Alejandro dumas


partido va a tomar Vuestra Ma­jestad?



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-Señor -preguntó Maugiron-, ¿qué partido va a tomar Vuestra Ma­jestad?

-Ya lo verás -,-contestó el rey.

Volvió Quelus y dijo:

-Todavía no ha venido el du­que de Anjou.

-Bien está -dijo el rey-: d'Epernon, anda a cambiar de ves­tido; Schomberg, anda a cambiar de color; y vosotros, Quelus y Mau­giron, bajad al patio y estad allí de centinela hasta que entre mi her­mano.

-¿Y una vez que entre? -pre­guntó Quelus.

-Luego que entre mandaréis ce­rrar todas las puertas; idos.

-Bravo, señor -dijo Quelus.

-Dentro de diez minutos estoy aquí -dijo d'Epernon.

-Yo no puedo decir lo que tar­daré en volver, porque depende de la calidad del tinte.

-Ven lo más pronto posible -respondió el rey-; nada más ten­go que decirte.

-¿Mas, se va a quedar solo Vues­tra Majestad?

-No, me quedo con Dios, a quien voy a pedir que me proteja para llevar a cabo esta empresa.

-Pues pedidle bien, señor -dijo Quelus-, porque comienzo a creer que está de acuerdo con el diablo para castigarnos en este mundo y en el otro.

-Amén -agregó Maugiron.

Los dos jóvenes que se iban a apostar en el patio, salieron por una puerta; los dos que debían cam­biar de traje, salieron por la otra. Quedóse solo el rey y fue a arro­dillarse en su reclinatorio.

XLV. CHICOT ES EL VERDADERO REY DE FRANCIA

Eran las doce: las puertas del Lou­vre se cerraban todos los días a media noche, pero Enrique calcu­ló lógicamente que no dejaría el duque de Anjou de irse a acostar al Louvre, para no dar pábulo a las sospechas que debían haber desper­tado en el ánimo del rey la agita­ción y los desórdenes de aquella fa­mosa tarde, y ordenó que estuvie­sen abiertas hasta la una.

A la una menos cuarto subió Quelus.

-Señor, ya ha vuelto el duque.

-¿Adónde está Maugiron?

-Se ha quedado de centinela no sea que vuelva a salir.

-Está tranquilo.

-Entonces... -dijo Quelus ha­ciendo un movimiento para indicar que era tiempo de obrar.

-Dejémosle que se acueste tran­quilamente -repuso Enrique­- ¿Quién está con él?

-M. de Monsoreau y sus gentil­hombres.

-¿Y M. de Bussy?

-M. de Bussy no está.

-Me alegro -dijo el rey, viendo satisfecho que le faltaba a su her­mano su mejor espada.

-¿Qué dispone Vuestra Majes­tad? -preguntó Quelus.

-Que se avise a d'Epernon y a Schomberg para que vuelvan pron­to, y que se advierta a M. de Mon­soreau que deseo hablarle.

Quelus se inclinó y cumplió la comisión con toda la prontitud que pueden inspirar a la voluntad hu­mana el odio y la venganza reuni­dos en un mismo corazón.

-Cinco minutos más tarde llega­ron d'Epernon y Schomberg, el uno con vestidos nuevos, el otro con la cara lavada; sólo las cavidades del rostro habían conservado una som­bra azul, que no podía desaparecer, a juicio del encargado del baño, sino luego de otros muchos bien calien­tes.

Apenas habían entrado los dos favoritos, llegó M. de Monsoreau.

-El capitán de guardias de Vues­tra Majestad me acaba de anunciar que me hacíais el honor de llamar­me -dijo el montero mayor incli­nándose.

-Sí -contestó Enrique-; he notado esta noche, mientras me pa­seaba, que la claridad de la luna y el brillo de las estrellas prometen para mañana un hermoso día de caza; todavía no son más que las doce, señor conde, podéis poneros ahora mismo en camino para Vin­cennes, y todavía tenéis tiempo de ojear un gamo que correremos ma­ñana.

-Pero, señor -repuso Monso­reau-, yo tenía entendido que Vuestra Majestad se había dignado citar mañana a monseñor el duque de Anjou y al duque de Guisa para nombrar el jefe de la Liga.

-¿Y qué? -dijo el rey en aquel tono altivo que le era propio.

-Qué... señor; que no tendréis tiempo...

