bussy no contestó.

-Señores -dijo el duque a los caballeros de su comitiva-, aguar­dadme en la antesala, porque, en efecto, me parece que el pobre Bus­sy está muy malo. ¿Por qué no han avisado a Miron? Bussy merece que le vea el médico del rey.

Un criado de Bussy movió la ca­beza y el duque percibió este movi­miento.

-Vamos. Bussy, ¿tienes alguna pena? -prosiguió el príncipe en to­no casi obsequioso.

-No lo sé -respondió el conde.

Aproximóse el duque a él, como aquellos amantes que se ven recha­zados, y que cuantos más despre­cios reciben, más humildes y com­placientes se manifiestan.

-Vamos, háblame, Bussy.

-¿Y qué queréis que os diga, monseñor?

-¿Estás enojado conmigo? -aña­dió en voz baja.

-Enojado, ¿por qué? Además, nadie se enoja con los príncipes, porque de nada sirve.

El duque no respondió.

-Pero -prosiguió Bussy- esta­mos perdiendo tiempo en preámbu­los, monseñor: vamos al grano.

Fijó el conde de Bussy sus mira­das en el príncipe, y prosiguió con una increíble dureza.

-Vuestra Alteza me necesita, ¿no es verdad?

-¡Ah! ¡M. de Bussy!

-Sí, sin duda me necesitáis, lo repito; ¿pensáis que creo que es la amistad lo que os ha hecho venir a verme? No, ¡pardiez! porque Vuestra Alteza no quiere a nadie.

-¡Oh! Bussy, ¿cómo me hablas con tanta dureza?

-Acabemos, monseñor; decidme, ¿qué me queréis? Cuando pertene­ce uno a un príncipe, cuando este príncipe disimula hasta el punto de llamarle su amigo, es preciso agra­decerle el disimulo y sacrificarle hasta la vida. Hablad.

El duque se puso encarnado, pero como el sitio en que se hallaba es­taba obscuro, nadie pudo ver que había mudado de color.

-Nada vengo a exigir de ti, Bus­sy, y te equivocas si crees que mi visita es interesada. Sólo deseaba, viendo el hermoso tiempo que ha­ce, y que todo París está alborotado esta tarde porque se va a firmar la Liga, llevarte conmigo a dar una vuelta por la ciudad.

Bussy miró con firmeza al du­que.

-¿Pues y Aurilly? -interrogó.

-Un músico.

-¡Ah! Monseñor, no le hacéis justicia; yo creía que desempeñaba a vuestro lado otras funciones; pe­ro, además de Aurilly tenéis otros diez o doce caballeros cuyas espadas oigo sonar en el pavimento de mi antecámara.

Abrióse la puerta con lentitud.

-¿Quién anda ahí? -preguntó el duque imperiosamente-; ¿quién entra, sin que le anuncien, en la ha­bitación donde estoy yo?

-Yo, Remigio -repuso el que acababa de entrar, adelantándose con desembarazo.

-¿Quién es ese Remigio? -pre­guntó el duque.

-Remigio, monseñor -respondió el joven-, es el médico.

-Remigio -replicó Bussy-, es más que médico, es mi amigo.

-¡Ah! -exclamó el duque pi­cado.

-Ya has oído lo que quiere mon­señor -repuso Bussy, disponiéndose a salir de la cama.

-Sí, que le acompañéis, pero...

-¿Pero qué? -dijo el duque.

-Pero no le acompañaréis, monseñor -contestó Remigio.

-¿Por qué razón? -preguntó Francisco.

-Porque hace mucho frío en la calle, monseñor.

-¿Mucho frío? -dijo el duque, sorprendido de que se opusiese a su voluntad.

-Sí, mucho frío; y por lo tanto, yo, que soy responsable de la salud de M. de Bussy, a sus amigos y a mí mismo, le prohíbo que salga.

Bussy iba no obstante a levantar­se, pero Remigio le cogió la mano y se la apretó de un modo muy significativo.

-Está bien -dijo el duque-; puesto que corre tan gran riesgo si sale, que se quede.

Ofendido Su Alteza cada vez más, dio dos pasos hacia la puerta, sin que Bussy pronunciase una palabra.

Pero el duque volvió a acercarse al lecho.

-Es cosa decidida -dijo-, ¿no te quieres exponer?

-Ya veis, monseñor, me lo pro­híbe el médico.

