Alejandro dumas



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-Ya cayó uno en la ratonera -dijo Quelus-, veremos lo que su­cede con los demás.

Y al decir estas palabras que ex­plicaban a Aurilly el sentido de las escenas precedentes, volvió a colo­carse en su puesto en la antecáma­ra, sin más que suplicar a Schom­berg que le cambiase la cerbatana por el boliche.

-Es muy justo -observó Chi­cot-, porque los placeres deben ser variados; yo, para variar los míos, voy a firmar la Liga.

Se marchó y cerró la puerta, de­jando la sociedad de Su Alteza Real aumentada con el pobre músico y su laúd.

XLVIII. EL JEFE DE LA LIGA

Desde antes del mediodía iban lle­gando los principales jefes de la Liga, los interesados y hasta los cu­riosos que querían presenciar aquel solemne acto. París se hallaba tan alborotado como la víspera, pero la tarde anterior no habían tomado parte en la función los suizos, y ahora eran los principales actores; París había enviado al Louvre dipu­taciones de los partidarios de la Li­ga, las corporaciones de los diversos gremios, sus regidores, sus milicias y sus continuas oleadas de especta­dores; las cuales, cuando todo el pueblo está ocupado en algo, apa­recen alrededor de ese mismo pue­blo sólo para mirar y para obser­varle, tan numerosas, tan activas y tan curiosas como si hubiese en París dos pueblos distintos y como si en esta gran ciudad, que es en pequeño la imagen del mundo, ca­da individuo se dividiese en dos partes, una para obrar, otra para mirar y observar.

Había, pues, en torno del Lou­vre, una considerable multitud de pueblo, pero el Louvre no estaba sin embargo en peligro. Aún no ha­bían llegado los tiempos en que' el sordo murmullo de los pueblos, con­vertido en trueno formidable, derri­ba las murallas con el estampido de los cañones, y demuele los palacios sobre sus mismos dueños: aquel día, los antepasados del 10 de agos­to y del 27 de julio, los suizos, cam­biaban afectuosas sonrisas con las masas de parisienses, sin reparar si­quiera que se hallaban armados; tampoco era llegado el tiempo en que el pueblo había de ensangren­tar el vestíbulo de sus reyes.

No se ha de creer, sin embargo, que por no tener tintas tan som­brías, estaba el drama desprovisto de interés; por lo contrario, el Lou­vre ofrecía uno de los más curiosos espectáculos que jamás hemos des­crito. El rey, en su gran salón, en el salón del trono, estaba rodeado de sus oficiales, de sus amigos, de sus criados, de su familia, viendo desfilar por delante de él a todas las corporaciones de París, que dejando sus jefes en palacio, iban en seguida a ocupar su puesto en el sitio que les estaba asignado de antemano de­bajo de las ventanas y en los patios del Louvre.

De esta manera podía Enrique abrazar de una vez con una sola mirada, y casi contar a todos sus enemigos, para lo cual tenía muy buenos auxiliares; Chicot, oculto de­trás de su real sillón, pronunciaba de vez en cuando algunas palabras a su oído; la reina madre le dirigía expresivas miradas, y no pocos de los partidarios menos notables de la Liga, más impacientes que sus jefes porque no sabían todos los se­cretos de la asociación, revelaban con sus imprudentes movimientos alguna cosa que el rey quería sa­ber.

M. de Monsoreau apareció en el salón inesperadamente.

-¡Hola! -dijo Chicot-, mira, Enriquito, mira.

-¿Qué quieres que mire?

-Mira a tu hermano mayor, ¡pardiez! Que no te pesará; está bastan­te pálido y bastante enlodado para que merezca ser visto.

-Efectivamente, él es.

Hizo Enrique entonces una seña al montero mayor para que se acer­case.

-¿Cómo es que estáis en el Lou­vre, señor montero mayor? -pre­guntó Enrique-: yo os suponía en Vincennes ocupado en prepararnos una buena cacería.

-En efecto, señor, tenía prepara­do todo lo necesario para ella desde las siete de la mañana; mas viendo que eran cerca de las doce y que no iba nadie de París, temí que os hubiese sucedido alguna desgracia y me he apresurado a volver al Lou­vre.

-¿De veras? -dijo el rey.

-Si he faltado, señor, a mi obli­gación -agregó el conde-, no lo atribuyáis sino a un exceso de celo.

-Sí -repuso Enrique-, y es­tad seguro de que lo sé apreciar.