-Siempre tiene tiempo para todo señor montero mayor, el que sabe aprovecharle; por eso os digo: te­néis tiempo para salir de París esta misma noche con tal que os vayáis al momento; tenéis tiempo de echar el gamo, y os sobrará todavía para que todo esté preparado mañana a las diez. Id, pues, en seguida. Que­lus y Schomberg, mandad que abran a M. de Monsoreau la puerta del Louvre de mi orden, de orden del rey; y de orden del rey mandadla volver a cerrar luego que haya sa­lido.

El montero mayor se marchó es­tupefacto.

-¿Es un capricho de Su Majes­tad? -preguntó en la antecámara a los jóvenes.

-Sí -le respondieron lacónica­mente.

Comprendió M. de Monsoreau que no averiguaría nada y calló.

-¡Oh, oh! -dijo para sí miran­do a la habitación del duque de Anjou-, me parece que no es éste buen presagio para Su Alteza Real.

Mas se veía imposibilitado de prevenir al príncipe, porque Quelus y Schomberg iban uno a la derecha y otro a la izquierda del montero mayor; llegó a creer que los favo­ritos habían recibido órdenes parti­culares y le tenían preso; mas no tardó en conocer que eran infunda­das sus sospechas cuando se vio fuera del Louvre, y oyó cerrarse la puerta detrás de él.

-Schomberg y Quelus volvieron al cabo de diez minutos a la cámara real.

-Ahora -exclamó Enrique-, silencio, y seguidme los cuatro.

-¿Adónde vamos, señor? -pre­guntó d'Epernon con su prudencia acostumbrada.

-Los que vengan lo verán -con­testó el rey.

-Vamos -dijeron a un tiempo los cuatro jóvenes.

Tantearon los favoritos sus es­padas, y siguieron al rey que les condujo con una linterna en la ma­no al corredor secreto que ya cono­cemos, por el cual hemos visto que iban frecuentemente la reina madre y el rey Carlos IX a la habitación de su buena hija y buena hermana Margarita, ocupada ahora por el du­que de Anjou.

En el mismo corredor se hallaba vigilando un ayuda de cámara; pero antes que tuviese tiempo de retirarse y avisar a su amo, le cogió Enrique de un brazo, le mandó ca­llar, y se lo encargó a sus compa­ñeros, los cuales le encerraron en una habitación.

El mismo rey fue el que levantó el pestillo de la puerta del gabinete en que dormía el duque de Anjou.

Monseñor el duque acababa de acostarse, y estaba saboreando los sueños de ambición que los sucesos de aquella noche le habían hecho forjar, viendo exaltado su nombre, y el del rey despreciado y envile­cido.

Había visto al pueblo de París obsequioso con él y con sus caballe­ros, mientras silbaba, escarnecía y ultrajaba a los gentilhombres del rey; desde el principio de su carre­ra, en que tanto abundaban las sor­das intrigas, las conspiraciones y hasta las minas subterráneas, nunca había gozado de tanta popularidad, ni por lo tanto había tenido tanta esperanza.

Acababa de dejar encima de la mesa una carta que le había dado M. de Monsoreau de parte del du­que de Guisa, el cual le había en­cargado así mismo que no fallase al día siguiente en la cámara real al tiempo de levantarse Enrique; pero no había necesitado esta adver­tencia, ni se hubiera descuidado en acudir a la hora del triunfo.

Grande fue su sorpresa cuando vio abrirse la puerta del corredor secreto, y llegó al colmo de su es­panto cuando conoció que la había abierto el mismo rey.

Hizo una seña Enrique a sus com­pañeros para que se quedasen a la puerta, y se aproximó a la cámara de su hermano, fruncido el entre­cejo y sin hablar una palabra.

-Señor -balbuceó el duque-; el honor que me dispensa Vuestra Majestad, es tan imprevisto...

-Que os causa miedo, ¿no es cierto? -replicó el rey-; lo com­prendo bien; pero no, no os levan­téis, hermano mío, estaos quieto.

-Permitidme, sin embargo, se­ñor... -dijo el duque temblando, y tomando la carta del duque de Guisa que había leído poco antes.

-¿Estabais leyendo? -preguntó el rey.

-Sí, señor.

-Sería una lectura muy intere­sante cuando os tenía despierto a hora tan avanzada.

-¡Oh! señor -respondió el du­que sonriéndose con timidez-, es cosa poco importante la correspon­dencia que recibo por la noche.

