Alejandro dumas



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-¿Qué nos ha encargado el rey? -continuó d'Epernon-, que guar­demos al duque de Anjou, y no que le estemos mirando.

-Tanto mejor -dijo Schom­berg-, porque es muy bueno guar­dar, pero muy feo para que nos en­tretengamos en mirarle.

-Sí -observó Maugiron-, mas no nos descuidemos porque el dia­blo es muy astuto.

-Lo será -replicó d'Epernon-; pero me parece que no basta ser astuto para pasar por entre cuatro valientes como nosotros.

Y contoneándose d'Epernon al expresarse así, se retorcía fieramen­te los bigotes.

-Tiene razón -dijo Quelus.

-¡Vaya! -agregó Schomberg-: ¿crees por ventura que el duque de Anjou es tan necio que trate de es­caparse justamente por esta galería? Si se empeña absolutamente en es­caparse, hará un agujero en la pa­red.

-¿Con qué? no tiene arma nin­guna.

-Pero hay ventanas -respondió tímidamente Schomberg-, recor­dando que él mismo había medido la profundidad del foso.

-¡Ah! ¡las ventanas! -exclamó d'Epernon: bravo, amigo Schom­berg, ¡las ventanas! ¿Es decir, que tú saltarías de una altura de cua­renta y cinco pies?

-Declaro que cuarenta y cinco pie...

-Y é1, que cojea, y es pesado y perezoso como...

-Como tú -dijo Schomberg.

-Bien sabes, querido -repuso d'Epernon-, que no tengo miedo, más que a los fantasmas y eso con­siste en mi nervioso temperamento.

-Consiste -dijo Quelus, con mucha gravedad- en que todos los que ha matado en desafío se le han aparecido aquella misma noche.

-No lo tomemos a risa -conti­nuó Maugiron-, yo he leído una porción de evasiones increíbles, va­liéndose de las sábanas, por ejem­plo.

-En esa parte es muy sensata la observación de Maugiron, porque yo he visto en Burdeos a un preso que se fugó con las sábanas de su cama.

-¿Le viste tú?

-Sí -continuó d'Epernon-, por cierto que tenía partido el espi­nazo y hecha una torta la cabeza: faltaban a la sábana unos treinta pies para llegar al suelo, de modo que se vio obligado a saltar para completar la evasión, y su cuerpo se escapó de la cárcel, pero al mismo tiempo se escapó su alma de su cuerpo.

-Además -repuso Quelus-, si se escapa, tendremos que dar caza a un príncipe de la sangre; le per­seguiremos, le alcanzaremos, le cer­caremos; y cuando le tengamos cer­cado, como que no hacemos nada, le romperemos alguna cosa.

-Y entonces, pardiez -dijo Mau­giron-, haremos el papel que nos corresponde; nosotros somos cazado­res y no carceleros.

Estas observaciones parecieron concluyentes y comenzaron a hablar de otra cosa, después de haber de­cidido, no obstante, que continuarían visitando de hora en hora a Su Al­teza el duque de Anjou.

Tenían razón los favoritos para pensar que el duque de Anjou no intentaría nunca huir a viva fuer­za y que además tampoco se decidi­ría nunca a efectuar una fuga di­fícil y peligrosa.

No porque faltase imaginación al digno príncipe, antes debemos de­cir, que su imaginación trabajaba sin descanso, mientras se paseaba desde su lecho al famoso gabinetito que ocupara tres noches seguidas La Mole, cuando le recogió Marga­rita el día de San Bartolomé.

De vez en cuando acercaba el príncipe su pálido rostro a los vi­drios de la ventana que daba sobre los fosos del Louvre; más allá del foso se extendía un arenal, se per­cibía en medio de la obscuridad el Sena, cuyas aguas corrían tranqui­las y lisas como la luna de un es­pejo. A la otra orilla del río se al­zaba la Torre de Nesle como una especie de gigante inmóvil.

El duque de Anjou había obser­vado la postura del sol en todas sus fases, siguiendo también con el in­terés que conceden los presos a esta clase de espectáculos la degradación de la luz, y los progresos de la som­bra; contempló al antiguo París con sus techos, dorados a una hora de distancia por los últimos rayos del sol, y plateados por la primera cla­ridad de la luna; luego se apoderó de él un fuerte espanto viendo que se iban amontonando poco a poco en el cielo inmensas nubes y que presagiaban una buena tempestad. Entre otras muchas debilidades, el duque de Anjou tenía la de tem­blar cuando oía rugir la tempestad sobre su cabeza.

