Alejandro dumas



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-Creo que dices bien -contestó Bussy-; ahora que no tengo ya celos de ese oso, deseo domesticar­le, lo cual será muy divertido: aho­ra, Remigio, pídeme lo que quieras, todo es fácil para mí porque soy feliz.

-En aquel instante llamaron a la puerta, y los dos amigos guarda­ron silencio.

-¿Quién es? -preguntó Bussy.

-Monseñor -respondió un pa­je-; abajo hay un caballero que desea hablaros.

-Hablarme tan temprano, ¿quién es?

-Un hombre muy alto, vestido de terciopelo con medias de color rosa; tiene una figura algo extra­vagante, pero parece hombre de bien.

-¡Pst! -dijo Bussy, en voz al­ta-; será Schomberg.

-Ha dicho un hombre muy alto.

-Es cierto, o Monsoreau.

-Ha dicho que parece hombre de bien.

-Tienes razón, Remigio, no pue­de ser ninguno de los dos: que en­tre.

Al cabo de un momento apare­ció en le dintel de la puerta el hom­bre anunciado.

-¡Ah, Dios mío! -exclamó Bussy levantándose precipitadamen­te al verle, ínterin que Remigio, como amigo discreto, se retiraba al gabinete inmediato.

-¡M. Chicot! -dijo Bussy.

-El mismo, señor conde -res­pondió el gascón.

Mirábale Bussy sin pestañear, de una manera que quería decir con todas sus letras, sin que la boca tu­viese necesidad de tomar la más mí­nima parte en la conversación.

-¿A qué venís aquí?

De modo que Chicot, antes que le dirigiese la palabra, contestó for­malmente:

-Vengo, señor conde, a propone­ros un buen negocio.

-Hablad -replicó Bussy sor­prendido.

-¿Qué me prometéis si os hago un gran servicio?

-Eso dependerá del mismo ser­vicio -respondió Bussy desdeñosa­mente.

Fingió el gascón que no había no­tado este aire de desprecio, y pro­siguió sentándose y cruzando sus largas piernas:

-Observo, señor conde, que no me habéis dispensado el honor de invitarme para que me siente, pero añadiré esto más a la recompensa que exija de vos cuando os haya prestado el servicio de que se trata.

Bussy no respondió, y se puso encendido.

-Señor conde -continuó Chicot con la mayor indiferencia-: ¿te­néis noticia de la Liga?

-He oído hablar mucho de ella -respondió Bussy, que empezaba a escuchar con alguna atención lo que decía Chicot.

-Pues bien, en este caso, debéis saber que es una asociación de cris­tianos honrados que se han reunido con el propósito de asesinar religio­samente a sus vecinos los hugono­tes. ¿Pertenecéis a la Liga, señor Conde? Yo sí.

-Pero, M. Chicot...

-Respondedme solamente sí o no.

-Permitid que extrañe...

-Me he tomado la libertad de preguntaros si sois de la Liga; ¿me habéis entendido?

-M. Chicot -exclamó Bussy-; como las preguntas cuyo sentido no comprendo, me desagradan, os su­plico que cambiéis de conversación, y aún os concederé por política al­gunos minutos más de atención, no sin deciros que así como me des­agradan las preguntas, me desagra­dan asimismo naturalmente los pre­guntones.

-Muy bien; la política es muy indulgente, como dice M. de Mon­soreau, cuando se halla de buen humor.

El nombre de M. de Monsoreau, aunque pronunciado con aparente indiferencia, volvió a llamar la aten­ción de Bussy.

-Sospechará algo -se dijo-, y me habrá enviado a Chicot para espiarme.

Y luego dijo en alta voz:

-Vamos, M. Chicot, al grano: ya sabéis que sólo disponemos de unos pocos minutos.



-Optime -exclamó Chicot-; unos pocos minutos es mucho, y en unos pocos minutos se pueden de­cir muchas cosas; os diré, pues, que en verdad, pudiera haberme ahorra­do el trabajo de preguntaros, puesto que si no sois de la Santa Liga, lo seréis evidentemente, por que M. de Anjou lo es.

-M. de Anjou, ¿quién os lo ha dicho?

-Él mismo, hablando a mi per­sona, como dicen, o más bien, como escriben los señores curiales; co­mo escribía, por ejemplo, el buen Nicolás David, antorcha del forum parisiense, la cual antorcha se extin­guió sin que se haya podido saber quién la ha apagado; y ya conoce­réis que, siendo el duque de Anjou de la Liga, no podéis, señor conde, dejar de pertenecer a ella, vos que sois el brazo derecho de Su Alteza; porque la Liga sabe perfectamente lo que se hace y no hubiera elegido un jefe manco.