-Sí -añadió Enrique-, el co­rreo que se recibe por la noche sue­le ser el correo de Venus; pero no, veo que ahora me equivoco, porque no se sellan con armas de tan ex­traordinarias dimensiones los bille­tes de que son portadores Iris o Mercurio.

El duque ocultó del todo la carta.

-Qué discreto es mi querido Francisco -continuó el rey con una sonrisa que se parecía mucho a un rechinamiento de dientes, para que no aterrase a su hermano.

Hizo, no obstante, un esfuerzo y procuró recobrar su serenidad.

-¿Tiene Vuestra Majestad que decirme algo de particular? -dijo el duque que acababa de conocer por un movimiento de los cuatro hombres que se habían quedado a la puerta, que estaban escuchando y que no les desagradaba aquel principio.

-Lo que tengo que deciros, mon­sieur -repuso el rey acentuando esta palabra, que es el tratamiento que el ceremonial de Francisco da a los hermanos de los reyes-, me permitiréis por esta vez que os lo diga delante de testigos; escuchad bien, señores -prosiguió volviéndo­se hacia los cuatro jóvenes-, escu­chad, que el rey os lo permite.

Levantó el duque la cabeza y dijo, con la mirada llena de odio y veneno que ha robado el hombre a la ser­piente:

-Señor, antes de ultrajar a un hombre de mi rango, hubiérais debi­do negarme la hospitalidad en el Louvre; en el Palacio de Anjou ha­bría podido contestaron...

-Olvidáis, en verdad -dijo En­rique con terrible ironía-, que en cualquiera parte en que estéis sois mi súbdito, y que mis súbditos están en mi casa en cualquiera parte don­de estén, porque, gracias a Dios, soy el rey... el rey del suelo...

-Señor -dijo Francisco-, estoy aquí en el Louvre... en casa de mi madre.

-Y vuestra madre está en mi ca­sa -respondió Enrique-. Vamos monsieur, abreviemos; entregadme ese papel.

-¿Qué papel?

-¡Vive Cristo! el que leíais poco ha; el que estaba abierto encima de vuestra mesa, el que habéis oculta­do cuando yo he entrado.

-Reflexionad, señor -dijo el du­que.

-¿Qué? -preguntó el rey.

-Que me pedís una cosa indig­na de un caballero, aunque digna en cambio de un esbirro de vuestra policía.

Púsose el rey lívido de cólera, y repitió:

-Esa carta, monsieur.

-Es una carta de mujer, señor, reflexionad... -dijo Francisco.

-Hay carta de mujer que convie­ne mucho ver, y muy peligroso no saber lo que dicen; por ejemplo, las que escribe nuestra madre.

-¡Hermano! -dijo Francisco...

-Esa carta, monsieur -repitió el rey dando una patada-, y si no, haré que os la arranquen cuatro suizos.

Dio un salto el duque sobre el le­cho sin soltar la carta, que apretaba entre las manos, con la manifiesta intención de acercarse a la chimenea y arrojarla al fuego, y dijo:

-¿Os portaríais de esa manera con vuestro hermano?

Adivinó Enrique su intención, y se interpuso entre él y la chimenea.

-No con mi hermano -le res­pondió- sino con mi más mortal enemigo. No con mi hermano, sino con el duque de Anjou, que ha co­rrido toda la noche por las calles de París a la cola del caballo de M. de Guisa; con mi hermano, que procura ocultarme una carta de uno de sus cómplices, de uno u otro de los príncipes de Lorena.

-Esta vez -exclamó el duque-, os ha informado mal vuestra poli­cía.

-Os digo que he visto en el sello los tres famosos mirlos de la Lore­na, que pretenden engullirse las flo­res de lis de Francia. Dádmela, pues; dádmela, o...

Avanzó Enrique un paso más ha­cia el duque, y le puso una mano sobre el hombro.

Apenas sintió Francisco la real mano sobre su brazo, apenas vio la amenazadora actitud de los cua­tro favoritos, que tenían todos la mano en el puño de la espada, cuan­do cayó de rodillas, exclamando:

-¡Favor, auxilio! Mi hermano quiere matarme.

Estas palabras, pronunciadas con el acento de profundo terror que inspira la convicción, causaron mu­cha impresión al rey, y calmaron su cólera por lo mismo que Francisco la suponía mucho mayor que lo que era en realidad.

Creyó el duque que su hermano quería cometer un asesinato, y como su muerte hubiera sido un fratricidio, le ocurrió la idea de que su familia, maldita como todas aquellas en que debe extinguirse una raza, los her­manos asesinaban a sus hermanos por traición.