-Si Vuestra Majestad exige que vuelva a Vincennes -prosiguió el conde-, ahora que estoy ya tran­quilo...

-No, no, quedaos, nuestro mon­tero mayor; esa cacería era un ca­pricho que tuvimos, y que se ha pasado ya con tanta facilidad como vino: quedaos y no os alejéis, por­que necesito tener junto a mí las personas que me son afectas, y vos mismo acabáis de colocaron entre aquellas con cuya adhesión puedo contar.

Monsoreau se inclinó con respeto.

-¿Adónde quiere Vuestra Ma­jestad que me coloque? -preguntó el conde.

-Déjamele por media hora -di­jo Chicot muy quedito al oído del rey.

-¿Para qué?

-Para hacerle rabiar: ¿qué te importa a ti? Ya sabes que me de­bes una indemnización por haberme hecho asistir a una ceremonia tan fastidiosa como la que nos prome­tes.

-Pues bien, tómale.

-Tengo la honra de preguntar a Vuestra Majestad dónde quiere que me coloque -dijo otra vez el con­de.

-Creí haberos respondido; don­de os plazca; detrás de mi sillón, ,por ejemplo. Es el sitio que tengo destinado a mis amigos.

-Venid, pues nuestro montero mayor -dijo Chicot, cediéndole la mitad del terreno que se había re­servado para él solo-; y oled un poco estos perillanes. ¡Cáscaras, se­ñor conde, qué olorcillo! Ahora pa­san los zapateros, o por mejor de­cir, han pasado ya; detrás vienen los curtidores: ¡voto a Cristo! nues­tro montero mayor, que si perdéis el rastro de éstos, os he de quitar el título de vuestro destino.

M. de Monsoreau fingía escuchar, o más bien, escuchaba sin oír, lo que decía Chicot, porque estaba muy atareado mirando a su alrede­dor con una preocupación que no podía dejar de notar Enrique, mu­cho menos cuando Chicot tuvo cui­dado de advertirle.

-¿Sabes -dijo muy quedito al rey-, lo que está cazando en este instante tu montero mayor?

-No: ¿qué es lo que caza?

-Está cazando a tu hermano el de Anjou.

-En todo caso -dijo Enrique riendo- no le ha ojeado todavía.

-No, está a la espera. ¿Te intere­sa que ignore adónde está?

-No me pesaría, lo confieso, que se engañase.

-Pues entonces voy a indicarle la pista; dicen que el lobo tiene el olfato de la zorra, y se engañará. Pregúntale dónde está la condesa.

-¿Con qué objeto?

-Pregúntaselo, y lo verás.

-Señor conde -exclamó Enrique-, ¿qué habéis hecho de mada­me de Monsoreau? No la veo entre las damas.

Estremecióse el conde como si una serpiente le hubiera mordido en el pie; Chicot se restregaba la punta de la nariz, guiñando el ojo a En­rique.

-Señor -respondió el montero mayor-, la condesa estaba enfer­ma, y como los aires de París no le prueban bien, ha salido esta no­che luego de haber solicitado, y ob­tenido permiso de la reina, con su padre el barón de Meridor.

-¿Y hacia, qué parte de Francia se dirige? -preguntó el rey apro­vechando aquella circunstancia pa­ra volver la cabeza mientras pasa­ban los curtidores.

-Al Anjou, señor„ su país na­tal.

-Lo cierto es -dijo Chicot con mucha gravedad-, que el aire de París no es provechoso para las mu­jeres embarazadas: Gravidis uxori­hus Latetia inclimens. Te aconsejo, Enrique, que imites el ejemplo del conde, y que envíes también fuera de París a la reina cuando lo esté.

Palideció Monsoreau, y miró en­furecido a Chicot, que con el codo apoyado en el real sillón y con la barba apoyada en la mano, observa­ba con gran atención cómo desfila­ban los pasamaneros que venían inmediatamente detrás de los curti­dores.

-¿Y quién os ha dicho, so im­pertinente, que la condesa se halla encinta? -dijo entre dientes Mon­soreau.

-¿No lo está? -contestó Chi­cot-; suponer eso sería, a mi pare­cer, señor conde, mucho más im­pertinente.

-No lo está.

-Vaya, vaya -exclamó Chicot-; ¿lo has oído, Enrique? Parece que tu montero mayor ha cometido la misma falta que tú, y que no se ha acordado de juntar las dos cami­sas de Nuestra Señora.