-¿Y luego, M. Chicot? -pre­guntó Bussy, en tono más cortés que el que había empleado hasta enton­ces.

-Luego -repuso Chicot-, lue­go, ¡pardiez! si sois de la Liga, o si creen que pertenecéis a ella, como seguramente lo creerán, os sucede­rá lo mismo que ha sucedido a mon­señor el duque.

-¿Pues qué le ha sucedido?

-Señor conde -dijo Chicot, po­niéndose de pie e imitando la acti­tud que había tomado Bussy un momento antes-, a mí me desagra­dan las preguntas y también los preguntones; dejaré, pues, que os suceda lo que ha sucedido esta no­che a vuestro amo.

-M. Chicot -dijo Bussy, con una sonrisa que contenía todas las disculpas que puede dar un caba­llero-; hablad, os suplico que ha­bléis; ¿adónde está el duque?

-Está preso.

-¿En dónde?

-En su aposento. Cuatro de mis mejores amigos lo están guardando, M. de Schomberg, que fue teñido de azul ayer tarde, como ya sabéis, puesto que pasabais muy cerca cuan­do estaban ejecutando la operación; M. d'Epernon, que está amarillo, tanto fue el miedo que pasó; M. de Quelus, que está rojo de cólera, y M. de Maugiron, que está blanco de fastidio; lo cual presenta un her­moso conjunto, porque como el du­que comienza a ponerse verde de miedo, vamos a gozar de la vista de un espléndido arco iris los pri­vilegiados del Louvre.

-¿Y creéis, M. Chicot, que peli­gra mi libertad?

-Peligrar... os diré: creo que en este momento, están... o de­ben... o deberían estar en camino para prenderos.

Bussy se estremeció.

-¿Os gusta la Bastilla, M. de Bussy? Es un lugar muy a propósito para entregarse a la meditación, y M. Lorenzo Testu, su gobernador, da una comida muy apetitosa a sus pensionistas.

-¿Me encerrarían en la Bastilla? -exclamó Bussy.

-Sí, por cierto: yo debo tener en el bolsillo algo que se parece mucho a una orden para llevaros allá, M. de Bussy. ¿La queréis ver?

Y Chicot sacó, efectivamente, del bolsillo de sus calzones, en los cua­les habrían cabido tres piernas co­mo las suyas, una orden del rey en debida forma, mandando pren­der a M. Luis de Clermont, señor de Bussy d'Amboise, en cualquiera parte que se hallase.

-Redacción de M. de Quelus -dijo Chicot-, está muy bien es­crita.

-M. Chicot -exclamó Bussy­ me habéis hecho verdaderamente un gran servicio.

-Creo que sí -contestó el gas­cón-; ¿no sois de mi parecer?

-Os suplico, M. Chicot, que me tratéis como a un hombre agrade­cido; decidme, ¿me salváis hoy para perjudicarme en otra circunstancia? Porque sois amigo del rey, y el rey no me quiere bien.

-Os salvo por salvaros, señor conde -dijo Chicot levantándose de la silla y saludando-; ahora pen­sad como queráis de mi acción.

-Pero decidme por favor, ¿a qué debo atribuir?...

-¿Olvidáis que he pedido una recompensa?

-Es cierto.

-¿Me la concedéis?

-De todo corazón.

-¿Haréis, pues, lo que os pida algún día?

-A fe de Bussy, con tal que sea posible.

-Eso me basta -repuso Chi­cot-. Ahora montad a caballo y desapareced, porque voy a llevar la orden de vuestro arresto a quien debe ejecutarla.

-Pues, ¿no debíais prenderme vos mismo?

-¿Por- quién me tomáis, señor conde? Soy un caballero.

-Más ¿he de abandonar a mi amo?

-No lo sintáis, porque él os ha abandonado ya.

-Sois un buen caballero, M. de Chicot -dijo Bussy al gascón.

-¡Pardiez! ya lo sabía yo -re­puso éste.

Llamó Bussy a Remigio, a quien haremos justicia, diciendo que es­taba escuchando a la puerta: entró, pues al instante.

-Remigio -le dijo Bussy-, los caballos.

-Ya están ensillados, monseñor -repuso tranquilamente.

-Este joven -dijo Chicot a Bus­sy- tiene mucho talento.