-No -le dijo Enrique-, os en­gañáis, hermano, el rey no os desea tanto mal; habéis luchado hasta aho­ra, pero habéis sido derrotado. Sa­béis que el rey es vuestro amo, o si lo ignorabais os lo digo ahora. Pues bien, confesadlo en voz alta.

-¡Oh! Lo confieso, hermano mío, y lo proclamo -repuso el duque.

-Muy bien; entonces dadme esa carta... Porque el rey os manda que le entreguéis esa carta.

El duque de Anjou dejó caer el papel; el rey le cogió, le dobló sin leerle y se lo guardó en el bolsillo.

-¿No queréis más? -preguntó el duque.

-No. Monsieur -contestó Enri­que-; pero con motivo de esta re­belión que afortunadamente no ha tenido malos resultados, será preciso que no salgáis de vuestro cuarto has­ta que se hayan disipado completa­mente mis sospechas. Esta habita­ción es cómoda, estáis habituado a ella y no se parece en nada a una prisión; os prohibo, pues, que sal­gáis de ella: tendréis buena compa­ñía, por lo menos al otro lado de la puerta, pues estos cuatro caballe­ros os guardarán esta noche hasta que mañana por la mañana los rele­ve una guardia de suizos.

-¿Mas no podré ver a mis ami­gos?

-¿Qué amigos?

-M. de Monsoreau, por ejem­plo, M. de Ribeirac, M. Antraguet, monsiour Bussy.

-¡Ah! Sí -exclamó el rey-, en buena ocasión le citáis.

-¿Habrá tenido la desgracia de ofender a Vuestra Majestad?

-Sí -repuso el rey.

-¿Cuándo?

-Siempre, y esta noche particu­larmente.

-¡Esta noche! ¿Pues qué ha he­cho esta noche?

-Ha hecho que me ultrajen en las calles de París.

-¿.A Vuestra Majestad, señor?

-A mí no, a mis amigos.

-Os han engañado, señor.

-Sé muy bien lo que digo, mon­sieur.

-Señor -añadió el duque con aire triunfante-, hace dos días que M. de Bussy no ha salido de su ca­sa, donde yace en la cama, enfer­mo, con una fuerte calentura.

Volvióse el rey hacia Schomberg.

-Si tenía calentura -exclamó el joven-, no la pasaba al menos en su cama, sino en la calle de las Conchas.

-¿Quién os ha dicho -preguntó el duque de Anjou, poniéndose de pie-, que estaba Bussy en la calle de las Conchas?

-Yo lo he visto.

-¿Habéis visto a Bussy en la ca­lle?

-He visto a Bussy, bueno, alegre, a lo que parecía, el hombre más fe­liz del mundo, acompañado de su acólito ordinario, ese Remigio, ese escudero, ese médico, ese hombre que no se sabe a punto fijo lo que es.

-Entonces no lo entiendo -dijo el duque con estupor-; yo he visto a M. de Bussy esta noche, y estaba acostado; entonces me ha engañado a mí también.

-Bueno -repuso el rey-; M. de Bussy será castigado como los de­más, cuando se ponga en claro este negocio.

Creyendo el duque que el medio más adecuado para calmar la cólera del rey era hacerla recaer sobre Bussy, dejó de defender a su gentil­hombre.

-Si M. de Bussy ha hecho eso -dijo-, si luego de haberse nega­do a salir conmigo ha salido solo, tendría efectivamente intenciones que no ha querido manifestar a mí, cuya adhesión a Vuestra Majestad conoce bien.

-Ya habéis oído, señores, lo que dice mi hermano; dice que no ha autorizado a M. de Bussy.

-Tanto mejor -respondió Schomberg.

-¿Por qué tanto mejor?

-Porque entonces nos dejará tal vez Vuestra Majestad este negocio a nuestro gusto.

-Está bien, está bien, ya vere­mos -dijo Enrique-. Señores, os recomiendo a mi hermano, guardad­le toda la noche, durante la cual vais a tener la honra de estar a su lado, todas las consideraciones a que es acreedor un príncipe de la sangre, es decir, el primero del reino des­pués del rey.

-Estad tranquilo, señor -repu­so Quelus con una mirada que hizo estremecer al duque-; sabemos muy bien todo lo que debemos a Su Alteza.

-Está bien -agregó Enrique-, adiós, señores.