Entonces habría deseado ansiosa­mente que le guardasen de vista los cuatro favoritos de su hermano, aunque le hubiesen de insultar; mas no podía llamarles, porque hubie­ra sido dar demasiado motivo para sus insufribles chanzas.

Se arrojó en la cama, pero era imposible dormir; quiso leer y bai­laban las letras delante de sus ojos como una legión de diablos, trató de beber y le supo el vino muy amargo; tocó con las puntas de los dedos las cuerdas del laúd de Auri­lly, que se hallaba colgado en la pared, y vibraron de tal modo que le dieron ganas de llorar.

Entonces comenzó a jurar como un pagano, y a romper todo lo que encontraba al alcance de su mano. Este era un defecto de familia, al cual se hallaban muy acostumbra­dos en el Louvre.

Abrieron un poco la puerta los cuatro jóvenes para ver de dónde provenía aquel alboroto, y viendo que era el príncipe que distraía su mal humor, la volvieron a cerrar, lo cual aumentó la cólera del preso.

Estaba justamente rompiendo una silla, cuando sonó hacia la ventana un ruido que todo el mundo cono­ce, y al mismo tiempo experimentó M. de Anjou un dolor muy agudo en una cadera.

Lo primero que le ocurrió fue que le habían herido de un arca­buzazo, y que había disparado el tiro algún emisario del rey.

-¡Ah traidor! ¡ah cobarde! -gri­tó-: me mandas arcabucear como me lo habías prometido. ¡Me han matado!

Y se dejó caer sobre la alfombra: pero al caer puso la mano sobre un objeto muy duro, desigual y sobre todo más grueso que una bala de arcabuz.

-¡Oh! -dijo-, una piedra, se­rá un tiro de falconete; mas enton­ces habría oído la explosión. Y al mismo tiempo estiró y volvió a en­coger la pierna; aunque el dolor era bastante vivo, no tenía roto ningún hueso.

Tomó la piedra y examinó la vi­driera: la piedra había entrado con tal fuerza que más bien agujereó que rompió el vidrio; al parecer estaba envuelta en un papel.

Las ideas del duque empezaron a cambiar de dirección: aquella pie­dra en lugar de haberla tirado un enemigo podía venir de mano de algún amigo.

Acercóse el duque a la luz, y efec­tivamente, alrededor de la piedra estaba arrollado un papel sujeto con unas hebras de seda; segura­mente había amortiguado el papel la dureza del pedernal, que en otro caso habría causado al príncipe un dolor mucho más agudo.

Romper la seda, desenvolver el papel y leerle, fue obra de un mo­mento: había resucitado completa­mente.

-¡Una carta! -dijo entre dien­tes echando una furtiva mirada ha­cia la puerta.

Y leyó:

¿Estáis cansado de no salir de vues­tro aposento? ¿Queréis recobrar la li­bertad? Pues entrad en el gabinetito donde la reina de Navarra escondió a vuestro amigo monsieur de La Mole; abrid el armario, y levantando la tabla de abajo, hallaréis otra; en ella hay una escala de seda; atadla vos mismo al balcón, y dos vigorosos brazos la sos­tendrán tirante en el suelo del foso. Un caballo, ligero como el viento, os conducirá a sitio más seguro."



UN AMIGO.

-¡Un amigo! -murmuró-; ¡un amigo! no sabía que tuviese ningu­no. ¿Quién será, pues, ese amigo que se ha acordado de mí?

Y se puso a reflexionar un ins­tante; pero no acertando quién se­ría, se asomó a la ventana, y no pu­do ver a nadie.

-¿Me habrán tendido un lazo? -murmuró 'el príncipe, que tenía siempre miedo antes que todo.

-Primero -prosiguió-, sepamos si el armario tiene el secreto que me dicen y si está allí la escala.

Y sin mover la luz del sitio en que estaba, se encaminó el duque ha­cia el gabinete, cuya puerta empu­jara tantas veces en otros tiempos con el corazón agitado, cuando creía hallar en él a la reina de Navarra con la deslumbradora belleza que apreciaba Francisco mucho más que lo que convenía a un hermano. También esta vez latía violentamen­te el corazón del duque.