-¡Pardiez! ya lo sabía yo -re­plicó Remigio.

Reunió Bussy algunas pilas de es­cudos y los fue introduciendo en sus bolsillos y en los de su amigo, hecho lo cual dio las gracias a Chi­cot por última vez y se preparó pa­ra marchar.

-Permitidme, señor conde -dijo Chicot-, que presencie vuestra marcha.

Y siguió a Bussy y a Remigio hasta el patio de la caballeriza, don­de un paje tenía de la brida dos caballos ensillados.

-¿Y adónde vamos? -interro­gó Remigio.

-Iremos. . . -contestó Bussy du­dando o aparentando dudar.

-¿Qué os parece Normandía? -dijo Chicot que se hallaba ocu­pado en examinar los caballos como inteligente.

-No -respondió Bussy-, está muy cerca.

-¿Qué pensáis de Flandes? -prosiguió Chicot.

-Está muy lejos.

-Creo -dijo Remigio- que os decidiréis al cabo por el Anjou, que está a una distancia regular; ¿no es verdad, señor conde?

-Sí, iremos allá -dijo Bussy con tono indiferente.

-Señor conde -dijo Chicot-, puesto que ya habéis elegido el lu­gar de vuestro retiro, y que vais a poneros en camino...

-Ahora mismo.

-Tengo el honor de saludaros; acordaos de mí en vuestras oracio­nes.

Y el buen Chicot regresó a pala­cio tan grave y majestuoso, como siempre, desmoronando las esqui­nas de las casas con su inmensa tizona.

-¡Qué caprichoso es el destino! -exclamó Remigio.

-Démonos prisa -exclamó Bus­sy-, tal vez la alcanzaremos.

Y partieron a galope.

XLVII. LAS ZANCAS DE CHICOT, EL BOLICHE DE QUELUS Y LA CERBATANA DE SCHOMBERG

Chicot regresaba al Louvre muy alegre a pesar de su aparente frial­dad, porque experimentaba una tri­ple satisfacción; había salvado a un valiente como Bussy, había dirigido una intriga, y había vencido todos los obstáculos que se oponían para que el rey pudiese dar un golpe de Estado, reclamado por las circuns­tancias.

En efecto, era muy posible que la energía y el valor de M. de Bus­sy, y el espíritu de asociación de M. de Guisa, cooperasen a armar aquel día un fuerte tumulto en la buena ciudad de París.

Todo lo que el rey había temido, todo lo que había previsto Chicot, ocurrió como era de esperar.

M. de Guisa recibió en su casa aquella mañana a los principales personajes de la Liga, los cuales le trajeron cada uno por su parte, los registros cubiertos de firmas que hemos visto abiertos en las plazas, a las puertas de las posadas prin­cipales y hasta en los altares de las iglesias; M. de Guisa ofreció que aquel día se nombraría el jefe de la Liga, e hizo jurar a todos que re­conocerían por jefe al que nombra­se el rey; M. de Guisa, por último, tuvo una conferencia con el cardenal v con M. de Mayena, y luego salió de su palacio para el del duque de Anjou, a quien había perdido de vis­ta la víspera a las diez de la noche.

Ya temía Chicot esta visita, y al salir de casa de Bussy, se fue en derechura a espiar las inmediacio­nes del palacio de Alençon situado en la esquina de las calles de Hou­tefeuille y del Árbol Seco.

Apenas hacía un cuarto de hora que se hallaba en acecho cuando vio asomar al que esperaba por la calle de la Huchette; se ocultó de­trás de la esquina de la calle del Cementerio, v el duque de Guisa entró sin verle en el palacio del de Anjou.

Halló el duque al primer ayuda de cámara del príncipe bastante in­quieto porque no había vuelto to­davía su amo, aunque ya sospecha­ba lo que había acontecido, es de­cir, que el duque habría ido a dor­mir al Louvre.

Preguntó si podría hablar a Au­rilly, ya que el príncipe se hallaba ausente, y el ayuda de cámara res­pondió que Aurilly estaba en el gabinete de su amo y que podía entrar a preguntarle.

Pasó el duque, efectivamente, a ver a Aurilly, músico y confidente del príncipe, que sabía todos los se­cretos del duque de Anjou, y que debía estar mejor enterado que na­die del paradero de Su Alteza.