Monsoreau apretó convulsivamen­te los puños, pero devoró su cólera en silencio después de haber lanza­do a Chicot una mirada de odio y de amenaza, a la cual contestó el gas­cón calándose el sombrero, y mo­viendo la delgada y larga pluma que le adornaba, como hubiera he­cho una serpiente.

Conoció el conde que había ele­gido mala ocasión para incomodar­se, y se pasó la mano por la fren­te como si quisiese disipar las nu­bes que la obscurecían. Chicot se desenojó a su vez, y cambiando su aire de matón por la más graciosa sonrisa, añadió:

-La pobre condesa se va a abu­rrir soberanamente en el camino.

-Ya he dicho a Su Majestad -contestó Monsoreau-, que viaja­ba con su padre.

-Muy respetable es su padre en verdad, no digo que no, pero no es nada divertido; si no tuviera quien le distrajese por esos caminos más que su padre... pero felizmente...

-¿Qué? -preguntó precipitada­mente.

-¿Qué, qué? -repitió Chicot.

-¿Qué quiere decir felizmente?

-¡Ah, ah! cometéis una elipsis, señor conde.

El conde se encogió de hombros.

-Perdonadme, nuestro montero mayor. La forma interrogativa que acabáis de emplear se llama una elipsis: consultadlo si no con Enri­que, que es buen filólogo.

-Sí -dijo el rey-; pero ¿qué significa tu adverbio?

-¿Qué adverbio?

-Felizmente.

Felizmente, significaba feliz­mente. Felizmente, he dicho, admirando de esa manera la bondad de Dios. Felizmente, he dicho porque ahora mismo van por esos caminos algunos amigos nuestros de los más galantes y chistosos, que si encuen­tran a la condesa la distraerán de fijo; y como siguen el mismo que ella -agregó negligentemente Chi­cot-, es muy probable que la en­cuentren. ¡Oh! desde aquí los veo; ¿los ves tú también Enrique? Los veo en un hermoso camino, cara­coleando con sus caballos, y ref­riendo a la condesa mil graciosos lances que hacen descoyuntar de ri­sa a la hermosa dama.

Segundo puñal, más acerado que el primero, clavado en el pecho del montero mayor.

A pesar de todo, no podía M. de Monsoreau dar rienda suelta a su cólera, porque estaba en presencia del rey, y Chicot tenía un aliado en Enrique, al menos por aquel mo­mento; así, pues con una afabilidad que atestiguaba lo mucho que le había costado dominar su mal hu­mor.

-¿Pues qué? -preguntó-, ¿te­néis amigos que están en camino para Anjou?

-Deberíais decir tenemos, señor conde, porque los tales amigos lo son mucho más vuestros que míos.

-Me admiráis -dijo el conde-; yo no conozco a nadie que...

-¡Bien! haceos el desentendido.

-Os lo juro.

-Los tenéis, señor, y los queréis tanto además, que hace muy poco, por costumbre sin duda, porque bien sabéis que están en el camino de Anjou, que hace muy poco los bus­cabais por costumbre entre la mul­titud, aunque en vano.

-¡Yo! -exclamó el conde-; ¿me habéis visto?

-Sí, os he visto, señor montero mayor, el más pálido de todos los monteros mayores pasados, presentes y futuros desde Nemrod hasta M. de Autefot, vuestro antecesor.

-M. Chicot.

El más pálido, repito: Veritat veritatum. Este es un barbarismo, puesto que nunca hubo más que una verdad, porque si hubiese dos verdades, una de las dos por lo me­nos sería verdad; mas no sois fi­lólogo, señor conde.

-No, no lo soy, M. Chicot: por eso os suplicaré que volvamos di­rectamente a esos amigos de quienes me estabais hablando, y que me ha­gáis el favor de nombrarlos por sus verdaderos nombres si la superabun­dancia de imaginación que se nota en vos, os lo permite.

-Siempre lo mismo; buscadlos, señor montero mayor, buscadlos; ese es, ¡pardiez! vuestro oficio, el buscar animales, testigo el pobre ciervo que habéis levantado esta ma­ñana, y que no debía aguardar tanto mal de vuestra parte. ¿Os gustaría, señor conde, que interrumpiesen vuestro sueño de un modo semejan­te?

Las miradas de Monsoreau erra­ban por la comitiva de Enrique.

-¡Cómo! -exclamó viendo un sitio vacío al lado del rey.

-Adelante -dijo Chicot.

-Monseñor el duque de Anjou -continuó el montero mayor.