Abrió a tientas el armario, tocó las tablas, y cuando llegó a la últi­ma, después de haberse apoyado en el fondo y en el lado de delante, apretó uno de los extremos y sintió que se levantaba la tabla por el otro: introdujo al instante la mano en aquel hueco y tocó con la punta de los dedos una escala de cuerda.

Como un ladrón que huye con el hurto debajo del brazo, así volvió el príncipe a su aposento con su tesoro en la mano.

Dieron las diez, se acordó de la visita que le hacían cada hora sus guardianes, metió la escala debajo del almohadón de un sitial, y se sentó luego en él: estaba la escala tan artísticamente construida que se ocultaba perfectamente en el redu­cido espacio donde la había metido el príncipe.

No habían transcurrido, en efec­to, cinco minutos, cuando apareció Maugiron en el umbral de la puer­ta, envuelto en una bata con una espada desnuda debajo del brazo iz­quierdo, y una palmatoria en la mano izquierda. Desde el cuarto del duque seguía hablando con sus ami­gos.

-El oso está enfurecido -dijo una voz-: hace un instante que rompía todo lo que se le ponía por delante; cuidado, no te devore, Mau­giron.

-Insolente -murmuró el duque.

-Creo que Vuestra Alteza me ha dispensado el honor de dirigir­nie la palabra -le dijo Maugiron con el aire más impertinente que pudo adoptar.

Aunque el duque estaba próximo a romper en improperios, se detuvo reflexionando que si armaba una disputa perdería un tiempo precio­so, y tal vez la ocasión de escapar­se. Devoró, pues, su resentimiento, e hizo girar su sillón de manera que volviese la espalda al joven.

Maugiron, siguiendo las costum­bres tradicionales, se aproximó a la cama para reconocer las sábanas, y a la ventana para reconocer las cortinas; notó que estaba roto un vidrio, mas creyó que le había roto el duque encolerizado.

-¡Hola! Maugiron -gritó Schomberg-: ¿estás ya comido? ¿cómo no dices una palabra? En ese caso, suspira por lo menos para que sepamos a qué atenernos, Y para vengarte.

El duque se retorcía las manos de impaciencia.

-No -repuso Maugiron-, al contrario, mi oso está muy mansi­to y del todo domado.

El de Anjou se sonrió silenciosa­mente en la obscuridad. Y Maugi­ron, sin saludar al príncipe, la cual era la menor deferencia de todas las que debía tener con tan encum­brado personaje, salió y al salir ce­rró la puerta con llave.

No se movió el príncipe entretan­to, y cuando dejó de sonar la llave en la cerradura, murmuró entre dientes:

-Guardaos bien vosotros, porque el oso es un animal muy astuto.

LII. LA FUGA

Cuando el duque de Anjou se que­dó solo, sabiendo que todavía te­nía una hora por suya, sacó la escala de cuerda de debajo del al­mohadón, la desenvolvió y examinó uno por uno todos sus nudos y to­dos sus escalones con la prudencia más minuciosa.

-La escala es buena -excla­mó-, y en lo que de ella depende no parece que me la envían como medio de que me rompa la cabeza.

Entonces la desplegó toda y contó treinta y ocho escalones, distantes quince pulgadas uno de otro.

-Su longitud es suficiente -aña­dió-; por este lado nada tengo que temer.

Después permaneció un instante pensativo, al cabo del cual excla­mó:

-¡Ah! ya caigo, esos infames fa­voritos son los que me envían esta escala a fin de que la fije en el balcón, y mientras bajo por ella en­trar y cortar las cuerdas.

Volvió a reflexionar y después di­jo:

-Eh, no, no es posible; no son tan imbéciles que crean que voy a exponerme a bajar sin atrancar pri­mero la puerta, y atrancada la puer­ta, han debido calcular que tendré tiempo para huir antes que logren echarla abajo.

Eso haría -añadió mirando en torno suyo-, eso haría ciertamente si me decidiera a huir.

Sin embargo, ¿cómo han podido suponer que yo creería que esta es­cala, hallada en un armario de la reina de Navarra, habría sido puesta aquí con buen fin? Porque en resu­men, ¿qué persona en el mundo, excepto mi hermana Margarita, po­dría saber la existencia de esta es­cala?