-Señor -exclamó el duque, a quien causaba más miedo la ausen­cia de su hermano que el que le había causado antes su cólera-. ­¡Qué! ¡Me dejáis preso! ¡No podrán visitarme mis amigos! ¡No podré salir de aquí!

Y se acordó de la mañana siguien­te en que tan precisa era su pre­sencia al lado de M. de Guisa.

-Señor -continuó el duque, viendo al rey próximo a dejarse ablandar-, permitidme a lo menos estar al lado de Vuestra Majestad, porque mi puesto es a vuestro lado: lo mismo puedo estar preso allí que en cualquiera otra parte. Conceded­me, pues, señor, el favor de per­manecer al lado de Vuestra Majes­tad.

El rey, que se hallaba a punto de conceder al duque de Anjou lo que pedía, en lo cual no veía inconve­niente, iba a responder que sí, cuan­do distrajo su atención, llamándola hacia la puerta, un cuerpo grande y ágil que con los brazos, con la cabeza, con el cuello, con todo lo que podía mover, hacía los movi­mientos más negativos que se pue­den inventar y ejecutar sin dislocarse los huesos.

Era Chicot que decía no.

-No -repuso el rey a su her­mano-; estáis muy bien aquí, mon­sieur, y me conviene que no salgáis de vuestro cuarto.

-Señor... -balbuceó el duque.

-Así lo quiere el rey de Francia, monsieur, y me parece que esto de­be bastaros -añadió Enrique en un tono que acabó de abatir al duque.

-¡Cuando yo decía que era el verdadero rey de Francia!... -mur­muró Chicot.

XLVI. CHICOT VISITA A BUSSY

A las nueve de la mañana del día siguiente se hallaba Bussy al­morzando tranquilamente con Re­migio, que en su calidad de médico le recetaba alimentos confortables, hablaba de los sucesos de la víspe­ra, y Remigio trataba de recordar las inscripciones de los cuadros de la capilla de Santa María Egipciaca.

-Dime, Remigio -preguntó de repente Bussy-, ¿no te pareció que debíais conocer a aquel caballero que bañaban en una tina cuando nosotros pasamos por la calle de las Conchas?

-En efecto, señor conde; creí co­nocerlo; y tanto, que estoy pensan­do desde entonces quién será.

-¿Pero no lo conociste?

-No, porque estaba teñido de un azul muy obscuro.

-Yo le hubiera debido auxiliar, Remigio, porque todos los caballe­ros se deben auxiliar mutuamente contra los villanos; pero me preo­cupaban demasiado en verdad mis propios asuntos.

-Pues si nosotros no le hemos conocido, él nos ha conocido indu­dablemente a nosotros que no había­mos mudado de color, y aun me parece que nos echó una terrible mirada, y que nos enseñaba el pu­ño en ademán amenazador.

-¿Estás seguro de eso, Remigio?

-Respondo de que miraba de una manera terrible, pero no estoy tan seguro de que nos mostrase el puño amenazándonos -contestó Remigio que conocía el carácter irascible de su amigo.

-Entonces será necesario saber quién es ese caballero, porque yo no puedo dejar impune una injuria como ésta.

-Esperad, esperad -dijo Remi­gio-. ¡Dios mío! ya sé quién era.

-¿Pues cómo?

-Porque le oí jurar.

-Lo creo, y ¡pardiez! cualquiera habría jurado en semejante situa­ción.

-Sí, más juraba en alemán.

-¡Bah!

-Dijo: Gott verdamme.



-Entonces era Schomberg.

-El mismo, señor conde, el mis­mo.

-Pues prepara tus ungüentos, mi buen Remigio.

-¿Por qué?

-Porque antes de poco tendrás que tapar algún agujero en su piel o en la mía.

-No creo que seáis tan loco que queráis haceros matar, cuando go­záis de tan buena salud y sois tan dichoso -dijo Remigio, dirigiendo a su amigo una mirada de inteligen­cia; Santa María Egipciaca os ha resucitado ya una vez, y podría muy bien cansarse de hacer un milagro que el mismo Cristo no ensayó más que dos veces.