Pero Aurilly estaba inquieto como el ayuda de cámara, y de vez en cuando dejaba el laúd para llegarse a la ventana y mirar por entre los vidrios si volvía el duque; también había enviado tres veces al Louvre y todas le contestaron que monse­ñor se había retirado muy tarde aquella noche y que estaba todavía durmiendo.

M. de Guisa preguntó a Aurilly por el duque de Anjou; pero Aurilly dejó a su amo el día anterior en la esquina del Árbol Seco, donde les separó un grupo que se dirigía pre­cipitadamente hacia la hostería de La Hermosa Estrella, y no sabiendo que Su Alteza había decidido dor­mir en el Louvre se vino a esperar­le al palacio de Alençon.

El músico contó entonces al prín­cipe de Lorena la triple embajada que acababa de enviar al Louvre y le trasladó la respuesta siempre igual, que habían dado a los tres mensajeros.

-Está durmiendo a los once... -dijo el duque-; casi es imposi­ble; el mismo rey ya está levantado generalmente a esta hora. Debéis ir al Louvre, Aurilly.

-Ya he pensado hacerlo, monse­ñor; mas temo que ese pretendido sueño sea un encargo que haya he­cho al conserje del Louvre y que le haya llamado a la ciudad alguna aventura de amor, en cuyo caso, monseñor, no le gustaría que le bus­casen.

-Creedme, Aurilly -insistió el duque-, monseñor es una persona muy razonable para pasar hoy el tiempo en aventuras amorosas; id, pues, al Louvre sin temor, y allí hallaréis a monseñor.

-Iré, puesto que lo deseáis; pero ¿qué le he de decir?

-Decidle que estamos citados en el Louvre para las dos, y que ya sabe que debemos tener una confe­rencia antes de presentarnos al rey. Bien conoceréis, Aurilly -añadió el duque con un gesto de mal hu­mor bastante irrespetuoso-, que cuando el rey va a nombrar el jefe de la Liga, no es el momento muy a propósito para dormir.

-Muy bien, monseñor, yo rogaré a Su Alteza que venga aquí.

-Adonde le aguardo con la ma­yor impaciencia, le diréis; porque estamos citados para las dos, ya ha­brán ido muchos al Louvre, y no podemos perder un momento. Yo, mientras tanto, enviaré a llamar a M. de Bussy.

-Haréis bien, monseñor, pero si no encuentro a Su Alteza, ¿qué de­bo hacer?

-Si no encontráis a Su Alteza, Aurilly, que no sospechen que le an­dáis buscando; bastará que le digáis después: he hecho lo posible para encontraron. De todos modos, yo iré al Louvre a las dos menos cuarto.

Aurilly saludó al duque, y se mar­chó.

Chicot le vio salir, y adivinó al momento que iba al Louvre. Si M. de Guisa llegaba a saber la prisión del duque de Anjou, todo era per­dido, o por lo menos se complicaba mucho aquella peligrosa situación. Vio Chicot que Aurilly subía por la calle de la Huchette para encami­narse al Louvre por el puente de San Miguel, y él bajó en dirección opuesta por la calle de San Andrés de las Artes con toda la celeridad con que podía mover sus descomu­nales piernas, y pasó el Sena más abajo de Nesle cuando no llegaba aún Aurilly a la mitad del camino.

Pero sigamos a éste, que nos con­ducirá al teatro de los importantes sucesos de aquel día.

Atravesó los muelles henchidos de ciudadanos que se paseaban con aire triunfante, y llegó al Louvre que presentaba la apariencia más tranquila en medio de la alegría general de la ciudad.

Aurilly conocía la corte y era buen cortesano; cambió, pues, algu­nas palabras con el oficial que se hallaba de servicio en la puerta, que era siempre un personaje interesan­te para los noticieros y los que an­dan a la caza de aventuras escan­dalosas que contar.

Aquella mañana el oficial de puer­tas era todo miel; el rey se había levantado del mejor humor del mun­do.

Del oficial de puertas pasó Au­rilly al conserje.

El conserje estaba pasando revis­ta a los criados que tenían libreas nuevas, y les repartía alabardas de una figura particular; dirigió una sonrisa al músico y respondió a sus comentarios sobre la lluvia y el buen tiempo, lo que hizo concebir a Aurilly excelente opinión de la atmósfera política.

Siguió adelante y subió la gran escalera que conducía a las habita­ciones del duque, distribuyendo nu­merosos saludos a los cortesanos di­seminados ya por los descansos de la escalera y por las antecámaras.

A la puerta del aposento de Su Alteza estaba Chicot sentado en una silla.