-Deberíais ver a Miron, Bussy, porque es un gran sabio.

-Prefiero, monseñor -repuso Bussy-, un médico amigo a un médico sabio.

-En ese caso, adiós.

-Adiós, monseñor.

Y se retiró el duque metiendo gran ruido.

Apenas salió, Remigio que le si­guió de lejos con la vista hasta que estuvo fuera de la casa, dijo apro­ximándose al enfermo:

-Levantaos, monseñor, al instan­te.

-¿Para qué me he de levantar?

-Para venir a dar una vuelta conmigo, porque hace mucho calor en este cuarto.

-¿Pues no decíais ahora mismo que hacía mucho frío en la calle?

-Es que ha cambiado la tem­peratura desde que se ha marchado.

-De modo que... -dijo Bussy levantándose con curiosidad.

-De manera que en este momen­to estoy convencido, que os haría provecho el aire.

-No te entiendo -dijo Bussy.

-¿Entendéis algo por ventura de las medicinas que os receto? y no obstante, las tomáis. Vamos, arriba: pasear con el duque de Anjou podía ser peligroso, pasear con el médico será saludable; sí, os lo digo, yo, ¿no tenéis confianza en mí? Enton­ces es preciso despedirme.

-Vamos, pues -dijo Bussy-, ya que te obstinas.

-Es preciso.

Levantóse Bussy pálido y tem­blando.

-¡Qué palidez tan interesante -dijo Remigio-, qué hermosa en­fermedad!

-Mas, ¿adónde vamos?

-A un sitio, cuyo aire acabo de analizar ahora mismo.

-¿Y ese aire?...

-No puede ser mejor para vues­tra enfermedad, monseñor. Vistióse Bussy.

-Mi sombrero y mi espada -di­jo.

Púsose el uno, se ciñó la otra, y salió con su amigo.

XLIII. LA CALLE DE LA JUSSIENNE

Apoyóse Bussy en el brazo de Re­migio que se dirigía hacia la mura­lla por la calle de las Conchas.

-Me extraña que pretendas que es sano este barrio, y que me traigas por aquí.

-Tened un poco de paciencia -contestó Remigio-, y llegaremos a la calle de Montmartre, que es una calle hermosísima.

-¿Crees que no la conozco?

-Pues entonces, si la conocéis, mucho mejor; no perderé tiempo en

enseñaros sus bellezas, y os condu­ciré en seguida a una bonita calle­juela. Venid, no os digo más.

Y efectivamente, después de ha­ber dejado a la izquierda la puerta de Montmartre, dio Remigio unos doscientos pasos más y volvió a la derecha.

-Estamos dando vueltas -excla­mó Bussy-, y vamos a volver a las calles donde hemos estado ya.

-Ésta -repuso Remigio- es la calle de Gypecienne, o de la Egip­cia, como queráis; el pueblo comien­za ya a llamarla la calle de la Gyssienne, y concluirá llamándola dentro de poco de la Jussienne, por-que es más dulce, y porque las len­guas tienden siempre, cuanto más se avanza al Mediodía, a multiplicar las vocales. Habiendo nacido en Po­lonia, monseñor, debéis saber esto; porque en Polonia pronuncian cua­tro consonantes seguidas, de mane­ra que cuando hablan parece que parten guijarros, y cuando los ma­chacan, parece que juran.

-Verdad es -dijo Bussy-; mas como creo que no hemos venido aquí para estudiar filología, haced­me el favor de decir: ¿adónde va­mos?

-¿Veis esa capilla? -dijo Remi­gio sin contestar directamente a lo que Bussy le preguntaba-. Repa­rad qué bien situada está con la fachada principal mirando a la ca­lle, y la media naranja a la parte del jardín; apuesto a que no habéis reparado en ella hasta hoy.

-En efecto -asintió Bussy-, no sabía que tal iglesia hubiese.

Y no era Bussy el único señor que no había entrado nunca en la iglesia de Santa María Egipciaca, iglesia frecuentada tan sólo por el pueblo, y conocida también por los devotos que la frecuentaban con el nombre de capilla de Quoqheron.

-Pues bien -dijo Remigio-; ahora que ya sabéis cómo se llama esta iglesia, monseñor, y que habéis examinado suficientemente su fa­chada exterior, vamos a penetrar en ella y veréis los vidrios de la nave, que son muy bonitos.