-¡Ala, ala! -dijo el gascón-, ya ha levantado la caza.

-¡Se ha marchado hoy! -excla­mó el conde.

-Se ha marchado hoy -respon­dió Chicot-, aunque también es posible que se haya marchado ano­che. No sois filólogo, príncipe mío, pero preguntad al rey que lo es. ¿Cuándo, es decir, a qué hora des­apareció tu hermano, Enrique?

-Anoche -repuso el rey.

-El duque, se ha marchado el duque -dijo entre dientes Monso­reau, descolorido y temblando-. ¡Dios mío, Dios mío! ¿Qué me de­cís, señor?

-Yo no digo -añadió el rey­- que se haya marchado mi hermano; sólo digo que ha desaparecido ano­che y que sus mejores amigos no saben donde está.

-¡Si pudiese creer eso! -excla­mó el conde lleno de cólera.

-¿Qué haríais? Ved qué desgra­cia tan grande que mi hermano di­jese algunas palabras agradables a madame de Monsoreau. Nuestro amigo Francisco es el galanteador de la familia; galanteaba por el rey Carlos IX cuando el rey Carlos IX vivía, y ahora galantea por el rey Enrique III que tiene otras cosas de más importancia en qué ocupar­se. Qué diablos, bueno es que haya en la familia un príncipe que repre­sente la galantería francesa.

El duque, haberse marchado el duque: ¿estáis seguro, M. Chicot?

-¿Y vos, señor conde? -replicó Chicot.

Volvióse otra vez el montero ma­yor hacia el puesto que ocupaba or­dinariamente el duque al lado de su hermano, y vio que continuaba va­cío.

-Estoy perdido -balbuceó ha­ciendo un movimiento tan marcado para huir, que Chicot le detuvo.

-Tranquilizaos, señor conde; os estáis moviendo sin cesar, lo cual incomoda al rey. Por mi vida, que quisiera hallarme en lugar de vues­tra mujer, aunque no fuese más que para estar viendo todo el día junto a mí a un príncipe, y para oír a M. de Aurilly que toca el laúd tan bien como el difunto Orfeo. ¡Qué suerte tiene vuestra mujer, qué suer­te!

Monsoreau se estremeció de cóle­ra.

-Poco a poco, señor montero mayor -prosiguió Chicot-, ocultad vuestra alegría, porque va a comen­zar la sesión, y no es decente mani­festar así las pasiones: oíd el discur­so del rey.

El montero mayor se vio obliga­do a permanecer en su puesto, por­que en efecto, el inmenso salón del Louvre se había llenado poco a po­co; quedóse, pues, inmóvil y en la actitud que marcaba el ceremonial.

Toda la asamblea habíase senta­do, y M. de Guisa acababa de en­trar y de doblar la rodilla, delante del rey, no sin haber echado antes una inquieta mirada hacia el sitio en que debía ocupar monseñor el duque de Anjou.

Levantóse el rey. Los heraldos gritaron: silencio.

XLIX. CONTINUACIÓN DEL ANTERIOR

-Señores -dijo el rey en medio del más profundo silencio, des­pués de haberse asegurado de que d'Epernon, Schomberg, Quelus y Maugiron, relevados de su puesto por una guardia de suizos, habían venido a colocarse detrás de su si­llón-; señores, situados los reyes, por decirlo así, entre el cielo y la tierra, oyen igualmente la voz del Cielo y los clamores de sus súbditos, es decir, lo que manda Dios y lo que pide su pueblo. Comprendo muy bien que la reunión de todos los poderes en una sola mano para de­fender la fe católica debe ser una garantía de todos mis súbditos, y por eso he oído con tanto placer el con­sejo que nos ha dado nuestro primo el de Guisa. Declaro, pues, la San­ta Liga bien y debidamente institui­da y autorizada, y como es impres­cindible que un cuerpo tan grande tenga una buena y poderosa cabe­za, como es muy importante que el jefe llamado a defender la iglesia sea uno de sus hijos más celosos, y que le impongan este sentimiento su misma naturaleza y su elevada posición he elegido un príncipe cris­tiano para ponerle a la cabeza de la Liga, y declaro que el jefe de la Liga se llamará de aquí en adelan­te...

Enrique hizo de propósito una pequeña pausa.

En medio de la quietud y silencio general hubiera llamado fuertemen­te la atención el ligero vuelo de un mosquito.

El rey repitió:

-Y declaro que el jefe de la Liga se llamará: Enrique de Valois, rey de Francia y de Polonia.