El billete está firmado por un amigo. ¿Quién es ese amigo del du­que de Anjou que tan bien conoce lo interior de los armarios de mi cuarto o del de mi hermana?

Apenas acababa el duque de for­mular este argumento que le pare­cía incontestable, cuando al volver a leer el billete para conocer la le­tra si era posible, le ocurrió de pron­to una idea y exclamó:

¡Bussy!

En efecto, Bussy, a quien tantas damas adoraban; Bussy, que parecía un héroe a la reina de Navarra, la cual, según confiesa ella misma en sus memorias, lanzaba gritos de te­rror siempre que el conde reñía en desafío; Bussy discreto, Bussy ver­sado en la ciencia de los armarios, Bussy el único amigo del duque con quien éste podía verdaderamente contar, era según todas las proba­bilidades el autor del billete.



Con esta idea creció la perpleji­dad del príncipe.

Todas las circunstancias indicaban que Bussy era el que había enviado el billete. El duque ignoraba los motivos que Bussy tenía para estar resentido pues que ignoraba su pa­sión a Diana de Meridor; verdad es que la sospechaba, pues como él mismo había amado a Diana, cono­cía lo difícil que debía haber sido para Bussy verla sin amarla; mas esta ligera sospecha desaparecía ante las probabilidades que en favor de ser Bussy el autor del billete se pre­sentaban. Según el duque, la lealtad de su gentilhombre no le había per­mitido permanecer ocioso mientras que su señor se hallaba preso; Bus­sy había sido seducido por las apa­riencias de esta expedición, y ha­biendo querido vengarse de él a su manera, es decir, devolviéndole la libertad, le había escrito y le espe­raba.

Para acabar de cerciorarse se lle­gó a la ventana y a través de la niebla que subía del río vio tres si­luetas oblongas que debían de ser caballos y otros dos bultos que pa­recían clavados en la arena y que debían ser dos hombres.

-Dos hombres, eso es -murmu­ró el duque-: Bussy y su fiel Re­migio.

La tentación es grande -agre­gó-, y el lazo si le hay está dema­siado bien tendido para que tenga que avergonzarme de haber caído en él.

En seguida fue a mirar por el agujero de la cerradura; dos de sus cuatro carceleros se hallaban dur­miendo, y los otros dos jugaban al ajedrez en el tablero de Chicot.

El duque apagó la luz.

Luego abrió el balcón y se asomó. La sima que trataba de sondear con la vista se había hecho más es­pantosa aún, por efecto de la obs­curidad de la noche. Retrocedió, pe­ro la libertad tiene para un preso tan irresistibles atractivos, que Fran­cisco, al entrar en su aposento, cre­yó que el aire que en él respiraba iba a ahogarle; esta idea se apoderó de tal modo de su imaginación, que le produjo una especie de disgusto de la vida y de indiferencia ante la muerte.

Asombrado el príncipe, se figuró que recobraba el valor, y aprove­chándose de aquel momento de exal­tación tomó la escala de cuerda, fijó en el balcón los ganchos de hierro que en uno de sus extremos tenía, volvió a la puerta, la atrancó lo mejor que pudo, y convencido de que para entrar en el cuarto se ne­cesitaban ya diez minutos, es decir, más tiempo del que le era necesario para bajar por la escala, se acercó de nuevo al balcón.

Entonces procuró volver a ver a lo lejos los caballos y los hombres, mas no vio nada.

-Más vale así -murmuró-: huir solo es mejor que huir con el amigo más conocido, cuanto más con un desconocido.

En aquel instante la obscuridad era completa y los primeros true­nos de la tormenta que se presenta­ba comenzaban a resonar en el cie­lo; una gruesa nube de argentadas franjas se extendía en figura de ele­fante de un lado a otro del río; la parte posterior caía sobre el palacio y la trompa, formando multitud de curvas, pasaba sobre la Torre de Nesle y se perdía al extremo sur de la ciudad.

Un relámpago hendió por un mo­mento aquella nubes inmensas y el príncipe creyó ver cerca del foso y debajo de su balcón a los que inú­tilmente había buscado en la ribera.

Oyó entonces el relincho de un caballo y no le quedó duda de que le aguardaban.