Miró Bussy a su amigo, y viendo que se sonreía dulcemente, conoció que se proponía algún fin particu­lar; porque, era ya de noche, y no se podían ver los vidrios. -

Mas había en ella otras muchas cosas .que ver, porque estaba inte­riormente iluminada para celebrar los oficios de la tarde; había un gran número de hermosas pinturas del siglo XVI.

Aún conserva Italia muchas de aquel mismo género, gracias a su templado clima, al paso que la hu­medad y el vandalismo han borra­do en Francia de las paredes de nuestras iglesias esos restos de la an­tigüedad, esas pruebas de una fe que no existe en nuestro siglo.

El pintor había pintado al fresco para Francisco 1, y por su manda­to, la vida de Santa María Egipcia­ca; pero entre las situaciones más interesantes de esta vida, el artista, que debía ser gran amigo de la ver­dad histórica, había pintado en el lugar más público de la capilla el difícil momento en que Santa Ma­ría, no teniendo dinero para pagar al barquero, se ofreció a sí misma en pago del pasaje.

Justo es añadir que a pesar de lo que veneraban los fieles a María convertida, había muchas mujeres honradas en el barrio que creían que el pintor debiera haber omitido esta circunstancia de la vida de la santa, o no haberla pintado por lo menos con tanta naturalidad; y la razón que daban, o más bien la que no daban, era que algunos detalles del fresco distraían frecuentemente a los mancebos de la tienda, a quie­nes los mercaderes, sus maridos, ha­cían ir a misa los domingos y días de fiesta.

Miró Bussy atentamente a Remi­gio, que se había convertido por un momento en hortera, según la aten­ción con que miraba aquel cuadro.

-¿Tratas -le preguntó- de ins­pirarme ideas anacreónticas con tu capilla de Santa María Egipciaca? Si eso has supuesto, te engañas com­pletamente, para eso podrías traer frailes o estudiantes.

-¡Dios me libre! -contestó Re­migio-: Omnis cogitatio libidinosa cerebrun in ficit.

-¿Entonces?

-¡Pardiez! que no se ha de sacar uno los ojos cuando entre aquí.

-¿Mas tú te habías propuesto algún objeto más que enseñarme las rodillas de Santa María, no es cier­to?

-No, a fe mía -dijo Remigio.

-Pues entonces ya las he visto, vámonos.

-Paciencia, amigo mío, que ya se acaban los oficios; si nos vamos ahora, distraeremos a los fieles.

Y detuvo a Bussy asiéndole de un brazo.

-Ya se marcha todo el mundo -dijo Remigio poco después-; ha­remos lo mismo si os parece.

Encaminóse Bussy hacia la puerta con una indiferencia y distracción visibles.

-¡Cómo! -prosiguió Remigio-, vais a salir sin tomar agua bendi­ta: ¿en qué diablos estáis pensan­do?

Obediente Bussy como un niño, se dirigió hacia la columna en que estaba incrustada la pila del agua bendita.

Remigio se aprovechó de aquel movimiento para hacer una seña a una mujer que, obedeciendo tam­bién al joven doctor, se encaminó por un lado a la misma columna de Bussy.

De modo que al mismo tiempo que alargaba el conde la mano ha­cia la concha sostenida por dos egip­cios que servía de pila, se introdujo en ella al lado de la suya otra ma­no gruesa y colorada, aunque de mujer, y mojó sus dedos en el agua lustral.

No pudo menos Bussy de levan­tar la vista desde la mano gruesa y colorada hasta la cara de la mu­jer: dio un paso atrás y palideció súbitamente, porque la propietaria de aquella mano era Gertrudis en­vuelta en un gran velo negro de lana.

Permaneció con el brazo tendido sin acordarse de hacer la señal de la cruz, hasta que Gertrudis hubo pasado saludándole.

Dos pasos detrás de Gertrudis, cu­yos robustos codos iban abriendo calle entre los fieles, iba una mujer cuidadosamente envuelta en una manteleta de seda; una mujer cuyas hermosas y elegantes proporciones hicieron pensar a Bussy, que no ha­bía en el mundo más que una que tuviese proporciones tan esbeltas, un pie tan encantador y un talle tan esbelto y delicado.

Nada le decía Remigio, pero no apartaba de él la vista; entonces comprendió Bussy por qué le había traído su amigo a ,la calle de Santa María Egipciaca, y por qué le ha­bía hecho penetrar en la iglesia.


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