Al decir estas palabras alzó la voz con afectación como en señal de triunfo, para aumentar el entusias­mo de sus amigos, y también para desconcertar por completo a los par­tidarios de la Liga, cuyos sordos murmullos manifestaban con bastan­te claridad su descontento, su sor­presa y su terror.

El duque de Guisa quedó como aniquilado; corrían por su frente gruesas gotas de sudor y dirigía mi­radas de despecho al duque de Ma­yena y a su hermano el cardenal, que estaban de pie en medio de dos grupos de jefes, uno a la derecha y otro a la izquierda.

Monsoreau, más asombrado aho­ra que nunca de la ausencia del du­que de Anjou, comenzó a tranquili­zarse recordando las palabras de Enrique III. El duque podía en efec­to haber desaparecido sin haber sa­lido de París.

El cardenal se deslizó sin afecta­ción por entre los grupos hasta que llegó al lado de su hermano, y le dijo al oído:

-Francisco, mucho me equivoco, o no estamos seguros aquí; apresu­rémonos a despedirnos porque no podemos ya contar con el pueblo, y el rey a quien ayer odiaba va a ser su ídolo por algunos días.

-Vámonos -contestó Mayena-; aguarda aquí a nuestro hermano, que yo voy a preparar todo lo ne­cesario para nuestra marcha.

-Adiós.

El rey, en tanto había firmado el primero el acta de este solemne nom­bramiento que se hallaba preparado sobre una mesa, extendida de ante­mano por M. de Morvilliers, el úni­co que, además de la reina madre, tenía conocimiento del secreto, y luego que firmó, dijo gangueando a M. de Guisa, en el tono burlón que empleaba cuando estaba seguro de desbaratar los proyectos de sus enemigos.



-Firmad, mi buen primo.

Y le alargó la pluma.

Luego, señalando el sitio con la punta del dedo:

-Ahí, ahí -le dijo-, debajo de mí: dad la pluma al cardenal y al duque de Mayena.

Mas el duque de Mayena estaba ya al extremo de la escalera, y el cardenal había pasado a otra pieza. El rey hizo notar su ausencia.

-Entonces dádselas al montero mayor.

Firmó el duque, pasó la pluma al montero mayor y en seguida hizo un movimiento para retirarse.

-Aguardaos -dijo el rey.

Y mientras Quelus cogía la plu­ma con insultante sonrisa de manos de M. de Monsoreau, y no sólo toda la nobleza presente, sino también todos los jefes de las corporaciones convocadas para este grande acto se disponían a firmar por debajo del rey en dos hojas en blanco, que debían servir de cabeza a los regis­tros en donde había firmado la vís­pera todo el mundo, grandes y pe­queños, nobles y villanos, decía el rey al duque de Guisa:

-Primo mío, erais de mi opinión, me parece, de que debía formarse un buen ejército con las fuerzas de la Liga para defensa de nuestra ca­pital; ya está creado el ejército, y con gran acierto puesto que el ge­neral que naturalmente debe man­dar a los parisienses es el rey.

-En efecto, señor -respondió el duque, sin saber a punto fijo lo que decía.

-Pero no he olvidado -prosi­guió el rey- que tengo otro ejérci­to, cuyo mando corresponde al pri­mer guerrero del reino; yo mandaré la Liga; vos, primo mío, id a man­dar el ejército.

-¿Y cuándo me he de poner en camino? -preguntó el duque.

-Al momento -contestó el rey.

-Enrique, Enrique -dijo Chicot, á quien la etiqueta impedía acercar­se al rey para interrumpir el discur­so de Su Majestad como hubiera deseado.

Mas como no le oyó el rey, o si le oyó no entendió lo que quería de­cir, se adelantó reverentemente has­ta Enrique llevando en la mano una enorme pluma, y cuando estuvo cer­ca, le dijo al oído:

-Calla; necio, calla.

Ya era tarde; el rey había anun­ciado al duque su nombramiento según hemos visto y le entregaba el real despacho firmado de antema­no a pesar de todos los gestos y de todos los movimientos que hacía el gascón.

Tomó el duque de Guisa su nom­bramiento y desapareció; el carde­nal le estaba aguardando a la puer­ta del real salón, y el duque de Ma­yena les esperaba a los dos a la puerta del Louvre. Montaron a caba­llo sin perder tiempo, y diez minutos después se hallaban a tres leguas de París.