Sacudió la escala para cerciorarse de que estaba bien firme, después cabalgó sobre la balaustrada y puso el pie en el primer escalón.

Es imposible describir la angus­tia terrible que oprimía en aquel ins­tante el corazón del preso, colocado entre una débil escala de cuerda por único apoyo, y las amenazas mortales de su hermano.

Pero apenas hubo puesto el pie en el primer escalón, notó que la escala, en vez de bambolearse como era de esperar, se estiraba, y que el segundo escalón se presentaba a su segundo pie sin hacer el movimiento de rotación natural en este caso.

¿Era un amigo o un enemigo el que tiraba del otro extremo de la escala? ¿Eran brazos abiertos o bra­zos armados los que le esperaban en el último escalón?

Apoderóse de Francisco un terror irresistible; todavía estaba asido al balcón con la mano izquierda, e hi­zo un movimiento para volver aden­tro.

Mas no parecía sino que la per­sona invisible que esperaba al prín­cipe al pie de la pared, adivinaba todo lo que pasaba en su corazón, porque en aquel momento sintió ba­jo sus pies moverse la escala con un movimiento suave e igual que parecía solicitar de él que bajase.

-Tienen la escala desde abajo -murmuró-: no quieren que me caiga: vamos, valor.

Continuó bajando: las dos cuer­das laterales de la escala estaban ti­rantes como palos. Francisco notó que desde abajo tenían cuidado de apartar los escalones de la pared, para que pudiese poner en ellos más fácilmente el pie.

Desde entonces se deslizó por la escala como una flecha, apoyándose en las manos mejor que en los es­calones y sacrificando a la rapidez de la bajada los embozos de la ca­pa.

De pronto, en vez de tocar el suelo que creía próximo, se sintió arrebatado en brazos de un hombre que le dijo al oído estas tres pala­bras:

-Estáis en salvo.

Entonces le llevaron hasta el foso y le hicieron subir por un camino abierto entre los hundimientos de tierra y piedra:

Llegados al otro extremo, encon­traron a un hombre, el cual, asien­do al duque del cuello, le atrajo a sí y le ayudó a subir, haciendo lo mismo con su compañero y corrien­do después encorvado como si fue­ra un anciano, hacia el río.

Los caballos estaban en el mis­mo sitio en que los había visto Francisco. Este conoció que no era ya posible retroceder y que estaba por completo a merced de sus salva­dores. Corrió a uno de los caba­llos, subió en él; sus dos compañe­ros montaron en los suyos, la mis­ma voz que le había hablado en voz baja, le dijo con el mismo la­conismo y el mismo misterio:

-Corred.

Y todos tres salieron al galope.

-Hasta ahora todo va bien -de­cía para sí el príncipe-, y es de esperar que el fin de esta aventura corresponda al principio.

-Gracias, gracias, mi valiente Bussy -dijo en voz baja al hombre que corría a su derecha y que iba embozado hasta los ojos en una gran capa parda.

-Corred -respondió éste desde la profundidad de su capa y dando él mismo ejemplo; los tres caballos y los tres jinetes pasaban como som­bras.

De este modo llegaron hasta el gran foso de la Bastilla, y le atrave­saron por un puente improvisado el día anterior por los de la Liga, que no queriendo tener interrumpi­das sus comunicaciones con sus amigos, habían imaginado este me­dio para facilitarlas. Los tres caba­lleros se encaminaron hacia Cha­renton; el caballo del príncipe pa­recía que llevaba alas.

De repente, el que caminaba a la derecha, saltó al foso y se lanzó por el bosque de Vincennes adelan­te, diciendo al príncipe con su la­conismo acostumbrado:

-Venid.


El que iba a la izquierda saltó también sin pronunciar una palabra. Aquel personaje no había despega­do los labios en todo el camino.

El príncipe no necesitó usar de la brida ni de la espuela, pues su caballo saltó el foso con el mismo ardor que habían saltado los otros dos: al relincho que dio al saltar, contestaron otros en el bosque.

El príncipe quiso detenerle te­miendo alguna emboscada, pero era ya tarde porque corría desbocado; sin embargo, el noble animal, vien­do a los otros dos acortar el paso acortó también el suyo, y Francisco se encontró en una especie de pla­zoleta donde la luz de la luna ilumi­naba las corazas de ocho o diez hombres a caballo y formados en batalla.