Chicot estaba jugando al ajedrez, absorto al parecer, en una profunda combinación; iba Aurilly a pasar sin hablarle, pero como las largas piernas del gascón ocupaban todo el ancho de la meseta, se vio obli­gado a llamarle la atención tocán­dole en el hombro.

-¡Ah! sois vos -dijo Chicot-, perdonad, M. Aurilly.

-¿Qué hacéis, M. Chicot?

-Jugando al ajedrez, como veis.

-¡Solo!

-Sí ... estoy estudiando una ju­gada... ¿Sabéis jugar al ajedrez, M. Aurilly?



-Muy mal.

-Sí, ya sé que sois músico, y co­mo la música es un arte tan largo y tan difícil, los privilegiados que a él se dedican se ven precisados a consagrarle todo su talento, y todo el tiempo de que pueden disponer.

-¿Parece que es una jugada muy interesante?- interrogó riéndose Au­rilly.

-Sí, me tiene en mucho cuidado mi rey; porque habéis de saber, M. Aurilly; que en el juego de ajedrez el rey es un personaje muy tonto y muy insignificante, que no tiene vo­luntad propia, que no puede dar más que un paso a la derecha, otro a la izquierda, otro adelante y otro atrás, hallándose al mismo tiem­po rodeado de enemigos muy acti­vos, de caballeros que saltan tres casillas a la vez, y de una multitud de peones que le rodean, le opri­men y le acosan; de modo que si está mal aconsejado, es monarca perdido en poco tiempo.

Es cierto que tiene un alfil 2 que va, viene, corre de un extremo a otro del tablero, y que se pone a su lado, delante o detrás, pero también es indudable que cuanto más y me­jor defiende el alfil a su rey, más se aventura él: confieso, M. Aurilly, que en este instante mi rey y su alfil están en una de las situaciones más peligrosas.

-Mas -preguntó Aurilly-, ¿por qué casualidad, M. Chicot habéis venido a estudiar todas estas com­binaciones a la puerta del aposento de Su Alteza Real?

-Porque estoy esperando a M. Quelus, que está ahí.

-¿Adónde?

-En el cuarto de Su Alteza.

-¿M. de Quelus en el cuarto de Su Alteza? -replicó sorprendido Aurilly.

Durante el diálogo, Chicot había dejado libre el paso, pero de tal modo, que trasladó sus trebejos al corredor; y el mensajero de M. de Guisa se hallaba ahora entre la puer­ta de la habitación del príncipe y Chicot, que le cortaba la retirada.

Vaciló, no obstante, antes de abrir la puerta.

-¿Pero qué hace M. de Quelus -dijo- en el aposento del duque de Anjou? Yo no sabía que fuesen tan buenos amigos.

-¡Chist! -contestó Chicot con aire misterioso.

Y sin dejar el tablero describió una larga curva con su cuerpo, de manera que sin haber movido los pies de su sitio llegaron sus labios al oído de Aurilly.

-Ha venido a pedir perdón a Su Alteza Real -dijo-, por una dispu­ta que tuvieron ayer.

-¡De veras!

-¡Ah! M. Aurilly, parece que va­mos a entrar en la Edad de Oro; el Louvre va a parecerse a la Ar­cadia y los dos hermanos Arcades ambo; pero perdonadme, M. Aurilly no me acordaba que sois músico.

Sonrióse Aurilly y penetró en la antecámara, abriendo la puerta lo bastante para que pudiese Chicot cambiar una significativa mirada con Quelus, que probablemente se hallaba prevenido de antemano.

Volvió entonces Chicot a hacer sus combinaciones, riñendo a su Rey, no tan duramente como lo hu­biera merecido un soberano de car­ne y hueso, pero con más dureza que lo que merecía una inocente fi­gurilla de marfil.

Cuando Aurilly penetró en la an­tecámara, fue saludado cortésmente por Quelus, que tenía en la mano un magnífico boliche de ébano in­crustado de adornos de marfil, con el cual ejecutaba rápidas evolucio­nes.

-Bravo, M. de Quelus -exclamó Aurilly, viendo al joven ejecutar una suerte difícil.

-¡Ah! mi querido Aurilly -con­testó Quelus-, ¿cuándo manejaré yo con tanta perfección mi boliche, como vos manejáis vuestro laúd?

-Cuando hayáis empleado tantos días -repuso Aurilly un tanto pi­cado- en estudiar ese juguete, como años he gastado yo en estudiar el laúd. Pero, ¿dónde esta monseñor? ¿no le vais a hablar hoy por la ma­ñana?