El resto de la asamblea se fue retirando poco a poco; unos grita­ban: ¡viva el rey! Otros: ¡viva la Liga!

-Por lo menos -exclamó Enri­que riéndose-, he resuelto un gran problema.

-¡Oh, sí! -murmuró Chicot-, eres un gran matemático.

-Indudablemente -repuso el rey-; haciendo dar a todos estos pícaros esos dos gritos opuestos, he logrado hacerles gritar una misma cosa.

-Sta bene -dijo la reina madre a Enrique, apretándole la mano.

-Casi has asesinado a los Guisa de un golpe -.repuso Chicot algo mohíno-; todo va a ser ya arroyi­tos de miel.

-Señor, señor -dijeron los fa­voritos, aproximándose tumultuosa­mente al rey-, ¡qué ocurrencia tan sublime ha tenido Vuestra Majes­tad!

-Ya creen que les va a llover dinero como si fuera maná -dijo Chicot al otro oído del rey.

Enrique fue llevado en triunfo a su habitación, pero en medio del cortejo que acompañaba al rey, iba Chicot, desempeñando el papel de los antiguos directores, sin dejar un instante de lamentarse.

La constancia de Chicot y el afán con que procuraba recordar al semi­diós de aquel gran día que no era tan sólo un hombre, llamó tanto la atención del rey que despidió a todo el mundo y se quedó solo con Chi­cot.

-¿Sabéis, maese Chicot -dijo Enrique acercándose al gascón-, que no estáis jamás contento, y que eso es muy pesado e insufrible?

-Tienes razón, Enrique, porque esto es lo que más necesitas.

-¿Convendrás por lo menos en que está bien dado el golpe?

-Precisamente en eso es en lo que no quiero convenir.

-¡Ah! ¿tienes envidia, señor rey de Francia?

-Dios me libre de ello; en todo caso envidiaría otras cosas mejores.

-¡Vive Cristo, señor censurador!

-¡Oh, que amor propio tan es­tupendo!

-Vamos a ver; ¿soy o no soy el rey de la Liga?

-Sí, lo eres, no se puede negar, mas...

-¿Pero qué?

-Pero no eres el rey de Francia.

-¿Pues quién es entonces rey de Francia?

-Todo el mundo menos tú; en primer término tu hermano.

-¿Mi hermano? ¿De quién quie­res hablar?

-¡Pardiez! de M. de Anjou.

-A quien tengo preso. ¿Por quién está consagrado?

-Por el cardenal de Guisa; ver­daderamente, Enrique, que puedes estar ufano con tu policía, es consa­grado un rey en París delante de treinta y tres personas, en la iglesia de Santa Genoveva, y no obstante tú no sabes nada.

-¡Hola! ¿Y tú lo sabes?. ..

-Sí que lo sé.

-¿Y cómo haces para saber lo que yo no puedo saber?

-¡Ah! porque tu policía está a cargo de M. de Morvilliers, y la mía está solamente a mi cuidado.

Las cejas de Enrique se contraje­ron fuertemente.

-Sin contar, pues, a Enrique de Valois, tenemos ya como rey de Francia a Francisco de Anjou, y después, tenemos también -agregó Chicot, aparentando recordar algún nombre-, tenemos también al du­que de Guisa.

-¿El duque de Guisa?

-El duque de Guisa, Enrique de Guisa, Enrique el de la cara corta­da. Repito que tenemos también al duque de Guisa.

-Vaya un rey, a quien yo destie­rro enviándole al ejército.

-¡Bueno! Como si no te hubie­sen desterrado a ti a Polonia; como si no hubiese menos de la Caridad al Louvre que de Polonia a París. Cierto es que le has enviado al ejér­cito, y en eso se conoce principal­mente tu habilidad y tu previsión, le envías al ejército, es decir, pones a sus órdenes treinta mil hombres: y ¡qué ejército, vive Cristo!... un verdadero ejército que en nada se asemeja al ejército de la Liga. No, no... un ejército de paisanos es bue­no para Enrique de Valois; pero Enrique de Guisa necesita un ejér­cito de soldados valientes, aguerri­dos, chamuscados con la pólvora y capaces de devorar veinte ejércitos como el de la Liga, de manera que si a Enrique de Guisa, que ya es rey de hecho, le diese un día el ne­cio capricho de serlo también en el nombre, no le costaría más trabajo que volver sus trompetas hacia la capital, y decir: "Adelante, apode­rémonos de París tan sólo con in­tentarlo, y también del Louvre y de Enrique de Valois."


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