-¡Hola! -exclamó el príncipe-, ¿qué significa esto, caballero?

-¡Pardiez! -exclamó aquel a quien iba dirigida la pregunta-; esto quiere decir que nos hemos sal­vado.

-¡Cómo! ¡sois vos, Enrique! -exclamó el duque de Anjou estu­pefacto-; ¡vos mi libertador!

-¡Bah! -repuso el Bearnés, pues era el mismo-; ¿y eso os extraña? ¿No somos aliados?

Después, mirando a todas partes buscando a su compañero:

-Agripa -dijo-, ¿dónde dia­blos estás?

-Aquí estoy -respondió Aubig­né abriendo sus labios por primera vez-; bien tratáis los caballos: ¡co­mo tenéis tantos!

-Bueno, bueno -repuso el rey de Navarra-; no riñas; con tal que me queden dos de refresco, con los que podamos caminar una docena de leguas sin detenernos, no necesito más.

-¿Pero adónde me lleváis, pri­mo? -preguntó Francisco con in­quietud.

-Adonde queráis -dijo Enrique; pero debemos apresurarnos, porque como dice muy bien Aubigné, las caballerizas de rey de Francia es­tán mejor provistas que las mías, y Enrique III es bastante rico para reventar veinte caballos si se le ha puesto en la cabeza darnos alcan­ce.

-¿Es cierto que puedo ir adonde quiera? -interrogó Francisco.

-Ciertísimo, no espero más que vuestras órdenes -contestó Enri­que.

-Pues entonces quiero ir a An­gers.

-¿Queréis ir a Angers? Tenéis razón, allí os halláis en vuestra ca­sa.

-¿Y vos, primo?

-Yo, cuando lleguemos a la vis­ta de Angers, os dejaré y volveré a Navarra, donde me espera mi bue­na Margarita, que no debe estar muy satisfecha de mi ausencia.

-¿Pero nadie sabe que estáis aquí? -dijo Francisco.

-He venido a vender tres dia­mantes de mi mujer.

-¡Ah!


-Y además a saber si en efecto la Liga es capaz de arruinarme.

-Ya veis que no.

-Gracias a vos.

-¿Cómo gracias a mí?

-Sin duda, si en lugar de no aceptar el puesto de jefe de la Liga cuando supisteis que sus esfuerzos se dirigían contra mí, hubieseis acep­tado, me habríais perdido. Así, ape­nas supe que el rey castigaba vues­tra negativa con la prisión, juré sa­caros de ella y os he sacado.

-Tan tonto como siempre -dijo para sí el duque-; en verdad que es cargo de conciencia engañarle.

-Id, primo -dijo con una son­risa el Bearnés-, id a Anjou. ¡Ah, M. de Guisa! creíais haber ganado la partida; pero ahora os envío un compañero que os ha de dar que hacer.

Y como en aquel instante les tra­jesen los caballos de refresco que había pedido Enrique, ambos mon­taron en ellos y partieron a galope acompañados de Aubigné, que les seguía refunfuñando.

LIII LAS AMIGAS

Ínterin París hervía como lo in­terior de un horno, madame de Monsoreau, escoltada por su padre y dos criados, que se reclutaban en­tonces como tropas auxiliares para una expedición, se dirigía al castillo de Meridor, haciendo jornadas de diez leguas.

También ella comenzaba a gustar esa libertad, preciosa para las per­sonas que han sufrido. El azul del cielo del campo, comparado con aquel cielo constantemente amena­zador suspendido como un crespón sobre las torres negras de la Basti­lla; las hojas, ya verdes, de los ár­boles, los hermosos caminos que se perdían como largas cintas ondulo­sas en lo interior de los bosques, todo le parecía fresco y joven, rico y nuevo, como si en realidad acaba­se de salir de la tumba donde su padre la había creído enterrada.

El anciano barón se sentía tan rejuvenecido como si tuviera veinte años menos.

Al ver el aplomo con que se afir­maba en los estribos y con que es­poleaba al viejo Jarnac, se le habría tenido por uno de aquellos vetus­tos maridos que acompañaban a sus jóvenes mujeres, cuidándolas amo­rosamente.

No trataremos de describir este largo viaje, el cual no tuvo más incidentes que la salida y la postura del sol.


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