-Efectivamente, me ha concedi­do audiencia, querido Aurilly, pero Schomberg me ha cogido la delan­tera.

-¡Ah! ¡M. de Schomber tam­bién! -exclamó el músico cada vez más sorprendido.

-Sí, Dios mío, sí, así lo ha dis­puesto el rey: entrad, pues, M. Au­rilly, que ahí están en el comedor, y hacedme el favor de recordar al príncipe que le estamos aguardan­do.

Abrió Aurilly la segunda puerta, y vio a Schomberg sentado, o por mejor decir, acostado en un mullido sofá de plumas.

Schomberg se entretenía en arro­jar con una cerbatana bolitas de barro perfumadas, de las cuales te­nía al lado una gran provisión, y en hacerlas pasar por una sortija de oro, pendiente del techo: un perro favorito le volvía a traer todas las que no se hacían pedazos contra la pared.

-¡Cómo!... -exclamó Auri­lly-; ¡en el cuarto de Su Alteza!. .. ¡Ah, M. de Schomberg!

-¡Ah, gutten Moruen! 3 M. Auri­lly -dijo Schomberg interrumpien­do su juego-, ya veis cómo mato el tiempo esperando que me llegue el turno de recibir audiencia.

-¿Pues dónde está monseñor? -preguntó Aurilly.

-¡Chist! Monseñor está ocupado en este instante en perdonar a d'Epernon y a Mougiron; pero bien podéis entrar puesto que el príncipe os dispensa su confianza.

-¿Cometeré alguna indiscreción? -dijo el músico.

-No lo creáis, todo al contrario, le hallaréis en el gabinete de pintu­ra; entrad, M. Aurilly, entrad.

Y empujó suavemente a Aurilly para que entrase en la pieza inme­diata, donde el músico, todo admi­rado, vio a d'Epernon frente a un espejo ocupado en rizarse los bigo­tes con goma, y a Maurigon, senta­do al lado de la ventana, recortando algunas figurillas de papel, al lado de las cuales podrían pasar por imágenes de santos los bajos relie­ves del templo de Venus Afrodita en Guido, y las pinturas de la piscina de Tiberio.

El duque se hallaba sentado sin espada entre los dos jóvenes, que sólo le miraban para espiar sus mo­vimientos, y que no le hablaban sino para decirle palabras desagra­dables.

Al ver a Aurilly, quiso levantarse y salir a su encuentro.

-Cuidado, monseñor -dijo Mau­giron-, que me pisáis mis figuras.

-¡Qué veo, Dios mío! -excla­mó el músico-; ¡insultan a mi amo!

-Querido M. Aurilly -dijo d'Epernon, sin dejar de rizarse los bigotes-, ¿cómo os ha ido? Muy bien sin duda, porque estáis un po­co colorado.

-Tened la bondad, señor músi­co, de darme vuestra daga, si gus­táis -añadió Maugiron.

-Señores -repuso Aurilly-, ¿no reparáis en dónde estáis?

-Sí tal, sí tal, querido Orfeo -respondió d'Epernon-; justamen­te por eso os ha pedido mi amigo vuestro puñal; ya veis que el señor duque está sin él.

-Aurilly -exclamó el duque con voz llena de rabia y de dolor-, pues qué, ¿no adivinas que estoy preso?

-¿Preso? ¿por orden de quién?

-De mi hermano; hubierais de­bido conocerlo al ver los carceleros que me están guardando.

Aurilly dio un grito de sorpresa.

-Hubierais traído vuestro laúd para distraer a Su Alteza, M. Auri­lly -dijo una voz burlona-; mas ya he pensado yo en ello, le he en­viado a buscar y aquí le tenéis.

Chicot decía esto alargando efec­tivamente su laúd al pobre músico; por encima del hombro de Chicot se podía divisar a Quelus y a Schom­berg que bostezaban hasta el punto de desencajarse las quijadas.

-¿Y la partida de ajedrez, Chi­cot? -preguntó d'Epernon.

-Sí, es cierto -añadió Quelus.

-Creo que mi alfil salvará a su Rey; pero, ¡vive Cristo! que no se­rá sin costarle mucho trabajo. Va­mos, M. Aurilly, dadme vuestro pu­ñal en cambio del laúd, uno por otro.

Obedeció el músico trastornado, y fue a sentarse en un almohadón a los pies de su amo.


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