-Al contrario, Remigio -repuso el conde-, no debes ignorar con cuánto gusto se juega la vida con­tra la de otro hombre cuando es uno feliz. Te aseguro que nunca me he batido de buena gana cuando acababa de perder grandes sumas, cuando he sabido que mi querida me era infiel, o cuando tenía algún remordimiento de conciencia: pero cuando tengo repleta la bolsa, lige­ro el corazón y la conciencia tran­quila, me dirijo al campo alegre y confiado en la victoria; leo en los ojos de mi adversario y le anonado con mi dicha: estoy en la misma posición que un jugador cuando le favorece la suerte, y el viento de la fortuna le trae a su lado todo el oro de su contrario. No, entonces es cuando doy brillantes estocadas, cuando mi espada atraviesa o divi­de todo lo que se le pone por de­lante; hoy me batiría admirable­mente, Remigio -dijo el joven alar­gando la mano al doctor- porque, gracias a ti, soy feliz.

-No obstante -replicó Remi­gio-, tendréis que privaros por aho­ra de ese placer; porque una hermo­sa dama, amiga mía, no sólo os ha recomendado a mi amistad, sino que me ha hecho jurar que os con­servaré sano y salvo bajo el pretexto de que le debéis la vida; y no está permitido disponer de lo que se de­be.

-Buen Remigio -dijo Bussy, entregándose a esa vaga y deliciosa meditación que permite al hombre enamorado ver todo lo que se dice a través de un prisma encantador, que se asemeja mucho a un sueño agradable, porque pensando en al­gún objeto dulce y querido al alma se tienen distraídos los sentimientos por la palabra de un amigo.

-Me llamáis buen Remigio -re­puso éste- porque os he proporcio­nado la satisfacción de volver a ver a madame de Monsoreau; pero, ¿me lo llamaréis también cuando tengáis que separaros de ella, cuya época no está por desgracia lejos; si no ha llegado ya?

-¿De veras? -exclamó Bussy-. No te chancees sobre este punto, Remigio.

-¡Ah! No me chanceo. ¿No sa­béis que se marcha a Meridor, y que también yo voy a tener el senti­miento de verme separado de la se­ñorita Gertrudis?

No pudo menos Bussy de reírse de la supuesta desesperación de Re­migió, y le preguntó:

-¿La amas mucho?

-¡Oh! sí... y ella también me ama...

-Pero volvamos a madame de Monsoreau, o mejor a Diana de Meridor, porque sabes...

-Sí, bien lo sé.

-¿Y cuándo nos vamos, Remi­gio?

-¡Ah! Ya esperaba yo esa pre­gunta; lo más tarde posible, señor conde.

-¿Por qué?

-Ante todo, porque tenemos en París a M. de Anjou, jefe de la Li­ga, que se ha metido ayer en muy malos negocios, y probablemente os necesitará para salir con lucimiento de ellos.

-Además.


-Además, porque M. de Monso­reau, que afortunadamente no sos­pecha nada de vos, sospecharía tal vez alguna cosa si os viese desapa­recer de París a la par que a su mujer, que no es su mujer.

-¿Y qué me importa que sospe­che?

-¡Oh! Pues a mí me importa mucho, mi querido señor. Yo me encargo de curar las estocadas re­cibidas en desafío, porque con vues­tra habilidad y destreza para mane­jar la espada, no recibiréis nunca heridas peligrosas; mas no las pu­ñaladas dadas a traición, principal­mente por los maridos celosos, que son unos animales que se vengan muy cruelmente en casos tales; tes­tigo ese pobre M. de Saint-Megrin, muerto de tan mala manera por nuestro amigo M. de Guisa.

-¿Y qué quieres que hagamos, amigo mío, si mi destino fuese que me ha de matar M. de Monsoreau? -¿Pues qué ocurrirá entonces?

-Me matará.

-Y luego, ocho días, un mes o un año después, se casará Madame de Monsoreau con su marido, lo cual hará desesperar a vuestra po­bre alma, que desde arriba o desde abajo lo estará viendo, y que no podrá oponerse porque no tendrá cuerpo.

-Tienes razón, Remigio; quiero vivir, y viviré.

-Sí, también tenéis razón ahora, señor conde; pero no es eso todo; además de vivir, creedme, es nece­sario seguir mis consejos y tratar de agradar a M. de Monsoreau; por el momento, está terriblemente ce­loso de monseñor el duque de An­jou, que mientras delirabais en vues­tro lecho, se paseaba debajo de las ventanas de la dama, acompañado de Aurilly. Guardad toda clase de consideraciones a ese buen marido que no lo es; no le preguntéis por su mujer, puesto que sabéis dónde se halla, y dirá en todas partes que sois el único caballero que posee las virtudes de Escipión: sobriedad y castidad.


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